Cristina
Cómo disfrutar de una compañera de trabajo
Cristina es una compañera de trabajo que está bastante bien. Tiene unas tetas que imagino maravillosas. Un día descubrí que cuando estaba cerca de mí se comportaba de un modo ausente, aunque no mecánico; y que cualquier cosa que yo sugiriera ella tendía a hacerla. Era como si la hipnotizara. Decidí hacer una prueba. En cierta ocasión en que estábamos solos los dos en el despacho, le pedí que se tocara la punta de la nariz. Ella lo hizo sin dudar, como si le hubiera pedido un dato del trabajo; reaccionó de la forma más normal. Me lancé, sorprendido por las posibilidades que se abrían ante mis ojos, y le pregunté qué sentía hacia mí. Respondió que obediencia. Lo dijo con una voz tranquila y a la vez sumisa. No lo dudé más e hice la prueba definitiva: le sugerí que me invitara esa misma tarde. Por supuesto quedamos a tomar café en su casa. Por tomar café yo entendía el festín que me podía dar con aquella mujer. Acordé con ella algunos detalles, y me aseguró que estaríamos totalmente solos.
Me presenté en su domicilio a la hora acordada. Cristina me había atraído por sus tetas que destacaban siempre, llevara la ropa que llevara. En especial en verano, con las blusas tenues, adivinaba el contorno de su pecho e intuía la ropa del sujetador. Llevaba una ligera bata china de andar por casa, cruzada sobre el pecho y atada a la cintura con una cinta de seda, que le llegaba hasta medio muslo. Tenía el pelo corto y una sonrisa atrayente en los labios. Nos saludamos y entré. Me hizo pasar al salón y nos sentamos en el sofá. Había preparado, efectivamente, café. Mientras lo tomamos, quise asegurarme realmente de aquella especie de poder hipnótico que yo parecía ejercer sobre ella. Le pedí que no se pusiera azúcar en el café, y no lo hizo; le dije que se pusiera de pie para beberlo, y lo hizo. Hice la prueba final: la cogí por el cuello y la acerqué a mí, puse mis labios en los suyos y… ella respondió buscando mi lengua con la suya, abrazándome con gusto. No quise esperar más y yo también la abracé con pasión. Mis deseos se habían cumplido, y mis ansias de aquella mujer se iban a ver colmadas.
Mientras seguía besando su boca, su rostro y sus párpados, mis manos habían bajado hasta alcanzar sus pechos, que comencé a acariciar suavemente a través de la tela de la bata. No llevaba sujetador y eso me puso aún más cachondo, pues era como si hubiera adivinado mis intenciones cuando hice que me invitara. Luego alcancé el cinturón de seda y lo desaté. La bata quedó entreabierta y yo acabé de descorrerla. Comencé a acariciar la piel de sus senos, hermosos de verdad, y a notar que la polla me crecía desmesuradamente. Se lo hice saber a Cristina, que me dijo que estaríamos más cómodos en la habitación. Fuimos hasta allí abrazados y, al llegar, quedamos frente a frente, mirándonos. Cristina no sólo obedecía en todo cuanto yo decía, sino que incluso parecía adivinar mis deseos adelantándose a ellos. Se puso de rodillas frente a mí y comenzó a desabrocharme los pantalones. El bulto del miembro erecto era bien visible. Me bajó los pantalones y me los quitó. Hizo lo mismo con el calzoncillo, y a la vista quedó la enorme potencia del falo apuntando hacia lo alto. Acto seguido, lo cogió por la base y lo acercó a su boca. Comenzó a hacerme una mamada como jamás había soñado. ¡Qué sensación! Yo sujetaba su cabeza haciéndola avanzar y retroceder, simulando el coito. El miembro palpitaba deseoso de ser satisfecho, y parecía crecer más y más a cada lametón suyo sobre el glande. Estuvo así un buen rato, proporcionándome un gran placer. Pero cuando noté que se acercaba el orgasmo hice que se retirara pues aún no quería correrme, y de momento no en su boca; antes quería hacer mío su cuerpo. La levanté y le quité la bata: quedó vestida solamente con unas mínimas braguitas de encaje que permitían adivinar la oscuridad de su sexo. Yo también acabé de desnudarme. Nos tumbamos en la cama y le quité las braguitas. Comenzamos a retozar y a meternos mano mutuamente. Ella atrapó el miembro con sus muslos y entre ellos lo frotó: la sensación de calidez era intensa y gratificante. Yo, por mi parte, acariciaba sus tetas, que ejercían sobre mí una poderosa atracción. También acaricié su espalda, sus muslos, sus nalgas. Ella, incitadora, abría las piernas para mí, mostrando la entrada de su cueva secreta que yo deseaba profanar, y sabía que no iba a tardar mucho pues notaba la urgencia de la pasión por aquella mujer.
