Crisálida (2)

Una profesora madura continúa refugiándose en los brazo de su pícara alumna... esta vez más personalmente.

¿Estaba arrepentida? Bastante, ¿para qué negarlo? No había hecho otra cosa en las dos últimas semanas que ocultarse cada vez que la veía pasar. Resultaba tan estúpido que una mujer como ella, con toda la experiencia a sus espaldas, hubiese caído en la trampa de una simple jovencita… Y eso no era lo peor, claro que no. ¿Qué hubiese pasado si uno de sus compañeros en la universidad hubiese escuchado como gritaba de placer? ¿Y si la chica lo contaba todo? Sería su fin, la expulsarían para siempre dejando una mancha indeleble en su expediente.

Se despertaba con estos temores en mente cada mañana, sorprendiéndose de que las pesadillas sobre la muerte de su marido hubiesen sido suplantadas por otras aún más terribles, tal vez por ser más recientes, en las que todos la señalaban en el campus y murmuraban palabras obscenas mientras ella se marchaba con todas sus pertenencias resumidas en una simple caja de cartón. Para cuando se incorporaba en la cama, sudando y con la respiración agitada, ya era demasiado tarde como para decirse a sí misma que solo era un sueño.

La peor parte del proceso, con diferencia, era la idea de tener que ver a Bárbara todos los días. Cuando entraba en su clase sentía una gran tensión recorriéndole cada centímetro del cuerpo, preparándola para la batalla. Ella, sin embargo, se limitaba a estar sentada en la tercera fila, charlando con su compañera de al lado o tomando apuntes cuando la clase comenzaba. Sus pechos continuaban tan al descubierto como siempre, hipnóticos de algún modo, y de vez en cuando se atrevía a mirarla directamente a los ojos, a ella, a su profesora, y sonreírle pícaramente.

Eso era más de lo que Lucía era capaz de soportar. Cada vez que aquellos iris castaños se fijaban en ella y los pequeños labios regordetes de su alumna se curvaban en una sonrisa todo parecía volver a ella con gran intensidad. Sentía sus pechos contra los de ella, el modo en que su aliento le abrasó la piel, el roce de sus dedos en las zonas más íntimas… ¡Era absurdo! Apartaba la mirada rápidamente, concentrándose en otro punto de la clase, pero para entonces sus bragas ya se habían mojado.

Cuando la clase terminaba y algunos alumnos se aproximaban para plantearles sus dudas, la chica se mantenía a cierta distancia, paseando o hablando con alguien despreocupadamente, pero si dejar de mirarla cada pocos segundos. Y de nuevo la duda aparecía; ¿habría contado a alguno de sus amigos lo que había ocurrido entre ellas? Entonces se obligaba a escuchar al corro de voces que la rodeaba, a interesarse por sus preguntas, pero parte de ella continuaba centrada en Bárbara.

Era una especie de obsesión, como cuando uno prueba el café y, aunque en un principio no agrada demasiado, después no puede dejar de beberlo. Amargo pero intenso, así era su sentimiento acerca de su alumna. ¡Incluso cuando no la tenía delante pensaba en ella!

Muchas noches, cuando se disponía a acostarse, los recuerdos volvían a ella como un torrente imparable y sentía la necesidad imperiosa de masturbarse. Lo había resistido muchas veces, tantas como había podido, pero otras simplemente había caído como una quinceañera atacada por las hormonas. ¡Dios, como odiaba aquello!

Aquel día, mientras daba clase con la preocupación carcomiéndole las entrañas, la jovencita de grandes senos parecía distraída. Mostraba un escote tan provocador comos siempre, una gran apertura vertical en el centro de su camisa que parecía perderse en un abismo oscuro en el que más de uno de sus compañeros ya había caído, ella misma lo había visto, pero no tomaba notas ni tampoco la miraba con picardía. Estaba inclinada sobre un papel, garabateando algo en él que parecía tenerla totalmente absorta. De vez en cuando parpadeaba, removiendo el aire con sus grandiosas pestañas, de manera lenta, como si alguien hubiese ralentizado su tempo. Su piel morena no estaba tan radiante como de costumbre y sus rizados cabellos castaños parecían mohínos incluso bajo la luz del sol.

Por un momento, Lucía se preguntó qué le habría pasado; no era normal encontrarla de un humor tan decaído. En el momento en que se descubrió pensando en ello, erradicó de un plumazo el hilo de sus pensamientos. ¿A ella que más le daba? No le importaba en absoluto.

La clase terminó pero la chica continuaba ausente. Cuando se marchó, la profesora supo que tenía un nuevo tema al que dar vueltas antes de irse a dormir, por mucho que la irritase.

