Cristina (I)

Primera entrega de una saga vecinal

CRISTINA (I)

Entré en el jardín y descarté la puerta principal porque llevaba las manos llenas de bolsas y las llaves en el fondo de alguno de los bolsillos. Resolví seguir la alfombra verde, rodear la casa de una sola planta y entrar por el porche posterior. Suelo dejarla disimuladamente abierta por si vuelve a repetirse el episodio de olvidarme las llaves dentro. De la última vez, y de eso hace meses, aún no he conseguido eliminar todos los pequeños cristales que tuve que romper para acceder a mi casa. La parte posterior de la casa dispone de sol suficiente para dar luz al baño, a mi habitación y a la sala de estar-comedor. Después de repartir el contenido de las bolsas entre armarios y frigorífico, decidí aprovechar la inercia y dedicar mis esfuerzos a eliminar las malas hierbas del jardín, competidoras indeseadas de la mezcla de

festuca rubra

y

cynodon dactylon

que circunda como una bufanda verde la edificación.

La parte posterior de la casa da al jardín de los vecinos, una casa de dos plantas de color ocre chillón. La familia que lo habita es de pocas palabras, y las escasas apariciones que protagonizan en su jardín se reducen a ver si sus perros, dos magníficos boxers que viven estacados miserablemente, siguen vivos, y a las barbacoas que perpetra el cuñado de la familia el domingo más inesperado. Desde mi casa se observa la cocina y el comedor, adornado veinticuatro horas al día por una indefinible escultura de cristal rojo iluminada desde dentro. En el piso superior dan a mi jardín las habitaciones de los dos hijos, un chico de trece años que nunca ha pensado en abrir la persiana de su reino y propenso a gritar hasta para comunicar que va al baño, y una chica, indefinible en edad, entre los diecinueve y los veinticinco, que se destaca de su familia por su tendencia a vestir impecablemente por su casa mientras el resto circula descuidadamente como si les hubiera sorprendido un terremoto de madrugada.

Mientras preparaba el pulverizador para aplicar el herbicida selectivo, observé que la chica de los vecinos andaba trajinando por su habitación. Yo no lo veía a causa de la diferencia de altura, pero adivinaba por los diferentes movimientos una sesión matinal de espejo y armario abierto.

Cuando accioné el pulverizador, el sonido atrajo su atención, ya que se aproximó a la ventana sujetando una prenda delante de sus discretos pechos. Me dedicó una de esas miradas orgullosas tan propias de ella mientras con la otra mano intentaba en vano ordenar su melena caoba de tirabuzones. Seguimos dedicándonos cada uno a lo suyo y noté cómo ponía música en su habitación. El volumen subió cuando sustituí el pulverizador por la máquina de segar rincones. Las miradas y apariciones en la ventana no se interrumpieron. Siempre me sorprendió la batalla que la chica libraba entre su curiosidad y su actitud desdeñosa. Cuando terminé mi trabajo en el jardín, efectué la limpieza de la maquinaria y aproveché la manguera para sacarme de encima el millón y medio de pequeños cortes de hierba que poblaban mi cuerpo, como era costumbre, para evitar dejar en casa lo que eliminab fuera. Mientras frotaba mi pecho, observé de reojo cómo se acercaba a la ventana. Vestía sólo unos tirantes finos, pero no pude ver más abajo de la altura de sus hombros.

Mi bañera dispone de una vidriera ahumada tipo policía, que permite ver el exterior y es absolutamente opaco desde fuera. Mientras el jabón, el champú y el suavizante hacían su trabajo, observé que la vecina había dejado de asomarse a la ventana.

Nunca me había llamado la atención esa chica más allá de sus modales y actitudes. Pertenecía a un mundo generacionalmente posterior al mío y parecía aislada incluso de su propia familia. Llegué a la conclusión que cuando estuviera con sus amigos incluso sonreiría y se divertiría, hecho que no sucedía en su casa y que seguramente yo nunca vería, ni para bien ni para mal. Parecía presa de un mundo interior turbulento y quién sabe si doloroso. Cuando la veía haciendo cualquier cosa en casa, incluso cocinando, me pareció siempre ausente, como si llevara el piloto automático puesto para evitar tener que pensar. Su rostro anguloso aparecía siempre tensionado, su cuerpo desmadejado, como fatalista ante la evidencia de no poseer un pecho prominente o una cintura más perfilada. Algún amigo de visita la había calificado de palo de escoba.

