Cristina, Invadida por el deseo Cap II

Cristina no puede renunciar a las nuevas sensaciones que ha descubierto. Su vecino la obligará a participar de un juego en extremo perverso

CRISTINA

CAPÍTULO 2

Autor: Dantes

Esa noche no podía dormir del remordimiento. Veía a mi amor durmiendo junto a mí y me sentía la mujer más malvada y egoísta sobre la faz de la tierra. Esa misma tarde me había dejado violar de la forma más humillante; me deje hacer por ese viejo que Pablo detesta y muy a mi pesar lo disfruté. Luego había limpiado las evidencias y recibido a mi marido como si nada hubiese pasado; incluso cuando me preguntó cómo había estado el día, le respondí que muy bien. Hicimos el amor, y mientras lo recibía en mi cuerpo, me excitaba recordando lo que había pasado esa trágica tarde.

A la mañana siguiente desperté cerca de las diez. Pablo ya se había ido. Quise pensar que todo había sido un sueño, pero la incomodidad de mi ano no me dejaba engañarme. Medité un rato en la cama y decidí terminar con esa locura. Me levanté, me duché y me vestí; inconscientemente me puse solo ropa ajustada: short de jeans, rotos a media nalga, y un peto negro, sin brasier. Sabía que don Tito llegaría en cualquier momento y quería que se calentara al verme, quería que se fuera con las ganas de follarme; mi conciencia me castigaba pero no podía denegar del morbo de sentirme puta.

Estaba haciendo el aseo en el dormitorio cuando sentí la cerradura de la puerta. Cuando don Tito se apareció en la habitación y me vio, puso esa extraña cara de degenerado sonriente.

―Hoy pareces una adolescente. Veamos qué tan traviesa puedes ser ―dijo al acercarse. Lo detuve con mis manos en alto.

―No, don Tito. Lo de ayer fue un error. Quiero que me devuelva esas llaves y se largue de aquí ahora mismo ―le dije decidida.

―Ja... ¿Crees que es así no más?, ¿pretendes que renuncie a follarte como si nada? Ya es tarde Cristina, ya fuiste mía y los dos sabemos que te gustó ―me increpó  el viejo asqueroso mientras se desabrochaba la sucia camisa―. Estaré viejo y feo, pero mi verga te gusta. ¡Así que déjate de estupideces y arrodíllate!

―¡Fuera de mi casa viejo asqueroso! ―grité disimulando mi respiración agitada.

―Así que la perrita esta brava ―dijo sonriéndose―. Pues veamos cuanta fuerza de voluntad tiene.

―No tengo que demostrarle nada. ¡Ahora largo de mi casa viejo desgraciado!

―¡Pues no!, solo me iré si me haces un último favor.

Yo no quería caer en su juego, pero supe que no se iría, no tal fácilmente como yo deseaba.

―Anda, Cristina, ayer te portaste muy bien ―dijo mientras bajaba su pantalón―. Solo una pajita, es lo único que quiero.

Saco su verga y me la mostró; ya la tenía semi erecta. Me quedé mirando como empezaba a pajearse frente a mí.

―Solo cinco minutos y luego se va, ¿escuchó? ―dije tan decidida como me fue posible.

―Está bien, como tú quieras ―masculló y luego me empujó sobre la cama―. Siéntate ahí.

Se quedó de pie frente a mí. Su verga ya estaba completamente parada, esperando por las caricias que iba a recibir. No podía creer que de nuevo estaba ahí sentada, sobre mi cama matrimonial, dispuesta a satisfacer a aquel viejo verde. A cualquier mujer le parecería una pesadilla, pero yo me había entregado como una puta viciosa el día anterior; el muy canalla había aprovechado ese morbo enfermizo que despertó dentro de mí. Muy a mi pesar, ese morbo estaba volviendo a dominarme y sentí mi entrepierna mojarse. Mis ojos se clavaron en el pedazo de carne que me había humillado y perforado por todos lados la tarde anterior.

―Anda, córreme una buena paja de despedida. ―El viejo meció su verga contra mis pechos.

Acerqué mi mano y atrapé su cosa, estaba dura y caliente. Empecé a pajearlo despacio, tratando de controlar el morbo que crecía dentro de mí. ¿Cómo puedo ser tan sucia?, pensaba. Me di cuenta que me excitaba portarme así.

―No seas tímida, apriétamela fuerte. ¡Muéstrame lo puta que eres!

El maldito sabía atacarme, intuía que me excitaba escuchar que me llamaran puta. En ese momento empecé a perder el control. Le apreté fuerte su mástil, con mi otra mano acaricie sus velludas bolas, y comencé con un frenético sube y baja. Mi respiración era agitada y tímidos gemidos delataron los instintos de zorra que se habían liberado dentro de mí.

―¡Perfecto!, aaah..., así me gusta putita, mmm... que se noté lo sucia que eres ―me decía con malicia―. Como que te gusta agarrarme el pico, perra de mierda..., aaaah..., anda no te aguantes más... ¡Chúpamelo!

Su cara maliciosa desbordaba lascivia. Me trataba como a una esclava y yo me portaba como su perra, dominada por el morbo que me provocaba serle infiel a mi amado marido; en nuestra propia cama, y con ese viejo asqueroso que él detesta, nuestro descarado vecino. Pablo sabía que ese tipo me deseaba desde hace mucho tiempo, pero ni se imaginaba que yo ya me había entregado a él como una puta. Pero aún tuve fuerzas, la lujuria no me había dominado por completo y me resistí a complacer sus sucios deseos. Me moría por chupar ese pedazo de carne, de meterlo en mi boca y lamerlo como una niña hiciera con un delicioso dulce, pero me contuve, me aguanté las ganas de obedecer las viles peticiones de don Tito.

―¡Ni lo sueñe!, viejo asqueroso, solo un minuto más y se ira de mi casa... nunca me volverá a tocar ―dije entre jadeos de excitación contenida.

Don Tito bajó sorpresivamente sus manos y me apretó los pechos, los magreó violentamente sobre el peto mientras yo me desquitaba apretando con todas mis fuerzas la verga erecta que tenía entre mis manos.

―Estas tetas me fascinan..., aaaah... Son ubres de vaca en celo..., lo único que quieres es un toro que te la meta..., ¡puta lamedora!..., anda, ¡chúpame el pico! ― Me soltó uno de mis pechos y empujó mi cabeza hacia su tieso pené. Me resistí, mis gemidos de excitación se mezclaron con mis jadeos de esfuerzo por contener los deseos que me invadían―. Abre la boca puta, deja sentir tu lengua..., aaah..., ¡no te resistas más y chúpamela! ―jadeaba mientras trataba de obligarme a engullirla.

De pronto ya no pude más. La perra dentro de mí gano la batalla, las ganas de meterme su polla en la boca se volvieron incontenibles. Mis manos se quedaron en la base de su miembro, dejando su húmedo y glorioso glande frente a mi cara ― ¡Sí!, ¡si! ―grité, y me lancé a devorar su gruesa verga; pero don Tito, justo antes  que la cazara entre mis labios, me la arrebató.

―Se acabó el tiempo. Si no quieres, no soy quien para obligarte ―dijo con ironía burlesca.

