Cristina (II)

Segunda entrega.

CRISTINA (2)

Habían pasado más de diez días desde que mi chica y yo hicimos el amor a la vista de la vecina, en el sofá, conscientes los tres de lo que estaba sucediendo. Entre el horario de trabajo y el hecho de que mi pareja y yo habíamos decidido pasar el siguiente fin de semana en su casa, no había vuelto a ver a la vecina. Esa tarde, cuando llegué a casa y abrí el acceso a la parte posterior del jardín, sorprendí a la vecina jugando con sus dos perros. A decir verdad, quizá fuera al revés: los perros jugaban con ella.

Los dos

boxer

, abandonados tristemente durante días y días, aprovechaban cualquier ocasión que se les aparecía para volverse locos de alegría, y en aquel momento saltaban alrededor de mi vecina, vestida con una especie de chándal rojo y gris mal conjuntado, tratando de derribarla para poder jugar más a mano con ella. La chica parecía divertirse a medias, ya que un rictus de dolor se dibujaba en su cara angulosa a cada manotazo de los animales, y parecía absurdamente decidida a sacudirse el polvo de encima sin darse cuenta que el tiempo que perdía en limpiarse una mancha era aprovechado por los perros para dejarle tres huellas más en la ropa. La lucha duró unos dos minutos. En un ataque de carácter, consciente ya de mi presencia al otro lado del muro que separa las casas, la chica decidió intentar imponer su autoridad a base de gritos. Los

boxer

interpretaron esa exhibición vocal como un ánimo, y arreciaron sus inocentes ataques. La uña de una de las patas de la perra se enganchó con la goma del pantalón de chándal, y viéndose preso, el animal intentó retorcerse para librarse de esa molestia. La goma se ensanchó y dejó al descubierto unas bragas azules que asomaron cubriendo las nalgas de mi vecina, que reaccionó de inmediato revolviéndose y soltando al perro. Frenéticamente desenganchó al animal y cogido del cuello lo devolvió al pequeño cercado en el que vivían castigados regularmente. El otro animal interpretó correctamente la situación y dió por acabado el juego, aunque mientras mi vecina intentaba recomponerse el pantalón, intentó disimuladamente irse a la otra parte del jardín. Una sola voz, esta vez sin paliativos, sirvió para que el perro acudiera cabizbajo a hacer compañía a su pareja.

Mi vecina se dedicó ya más tranquila a sacudirse el polvo que la reyerta había provocado y, tras mirarme sin entretenerse pero sin disimulo, entró en la casa. Yo había cogido la manguera y fumaba tranquilamente mientras rociaba el césped. Dos minutos más tarde, subió al piso superior de la casa y se asomó a la ventana de su habitación, como si quisiera aprovechar la luz. Se subió las mangas para detectar arañazos en los brazos. Se levantó brevemente el chándal para explorar la suavidad de su estómago y la piel de sus riñones. Mientras tanto, recordé que tenía que tender la lavadora que había puesto al mediodía. El lugar usual es el mismo cuarto trastero donde está la máquina, pero recordé las instrucciones de mi chica al respecto de cierto detalle téxtil. Haciéndole caso, tendí la ropa en el interior del trastero menos las bragas amarillas que dos semanas atrás mi vecina había dejado caer en mi jardín. Las mismas con las que mi chica salió a desayunar al porche del jardín la mañana siguiente del espectáculo casero con que obsequiamos a la vecina. Mi chica me había conminado a tenderlas en el mismo porche, cosa que hice de manera disimulada para no llamar la atención de la madre de mi vecina. Siempre estuve convencido que las madres saben distinguir a tres kilómetros las bragas de sus hijas, y decidí dejarlas descuidadamente en una de las sillas del porche, de manera que sólo fueran visibles desde el piso superior de los vecinos. En esos momentos, la chica se encontraba en camiseta de tirantes aplicándose una crema hidratante, con actitud de querer a su cuerpo, y mientras yo centraba mi atención en el jazmín y los bulbos recién plantados, observé cómo su mirada se dirigía inequívocamente hacia las bragas expuestas, sin que por ello dejara de frotarse los brazos y los hombros. Su mirada me pareció perdida por un momento, y seguidamente desapareció de la ventana. Cumplido el encargo, entré la prenda dentro de casa para hacerla descansar sobre un radiador y cuando oscureció llamé a mi chica y le conté lo que había sucedido. Me prometió que no se perdería el próximo fin de semana.