Esa había sido su última clase del día, de manera que acudió a su despacho para dejar allí los libros que había utilizado, intercambió algunas opiniones con dos de sus compañeros menos apreciados, de los que huyó en cuanto tuvo la menor oportunidad, y se dirigió  la cantina. Tenía bastante hambre, la verdad, así que se decidió por un combinado de salchichas, huevos fritos, patatas y ensalada. Puede que después tomase un postre, sí, uno de esos deliciosos pastelillos de crema que trataba de evitar para mantener la figura. Solo uno no podría hacerle daño, ¿no? Desde luego el elegante vestido negro que lucía hoy, apretado contra su figura como un guante, no le quedaba pequeño, y eso que lo había comprado hacía años. Continuaba dándole a sus senos una forma apetecible y realzaba sus piernas, que estaban ganando color por sus excursiones por las calles después del largo encierro del luto.

Comenzó a comer con ganas. Le apetecía un poco de silencio después de haber estado hablando largo y tendido durante cinco horas. Puede que la cantina no fuese el lugar más silencioso, especialmente a la hora de comer, pero si uno sabía situarse en la esquina adecuada, allí donde nadie solía acercarse, al menos no sería molestada y ganaría unos valiosos minutos de soledad. Era curioso el modo en que deseaba estar sola pero, cuando lo estaba, detestaba la sensación.

Antes de que pudiese mojar un poco de pan en la yema del huevo, una voz la sacó de sus pensamientos.

-¿Le importa que me siente con usted?

Cuando levantó la mirada, Lucía se encontró casi de inmediato con unos desproporcionados senos que conocía muy bien y, un poco más arriba, el rostro de Bárbara observándola con un gesto extraño. No había picardía en ella, ni tampoco deseo de ningún tipo. Parecía abatida.

Durante un momento no supo como reaccionar, pero no tenía más remedio que ser educada… ¿o sí?

-Siéntese.- la muchacha obedeció, sonriéndole en un intento bastante convincente de parecer contenta. Traía consigo un plato de comida grande, casi tanto como el de su profesora.- Me parece un poco imprudente que decidas sentarte aquí.

La chica levantó la cabeza sin comprender, mirándola directamente como si la dureza de sus palabras la hubiese ofendido.

-¿Imprudente por qué? ¿Una alumna no puede comer con su profesora?

-No es lo más común.

-No lo más extraño.- replicó. Su tono era un tanto agresivo.

Un largo silencio se impuso entre ambas, distanciándolas mientras comían. ¿Por qué había decidido sentarse con ella si no pretendía dirigirle la palabra? De pronto, Lucía se dio cuenta de que aquella era su solución para la soledad. Estaba sola, por lo menos callada, pero al mismo tiempo sentía la presencia de alguien y no se sentía tan sola. ¿De veras? Joder, sus símiles con la maldita chica comenzaban a ponerla nerviosa. ¡Ni que fuese perfecta!

-Me refiero- comenzó a decir para evitar una batalla interior que, de cualquier modo, ya había comenzado a librarse.- a que me parece imprudente que se siente aquí después de lo que… Bueno…- buscó las palabras, pero no las encontró y prefirió no decir más. Sintió como las mejillas le ardían.

Se atrevió por un momento a mirar a su contraria, quien había levantado la mirada de su plato (¿en realidad había comido algo o simplemente le estaba dando vueltas a los huevos revueltos?) y le sonreía ahora con algo de verdad en sus labios.

-¿Tan nerviosa le pongo, profesora?

-Incómoda, más bien.- contraatacó.

-No parecía muy incómoda en su despacho el otro día.- Lucía se atragantó al beber. ¿Alguien las estaría escuchando? Miró a su alrededor con miedo pero, como siempre que elegía la mesa de la esquina más alejada, estaban prácticamente solas.

-¡No digas esas cosas!- se le había escapado tutearla.- Quiero decir…

-Da igual. Prefiero que nos tuteemos.- la morena parecía haber olvidado lo que fuera que la había mantenido triste y se centraba ahora en torturarla.

-Yo no lo prefiero.

-¡Pero si no sabes lo que quieres!- se rió con entusiasmo, mucho más animada.- ¿Recuerdas que el otro día también intentaste impedir que…?

-¡Basta!- su tono de voz se había elevado más de lo normal, lo que la condujo a mirar de nuevo a su alrededor. Todo el mundo estaba tan centrado en sus conversaciones que no se molestaron en prestarle atención.- Basta ya.- repitió entre dientes, mirando por primera vez a lo ojos de aquella chica sin sentirse débil.- No sé quien te has creído que eres pero tú no estás en posición de jugar conmigo de esa manera.

