Criminal: Naturalezas
1945 y un conflicto bélico, uno humano y uno sexual...
— ¡General!... ¡General Redford! —la delgada silueta de uno de los soldados de menor rango se movía presurosa entre la nieve semiderretida. Llevaba en la mano una lata oxidada y en el rostro la satisfacción de haber encontrado un tesoro.
Al acercarse al General, opacó un poco su entusiasmo y se irguió con solemnidad ante la figura de su superior. No importaba lo que hubiese encontrado, el protocolo debía seguirse y ése día, un lunes a finales del mes de abril, no sería la excepción.
—Señor —empezó con cautela al recibir la autorización para hablar— hemos encontrado esto al franquear uno de los almacenes de la fábrica… lo importante no es la lata en sí, sino lo que contiene…
El general Redford tomó entre sus manos el objeto que causaba tanto estupor en el soldado, agitó un poco el envase de metal y al verlo de cerca se percató de que en una de sus forzadas aberturas se asomaban lo que parecían ser unas hojas viejas de papel. Entendió de lo que se trataba, algún tipo de diario que alguna miserable alma de tantas que habían perecido allí había escrito como una de sus últimas voluntades. La prudencia que su cargo le exigía le aconsejó aparentar indiferencia, pero en el fondo sentía la misma curiosidad que el soldado que ahora lo miraba con ojos expectantes.
—Bien… —dijo en tono seco— puede usted retirarse…. y por cierto —agregó después de una pequeña pausa— si bien es cierto que la guerra ha acabado y que la gran mayoría de civiles han sido evacuados debería usted ocuparse en cosas más importantes…
El joven soldado se alejó, aunque decepcionada su curiosidad, con una sonrisa en el rostro y un paso altivo y presuntuoso, similar al de esos cachorros que se saben premiados por su amo.
Redford, por su lado, aún sentía curiosidad sobre las singulares notas. No era chismoso, faltaba más. Pero un diario encerrado en una lata era motivo de curiosidad para cualquiera. Abrió el envase y guardó los papeles en su bolsillo con la promesa de leerlos en algún momento.
Volvió a su trabajo, estaba (o más bien debía estar) muy ocupado como para pensar en algo tan trivial como aquello. Se reprendió en su fuero interno por haber considerado abrir aquel escrito en una situación como aquella. El día iba a la mitad y aún tenía cartas mortuorias por firmar, informes que redactar, suministros por los cuales debía preocuparse y soldados que alimentar. Suspiró antes de esbozar una pequeña sonrisa al recordar todas las cosas que tenía que hacer y la diligencia con la que debía realizarlas. A pesar de todo su trabajo siempre le había apasionado y ahora que el infierno que muchas personas habían vivido llegaba a su fin, él podía esmerarse aún más en ayudar a los que sobrevivieron. No había dormido muy bien en los últimos días pero eso no era impedimento para redoblar sus esfuerzos. «Esto no es nada comparado con lo que habrán sufrido estas pobres almas» se repetía cada vez que una oleada de fatiga le azotaba.
Y es que para Thomas Redford, General de la 45ª División de Infantería estadounidense, sus esfuerzos jamás habían sido suficientes. Se había enlistado en las grandes filas militares hace ya 23 años con el afán sincero de servir a su patria, su cuerpo grande y bien dotado le sirvió como carta de ingreso. Hombre elocuente y de gran sentido común había dado su vida entera al servicio; y aunque algo desmañado y torpe al momento de socializar con los demás (cosa que siempre se reprochaba), en su interior lo movía un anhelo puro por ver feliz a todo aquel que le rodeaba. Trabajaba incansablemente por ello y siempre terminaba esmerándose en sobrepasar sus propias expectativas. En fin, raro era el caso en que se encontrase sin nada más por hacer.
Aquel día no iba a ser diferente y muy pronto Redford encontró algo en qué ocuparse y, sin darse cuenta, en el transcurso del día se olvido del recién descubierto tesoro. Se sumergió de lleno en su labor y no fue sino hasta la noche, cuando hubo de retirarse a dormir, que recordó el pequeño trozo de papel manchado. Se lo enviaría a su superior la mañana siguiente a primera hora. El crepúsculo y la fatiga le indicaron que debía descansar para recuperar energías, pero estando ya en ropa interior y sabiendo que la curiosidad atormentaría su modorra, terminó por buscar y leer el dichoso conjunto de papeles.
Como imaginó, estaban escritos en situaciones precarias. Las letras, aunque escritas con esmero, parecían algo borrosas debido al elemento con el que se las escribió. Parecía ser carbón. Thomas no entendía perfectamente el alemán pero el lenguaje sencillo y la redacción pausada hacían de la carta un escrito de fácil lectura.
Varios rayos de luna se escapaban por una abertura en la tienda de campaña, bañando una fuerte y desnuda espalda y acompañando al General en su lectura.