Se abrochó los pantalones y, luego de dedicarme una maliciosa sonrisa, caminó hacia la puerta. La perra insaciable dentro de mí había despertado y no pude dominarla. Estaba tan cerca y a la vez tan lejos de librarme de ese viejo miserable, traté de luchar... pero perdí.

―Don Tito ―lo llamé tiernamente. Él se volteó y me miró con esa mueca maldita tan común en él, esa mueca que celebraba su victoria―. Por favor..., quédese.

―Lo siento, pequeña, pero tengo tanto que hacer.

Yo sabía lo que don Tito quería, que me humillara frente a él, eso lo calentaba. Me estiré de lado sobre la cama, mi mano se deslizó sobre mis pechos y le hablé como una niña pidiendo un juguete.

―¿No quiere jugar conmigo, don Tito?... ¿No quiere sentir mi lengua sobre su cosa?... ¿Acaso no quiere meter su verga en mi boquita?... Folle mi boquita..., por favor..., déjeme lamer su tranca..., y seré suya ―pedí como una viciosa, como una adicta que está dispuesta a dar lo que sea por droga, y mi alucinógeno era la pichula de ese viejo asqueroso. En ese momento me sentí capaz de hacer cualquier cosa por sentirme una perra usada por el que quisiera gozarme.

Se sacó rápidamente los pantalones y se acercó. Su actitud era violenta y me asustó. Se subió a la cama, agarró mi cabeza y bruscamente me metió la verga en la boca.

―¡Toma puta!... ¡¿No querías tula?!... ¡Chúpala perra!..., ¡cométela toda! ―gritaba mientras me pegaba fuertes palmazos en la cola―. Anda..., ¡chúpasela a este viejito caliente!... ¡Qué culazo de puta que tienes!

El miedo que sentí no tardó en convertirse en excitación. Nuevamente estaba en su poder y él lo sabía. Me apretaba violentamente el culo y manoseaba mis piernas a la vez que me exigía que le comiera su herramienta como una muerta de hambre.

―¡Come de lo que tu marido marica no tiene, puta culona! ―me lanzaba mientras me daba fuertes palmazos en las nalgas.

No demoró mucho en despojarme de mi escasa ropa y tenerme desnuda a su entera disposición. Yo me sentía abusada, sentía que no podía hacer nada frente al deseo incontrolable de ese viejo inmundo, y eso me calentaba. Me tomó del cuello y me puso boca abajo; luego metió sus dedos en mi entrepierna y con mis propios jugos lubrico mi malogrado orificio posterior.

―Hoy se la meto primero por el culo, señora Cristina ―dijo, y me enculó de un solo empellón. Grité de dolor y lo insulté, le rogué que saliera pero fue inútil. Él solo se reía entre jadeos e insultos para mí y mi esposo. Vi el retrato de mi matrimonio mientras el viejo me gozaba y más puta me sentí; el primer orgasmo de ese día llegó mientras miraba el rostro de mi marido en la foto.

―¡Más duro!, ¡pártame el culo, don Tito! ―le grité al viejo maldito.

Esa mañana don Tito, mi viejo vecino, volvió a hacer lo que quiso conmigo: su verga recorrió todos mis orificios, sus manos recorrieron todo mi cuerpo y su leche inundó toda mi boca.


Durante esa semana vino todos los días a abusar de mí. Siempre era igual, al principio me resistía pero siempre terminaba entregándome a don Tito. Los insultos y las vejaciones nunca faltaban, a veces me pedía algún atuendo especial para saciar sus asquerosas fantasías y yo, como una putita, lo complacía.

Cuando acababa y me tenía desnuda sobre la cama, le gustaba escuchar cómo me declaraba su sumisa esclava a cambio de la promesa que me tomara de vez en cuando. En poco tiempo me di cuenta que le calentaba escucharme decir que no podía resistirme a entregarme cuando el morbo me dominaba. En una de estas ocasiones fue cuando empezó a interrogarme por mis salidas matinales con escasa ropa. Fui sincera, mientras le lamía su flácida verga, le conté de mis caminatas buscando comentarios soeces hacia mí; le confesé como me excitaba ver a los tipos en la calle volteándose a mirarme y como me mojaba cada vez que me decían alguna grosería. Mientras hablaba, pude ver como su mástil reaccionaba, supe que le calentaba oír mi confesión, y yo misma me excité al recordar mis paseos. Le pedí que me follara.

Esa tarde, antes de irse, me ordenó que a la mañana siguiente me pusiera una falda y un peto ajustados. Dijo que me acompañaría a uno de mis paseos. Me puso nerviosa la incertidumbre que plantó en mí. ¿Qué pretendía?, esas caminatas habían empezado todo y me preocupaba el estado en que me ponían. Esa noche me quedé dormida tratando de decidir si obedecería o no los deseos de don Tito.

Al día siguiente, decidí que sería lo mejor salir como él lo había dicho. ―Así por lo menos no caigo en sus manos ―pensé. Llegó como a las once; abrió con su llave, entró en mi dormitorio y se me quedó mirando. Al momento me ordenó cambiar de falda, revisó mi ropa y me entregó una más provocativa.

―Esta es blanca, don Tito, se me traslucirá el tanga negro ―traté de hacerle ver.

―Tú solo ponte lo que te digo ―masculló―. Te espero afuera. No me hables, yo te seguiré. En su momento me acercaré y te diré que hacer. ―Iba a salir pero volvió con cara de haberse acordado de algo―. Ah, y ponte tu sortija, que todos se den cuenta que eres una mujer casada.

Don Tito salió de la casa, dejándome con la prenda en la mano. ¿Cómo iba a salir así a la calle?, se me trasluciría todo. Dudé unos minutos pero luego me cambié; cualquier cosa por no caer en las manos de ese viejo. Me miré al espejo y pude ver como la falda elasticada que me había puesto se acomodaba a las formas de mis caderas; a contraluz dejaba en completa evidencia el diminuto coraless que llevaba debajo. Me desesperé, pero pronto comprendí que no tenía alternativa. En el ajustado peto ya se notaban los pezones algo duros, de solo imaginarme así en la calle, mostrándome... Tomé el anillo de encima del velador y me lo puse. Salí y vi al viejo sentado frente a su casa, tomé la dirección contraria e inconscientemente adopte mi caminar más coqueto.

No tardé en llamar la atención. Los hombres en la calle se daban vuelta a mirarme y los comentarios picantes invadieron mis sentidos. Mi resistencia no duró demasiado y el morbo despertó en mi interior. A veces me daba vuelta y veía a don Tito; caminaba como a cinco metros tras de mí. No se perdía detalle de las cosas que me decían y tenía un ángulo privilegiado para deleitarse con el vaivén de mi expuesto trasero. Al rato llegué a una esquina y me detuve a esperar la luz verde.

―En la otra esquina toma un autobús ―escuché a don Tito. No lo miré―. Y que vaya lleno, ¿escuchaste?

No dije nada, solo crucé la calle y me acerqué a la parada. Pasaron un par de buses sin mucha gente, los deje pasar. El tercero venia repleto; los que van a los barrios más populares siempre vienen llenos. Me hice la tonta, pero el bus se detuvo, don Tito lo había hecho parar.

―Súbase, señora ―escuché. Sabía que era él.