Una vez con mi chica en casa, y aprovechando el buen tiempo, decidimos aprovechar la mesa del porche y comer fuera. Con las semanas, su piel se iba bronceando ligeramente, dando a su pelo rubio un contraste delicioso. Sus ojos, del color de una almendra tostada y caramelizada, brillaban mientras comíamos y nuestras miradas se dirigían alternativamente al jardín de delante. La família vecina también estaba comiendo. La chica, con su melena larga ensortijada, el cuerpo enjuto y ligeramente envarado, parecía silenciosa entre el alboroto que producía la família entera. Le pregunté a mi chica qué pensaba de lo que había sucedido días atrás. Se limitó a sonreir y a afirmar que le había gustado, pero no quiso extenderse más en el tema. Decidimos aprovechar el sol de primavera y acercarnos a pasear por la playa esa tarde.

Cuando saqué los cafés al porche, el ruido procedente de la casa de enfrente se había disparado. Mi chica dió un primer sorbo a su café mientras dirigía su mirada descaradamente a la escena que se le ofrecía, matizada por el acristalamiento de la casa de enfrente, cerrado a no ser por una pequeña ranura de ventilación. Mi vecina apoyaba su cadera en el mármol de la cocina y se mantenía con los brazos cruzados debajo del discreto pecho mientras aguantaba la diatriba altisonante de su madre, que se confundía con el ruído de chocar de platos y cubiertos en el lavadero. El padre de la chica terminó por entrar en la cocina y se sumó a la discusión, hecho que provocó que mi vecina hiciera volar sus melena rizada para girarse en redondo y abandonar la estancia no sin antes dedicar a sus padres un gesto de exasperación. Nos acabamos el café.

Escogimos una playa ancha, larguísima, que compartían muchas poblaciones de la costa. Dejamos mi libro y las toallas en el coche y nos decidimos a andar. Veinte minutos más tarde, sentados, nos rodeaba una cierta sensación de amplitud, enmarcada por las cercanas pequeñas olas a un lado y la fila interminable de cañas que cerraban la playa a los campos por el otro. Mi chica me rodeó las piernas con los brazos y descansó la mejilla encima de mi sexo, aun oculto por los pantalones. Sus ojos sonrieron ligeramente mientras musitaba que parecía mentira pero que tenía ya ganas de merendar. Le respondí que el menú no sería muy variado, comentario que devolvió con un gesto de conformidad cómplice, mientras apartaba los pantalones y se introducía mi miembro en la boca con un movimiento queridamente lento. El calor húmedo proporcionado por mi chica hizo reaccionar a mi miembro mientras mi mano recorría su espalda hasta el nacimiento de las nalgas. Ella se apretó contra mí de manera que mi mano podía recorrer su culo por entero y llegar a mojar mis dedos en su coño. El viento se fue desatando y el sordo ruido del mar emergió como acompañante a las oleadas de placer a que nos sometíamos.

Decidí pedirle que se acostara de lado y le bajé los pantalones hasta la rodilla. La imité y me encajé de manera que ella pudiera seguir devorándome el miembro mientras yo apartaba con dos dedos su tanga negro y empezaba a lamer los labios de su vagina, ya humedecidos. Abracé su cadera y sostuve un momento una de sus nalgas con fuerza, hecho que le hizo ahogar un corto suspiro. Uno de mis dedos de deslizó a la entrada de su ano y hurgó delicadamente en la zona. Hice coincidir el momento en que mi lengua se concentraba en su clítoris para introducir una falange entera de mi dedo en su culo. Su cuerpo se tensionó y enarcó, para relajarse posteriormente, a medida que mi lengua y mi dedo se concentraban más profundamente en sus respectivas actividades.