-Bueno…- pensó la jovencita, removiendo su ensañada con el tenedor sin prestarle demasiada atención.- En realidad tú tampoco lo estás. Es decir… Yo no fui quien se corrió como una salvaje el otro día.

Lucía la miró con la boca abierta, incapaz de contradecirla. ¿Cómo podía hablar de eso con semejante descaro? Parecía realmente orgullosa de lo que había hecho, como si fuese algún tipo de logro. Eso enfureció a la madura más de lo que se atrevió a decir, tanto consigo misma por consentirlo como con la propia Bárbara por comportarse de una manera tan imprudente.

-Lo mejor será que me vaya a comer a otra parte.- gruñó, tomando la bandeja entre las manos y disponiéndose a levantarse.

-No, espera.- la mano de la joven se cerró entorno a su muñeca. Su tacto continuaba siendo cálido, agradable.- No quería… Perdóname.

Hubo algo tan sincero en su mirada, tan lleno de ternura, que la profesora no pudo hacer nada más que volver a tomar asiento. Se sentía de nuevo como una adolescente alocada por el modo en que su corazón se había acelerado al sentir el contacto de la piel de aquella mujer mientras que su mirada suplicante le había producido unas ganas casi irrefrenables de besarla. Por primera vez tuvo la sensación de que Bárbara deseaba estar más con ella de lo que ella misma deseaba su compañía.

Ambas guardaron silencio, comiendo como lo habían hecho antes, aunque puede que una de ellas fingiese que comía. De vez en cuando, Lucía no podía evitar mirar el generoso escote de su alumna. Era hermosa, eso lo reconocía, sensual por lo voluptuoso de sus formas. Se sorprendió imaginando como esas curvas debían de lucir desnudas o el modo en que sus pechos podrían descansar sobre los de ella sin telas de por medio que les impidiese disfrutar la una de la otra. Imaginó aquellos labios llenos sobre los suyos, mordiéndola y arrastrándola a un paraíso de fuego. Oh, era tan excitante el solo hecho de pensarlo.

-¿Puedo hacerte una pregunta?- arrancó de pronto la joven, aunque no la miró.

-Adelante.

-El otro día cuando… cuando pasó… ¿Disfrutaste lo que te hice?

Sorpresa. ¿De veras? ¿Y qué se suponía que debía responder a eso? ¿Debía decirle la verdad, que había estado masturbándose durante horas pensando en lo ocurrido, o por el contrario debía callárselo y fingir que nada de eso había pasado? ¿De verdad tenía alguna posibilidad de fingir eso último? Era ridículo.

-Sí.- respondió simplemente, sintiéndose tonta.

-Entonces, ¿por qué no te interesa repetirlo?

-Porque… No estuvo bien.

-¿Por qué no estuvo bien? Quiero decir que no tienes ningún compromiso con nadie, ¿o sí?

Lucía la miró seriamente, o tan seriamente como se lo permitió el momento, y se inclinó hacia ella.

-¿Te das cuenta de lo que pasaría si alguien se enterase de eso? Ambas seríamos expulsadas de la universidad, idiota.

-Pero nadie tiene porque enterarse.

-Oh, claro que no. Si lo vamos haciendo por lugares públicos…- reprochó en tono sarcástico.

-Así que no te importaría repetirlo.

La profesora se quedó helada. Sí, en cierto modo eso mismo había admitido…

-Creo que me malinterpretas.

-¿Seguro?- sintió como una de las piernas de Bárbara comenzaban a ascender por la suya, cubierta por el largo mantel blanco que cubría la mesa hasta el suelo.

-¡Por Dios!

-No hables tan alto.- le sonrió, divertida.- Solo déjate llevar, ¿vale?

Pero Lucía no pudo responderle. Ya era tarde, o al menos demasiado tarde para ella. De algún modo, el pie descalzo de su alumna se había abierto camino por entre sus muslos y había alcanzado una zona muy delicada de su anatomía. Se retorció al sentir como sus dedos acariciaban de arriba a abajo sus encantadoras braguitas negras de encaje. Se agarró a la mesa, tratando de recobrar la compostura y mirando a su alrededor, aterrada ante la idea de que alguien se estuviese percatando de lo que ocurría.

La chiquilla mantenía su compás con soltura, mirando a su víctima a la cara con una sonrisa macabra. De vez en cuando interrumpía su delicioso camino para presionar un poco en el punto en que debería estar el clítoris de su profesora, encantada por el brinco que esta daba al sentirlo.