Me subí.

El chofer fue el primero en mirarme con deseo, sus ojos se clavaron en mis pechos y luego, cuando no podía verlo, seguramente en mi cola. Me excité. El bus no iba demasiado lleno, se podía caminar entre la gente parada en el pasillo.

―Al fondo. ―Don Tito venia tras de mí.

Me abrí paso entre la gente; muchos se dieron vuelta a mirarme. Tuve que restregar mis pechos contra la espalda de algunos. Un adolescente de baja estatura se dio vuelta en el momento justo para que al pasar mis globos golpearan su rostro; una sonrisa traviesa invadió su cara y me cerró un ojo. Mi morbo se aceleró. Por fin encontré un espacio donde poder quedarme. Don Tito se quedó cerca de mí; lo miré, en su rostro había mucho morbo, me observaba con deseo y pronto me di cuenta que no era el único. Varios tipos, incluyendo al mocoso ese, me miraban con descaro. El nerviosismo y la excitación me dominaron. Me aferré al pilar donde me sujetaba y mire hacia fuera, tratando de controlarme. Un par de ancianos ocupaban los asientos delante de mí, ninguno de los dos tenía el menor recato al mirarme. No los culpe, me veía preciosa y estaban solo a centímetros de mí; era un regalo para ellos, en cualquier parte hubieran tenido que pagar para ver un espectáculo como el que les estaba dando.

De reojo pude ver como don Tito se acercó y se paró detrás de mí, luego apoyó su bulto en mis nalgas y sentí como me punteó con descaro. Instintivamente traté de atrapar su garrote con mis nalgas, lamentablemente el sutil meneo de mis caderas se volvió evidente.

―Calma, pequeña, no ves que tenemos público ―susurró don Tito a mi oído―. Todos ya pueden ver cómo te restriego el pico en el culo, no tienes para que mostrarles cuanto te gusta. Recuerda que llevas tu sortija de matrimonio, eres una mujer casada. ¿Acaso quieres que todos piensen que eres puta?

Esa palabra, esa maldita palabra. Mi excitación creció y apenas podía contener las ganas de arrodillarme y suplicar por una verga; suplicar por alguien que se animara y abusara de mi cuerpo. Pero comprendí que debía mantener la compostura, no podía darme el lujo de perder el control. Supe que debía calmarme y entrar en razón, pero no podía dejar de presionar con mis nalgas el duro bulto de ese viejo desgraciado.

―Quiero que a cualquier hombre que se te acerqué le digas que eres una mujer casada ―dijo de pronto don Tito.

No dije nada, no comprendí a lo que se refería.

―¿Entendiste? ―Insistió.

Seguía sin comprender pero asentí con la cabeza.

―Dime que eres una mujer casada. ―No obtuvo respuesta―. A cambio te voy a culiar bien culiada esta tarde. Ande, señora Cristina, dígame que la dejé tranquila porque es una mujer casada.

¿Qué pretendía ese viejo?, no lo sabía, pero debía obedecerlo. El morbo me dominaba y él era amo de mi morbo. Necesitaba que saciaran mi cuerpo, necesitaba que abusara de mí cuando llegara a casa, necesitaba ser usada como una perra. Sin apartar mi trasero de su bulto me volteé y con tono de súplica le dije:

―Por favor, señor..., soy una mujer casada.

Su apoyo se volvió más evidente; sus manos se posaron en mis caderas y solo la delgada tela de mi falda y sus pantalones impedía que me penetrara. Paré la cola y la restregué contra sus embestidas. La excitación que me provocaba dejarme magrear y puntear por ese viejo en frente de todos los demás que pensaban que era un desconocido para mí era increíble. De pronto don Tito se calmó y apretándome con sus manos me hizo recobrar la razón.

―Solo te bajas del bus cuando yo diga, ¿entendiste? Y recuerda lo que te dije ―me dijo, se apartó y ocupó el espacio junto a mí.

¿Qué había querido decir?, pues pronto lo averigüé. Lo miraba con suplica, estoy segura que en mi cara se podía leer: ―lléveme a casa y fólleme, por favor―, cuando sentí al primero.

Era más alto que don Tito, más joven pero igual de regordete. Me presionó las caderas a la altura de la ingle, obligándome a parar la cola y comenzó a restregarme su bulto en el culo, pude sentir un miembro duro y deseoso por penetrarme. Me punteó descaradamente; un total desconocido, al que no podía verle ni la cara con claridad, se estaba dando el lujo de restregármelo a placer. La idea, al tiempo que me excitaba me asustó, pero no hice nada para detenerlo. Miré a Don Tito, parecía molesto. En un momento de lucidez entendí todo, ahora todo era más claro, volteé mi rostro lo más que pude hacia el hombre que se aprovechaba de mí, y dije:

―Por favor, señor..., soy una mujer casada.

A ese hombre no le importaron mis palabras, no le importó que fuera casada. Es más, al igual que a don Tito, mis suplicas incentivaron sus avances. Una de sus manos se deslizó bajo mi peto y atrapó uno de mis pechos. Apretando su mano con mi brazo, contuve ligeramente los bravos magreos que sufrían mis globos. Sin embargo, el par de ancianos en frente de mí se daban clara cuenta de los abusos de los que era víctima. Cerré los ojos para evitar la vergüenza, y sin querer hice que mis sentidos se centraran en como su verga buscaba desesperada la entrada en mi cuerpo. No pude evitar parar la cola todo lo que pude y entregarme a sus avances, obediente y sumisa. Sus envistes se volvieron más violentos justo cuando el anciano sentado frente a mí encontró el valor de acariciar mi pierna. La frenética punteada y los fuertes apretones a mis pechos cesaron de repente; aquel tipo se apartó. Supuse que había mojado sus pantalones, me lo imaginé y se me hizo agua la boca. Don Tito estaba complacido y excitado, su mirada lo delataba. No pasó ni medio minuto y otro tipo ―otro hombre completamente desconocido― se apegó a mis caderas y me empezó a puntear.

―Por favor, señor..., soy una mujer casada.

Les encantaba, no había duda. Disfrutaban de la voz suplicante y el cuerpo sumiso. Esta vez las dos manos se escabulleron bajo mi peto. No puedo negar que lo deseaba. Cerré los ojos y volví a dejarme hacer; sabía que los demás miserables a mí alrededor miraban y esperaban con ansias su turno. Eso era precisamente lo que quería don Tito; cuando se acercó y me punteó descaradamente no fue más que para mostrarles a esos hombres lo sumisa que podía ser ante el avance de quién quisiera aprovecharse de mí.

La mano de aquel anciano degenerado había tomado confianza, sus caricias sobre la parte interior de mi pierna se deslizaron en un suave y tiritón vaivén hasta desaparecer bajo mi faldita. Cuando el tercer extraño se apegó a mi cuerpo, para hacerme sentir su palpitante bulto...

―Por favor, señor..., soy una mujer casada.