Diez minutos después, con el sol amenazando con ocultarse detrás de la fila de cañas que enmarcaban la playa, un perro nos interrumpió con carreras frenéticas a nuestro alrededor. Eso sólo podía significar que había gente cerca, y nos resignamos a aplazar nuestra sesión de placer para más tarde. Nos recompusimos a tiempo de avistar una família entera que circulaba con el calzado en la mano medio kilómetro detrás de su perro. Terminamos el paseo no sin antes besarnos larga y lentamente. La época del año, acompañada por el aumento del número de horas de luz, provocaba que la playa empezara a experimentar un rosario de visitas. Pescadores armados hasta los dientes con neveras, cajas de herramientas y diminutas sillas de camping, conscientes que las horas previas al anochecer son las más propicias para su actividad, famílias enteras con síndrome de abstinencia de playa y hambre de oler a mar, gente decidida a no esperar más para remojar los dedos de sus pies en las tímidas resacas de las olas ya explotadas, parejas en busca de un marco adecuado a palabras importantes, jubilados decidos a no perdonar su baño diario ni a causa del invierno, lluvia o marejada, lesionados que han recibido el sabio consejo de andar descalzos por la arena para fortalecer los músculos dañados, turistas que se dirigen a la playa por el simple hecho de haber acudido de vacaciones a la costa sin saber muy bien qué se puede hacer ahí, grupos de jóvenes proclives a grandes corros, primeros cigarrillos y pequeñas confesiones privadas, quién sabe si algún beso.

Como quien no quiere la cosa, subiendo al coche le recordé a mi chica que esa semana había estado lloviendo más o menos generosamente, y le propuse acercarnos al bosque. Con un poco de suerte, esa noche cenaríamos una buena tortilla de espárragos silvestres. Accedió con entusiasmo. Después de diez segundos de silencio, pude notar su mirada en mi perfil de conductor, y me preguntó si nos concentraríamos en los espárragos. No le prometí nada. Adoro a mi chica.

Los caminos que cruzan el bosque cerca de mi casa no suelen ser anchos, sólo lo justo para acceder a un margen y otro sin variar la dirección de tus pasos. Pinos, alcornoques y robles en proporciones variables. Eres consciente del silencio que existe sólo en contraposición al ruído de tus pisadas y al frecuente sonido de los pájaros. La dosis de adrenalina la proporcionan los ocasionales lechos de los jabalíes y raramente el frenético galope de esos animales, acompañado de doblaje y rotura de ramas al verse sorprendidos por la presencia humana.

El camino nos obligaba a andar uno detrás del otro. Mi chica se había recogido el pelo rubio en una coleta alta, y las últimas mechas de color brasa encendida que se había hecho lucían especialmente cuando el sol llegaba ocasionalmente a iluminarla. La espalda y los hombros rectos, perfectamente definidos, iban protegidos por un top negro. La cintura aparecía desnuda, y su Ave Fénix tatuado en el riñón luchaba por hacerse visible entre su prenda superior y sus vaqueros, que dibujaban sus nalgas de ensueño a la perfección. Llevaba unas deportivas azules en los pies. Siempre me atrajo la alineación paralela de sus pies, al andar o al pararse. Debilidad mía, nunca me pareció sexualmente atractiva esa postura inconsciente de muchas chicas de mantener las puntas de los pies abiertas, más separadas entre ellas que los talones.