-Para.- le suplicó, sintiendo como el tejido que le cubría la vagina se empapaba con sus jugos y le estorbaba. Deseba tanto sentir su roce directamente sobre la piel…- Para o nos van a echar antes de lo que piensas.

Sus manos se crisparon sobre el mantel, notando como el pie de su compañera le apretaba dulcemente ahí donde más le gustaba.

-¿Quieres que continuemos en otro sito o nos quedamos aquí mismo?- preguntó pícaramente la muchacha sin dejar de masturbarla con su pie.

Ella no quería… Oh… No podía… De nuevo pensó en su difunto marido, en lo que él diría del asunto, de cómo le hubiese sonreído parsimoniosamente y la hubiese invitado a dejarse llevar, a disfrutar, a vivir… No estaba bien… No… DIOS. Iba a tener un orgasmo bestial de un momento a otro y no podía permitir que toda la cafetería lo presenciase. Bastante trabajo le estaba costando ya mantener los gemidos a raya.

-Vayamos a otro lugar, ¿de acuerdo?- se rindió. Estaba demasiado excitada como para dejarlo en ese punto.- Lo haremos como tú quieres.

Bárbara sonrió. De pronto su pie desapareció tan rápidamente como había venido, metiéndose de nuevo en su zapato y Lucía reconoció que lo echaba de menos. La chica se puso en pie e invitó a la mujer a que lo hiciese. La profesora tuvo que pensarlo detenidamente. ¿No tendría los muslos empapados? Aún así se levantó y la siguió fuera, como si tal cosa. No dejaba de mirar a su alrededor, la facilidad con la que todo el mundo parecía ignorar que ellas estuviesen teniendo sexo delante de sus narices. El plato de su alumna estaba lleno; apenas había comido.

Juntas, ambas excitadas, subieron las escaleras que conducían a los pisos superiores de la facultad, los mismos que solían estar desiertos cuando las clases terminaban. Lucía estaba frenética. Cada vez que subía los escalones su clítoris quedaba atrapado en un rozamiento continuo imposible de ignorar. Había tenido que detenerse varias veces para evitar correrse allí mismo.

Cuando alcanzaron la quinta planta, la última a la que podían acceder, nadie a su alrededor podía verlas. Consciente de esto, bastante contenta por lo que parecía, Bárbara tomó de la mano a su maestra y comenzó a conducirla. La atrajo cerca de sí, mientras se aproximaban a la puerta del baño femenino, enterrando su rostro en el liso cabello negro de Lucía. Esta pudo sentir los labios de la mujer rozándole el oído, algo que le provocó un potente latigazo en la entrepierna.

-Voy a comerte ese coñito mojado hasta que te quedes afónica.

Sus palabras la excitaron sobremanera. ¿De verdad iba a hacerlo? El simple hecho de imaginar sus labios rozándola parecía marearla.

Entraron juntas en el baño, igualmente desierto, y se dirigieron a una de las cabinas más alejadas. Bárbara empujó a su amante dentro, siguiéndola con un entusiasmo que meneaba sus pechos de un lado para otro y cerró la puerta tras de sí con pestillo. Quedaron juntas, apretujadas, en un espacio pequeño. De nuevo podía sentir los descomunales senos de la jovencita sobre los suyos propios, respirando, moviéndose suavemente… Sus pezones comenzaron a endurecerse de un modo increíble.

-Siéntate.- le pidió alegremente, señalando la tapa del retrete.

Lucía obedeció, sintiendo como su humedad palpitaba como pidiéndole a gritos recibir más caricias, más amor de ese que tanto necesitaba. La muchacha se arrodilló frente a ella, recogiéndose el cabello a un lado antes de acariciar sus rodillas. Por algún motivo, la profesora sintió cierta desazón al no ser besada. Quería besarla, lo deseaba más que ninguna otra cosa… o eso pensó hasta el momento en que las hábiles manos de Bárbara le separaron los muslos. El aire fresco del exterior, en comparación con la temperatura de su intimidad, le produjo un escalofrío. Sintió como le arrebataban las braguitas, totalmente empapadas, y vio como a cámara lenta como el pícaro rostro de la mujer se hundía. Sintió un único lametón recorriéndola y tuvo un orgasmo bestial.

Su grito debía de haberse escuchado en la planta completa por la misma sorpresa que le había puesto un final tan rápido, pero su corazón parecía acallar cualquier remordimiento, golpeándola tan fuerte en el pecho que apenas podía pensar. El placer aún recorría su cuerpo con espasmos mientras una risita malvada le llevaba de entre sus piernas.