Me dirigí a mi habitación para vestirme. A causa de la costumbre vecinal de ignorarnos mutuamente, no me molesté en bajar el estor y sorprendí a la vecina asomada al balcón observándome sin rubor. Aguanté la mirada lo que pude para intentar detectar cualquier expresión en su rostro. En vano.

Antes de comer, el teléfono sonó en casa. Era mi chica. Después de contarme su propia andadura, me preguntó por mi día. Como era mi costumbre, se lo conté todo, incluyendo la anécdota con la vecina. Ella la recordaba de sus estancias en casa, y le pareció divertido. Su carácter encantadoramente confabulador se desató y cinco minutos después colgué el auricular con una sonrisa en los labios y deseando que los días pasaran lo más rápidamente posible. Mi chica venía a pasar el fin de semana conmigo.

Esa misma noche, antes de bajar el estor, desnudo y a punto de echarme en la cama, vi cómo se iluminaba su habitación. Entera casualidad. La conversación mantenida con mi chica me motivó a mantenerme ahí. Por su parte, la vecina se atareó en ponerse su pijama. Después de dos o tres flexiones para resolver la parte inferior de su cuerpo –invisible para mí- me sorprendió el hecho de acabara su proceso enganchada a la ventana. Vi finalmente unos pechos pequeños, redondos, de pezones rosados con la mirada fija hacia adelante, perfectamente alineados, a los que no había tocado el sol en la playa, y que ponían de manifiesto la belleza de las formas discretas. Finalmente, tras recrearse en el ritual de manera poco disimulada, los dos cerramos definitivamente nuestros observatorios.

En los días siguientes, repetimos las escenas, y siguiendo los consejos de mi chica no vacilé en ofrecerle el mejor ángulo de visión mientras me cambiaba de ropa. La única variante que la chica aportó fue el jueves al mediodía. Yo me encontraba después de comer en mi porche tomando un café y aprovechando los suaves rayos de sol de ese momento del día. Ella se encontraba en su cocina, que disponía de una puerta acristalada de acceso al jardín y que me permitía verla de pies a cabeza. Iba vestida con un pantalón sin forma y una sudadera. Dedicó cierto tiempo a ordenar las cosas de los cajones inferiores, haciendo caso omiso de las idas y venidas del resto de su familia. Mi café estaba prácticamente terminado cuando decidió subir a su habitación. Me pareció que barajaba el armario y, de manera sorpresiva, se subió a la cama para despojarse del pantalón y de la sudadera, de manera que podía apreciar todo lo que había por encima de sus rodillas. Llevaba sólo encima un sujetador blanco y unas braguitas amarillas, sin ninguna concesión al erotismo. Se desprendió del sujetador, se sujetó el cabello con una goma y procedió a aplicarse algún tipo de crema hidratante por sus brazos y su torso. El mismo movimiento de fricción provocó algún que otro desequilibrio sobre la cama, que corrigió con rapidez y temple. El último sorbo de mi café coincidió con mi vecina colocándose de espaldas a la ventana y aplicándose un masaje en los glúteos introduciendo sus manos por dentro de las braguitas. Se oyeron diversos gritos y alaridos en la casa por parte de la madre, signo inequívoco y acostumbrado para convocar a los miembros de la familia a la puerta de la casa para ir a cualquier sitio. Mi vecina tardó tres minutos en bajar vestida de nuevo hasta el coche familiar, exactamente el mismo tiempo que tardamos toda la gente situada a un kilómetro a la redonda en dejar de oír a su madre. Esa noche hablé otra vez por teléfono con mi chica, que se mostró interesada por todas las novedades.

El viernes a primera hora de la tarde decidí cortar el césped, antes de que llegara mi chica. La casa de los vecinos parecía desierta y las persianas echadas. Los perros continuaban aburridos de la vida y no se molestaban ya nunca en ladrar. No tardé en darme cuenta, tras dos pasadas con la máquina, que junto al pequeño muro que separaba los dos jardines, por mi lado, había algo imprevisto y abandonado. No me costó distinguirlo. Las bragas amarillas habían volado desde no se sabía dónde hasta aterrizar en mi jardín. Las recogí y las guardé, antes de seguir con la tarea, no sin antes notar que estaban limpias y olían a suavizante.