...y masajear mis pechos, sentí los dedos del anciano apartar mi ropa interior y bañarse en los jugos de mi conchita. Lo miré y me encontré con su sonrisa malévola. Observó detenidamente los cambios en mi rostro cuando empezó a juguetear con mi desprotegido clítoris. La sensación de ser manoseada a placer por aquellos extraños y a vista y paciencia de quién sabe quién, me tenía al borde de la locura. Apenas podía aguantar los gritos de placer. La respuesta a los punteos del extraño de turno ―un tipo muy moreno y algo bajito― eran innatas; no me importaba tener que inclinarme un poco para que mis nalgas alcanzaran su paquete. A ratos se quedaba quieto para sentir como yo restregaba mi cola en su tranca; incluso fue así como término: Estaba quieto, disfrutando de mis movimientos y de repente se agarró bien de mis pechos y me dio un fuerte empellón. Pude sentir los pálpitos de su miembro escupiendo su ardiente leche. Cuando estuve momentáneamente libre, mis ojos se clavaron en el anciano que acariciaba mi hambriento coñito. Recordé las instrucciones de Don Tito.

―Por favor, señor..., soy una mujer casada ―le dije.

Su sonrisa se acentuó y lentamente empezó a meter sus dedos en mi conchita. No pude evitar morder mi labio inferior para contener un gemido; el viejo asqueroso se deleitaba con los estragos que estaba provocando en mi entrepierna y mi cuerpo no tenía fuerzas para resistirse. En eso sentí unas inquietas manos que se metieron bajo mi falda; alguien manoseaba y apretaba mis nalgas a placer. Desvié mi atención del anciano y vi al mocoso del pasillo completamente extasiado magreandome la cola. ―¿Qué puedo hacer?, es su turno de usarme un rato ―pensé, y me deje hacer.

Dos dedos del anciano jugaban dentro de mí, mientras su pulgar rozaba hábilmente mi clítoris. Realmente lo hacía bien y me traía al borde del orgasmo; el vejete tenía su experiencia. Me imaginé la calentura de ese viejo al estar jugando con la entrepierna de una mujer como yo, preciosa y de la edad de su nieta y ya no pude más. Me costó demasiado disimular el orgasmo que invadió mi cuerpo, cerré las piernas atrapando la mano del viejo, quien reaccionó revolviendo con violencia sus dedos en mi coñito. Por si fuera poco, el mocoso se abrió paso bajo mi tanga y presionó con uno de sus dedos mi agujerito posterior. El orgasmo no hizo más que acrecentar mi excitación. ―¡Disfrutas como perra! ―me dije, y me excite más. Mis caderas se movían sensualmente para el gusto de los tipos que observaban el espectáculo. Cuando miré había tres o cuatro hombres mirando y esperando su turno. Era una puta y estaba más excitada y descontrolada que nunca; si alguien quería que se la chupara…, solo tenía que pedirlo.

Un hombre muy moreno y de mal ver se acercó y empujó al mocoso. Sin embargo, el chico mantuvo su posición y lo encaró.

―¡Espera tu turno, idiota! ―reclamó el muchacho.

El otro tipo lo apartó nuevamente y me dio un buen agarrón en la cola. Se disponía a abrazarme cuando el muchacho volvió a intervenir. Pero esta vez me di cuenta que traía una corta pluma en la mano. Me quede helada.

Estaba demasiado excitada y asustada al mismo tiempo, me quede en blanco. Un apretón en el brazo me hizo reaccionar. Don Tito, que se había dedicado a disfrutar del espectáculo, me hacía señas para que bajara del bus. No sé si fueron los nervios o la conducta innata de la perra dentro de mí por obedecer al viejo, pero de inmediato me abrí paso a la puerta de atrás, y aprovechando que el bus estaba detenido baje rápidamente detrás de don Tito. La puerta se cerró y el bus prosiguió su marcha.

Me sentí momentáneamente a salvo, pero vi que el bus se detenía veinte metros más allá y que bajaban tres hombres de los que había visto esperando su turno. Me calenté y aterroricé al mismo tiempo. Mi nueva personalidad quería entregarse a las perversiones de aquellos hombres, pero la esposa fiel, la antigua Cristina, gritaba porque la dejaran volver a casa y esperar a su marido. Don Tito me agarró del brazo, abrió la puerta de un auto que se detuvo frente a nosotros y me subió detrás de él al vehículo. A una orden de mi vecino el conductor se puso en marcha. Cuando desperté de mi estupor, me di cuenta que escapábamos en un taxi.

El taxista se me quedó viendo por el espejo, seguramente pensaba que éramos padre e hija. Don Tito tenía una gran sonrisa de satisfacción en la cara; no era para menos, me había comportado como él lo había planeado. Seguramente al verme deseada por todos esos hombres inescrupulosos, y luego verme disfrutar de sus avances a pesar de pedir que se detuvieran, lo habían llevado al paraíso del morbo.

De todas formas mis deseos seguían latentes, nadie había satisfecho mi calentura de perra y muy a mi pesar sabía que Pablo, mi amado marido, no podría hacerlo. Necesitaba del viejo bastardo de mi vecino y él lo sabía.

De pronto reparé en las miradas lascivas del taxista, admiraba mis piernas y se esforzaba por ver más allá. ―¿Cuánto querrá ver? ―me pregunté, la idea acentuó mi excitación; ya estaba entregada al morbo, la perra dentro de mí me dominaba y no podía hacer nada para detenerla. Abrí inocentemente mis piernas, delicadamente, sin que don Tito se diera cuenta. Le mostré mi ropa interior al taxista. El tipo era un cuarentón, muy morocho, de abundante bigote, macizó y se notaba que no era muy alto, más bajo que yo ―nunca podría estar con una mujer como yo―. Seguramente en casa le esperaba una esposa con sobre peso, morocha como él y con tres embarazos a cuestas. Sin embargo, en ese momento podía deleitar su vista con mi cuerpo. Las ideas en mi cabeza volaban y la ansiedad por ser usada crecía a cada instante.

―¿No es cierto que mi nuerita es preciosa, amigo? ―le preguntó sonriente don Tito, mientras pasaba su mano por detrás para apoyarla en mi hombro.

El taxista no dijo nada, entendió el comentario como un reproche y dejó el retrovisor para atender el camino.

―¿Dónde van? ―nos consultó al llegar a la primera intersección.

―Acá, a la izquierda, mi buen amigo ―le indicó Don Tito―. Usted tan solo conduzca, yo le indicaré el camino.

No entendí por qué don Tito no le daba una dirección o una indicación más precisa, supuse que solo quería alejarse un par de cuadras más de los tipos que nos habían tratado de seguir.

El relajo de aquellos momentos de calma en el taxi, después del tremendo susto que había pasado, me hizo volver a la cordura. ¿Cómo había permitido que aquel viejo me humillara de esa forma? Supe que estaba fuera de control, que digo, estaba loca al arriesgar mi vida con Pablo por unos momentos de morbosa lujuria. Me dije que eso tenía que acabar, mi voluntad tenía que imponerse frente a aquellos extraños deseos. Mire a don Tito y me prometí que apenas llegara a casa lo mandaría a la mierda, nunca volvería a caer en sus garras, no me volvería a quebrar.

No sé cuánto tiempo estuve atrapada en mis cavilaciones, no fue hasta que reconocí la esquina que acabábamos de doblar, que me incorporé sorprendida sobre el asiento: ¡Don Tito acababa de indicarle al chofer que doblara por la calle donde se ubicaba la empresa constructora donde trabajaba Pablo! Quise engañarme, pensar que no era más que una coincidencia, mi vecino no tenía por qué saber donde trabajaba mi marido, pero mis esperanzas se desvanecieron cuando el muy canalla le pidió al taxista que se detuviera.