Tras unos pocos minutos más de caricias y besos, me puse sobre Cristina, que me cogió por el cuello para besarme en la boca, mientras alzaba sus caderas para sentir cuanto antes dentro de sí la penetración de mi dardo candente. Sujeté el miembro por su base y lo dirigí hacia la entrada de su sexo, expectante por la pasión que sin duda también ella sentía. La polla se deslizó hacia su interior y yo suspiré de gusto. Notaba la calidez de su coño rodeando el miembro y ella no era insensible a la penetración, pues un profundo gemido surgió de su garganta, como si hubiera deseado aquel momento durante toda su vida. La follé bien a gusto, esa es la verdad. Cristina acompasaba perfectamente sus movimientos a los míos, lo que producía una sincronicidad perfecta entre ambos, motivada tal vez por mi dominio sobre ella. Cuando alcanzó el primer orgasmo yo detuve mis embates, pero ella me rogó que no cejara, pues estaba alcanzando la gloria. Reanudé mis empujes y a los pocos minutos volvió a correrse. Yo intentaba retrasar todo lo que podía la llegada de mi orgasmo, pero llegó un punto en el que ya no podía retener más la avalancha que se avecinaba. La abracé fuerte y luego, con una serie de fuertes empujones descargué mi pasión dentro de Cristina, que al notar la riada del espeso fluido blanco abrió los ojos, sorprendida por el torrente abrasador que la invadía con una furia hasta entonces desconocida, alcanzando ella un nuevo orgasmo. Agoté por fin mi delirio apretando mi cuerpo contra el suyo; notaba su sexo cerrándose sobre el mío en un intento desesperado de prolongar más aquel paroxismo nunca hasta entonces conocido. Todo había sido fruto de la pasión y el deseo, no de mi intención de que ella gozara aunque no estuviera en disposición; para eso había tiempo.
Quedamos ambos tumbados boca arriba sobre la cama. Ella me miraba, admirada todavía por el magnífico polvo que habíamos disfrutado. Le pregunté si le había gustado, y ella respondió que sí, que nunca antes había sentido tanto placer con un hombre, pero que estaba agotada. Yo, en cambio, pese a tener el pito en franca retirada, seguía deseando a aquella mujer, así que le sugerí que yo no estaba tan agotado que no quisiera una sesión de caricias y frotamientos. Instantáneamente se abrazó a mi cuerpo besando cada centímetro de mi piel. Eso estaba bien. Yo seguía tumbado en la cama y ella iba cambiando de posición para mejor alcanzar partes de mi cuerpo: la cara, el torso, los genitales... Le dije que se sentara sobre mi pecho, y así lo hizo. En esta posición podía yo alcanzar con mis labios sus pezones y lamer la tersura de sus senos, y también acariciarlos. Era algo delicioso. Luego le pedí que se pusiera a un lado, que se inclinara y que volviera a chupármela. Sin dudar ni un momento, así lo hizo. De esta manera con mi mano podía yo alcanzar su cuerpo: sus tetas, sus muslos, la entrepierna húmeda por el flujo antes derramado, sus nalgas... Se me ocurrió metérsela por detrás, o también sodomizarla, pues estaba seguro de que Cristina no opondría ninguna resistencia. Pero antes quería tener el aparato bien a punto para una nueva sesión de sexo. Presentía que esa tarde iba a durar mucho y que por lo tanto no había ninguna prisa en precipitar acontecimientos pues habría tiempo para todo.