Había anochecido cuando llegó mi chica y mientras me encontraba en la cocina, la puse al día de los últimos acontecimientos. Ella me escuchaba sonriendo mientras el mechón de su flequillo rubio le acariciaba la frente y sus dedos jugaban con el borde del vaso largo de Martini. Sus ojos se tornaban divertidos y el color avellana limpia parecía que brillaba mientras sus labios mostraban una sonrisa inquietante y divertida a la vez. Si esa mirada hubiera procedido de otra mujer, habría jurado que se trataba de una orden-invitación a dejarlo todo y abalanzarme sobre ella. Pero en mi chica esa sonrisa y ese brillo en la mirada solía significar que su mente trabajaba en algo que seguramente habría que aplazar un tiempo pero que en cualquier caso valdría la pena. Me esmeré en que la cena saliera bien.

Respetando las costumbres, cenamos en el porche mientras en la casa adyacente parecía no haber vida. Sólo los jadeos de los perros, asomados encima del murete de separación atraídos por el olor de la cena, rompían el silencio que rodeaba nuestra conversación.

Cuando, dos horas después, nos despertamos en el sofá a causa del volumen de los anuncios de la televisión, observamos que había luz en la habitación de la vecina. El sofá da la espalda a la cristalera que da al jardín y por lo tanto a la casa de los vecinos. Mi chica me hizo sentar y anunció el principio de su plan de acción. Se sentó de lado, como mirándome, postura que le permitía echar un ojo a la ventana de la vecina. Al cabo de tres minutos en los cuales se negó a revelarme nada, se puso tensa, hecho que me indicó que había advertido movimiento en la habitación de la vecina. Se puso frente a mí – frente a la chica también, claro-, en pie, apartando la mesilla de delante del sofá, y reveló en voz innecesariamente baja que la vecinita se encontraba apostada en la ventana y que acababa de cerrar la luz de su habitación para quedarse sólo con una pequeña luz de mesa, que permitía revelar perfectamente su perfil. Aceptaba ser la espectadora de lo que iba a suceder delante de mí. Mi chica empezó a desnudarse poco a poco, con el semblante muy serio, apenas la comisura de los labios en tensión. Despojándose del sujetador, dejó ver sus pechos, discretos, del tamaño suficiente para revelar una gravedad deliciosa. Pasó sus manos por ellos, masajeándolos repetidamente y noté que su mirada pasaba de mis ojos a un punto elevado detrás de mí. La sonrisa empezaba a dibujarse en forma de juego perverso. Mientras se volvía para bajarse los vaqueros, me ordenó que no me girara por nada. Se entretuvo mucho en ese momento, mostrando con alevosía la zona de uno de sus riñones tatuada con un Ave Fénix. El pájaro, extendiendo las alas a punto de emprender de nuevo el vuelo, parecía posado en una rama imaginaria que en realidad era la tira anaranjada del tanga de mi chica. Sin volverse, se arqueó y pareció desperezarse en un gesto que la mostraba en todo su esplendor. Su cintura estrecha, su pelo rubio y liso descansando encima de su espalda, sus piernas firmes, fuertes, atractivas. Paseó sus manos por sus suaves nalgas, ese culo que siempre me ha hechizado, dos óvalos perfectos y tersos que se juntan en dos formas encantadoras, sin aprisionarse el uno al otro. Por su parte superior, las nalgas parecen diseñadas perfectamente para alojar esos tangas con el triángulo curvo, y después, más abajo, se separan muy pronto, enmarcando las dos sin esfuerzo los centros de placer más exquisitos.

Perezosamente, mi chica se volvió, para mostrar su excelente aspecto frontal pero también para cerciorarse que la vecina continuaba allí. Su mirada me lo confirmó. Me pidió que me arrodillara delante de ella y que le sacara el tanga con los dientes. Sin girarme, añadió. Así lo hice. Lentamente, mientras ella cruzaba los dedos de sus manos detrás de la cabeza. Apareció finalmente su coño, enteramente depilado excepto una pequeña mancha vertical de vello frontal, no más ancha que cualquiera de mis dedos. Su sexo ya estaba húmedo y el

piercing

que lleva situado en la funda del clítoris se hizo evidente. Terminé de desnudarla, aprovechando para pasear la lengua por sus muslos, y jugar brevemente con su pequeño botón rosado, primero con los dedos, y después con los labios y mi lengua.

Me levanté, quedándome delante de ella mientras me iba desnudando con agilidad. Esta vez fue ella quien se arrodilló para endurecer mi miembro con su boca. En un gesto que raramente puedo evitar, me dediqué a acariciar su cabello mientras la felación conseguía poco a poco el efecto deseado. Cuando la firmeza ya estaba asegurada, un ligero empujón me volvió a sentar en el sofá mientras ella se incorporaba. Separó sus muslos y se masturbó para mí –otra de mis debilidades-. Cuando el pequeño mordisco que se estaba dando a su labio inferior se interrumpió, fue para susurrarme que alguien tenía una mano oculta por debajo de la ventana. Su sonrisa sorda y ronca pareció heredada de una banda de piratas.

