Crisis matrimonial, 1
Patricia L. 19 años, cumplidos hace tres semanas. Morena, pero con un cuerpo a la francesa. Pocas curvas, poco pecho. En unos instantes le desvirgaré el culo.
Patricia L. 19 años, cumplidos hace tres semanas. Morena, pero con un cuerpo a la francesa. Pocas curvas, poco pecho. En unos instantes le desvirgaré el culo. Un culo también pequeño pero apetecible. Compacto, duro, como solo puede ser el culo de una chica de 19 años. Me tiene atrapada la atención desde que hace un par de horas ha llegado a casa. Tímida y sabiendo a lo que venía, no me ha sostenido la mirada y, para hacer algo, dándome la espalda, se ha puesto a curiosear con admiración en nuestra biblioteca. Están todos los libros de que habla mi mujer en sus clases. Y eso pesa en su subconsciente, la hace sentir pequeña, casi una niña. Algún resorte dentro de su cabeza la empuja por ello, a comportarse de manera sumisa, como si nuestra cama fuese otro sitio de aprendizaje, y a querernos demostrar que no es tan niña como parece. Patricia, como tantas otras, dirá que sí a todo por orgullo.
Hay chicas que vuelven, la mayoría. Otras que no. Patricia tiene pinta de que no volverá. Elena y yo intercambiamos una mirada cómplice. Así que, cuando nos ponemos en faena, después de las presentaciones, me follo su culo como si fuese la única vez que lo haré. Mi mujer se lo ha dilatado antes con los dedos. Pero ahora me toca a mí. Y le pongo más lubricante del que haría falta. Eso hace que la penetración sea más rápida y más brutal. Pongo la punta de mi polla en la entrada de su agujerito (cerrado, de un marrón muy sutil, casi rosa) y empujo sin contemplaciones, como si me estuviese follando el coño de una mujer que ha tenido diez críos. De un solo golpe de riñón mi polla entra hasta el fondo. Me deshago.
–Aaaaaaaah.
Patricia grita. Le debe de haber dolido, claro. Una desvirgación anal siempre duele. Un poco, si la haces con cariño. Mucho, si es como la de hoy. Pero su grito es un grito ahogado. Muerde la almohada que le hemos puesto en la boca mientras el juego era con nuestros dedos y su culo. Y aprieta con sus manos los brazos de Elena, mi mujer, como si eso la fuese a salvar. La busca desorientada con los ojos.
Saco la mitad de la polla. Y la vuelvo a meter con fuerza. La sensación de un culo tan estrecho, de ser el primero que entra en él, es indescriptible. El esfínter me aprieta la polla como una mano que me pretendiese ahogar apretaría mi cuello. Noto su recto en cada centímetro. Y me siento como dios o como si estuviese descubriendo un nuevo planeta.
–Aaaaaah. Auuuu.
Grita una y otra vez, cada vez que entro dentro de ella. Sigo como si estuviese sordo. Y voy aumentando la velocidad. La cojo por las caderas.
–No, no puedo. Lo siento. Sácamela. Me duele mucho.
Tiene la cara congestionada, de un color rojo intenso. Y una mirada como si acabase de descubrir que la vida no es lo que parece sino una película de terror.
–Para, por favor, sácala, suplica insistente.
Y cuando ve que no haré caso de sus ruegos intenta escapar ella. Pero hago fuerza con mis brazos en sus caderas para impedirlo y eso hace que la siguiente penetración sea si cabe más profunda y más rápida. Elena la besa con cariño, haciendo de poli bueno.
–Tranquila, Patricia, es solo el principio. Déjate ir y verás como en seguida empezará el placer.
Nos miramos irónicamente. Ella la besa en los labios. Son besos suaves, poco lascivos. Como si quisiese poner el romanticismo que le falta a la manera como me estoy follando su culo: cada vez más rápidamente, pensando solo en mi propio placer, notando como se abre con cada embestida.
–Déjate ir, cariño, si te pones tan tensa no te lo pasarás bien.
Aumentó la velocidad. Es como si hubiese perdido la razón. Solo puedo pensar en las imágenes que veo y en lo que siento en la polla. El resto del mundo ha desaparecido. Solo estamos la estrechez del culo y yo, el roce que me está volviendo loco.
Noto, eso sí, que las manos que separaban las nalgas de Patricia cambian. Mi mujer ha cogido las de Patricia y le ha dicho de manera bien audible:
–Ábrete tú el culo y yo te acaricio.
Le ha empezado a tocar el clítoris, mientras la besa de manera cariñosa los labios, los ojos en los que empiezan a aparecer las primeras lágrimas tímidas y los pezones que a base de insistencia se excitan.
–Déjate ir.
–Me duele, me duele mucho, dice en un susurro.
–Déjate ir y aguanta un poco. Ya verás como te acabarás corriendo como una cerda.
No creo, pienso. Y le follo el culo cada vez más rápido. Por el pequeño y tenue temor de que algo pueda salir mal.
Pero no, todo va sobre ruedas. De pronto su cuerpo cede, asume la derrota, lo noto porque las manos dejan de abrir sus nalgas para mí y se va dejando caer encima del colchón y del cuerpo de Elena que la sigue acariciando.
Pierdo y gano. Abrir las nalgas no es imprescindible para una penetración anal. Es un ritual de aceptación y me permite ver con claridad como mi polla va entrando en el culo, una de las imágenes que más me excitan. Sin aguantarlas abiertas, me la follo igual. Y puedo azotarla con más comodidad.