Con su maestría lamedora, el miembro pronto comenzó a adquirir una posición creciente dentro de su boca, y yo a sentir más placer con aquellas artes lamedoras. Cuando mi máquina estuvo de nuevo a punto hice que se pusiera a horcajadas sobre mi lanza, que iba desapareciendo en su coño a medida que Cristina se deslizaba hacia abajo. Cuando todo el miembro estuvo dentro yo me dediqué a mordisquear los pezones de sus preciosas tetas, deleitándome con su paladar. Con las manos sujetaba sus nalgas y ella me había abrazado por la nuca, atrayéndome hacia sí. Luego comenzó a cabalgar con una sencillez de movimientos que lograron transportarme a sensaciones nunca antes vividas. A medida que ella se acercaba al orgasmo, sus estremecimientos aumentaron, y sus movimientos pasaron a ser frenéticos, convulsionándose cuando alcanzó el clímax.
Luego cambiamos de posición. La puse a cuatro patas sobre la cama y yo me coloqué detrás de ella. Acaricié sus nalgas y sus muslos. Enfilé la polla hacia la ranura de su sexo, ensartándola poco a poco. Su coño se ceñía sobre el miembro a las mil maravillas, atrapándolo con su calidez. Con suaves movimientos iba yo taladrando su sexo, encendido de pasión y receptivo. De nuevo fue Cristina la que alcanzó el orgasmo, agitando su cuerpo bajo los empujes de la locomotora que la poseía. Me salí de ella.
Tumbados en la cama acaricié su cuerpo. Yo seguía empalmado y dispuesto a dar guerra. Me puse a horcajadas sobre su estómago y le dije que sostuviera la base del pene. Yo cogí sus dos tetas y entre ellas coloqué la punta del capullo, frotándolo con aquellas glándulas mamarias. Esto me excitó más aún. Le dije que se irguiera, yo me puse delante de ella y dirigí mi varita mágica a su boca. Ella aceptó con sus labios la ofrenda y de nuevo me hizo una mamada fabulosa. Pensé en correrme en su boca y dejar que la blanca leche se deslizara por su cuerpo, pero antes quería hacer algo...
Hice que bajara al suelo y se apoyara, de rodillas, contra el borde de la cama. Alcé un poco su grupa, le pedí que separara las rodillas y la sodomicé. Hinqué la picha en el culo de aquella mujer sometida a mi voluntad. El miembro erecto iba introduciéndose poco a poco en su puerta trasera, con alguna dificultad, pero venciendo su resistencia. Cuando hube encajado la polla cogí aire y me dediqué a follar aquel culito maravilloso que tan bien se ajustaba alrededor del ariete que una y otra vez arremetía buscando satisfacer sus más bajos deseos. La verdad es que Cristina se adaptó estupendamente pues no se quejó ninguna vez (aunque tampoco sé si era la primera vez que le daban por el culo), y sus movimientos de caderas hacían que la follada fuera estupenda. Ella tenía la cabeza inclinada, y la agitaba a un lado y a otro, como si estuviera disfrutando. Yo notaba próxima la llegada del orgasmo y aún la sujeté más fuerte. Al rato, sin poderlo remediar, me corrí. Al paso del caudaloso río blanco, su culo se iba ensanchando para dar cabida al aumento del cilindro que había tomado posesión de tan íntima parte, y para dar paso también al torrente blanco, lo cual aumentaba la sensación de placer y bienestar que yo sentía.
Caímos tumbados sobre la cama. Cristina estaba llorando. La sodomización la había humillado, además de hacerle daño. Intenté consolarla, y me incliné sobre ella, besando sus tetas. Al principio eran sólo besos, luego comencé a mamarlas y a acariciarlas con los labios, mimosamente, morosamente, con lentitud. Esto pareció calmarla e incluso animarla, ya que su cuerpo rebullía y se agitaba como si estuviera disfrutando con aquello. Mis labios recorrían la superficie de sus senos, atrapando los pezones y succionándolos, rozando con la lengua su piel. Cristina gemía, presa del frenesí que mis besos y caricias le estaban proporcionando. Yo tampoco era insensible, pues la polla se me había vuelto a empinar. Cuando ella estuvo bien caliente decidí volver a metérsela. Me coloqué encima de Cristina, que, con los ojos cerrados, sólo parecía prestar atención a su propio placer, y cuidadosamente fui clavando mi lanza en su territorio…