Pablo trabaja en un barrio industrial del Norte de la ciudad. La cuadra donde nos encontrábamos estaba llena de empresas. Cincuenta metros frente a nosotros, por el lado contrario de la avenida, se levantaba el tosco edificio corporativo donde trabajaba. Ya pasaba del medio día y era cuestión de minutos que los trabajadores, incluido mi marido y sus amigos, salieran a comer a los distintos boliches cercanos. Entre en pánico ante la posibilidad de que mi amado Pablo me encontrara vestida así subida en un cacharriento taxi con el mal nacido de nuestro vecino. No se me ocurrió nada mejor que agacharme y recostarme  sobre el asiento, quedando con la cabeza sobre las piernas de don Tito.

―¿Qué le pasa? ―preguntó extrañado el taxista.

―Mi linda Cristina, aquí no puedes hacerlo preciosa ―dijo con jocoso cariño don Tito, mientras me acariciaba el cabello.

Vi aparecer la cabeza del taxista entre los dos asientos delanteros. Aprovechó de mirarme con descaro. Para lograr agacharme había tenido que acostarme, quedando con la espalda arqueada y mis piernas juntas y dobladas. Con la diminuta falda que traía, el taxista tenía un panorama increíble. El viejo le dio unos segundos para disfrutar del panorama, luego suspiró simulando congoja.

―Verá, mi buen amigo, mi querida nuera tiene un extraño problema. ―Don Tito seguía acariciando mi cabello como si fuera una niña―. Sufre crisis de pánico, la única manera de tranquilizarla es dándole cariño.

El morocho arqueo una ceja extrañado. Yo no dije nada, pues en realidad estaba asustada, solo quería irme de ahí.

―Vámonos a casa ―supliqué.

―No podemos hasta que haga lo que vine a hacer, querida.

El taxista no dejaba de mirarme; no pude evitar desplazar mi brazo y dejarlo ver la forma de mis pechos. A pesar del miedo no podía desprenderme de esos malditos impulsos exhibicionistas.

―¿Qué dirá su hijo cuando sepa que no la llevó a casa de inmediato? ―preguntó el morocho con saña, intuí que le interesaba mantenerme en su taxi, no sé si por deseo o por el dinero extra.

―Ella no deja de portarse como una niña hasta que llega a su casa, es más, cuando llega no recuerda nada de lo que hizo desde la crisis. Dígame si no es extraño ―le explicó don Tito, aparentando estar aproblemado. No sabía lo que pretendía con todas esas mentiras, pero me quede callada, no quería que el taxista temeroso de meterse en problemas nos obligara a salir del auto.

―Eso si es raro. ―dijo extrañado el morocho, parecía escéptico.

―Pues cree que haría esto si no estuviese seguro. ―Don Tito alargó la mano y atrapó uno de mis pechos, lo masajeo un momento y tras ver la cara de asombro del mirón soltó una carcajada―. Jaja, sé que es para no creerlo, pero así es no más.

Estaba asustada y de seguro se me notaba en la cara, porque el taxista se quedó con la boca abierta al ver cómo me dejaba magrear por quien se suponía mi suegro. Pese a todo lo que me había prometido a mí misma, otra vez estaba en las manos de aquel viejo desgraciado, no podía hacer ningún escándalo, menos desmentir sus palabras pues no podía permitirme salir del taxi en aquella facha y arriesgarme a que mi inocente esposo me viera así. Además, la idea de ser abusada quizá a pocos metros de Pablo hizo que mi temperatura volviera a elevarse. Al taxista se le notaba en la cara una mezcla entre asombro, calentura y envidia. Don Tito también se dio cuenta.

―La verdad es que más de una vez me he aprovechado de la situación ―le dijo en tono de confidencia―. Es increíble cómo se calma cuando le hacen cariño, es como una amorosa gatita.

―Por favor, vámonos a casa ―le insistí.

―Lo siento, preciosa, pero debo recoger los documentos que me encargó tu marido ―dijo contrariado mi supuesto suegro. Luego se dirigió al taxista que no quitaba ojo a mi escote―. ¿Usted Podría cuidar de ella? Por favor, será máximo media hora.

El huraño morocho quedó mudo; en su rostro podía leerse su incredulidad.

―Por favor, ya ve como se pone esta pequeña, está asustada y no querrá salir del auto por nada del mundo hasta que llegue a casa. No se preocupe que no le dará ningún problema, solo le pido que la tranquilice un poco mientras estoy fuera ―insistió don Tito.

―¿Está seguro que no le traerá ningún problema?, ella podrá reclamarle a su marido que no la llevó directo a casa cuando se lo pidió.

―Claro que no. No se preocupe que no es la primera vez que le pasa. Como le dije, una vez en casa olvida todo lo que le pasó, todo lo que escucha o hace en este momento ya no lo recordará.

El taxista miró para todos lados, como buscando una cámara escondida, estoy segura que no podía creer que le estuviera pasando algo así.

Estaba asustada. En las dudas de aquel tipo vi la posibilidad de que nos bajara del taxi. Idealmente podría decir que no y llevarme a casa, pero si don Tito insistía nos bajaría a ambos, exponiéndome ante Pablo. En mi desesperación decidí seguir con el morboso juego de mi supuesto suegro. Total, después de aquel día que más daba que aquel morocho me admirara un rato. Además, el perjudicado iba a ser él con la calentura insatisfecha que se iba a llevar; así que me acomodé en el asiento, paré la cola para que la falda se subiera un poco más, arqueé la espalda y saqué mi brazo para dejar al descubierto mi generoso escote. El taxista se llevó la mano a su bigote, como para peinarlo, y tomó su decisión.

―Está bien, vaya tranquilo ―dijo ufanamente.

―Ok, vuelvo en un rato ―aceptó agradecido don Tito. Luego abrió la puerta, pero dudo antes de salir. Debí saber que me tendría una sorpresa preparada―. De todas formas sería mejor si se sienta acá atrás, para calmarla en caso que se asusté.

―Está bien ―dijo ansioso el taxista. Sentí que abría la puerta y se bajaba. Don Tito hizo lo propio para darle paso al morocho. Pude ver mejor a aquel oportunista; era más bajo de lo que pensé, inclusive más que el viejo, vestía un desgastado pantalón que poco combinaba con la camisa barata que traía a medio abrochar. Se veía nervioso y ansioso. ―A que tipejo me obliga a exponerme este viejo― me dije. El tipo entró y, apenas acomodó sus piernas bajo mi cabeza, pusó su mano sobre mi hombro.

―Trátela como si fuera una niña, tranquilícela. Ella se siente segura en el auto, mientras se sienta así no tendrá ningún problema ―le aconsejó mi supuesto suegro. Luego se fue.

El taxista se quedó tranquilo un minuto, seguramente esperando que don Tito se perdiera de vista. De reojo pude verlo como me miraba con descaro, lo miré hacia arriba y me encontré con su rostro sobrecargado de ansiedad, me dedicó una malévola sonrisa.

―Tranquila, pequeña, Cholito te cuidara mientras vuelve tu papi.