Plas. El primer azote lo recibe con un ay de sorpresa. Y el segundo y el tercero que son más contundentes. Plas, plas. Pero ya no dice nada más. Acepta que le ponga el culo rojo, de ese rojo que hace que las nalgas sean casi una obra de arte. La azoto sin parar. Y ahora soy yo el que habla, mientras Patricia cede y se deja excitar por los besos de Elena por todo el cuerpo y por los dedos que juegan con el clítoris y le penetran la vagina de vez en cuando. Los noto que se rozan, a través del cuerpo de Patricia, con mi polla que embiste próxima al orgasmo.
–Marrana, le digo a gritos, ¿te gusta que te revienten el culo, verdad? Voy a follártelo. Te lo voy a dejar tan abierto que te entrará un puño sin notarlo. ¿Lo notas? ¿Notas como te empalo con mi polla? Voy a hacer que te salga por la boca.
No sé si me oye. Ha llegado a un estado que tampoco sé como definir. Como si ya no se perteneciese. Deja escapar gemidos que, creo, son una mezcla de placer, humillación y dolor. Y le caen unas lágrimas todavía tímidas, como una secreción de los ojos.
–Sí, dice en un instante que logra separarse de los labios de Elena, córrete, lléname el culo de leche.
Y eso hago. Dejo ir un grito casi gutural y penetro su culo como si quisiese que todo mi cuerpo entrase dentro de él.
–Me corro, grito.
El culo de Patricia se abre aún más. Y noto mi propio semen saliendo de mi polla en un sitio tan estrecho que es como si me corriese sobre mi glande. Un, dos tres, cuatro latigazos. Los últimos azotes, los últimos gritos de Patricia. Y me dejo caer sobre ellas dos. Formamos una mezcla de brazos, piernas y torsos sudorosos y de respiración acelerada.
Luego, claro, de manera gradual, llega la calma. Me salgo del culo de Patricia cuando me baja la erección. Le doy el último azote. Me levanto y me voy al lavabo a lavarme. Desde allí adivino la escena que sigue, de la que solo me llegan alguna palabras.
–Tienes el culito perfectamente, tranquila.
–¿No te has corrido?
Elena le lame el ano con suavidad. Pero a Patricia no parece agradarle. Le da la vuelta y le come el coño mientras se lo folla con los dedos y un plátano que no sé de donde ha salido.
–Venga, putilla, córrete, lo estás deseando.
Y debe de ser verdad porque a los dos o tres minutos, entre lágrimas que ahora sí le sacuden el cuerpo en espasmos, hipos y gritos de sí sí, Patricia se acaba corriendo en los labios de su profesora preferida de la facultad, la que le ha abierto la mente en tantas cosas y hoy ha hecho que le abran el culo sin contemplaciones.
Las miro y me excita. Creo que si no se hubiese corrido tan rápido, habría hecho que me chupase la polla. Pero no hay tiempo.
Cuando se quedan en reposo, yo aprovecho para preparar un té verde, con pastelitos árabes. Los venden en una tienda del centro.
Desnudos, una vez se han recuperado, propongo que vayamos al salón. Patricia todavía está callada, asimilando lo que acaba de pasar. Sabía a qué venía, pero el resultado no sé si ha sido el esperado. Se seca las lágrimas. Tantas emociones la han desbordado. Pero se deja llevar. Camina raro. Y cuando cree que no miramos se toca el agujero del culo y se mira los dedos. Va con mi mujer a lavarse las manos. Y cuando vuelven se sienta cerca de ella y lejos de mí en el sofá. Mi mujer le alarga una toalla antes de sentarse.
– Patricia, cariño, ponte esto bajo, que no quiero que me ensucies el sofá.
Y ella acepta con timidez.
Luego hablamos de Lévi-Strauss, porque leyó Tristes trópicos en el bachillerato y eso hizo que quisiese estudiar antropología en la universidad. Le recomendamos otros libros. Atacamos ligeramente el que ella le gusta pero con sentido del humor. Y Elena le explica alguna anécdota más o menos humorística que yo no oigo porque pienso en el polvo magnífico que acabo de echar.
Poco a poco se la ve más tranquila. Apoya la espalda en el sofá e incluso abre las piernas de vez en cuando. Entonces aprovecho para mirar sin ningún tipo de pudor. El coño lo tiene de un rojo encendido. Y en la toalla se adivina una mancha espesa.
Al cabo de un rato, acabamos riendo. Patricia se ducha antes de marcharse. Mientras lo hace, Elena y yo hablamos obviedades.
–Le has dado mucha caña. Mañana no podrá ni andar.
–Es que ese culito me lo pedía.
–No volverá.
–Por eso mismo. Además nunca se sabe. La primera vez de Melody fue parecida y mira ahora.
–No sé. Ya veremos. Pero no creo que vuelva.
Cuando sale de la ducha ya sale vestida, como una defensa. Tiene ganas de irse. Nosotros cambiamos los papeles.
–Te tienes que relajar más, le dice Elena, abrir más tu mente. Al cuerpo no hay que ponerle barreras, ya lo aprenderás.
–Déjala tranquila mujer. Todavía es casi una niña, le digo yo.
Y mirándola añado
–No le hagas caso, ha estado muy bien.
Intercambiamos besos y se va. Cuando le miro el culo enfundado en los pantalones ya sé qué hay debajo.
Elena pone un poco cara de asco cuando recoge la toalla del sofá. Adivino que la mancha no es solo de semen. Le guiño un ojo. Ella mira a ver si ha traspasado la toalla.
–Hoy preparo yo la cena.