Sin dejar de sonreír, se arrodilló en el sofá separando las piernas a lado y lado de las mías. Asió mi miembro con una de sus manos mientras con la otra presionaba mi nuca. Lentamente, penetré en ella al ritmo que quiso, mientras emitía un ronroneo íntimo que no podía ser oído más que por mí pero que seguro sería reproducido en la mente de la voluntaria espectadora.

La cadencia de sus golpes fue aumentando paulatinamente mientras yo empecé a jugar con sus pezones. El bronceado conquistado recientemente en una semana de isla que habíamos disfrutado hacía un mes aún era evidente. Sus aureolas, habitualmente rosadas, habían tomado un matiz pardo, similar al del pezón, y mi chica gemía con cada pequeño pellizco o caricia.

Repentinamente, una serie de espasmos vaginales fueron el preludio de su orgasmo, que repartió generosamente por toda mi zona genital sus jugos más tentadores. Su capacidad para eyacular ha sido siempre fantástica y esa vez no fue menos abundante.

Aún temblando, se levantó y dirigió mi boca a su sexo, que sorbí con pasión y sin disimulo. Sin perder de vista la orientación a la vecina, mi chica terminó por arrodillarse delante de la mesita del sofá, y se reclinó en ella. Tuvo que apartar los vasos que había en la mesa para poder descansar su estómago y sus pechos. Separó sus rodillas y se introdujo dos dedos en el coño, con una agilidad que nunca dejará de sorprenderme. Yo me aparté ligeramente, consciente del espectáculo que quería dar a nuestra invitada. Lentamente, esos dedos pasaron a masajear sus labios internos y, ya lubricados, llegaron finalmente a su objetivo, pues ascendieron hasta introducirse en su culo. Dejó que dos minutos maravillosos pasaran en esa situación hasta que, sin decir nada, sacó los dedos del templo y los deslizó uno a cada lado, como invitándome a pasar. Ahora te toca a ti, murmuró.

Aposté un pie en los escasos centímetros que su cuerpo había dejado libre en la mesilla para mejorar la visión desde detrás y penetré despacio en la fantástica cueva, manteniendo una mano en su costado y la otra presionando entre sus omóplatos. Ella siempre había manifestado su morbo por las pequeñas situaciones de inmovilización, así que sus gemidos empezaron a acompañar a los míos a cada embestida de mi miembro.

Cuando detectó mi cercanía al orgasmo –qué maravilla conocerse tanto-, un pequeño gesto desmontó la escena, y me encontré acto seguido sentado en el sofá con su cabeza entre mis piernas. La explosión fue fulminante e intensa, y sus labios entreabiertos recogieron buena parte de las consecuencias de mi orgasmo, que le dibujó aguas desde casi la oreja, la totalidad de su mejilla, y parte de su cuello.

Se incorporó ligeramente y desvió la vista una vez más hacia la ventana, mientras paseaba su lengua entre sus labios y sus ojos adquirían tintes felinos. Nos levantamos, yo siempre de espaldas a la ventana, y rodeando mis hombros con sus brazos, procedimos a sellar nuestra unión con un largo beso lento. Un pequeño cambio de luz se produjo durante ese beso. Alguien había bajado la persiana de su habitación.

A la mañana siguiente, mi cuerpo dijo basta al sueño antes que el de ella, así que me dispuse a tomar una ducha. Desde debajo del chorro de agua aprecié como a ventana batiente se estaba ventilando la habitación de la vecina. Me puse un pantalón corto y salí al porche después de preparar dos cafés. Me senté en el suelo apoyando mi espalda en uno de los pilares y dejando que mi rostro se bañara de sol, mis oídos de silencio y mis pies de hierba húmeda. La vecina parecía moverse inocentemente por su habitación cambiando la ropa de la cama. En eso estaba cuando mi chica me dio los buenos días desde la cristalera. Le informé que su café también estaba junto a mí y salió, me dio un beso fresco y la observé cómo se sentaba a mi lado, apoyaba su mejilla en mi antebrazo, y sorbía una primera gota de café, sólo vestida con unas braguitas amarillas que, sorpresivamente, me parecieron muy sugestivas.