Mi chica me sacó de mis pensamientos cuando giró levemente la cabeza para mostrarme su perfil, sonrió, y me comunicó que esa noche ponía yo los huevos para la tortilla. Su deje divertido y irónico me hizo ver que el volumen del racimo de espárragos en su mano izquierda doblaba sobradamente el que tenía yo en la mía. Mi respuesta, en el mismo tono, fué que andando ella por delante de mí, mis dotes de concentración vegetal disminuían dramáticamente. Se detuvo en seco, las manos caídas a lado y lado de sus caderas, y me preguntó con fingida inocencia por qué razón me sucedía eso. Me paré justo detrás suyo, y cogí su mano derecha para dirigirla hacia el bulto que sobresalía en mi pantalón. Su risa sorda hizo el resto y dejé caer mi exiguo trofeo verde para introducir mis manos en sus vaqueros y bajárselos hasta las rodillas. Su ramillete también quedó en el suelo al tiempo que un movimiento de sus caderas aplastaba su culo contra mi pantalón. El silencio pareció adueñarse del bosque en ese momento. Mis pantalones habían caído a mis tobillos cuando mi chica se inclinó hacia adelante, doblando ligeramente las rodillas y apoyando sus manos en la parte anterior de sus muslos, hecho que me ofreció una panorámica más que tentadora de su culo. Con un dedo, retiré el tanga negro a un lado y paseé el prepucio de mi miembro a lo largo de los labios exteriores de su vagina, que se abrió dócilmente para bañar la punta de mi verga con sus primeros jugos. La flor se fue abriendo atendiendo al frote y noté el piercing de su clítoris. Cuando este aparecía en escena, significaba que el pequeño órgano estaba despierto y pedía contacto. Retiré una de mis dos manos de sus caderas y masajeé el clítoris mientras su vagina parecía querer abrazar la punta de mi miembro, que suavemente aceptó el abrazo. Una pequeña descarga eléctrica nos sacudió. Mientras iba penetrándola lentamente, centímetro a centímetro, mi mano se deslizó sobre su estómago y ascendió lentamente hasta encontrar el pezón de uno de sus pechos. Esa fricción provocó en mi chica un suspiro ahogado, y instintivamente acabé de penetrarla hasta el fondo de un sólo golpe. De su garganta brotó algo parecido a un maullido lejano. Con una de mis manos en su pecho, con la otra así la tira horizontal del tanga de mi chica dejando la tira vertical entre los dedos corazón y anular, y inicié una serie de embestidas progresivas que provocaron el inicio por parte de mi chica de movimientos complementarios, que provocaban que sus nalgas se estrellaran con un sonido seco y lleno contra mi pelvis.

Después de tres minutos de embestidas, ralenticé el ritmo y acerqué mi boca a su oído. 'Al árbol', le susurré, mientras mi lengua recorría los delicados pliegues de su oreja. Con ese tono entre anhelante y sumiso que sólo he oído en ella y que constituye otra de las maravillas irreemplazables de mi chica, musitó un sí, nos separamos por un instante, y se giró para besarme. Buscó con la mirada a lado y lado y escogió un alcornoque la base del cual rozaba el camino. Con el tanga aún puesto y con los vaqueros en las rodillas, se acercó al árbol y levantando sus brazos, apoyó sus manos en él. Tardé dos segundos en despertarme de esa imagen maravillosa y volví a penetrarla. El árbol no había sido, como otros muchos, despojado de la corteza de corcho y su relativa capacidad de absorción me animó a empujar con cuidado a mi chica contra el tronco. Tardó sólo cinco segundos en interpretar mi intención y en pocos instantes quedó abrazada al árbol con las piernas abiertas, mientras que yo tenia que doblar ligeramente las rodillas y arquear mi espalda hacia atrás para penetrarla más cómodamente. Su rostro, encajado en la corteza del árbol por la mejilla, dibujaba expresiones de placer y emitía bufidos sordos. Ocasionalmente mi chica no podía evitar intentar girar el cuello al máximo para dar un baño de vista a la escena que estábamos protagonizando. A la tercera vez que lo intentó volví a disminuir el ritmo de embestidas y le pedí que se girara. Lo hizo y descansó lánguidamente la espalda en el tronco del árbol con la respiración entrecortada y su entrepierna brillante de jugos.