―Gracias, Señor ―le respondí, no se me ocurrió otra cosa, lo único que quería era salir de ahí lo antes posible, antes que me viera Pablo. Y si ese negrucho quería ser amable, para mí mejor.

Pero muy a mi pesar no tardó en aprovecharse de la situación. La mano que acariciaba mi hombro descendió lentamente hasta mi pecho. Aunque estaba apoyada en sus piernas podía sentir como le bombeaba el corazón. Otro desconocido se extasiaba manoseando mi cuerpo. ―¡Esto debe parar! ―pensé, y retiré su mano hasta mi hombro. No quise mirarlo y cuando trató de volver a tocarme me protegí con mis brazos. Por unos momentos me sentí a salvo, parecía que se había resignado a acariciar la suave piel de mi hombro y contemplarme con descaro, pero la lujuria en tipos como él es más fuerte que el mínimo respeto que pudiesen sentir con el prójimo. No le importó que estuviera casada y le dio lo mismo que me resistiera, pues su mano volvió a buscar mis pechos. Traté de protegerme, de apretar mis brazos contra mi pecho, pero insistía; me armé de valor y lo miré con reproche. Esta vez no sonreía.

―No te portes mal con el Cholo, dulzura, ¿o quieres que Don Cholo te saqué del auto?

Sus palabras fueron como si hubiera puesto una navaja en mi cuello. Las posibilidades se arremolinaron en mi cabeza. Si me sacaba del auto, Pablo o algún compañero de trabajo podrían verme; y el trolo ese nunca aceptaría llevarme a casa si seguía creyendo que estaba mal de la cabeza. Por otro lado, si le decía la verdad lo más probable es que se enfadaría o, peor aún, se aprovecharía de lo mismo para abusar de mí. De pronto, a lo lejos, sentí un timbre, muy similar al de los recreos de la escuela, supe que era la una de la tarde, la hora de almuerzo. La brava expresión de mi rostro cambio por una de miedo y suplica, mis brazos cedieron sin fuerzas y aquel bastardo atrapó mis pechos indefensos. Volvió a sonreír.

Sus magreos y la maldita situación que había provocado don Tito me horrorizaban tanto como me empezaban a excitar. Sentí vergüenza de mi misma, ¿cómo podía ser tan débil?, ¿cómo mi cuerpo podía traicionarme así? Las toscas manos que me tocaban y los degenerados ojos que me desnudaban no eran los de mi marido, eran de un pobre diablo que nunca había ni podría estar con una mujer como yo; joven, bella y delicada. Y aun así sentí la temperatura entre mis piernas expandiéndose, abriéndose, como el florecimiento de una rosa en primavera.

―¡Dios!, que buenas tetas que tiene la princesita ―balbuceaba para sí el muy perro. Sus magreos se intensificaron y una lágrima de impotencia rodó por mi mejilla.

Su mano izquierda se escabulló bajo mi camiseta, donde sus ásperos dedos torturaron mis pezones. Su mano derecha bajó recorriendo mi cintura hasta que llegó a mi cola, ahí me toqueteó y no tardó en levantarme la faldita hasta que descubrió mi prieto trasero apenas protegido por aquel diminuto coraless. Su tosca mano jugó con mi cola hasta que se molestó con ella y empezó a golpearla. Las palmadas  resonaron.

―No, por favor ―le rogué.

De pronto me soltó. Por un momento pensé que se había apiadado de mí, pero me levantó bruscamente y se desabrochó el pantalón. Al instante apareció una tranca negra, venosa y con una cabeza hinchada y brillante. Esperaba que me obligara a chupársela, a todos los hombres les gusta y a las mujeres en mi estado les fascina, pero no lo hizo. Me volvió a tirar sobre su regazo y volvió a darme de palmadas, aún más fuerte que antes, mientras a tres centímetros de mi rostro se tiraba la verga.

―No, por favor…, mmm ¡no!―repetí con angustia, más para disimular un gemido que para que se detuviera.

―Silencio, niña. Me estoy divirtiendo. ―Y más fuerte me pegó―. La princesa tiene el culito más bonito y definitivamente más maduro que la pendeja de mi sobrina ―balbuceaba. Estaba tan caliente que apenas y se preocupaba de la baba que le caía por la barbilla―, y las tetas más grandes que haya apretado en la vida.

Cuando se cansaba de pegarme en la cola volvía a apretar mis pechos con una violencia enfermiza, sin dejar de pajearse frente a mí. Yo lo miraba suplicante, mis cachetitos me ardían y mis pechos me dolían. Mi calentura se retenía y se avivaba por el dolor, me sentía una víctima, como nunca me había sentido con don Tito.

―¡Me duele!, ¡por favor!..., por favor don Cholo no me pegué más, haré lo que sea por usted pero no me pegué que me duele ―pedí entre lágrimas. Estaba a punto de salir del auto y escapar pero la sola idea de encontrarme con Pablo casi desnuda y toda marcada por los infames magreos de ese pervertido me infundían un temor terrible. Aun así, el miedo a lo que me podría pasar dentro de aquel inmundo taxi hacia que la idea de huir surgiera en mi cabeza una y otra vez.

―Mi sobrinita entiende que me puede calmar dándome cariño ―dijo entre jadeos mientras me pegaba aún más fuerte―. Apenas tiene quince años pero es muy inteligente.

Comprendí con qué clase de tipo me había topado. El muy desgraciado no solo admiraba a su sobrina, sino que ya había abusado de ella ―pobre chiquilla ―pensé―, y maldito de ti, negro de mierda―. Supe lo que quería. Y no sé si fue el deseo por que dejara de lastimarme o el deseo de satisfacer a un pervertido violador de jovencitas, pero tomé su miembro y lo relevé de la paja que se estaba haciendo. Los golpes cesaron y sus magreos se convirtieron en caricias.

―Eso es, buena niña, trata bien al Cholito y él tratara bien a la sucia princesita. ―Era increíble con qué clase de loco me había dejado el viejo pervertido de mi vecino. Le apreté la verga, la tenía dura como piedra. Su mano empezó a hurgar bajo el coraless y se encontró con mi húmeda entrepierna.

―Guauu, a mi sobrinita no se le moja hasta que estoy adentro, la princesita me tiene sorprendido.

Su loca forma de hablar y la idea de que aquel hombre abusaba de su sobrina lo convirtió en un completo monstruo para mí, más maldito que don Tito, mas insano que todos aquellos miserables que me manosearon y puntearon en el bus. Y yo estaba a su merced, la mujer de Pablo, el hombre honesto, el marido fiel, y sentía como sus dedos entraban en mi cuerpo y como buscaron mi agujerito posterior y lo presionaron para abrirse paso. Cerré los ojos para sentirlo mejor, sus dedos eran gruesos e impertinentes, uno presionó con fuerza y se abrió paso, paré la cola instintivamente y me lo enterré por completo.

―¡Que princesita juguetona!, así me gusta, más que princesita parece putita ―dijo el muy degenerado. Y esa maldita palabra me revolvió por dentro. ¡Si!, eso era, una putita entregada a un maldito pervertido y, no lo podía negar, lo estaba disfrutando. Y no pude resistirme, sabía que le gustaría escucharme y también sabía que me volvía loca cuando no les importaba.