-Tranquila, pequeña…- le murmuró Bárbara, contenta. Acariciaba con sus dedos el inflamado clítoris de su profesora, provocándole pequeñas contracciones. Debía de haber soltado muchos jugos por el modo la lascivia con que la otra la miraba. En cierto modo resultaba excitante no poder ver que le estaba haciendo, tan solo sentirla en el fondo de su vestido negro.- Vamos a hacer que esta vez te corras de verdad.

Dicho esto, la mujer se inclinó del todo sobre la húmeda vagina de su profesora, dejando escapar su aliento sobre ella de un modo enloquecedoramente malvado. Quería tenerla, Lucía supo en aquel momento que deseaba sentirla de nuevo como en sus recuerdos. Lo deseaba tanto que incluso le dolía y le volvía loca, imprudente.

El primer roce de su lengua fue tan tremendo que temió volver a terminar antes de hora otra vez, aunque no fue así. Comenzó a sentir el modo extraordinario en que sus carnosos labios besaban los de ella, húmedos hasta el extremo, mientras su lengua se abría paso entre los rincones más ocultos, aquellos que había reservado siempre para su marido. Ni siquiera él se lo había hecho nunca tan jugoso, tan húmedo como entonces. Podía notar como aquella lengua endiablada corría de un lado para otro, obscena e irrefrenable, absorbiendo sus fluidos con verdadero deleite.

La traviesa lengua de Bárbara penetró la vagina de su amante, moviéndose lentamente, paladeando el momento mientras escuchaba los gemidos que le indicaban que estaba haciendo un buen trabajo. Ella misma estaba muy caliente, algo insoportable, pero no se permitió tocarse. Esto era para Lucía, pera esa mujer que había idolatrado desde el primer momento en que la vio.

Lamía su vagina por dentro, provocándole divertido espasmos, después se dedicaba a su clítoris, ese lugar que tanto le fascinaba, hinchado como un apetecible caramelo que cuidaba con devoción, rodeándolo lentamente, apretándolo entre sus labios, dándole pequeños tironcitos y, después, comiéndoselo con tanta pasión que dudó que la mujer pudiese resistir más de unos segundos antes de derramar de nuevo el dulce néctar de sus entrañas.

Lucía gemía descontroladamente, caliente como nunca antes recordaba hacerlo estado. Esto era algo prohibido, algo sucio en cierto modo, pero le encantaba sentirse así de sucia. Era como una puta barata siendo follada en el mohoso baño de un antro de mala muerte. Oh, sí, joder. Sus manos buscaron el cabello de Bárbara para agarrarla con fuerza. No podría soportar que se alejase de su lado en este momento, que dejase de hacer que se sintiese de esa manera tan maravillosa. Joder, lo necesitaba.

-¡Sigue! ¡DIOS, NO PARES!

Presionaba la cabeza de la chica contra su vagina con tanta fuerza que no sabía ni como la otra podía continuar respirando. Bastante tenía ella misma con obligarse a respirar pues lo que sentía era tan intenso que contenía el aliento indefinidamente para sentir únicamente aquella maravilla y de pronto se daba cuenta de que se ahogaba. Su pecho, con los pezones perfectamente marcados sobre la tela, subía y bajaba de un modo frenético al tiempo que sus caderas comenzaban a moverse en vaivén, tratando de incrementar el ritmo. Bárbara la obedecía, acelerándose. Dios… Dios… Ojala pudiese sentir eso toda su vida, esa poderosa llamarada subiéndole por la espalda y abrasándola entera.

Amaba aquella lengua, es más, amaba a la chica. Ahora la amaba más que a su vida. Sentir su ritmo constante era lo único que la mantenía viva. Comenzó a gritar, retorciéndose por el tremendo orgasmo que venía. Sí… ¡Sí, joder! ¡SÍ! OOOHHHH…

Su glorioso grito retumbó en las paredes, su espalda se arqueó en un gesto imposible. Estaba destrozada pero al mismo tiempo mucho más feliz que en muchos meses. Su cuerpo parecía el de una marioneta desmadejada sobre el retrete, con líquidos calientes que se escurrían entre sus piernas como la sucia puta que era. Le encantaba sentirse como una puta.

Sintió el beso tierno de Bárbara sobre su muslo. La acariciaba con la mano como si tratase de tranquilizarla y la miraba con una amplia sonrisa.

-¿Quieres que sigua?- le preguntó con maldad. Ya no parecía abatida, ni tampoco triste. Ninguna de las dos estaba triste.

Lucía la observó y pensó de nuevo en lo mucho que deseaba besarla, aunque no se atrevía a reconocerlo. Dios, a ella jamás le habían gustado las mujeres y sin embargo…

-Sí…- dijo con un hilo de voz, sintiendo aún los últimos espasmos de su corrida.- Por favor…