La atraje hacia mí y la besé con deseo, entrelanzando mis manos con las suyas. Con dos movimientos coordinados entre los dos, nos deshicimos del calzado y le quité los vaqueros. Cuando volví a apoyar su espalda en el tronco, lo hice en el ángulo necesario para alzar sus brazos y hacerle notar que treinta centímetros por encima de su cabeza, una gruesa rama sobresalía del tronco. La asió con una sonrisa torcida en sus labios, que apagué mediante otro beso. Volviéndome a inclinar hacia atrás, la penetré. Esta vez el ángulo era óptimo para su visión de los hechos, y su coño respondió generosamente a base de flujo, un manantial maravilloso que resbalaba por mis muslos y hacía que mi excitación también aumentara. El ritmo fue aumentando progresivamente hasta que me decidí a deslizar mis manos por debajo de sus muslos. Ella interpretó mi intención y levantó sus muslos para permitir que mis manos le sostenieran las nalgas. Perdió contacto con el suelo y abrazó mi cintura con sus pies. Su orgasmo, precedido siempre de contracciones vaginales muy fuertes, tardó un único minuto en producirse, mientras nos mirábamos fijamente. Su vista se nubló hasta cerrarle los ojos, sus labios se contrajeron en forma de tímida intención de besar y un torrente de flujo salió proyectado de su vagina.

Para hacer más cómodo su retorno, la aprisioné suavemente con mi pecho contra el tronco del árbol, hecho que permitió que se abrazara a mí con un delicioso abandono. La separé del árbol y su abrazo se fue deslizando hasta que quedó de rodillas con mi miembro en su boca, mientras me masajeaba suavemente las nalgas con una mano. Con la otra, abrazó mis testículos con la palma mientras que el miembro era dirigido hacia el interior de su boca aprisionado entre los dedos índice y anular. Esa pequeña presión provocó mi orgasmo en oleadas tormentosas que el movimiento de su lengua enfurecía aún más. Me vacié también cerrando los ojos y acariciando su cabello, con la coleta ya prácticamente deshecha. Las descargas eléctricas que sentía aún en mi miembro un minuto largo después del orgasmo motivó que fuera yo quien diera un paso atrás para separarnos momentáneamente, ayudarla a levantarse y abrazarnos. A dos dedos de mi rostro, enlazados, aún se relamía cuando un beso urgente selló el silencio del bosque.

Una vez recompuestos y vestidos, nos lanzamos a la caza del espárrago. Cuando se me ocurrió usar esa expresión, mi chica se rió sinceramente. Le tuve que aclarar que no era una broma, que en mi pequeño país somos tan valientes que a las setas y a los espárragos no los recogemos, sino que los cazamos.

Con las manos razonablemente llenas, ya de vuelta en el coche, mientras el sol acariciaba indolente el horizonte, tan cansado como nosotros, mi chica me recordó la escena del mediodía en casa de los vecinos. Con expresión pícara, aventuró que la chica llevaba algo en mente. Que de alguna manera tenía que responder a nuestros juegos sexuales en su presencia. Que alguna sorpresa nos prepararía, y aseguró que verla a ella ese mediodía le había metido la prisa en el cuerpo. La conducción por caminos de tierra entre campos permitía una pequeña relajación. Con una mano acaricié la nuca de mi chica y le respondí que, si ella pensaba eso, yo no podía contradecirla con argumentos más sólidos. La miré afectuosamente un instante antes de volver mi vista enfrente. Con mi chica al lado, el horizonte parecía estar siempre más lejos. Nítido, pero lejos. Me encantan las distancias por recorrer.