―Don Cholo, no me pegué, por favor, seré una niña buena ―dije con la respiración entrecortada, mientras contemplaba la verga que tenía atrapada en mi mano, la estrujaba y cada vez la sentía más gruesa y palpitante. Su cabeza estaba brillante y no pude evitarlo, presioné desde la base hasta arriba de tal forma que de la punta de su capullo afloró una gran gota de fluido―. Seré la princesa de mi marido y la putita de usted ―dije antes de poder contenerme y con mi lengua recogí el brillante producto de la punta de su negra tranca. Su sabor era salado, más fuerte que el de don Tito, mucho más salvaje que el de mi marido, era delicioso.

Al muy perro se le fue el aire como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho. Con mi lengua limpie todo su capullo y lo seguí ordeñando, ansiosa por jugo de verga negra. No aguante más y lo cacé con mis labios y lo introdujé en mi boca. Mi lengua lo abrazaba con hambre y mi boca lo succionaba como una bebita que lucha contra un biberón que apenas suelta unas gotas de leche.

―¡Qué buena putita!, mi sobrina nunca lo ha chupado con hambre, siempre obligada ―dijo el muy bastardo mientras me culeaba con sus dedos.

―Don Cholo, dele su semilla a la princesa, por favor, escupa su semilla en ella ―supliqué, apenas liberando su miembro y parando mi cola para clavarme aún más profundo sus dedos. De solo pensar que esa verga en mi boca había violado a la sobrina de aquel bastardo me volvía loca, más puta me sentía al disfrutarlo.

―¿Esta tranca negra a estado dentro de su sobrina, Don Cholo? ―le pregunté extasiada.

―Anoche estuvo dentro del culo de mi vieja mujer y hoy en la mañana dentro del coñito de mi joven sobrina. Siente sus sabores mi putita ―anunció entre jadeos.

―Siento el sabor de su sobrina, su sucia verga violadora esta deliciosa… Por favor, se lo suplicó, entrégueme su semilla. ―Estaba como loca, había olvidado que mi marido estaba muy cerca, compartiendo con compañeros de trabajo, sin saber que su bella esposa era víctima de un maldito violador y abusador. Ya no me importaba, si aquel miserable hubiera salido del auto en ese instante lo habría perseguido rogándole por mas verga.

De pronto sentí los gemidos que anunciaban el éxtasis; introduje hasta la garganta su gruesa tranca, respiré el aroma de sus bolas peludas, luego la volví a sacar y pajear con fuerza para volver a echármela a la boca otra vez y otra vez. Sentí que cambio su dedo en mi culo, ahora era más grueso, más sabroso, y con su mano libre me dio de nalgadas descontroladas. Esta vez era la perra la que dominaba. El dolor se convirtió en calentura y más deseé complacer a aquel perro bastardo.

―Bebe, princesa. No quiero a la putita, quiero a la princesa de papi para que beba toda mi leche. ―Su mano dejó de darme azotes para retener mi cabeza. Eso me gustaba, era su instrumento de placer, era su presa, no podía dejarme escapar, debía alimentarme.

Sus chorros fueron intensos, mi lengua los recibió con júbilo. Llenó mi boca de semen caliente mientras me la follaba, mientras me comía su polla, mientras me tragaba su leche, mientras un orgasmo recorría mi cuerpo deseando que metiera su mano entera en mi culito. Fui sucia, la perra dominó, me tragué hasta la última gota amarga de leche y no dejé de chuparla hasta que me la quitó, como una buena putita.

Se quedó ahí como aturdido, respirando entrecortado, acariciándome el cabello. Volví en mí y sentí vergüenza, había compartido mi cuerpo, el templo de Pablo, de su mujer, con ese mugriento taxista. Aparté su flácida verga de mi rostro y lloré. Él se rio.

―No llores princesa, te has portado muy bien, ya no te pegaré, ya no te daré de nalgadas como a una niña mala ―dijo mientras me obligaba a mirarlo―. Pero no soy tonto, la princesa no me conoce, no soy tonto y siento grandes ganas de complacer a la princesa. ―Me sonrió en forma maliciosa, se arregló los pantalones, me apartó y se bajó del auto. No entendí lo que me había dicho, pero intuí que no era nada bueno. Apenas me asomé para ver si había alguien cerca. Alcance a ver un tipo que observaba el vehículo desde el frente de la avenida, era alto, flaco y desgarbado, me vio y me asuste, volví a esconderme. Rogué porque volviera don Tito y nos fuéramos de ahí.

Apenas me había acomodado y bajado la falda cuando el taxista abrió la puerta del otro lado. Se asomó, con su rostro insano y esa maldita mueca de burla.

―No soy tonto ―dijo, mientras entraba y se hincaba en el borde del asiento―. No he terminado contigo, princesa ―siguió diciendo mientras trataba de abrir mis piernas. Me resistí―. ¿Qué?, ¿la princesita quiere salir del auto, del taxi de don Cholo?

―No, por favor, ya déjeme―supliqué.

―Esa es la princesa de papi, la que más me gusta. Mi sobrina también tiene un papi y una mami. Me gusta pensar en ellos cuando juego con su hija, cuando ella dice “no” lo disfrutó más ―dijo mientras seguía tratando de abrir mis piernas.

―¡Abre las putas piernas de una buena vez!, ¡¿o quieres que te saqué de mi auto?! ―gritó con un cambio de actitud que me congeló de miedo. Dejé de oponerme, si me resistía ese hombre me iba a lastimar, no tenía duda de eso. Abrió mis piernas con delicadeza. ―Eso es, mi princesa ―dijo con un tono tranquilo que me asusto más aún. Volvió a abrir sus pantalones, su verga estaba tiesa y palpitante otra vez.

―¡No!, don Cholo, por favor, que le diré a mi marido, mi cuerpo es de él, de nadie más ―supliqué. Pero fue inútil, las negativas y las suplicas excitan más a un violador que la complacencia. Y a la perra dentro de mí le encantó que no me hiciera caso, que se aprovechara pese a mis suplicas.

El muy bastardo levantó mi camiseta, dejando mis pechos libres, y se tendió sobre mí. Era mucho más bajo que yo, así que me miraba desde abajo con una sonrisa diabólica en la cara, mientras instalaba la punta de su tranca sobre mi coñito.

―¡No!, se lo suplicó,  no lo haga, me va a doler ―pedí desesperada. Sabía que no me haría caso, que lo haría de todas maneras, pero la vergüenza y el repudio volvían a darle paso a la perversión. La perra se hacía cargo de mis reacciones, obligándome a suplicar, a pedir clemencia, complaciendo al pervertido y obteniendo el goce que tanto disfrutaba.

―Te va a doler como la primera vez princesa, tu marido no tiene la tranca de este negro.

―¡No!, por favor, se la volveré a chupar, ¡por favor!

―No soy tonto, sé que me la chupaste así de rico para evitar que te poseyera. Se nota que no conoces este tipo de hombres, machos que no se conforman con una  corrida. ―Y fue entonces cuando me la clavó de una sola vez hasta el fondo―. ¡Siente como te parte don Cholo! ―me soltó mientras yo trataba de ahogar un grito con mis manos.

El muy perro se aferró a mis tetas, que le quedaban a la altura justa, y me embistió sin ningún miramiento.

―Ahora estoy pensando en tu papi, en tu mami…, en tu marido, princesa. Ahora, mientras te la meto, mientras gozó de tu conchita jejeje ―se burló.

―Ya déjeme, me duele, no soy suya, soy de mi marido, ¡suélteme pervertido! ―aullaba mientras lo abrazaba con mis piernas. La perra suplicaba conmigo, usando mi desesperación para complacer al miserable ese.

―Estas más apretada que mi sobrina. Tu marido la tiene pequeñita, ¿no? ―me dijo extasiado de morbo. Tenía razón, su verga era más grande y más fuerte que la de Pablo, y más gruesa aún, aunque no tan larga, como la de don Tito. Era el tercer hombre que me tomaba en mi vida. Me sentía sucia, avergonzada e increíblemente excitada.

―Mi marido la tiene más pequeña…, pero me ama… Déjeme… soy una mujer casada.

―No, hasta que te dé todo lo que pediste. Una corrida en la boca no es más que leche. Una corrida dentro de la concha… es la semilla de un macho.

Quería preñarme. El muy animal me violaba, se apareaba conmigo a la fuerza para preñarme como un macho se cruza con una hembra, como un potro monta a una yegua. La idea me volvió loca y me arrancó un orgasmo que me obligué a disfrazar de dolor y angustia.

―Aaaaaaah, don Cholo, ¡no!, déjeme por favor… Aaaayyy… hágalo por atrás…, mmmm…, mmm…, mi culito esta apretadito…, aaaaaah…, disfrútelo y córrase en él…, mmm…, pero déjeme, ¡por favor!

―No princesita, te voy a dar una cría, que tu maridito idiota criara como suya…, aagggrr… Y en unos años, una noche cualquiera, voy a ir a tu casa, voy a matar a tu marido, te volverá a violar y te haré mía para siempre. Y tú le dirás a tu cachorro que su verdadero padre soy yo, tu verdadero macho ―divagaba el muy maldito en una fantasía insana y terrible mientras continuaba saciando su calentura penetrando mi carne.

Mis piernas seguían el vaivén de las embestidas de don Cholo, el taxista pervertido. Mis chalas con taco se mantenían en mis pies y golpeaban la puerta y los asientos mientras ese miserable magreaba mis tetas a placer. Ahí estaba, siendo abusada a escasos metros de mi marido, por un abusador horrible, por una tranca gruesa, negra y dura, con claras intenciones de darme un hijo. Estaba al límite del éxtasis, y no dejaba de pedirle que se detuviera, que me dejara, porque sabía que eso lo excitaba aún más.

Cuando aquel hombre se asomó a la ventana, supe que era el mismo que había visto frente a la avenida. Era alto y desgarbado, su maldita sonrisa mostraba dientes amarillos por el tabaco y sus escasos cabellos bailaban como pelusas de un chaleco viejo. ―Debe estar esperando su turno ―pensé―. Se la chuparé con gusto ―decidí. No tenía caso negarlo, me encantaba.

Esas ideas fueron demasiado para mí; el orgasmo más largo e intenso de mi vida lo tuve en el asiento trasero de un mugriento y destartalado taxi, contra mi voluntad, en manos de su dueño, un completo extraño, y en frente de otro malviviente que no hiso nada por ayudarme. Esta vez no lo pude disimular y don Cholo se corrió conmigo, sentí su capullo inflarse dentro de mi cada vez que expulsaba potentes chorros de su semilla. Me embistió con una fuerza increíble al soltar las últimas descargas de semen dentro de mí… Supe que me había preñado.

Se quedó tirado sobre mí un momento, sus babas corrían por mis pechos y uno de sus dedos se había depositado en mi boca. Se lo chupé.

Cuando se levantó se encontró de frente con el tipo desgarbado.

―Es su turno ―le dije―. Lo necesito.

Don Cholo me miró sorprendido. En ese momento apareció don Tito. De un empujón saco al fisgón calvo de la ventana.

―!¿Qué has hecho hijo de puta?¡ ¡¡¡Voy a llamar a la policía!!! ―gritó, el tipo flaco se fue muy rápido, obviamente no quería meterse en problemas.

El taxista discutió con don Tito, diciéndole que él mismo se la había encargado y que a su hijo no le haría ninguna gracia si se llegaba a enterar. Todavía se creía el cuento de mis crisis de pánico y mi vecino no hiso nada por desmentirse. De pronto vi a ese inmundo hombre tal cual era, un insignificante taxista, con una vida por lo más mediocre. Don Cholo solo existía en su morbosa imaginación, no era más que un personaje que se había permitido interpretar para abusar de mí. Su coraje de macho había desaparecido, estaba frente a mi supuesto suegro rogándole para que no llamara a la policía; me dio la impresión que lloriqueaba cuando decía que tenía que mantener a cuatro hijos, y que si iba a la cárcel quedarían sin sustento.

Don Tito le dio un par de manotazos y el muy miserable ni intentó defenderse. De pronto el taxista desapareció, lo único que vi fue a mi viejo vecino, iracundo, insultando al miserable que me había violado, defendiéndome…

Sé que suena estúpido, él mismo me había llevado a vivir aquella horrible experiencia, aprovechándose de mi nueva personalidad, de mis nuevos deseos. Pero no pude evitarlo, sentí unas ganas increíbles de ser su mujer, de complacer las necesidades de su carne como una hembra obediente hace gozar a su macho protector.

Al fin le dijo al taxista que nos dejara en una plaza. Nunca sabría donde vivía y debía olvidar todo eso si no quería tener problemas con la ley. Yo no decía nada, me mantenía inmutable y estuve escondida hasta que don Tito me dijo que bajara. Luego subimos a otro taxi que nos dejó en casa.

Una vez solos me eché a llorar, más por vergüenza que por otra cosa; quizá también por la culpa que sentía. Le había dado tanto placer a ese patán abusador, ¡y lo había disfrutado!, no podía creer lo que había hecho pero de solo recordarlo me excitaba.

Don Tito me llevó al dormitorio, me sentó y me trajo un vaso de agua, luego me mando a ducharme. Cuando volví lo recordé todo y volví a llorar, por arriba y por abajo. El viejo me pidió que le contara todo, que me desahogara con él. Mientras lo hacía me acariciaba el pelo, consolándome.

―¡Caray!, lo siento, Cristina, no pensé que llegaría a tanto ―dijo cuando terminé de contarle lo que había pasado en el taxi―. Pero son gajes del oficio.

Luego se levantó y se dispuso a marcharse.

―¿A dónde cree que va? ―le pregunté desafiante. Él se quedó ahí, mirándome con curiosidad. Me levanté y me acerqué. Lo tomé de la mano y lo conduje a la cama. Desabroche su cinturón y deje caer sus pantalones―. No quiero que me deje sola, don Tito, no ahora cuando más lo necesito.

Me sacó la toalla, me tendió en la cama y me penetró por detrás. No fue brusco, lubricó su verga en mi conchita y luego casi con cariño me la metió en el culo.

―No se corra en mi cola, don Tito ―dije después de un rato―. Quiero que me preñe.

FIN CAPÍTULO 2.