El documento empezaba así:
“Dachau, algún día en el mes de febrero… o tal vez marzo, 1944
Madre…
Una historia como la nuestra jamás debió ser contada, pues temo que al ser conocida solo logre menguar la fé en el Gran Rabí…*
El cielo llora la amargura de todos los que han muerto hasta el día de hoy. La tierra vomita los cadáveres de cientos de inocentes, rechazando la inhumanidad de los humanos. Lo sé, lo he visto con mis propios ojos, jamás creí presenciar tanta maldad con tanta naturalidad… La cordura se escapa de mi mente poco a poco y es por esto que decido plasmar mis últimas memorias en estas hojas de papel que logré arrancarle a uno de los enormes cuadernos que los guardias protegen con celo. Por mi robo me han dado un premio de 13 latigazos, pero el saber que ahora puedo escribir mis últimas letras con este pedazo de carbón (cuyo origen no quiero imaginármelo) hace que el sacrificio no haya sido en vano…
Parece que fue ayer cuando aún podía percibir la húmeda neblina de los bosques verdes, la refrescante brisa de las montañas, el perfumado aroma en el viento después de una refrescante llovizna, las plantas, los animales y nosotros los humanos. Todos conviviendo en imperfecta armonía, pero tranquilos al fin y al cabo…
Los problemas que enfrentábamos en ese entonces ahora solo me parecen una riña de niños comparados con la actual situación. Aún así, todavía recuerdo la mirada sádica de Abbá cuando me golpeó por escaparme de la sinagoga. Lo recuerdo perfectamente; es más, ¡cómo olvidar aquel día cuando conocí a la persona que me cambió la vida!*
Todo ocurrió después de la golpiza que Abbá me propinó. Al escapar de casa no tenía muchas opciones para esconderme. Opté por un granero que estaba a gran distancia de casa. La noche se apoderaba del firmamento y dormí en medio de la paja, cansado y adolorido encontré mucha comodidad en aquel montón de hierba seca.
Un chirrido me despertó en la oscuridad, una silueta se dibujó en la penumbra. Tuve miedo, pero al percatarme de que él estaba herido, el temor se convirtió en preocupación por ayudarle. No me lo pensé mucho y con prisa arranqué un trozo de mi pantalón de lino e improvisé una venda para la herida que tenía en la pierna. Se dejó hacer, supongo que a veces llegamos a un punto en el que ya no concebimos que pueda existir más maldad de la que ya hemos sufrido. Él tenía fiebre, yo debía controlarla y creo fervientemente que el Gran Rabí me ayudó, porqué encontré una cubeta llena de agua helada en un rincón del granero. Me apresuré a lavar su herida y a hacerle compresas de agua fría. Permanecí ocupado en ello el resto de la noche, cuidándole, tranquilizándole, poniendo en práctica lo que siempre me has enseñado: velar por mi prójimo como lo haría por mí mismo…
Al final dormí un poco, no recuerdo cuanto pero sí recuerdo que al despertar pude apreciar sus hermosos ojos contemplándome. Aún se podían notar algunos restos de dolor en sus ojos pero se esforzaba por mostrarse tranquilo. Me saludó y algo nervioso solo le contesté con una sonrisa. Para mí era un total desconocido pero el empezaba a actuar como si me conociera de toda la vida. No le costó mucho romper el hielo y después de que ambos supimos nuestros nombres, empezamos una conversación amena y entretenida, le conté sobre ti y sobre Abbá, pero él (supongo que para evitarme la tristeza de conocer sus desdichas) más bien me contó muy poco sobre su vida. El tiempo pasó rápido, y de no ser por mi estómago que rugía por algo de comida, ninguno hubiese mencionado una despedida.
Regresé a nuestra casa y él, después de deshacerse en agradecimientos y cojeando un poco, regresó a su buhardilla. La promesa que ambos nos hicimos de encontrarnos de nuevo en aquel granero fue la única razón que tenía para sonreír. Aún tenía miedo por Abbá, es cierto, pero me sentí afortunado por haber sido castigado la tarde anterior, ya que de otra forma, jamás lo hubiese conocido… jamás hubiese conocido a Friedrich (sé que sonreirás al saber que tiene el mismo nombre que el abuelo)
Lo demás ya podrás imaginártelo, nuestro siguiente encuentro fue igual, o tal vez mucho mejor que el primero. Llegué a saber que la noche en la que le conocí él llegó a ese granero con la idea de una muerte segura...
Ya sabía que Friedrich no tenía una familia y la noticia de que debía robar para poder sobrevivir no me tomó por sorpresa. No era de extrañarse que alguien le hubiese sorprendido en alguno de sus pillajes y le haya causado esa herida. A medida que escuchaba los detalles no podía evitar sentir una necesidad por cuidarlo y defenderlo. ¿Te imaginas? Yo, un chico de 15 años con un cuerpo delgado y moreno intentando defender a alguien como él. Te causaría gracia el compararnos, te lo aseguro. Guardamos muy pocas semejanzas, su piel marmórea y sus hermosos ojos claros me recordaban mas a los ángeles de la Torá que a un humano común y corriente como yo.*
Friedrich mostraba un gran interés en todas las cosas que le contaba sobre nuestras costumbres, o eso pensaba. Porque al final, cuando le pregunté algo de lo que le había explicado con tanto afán, no supo responderme. Es más, se excusó diciendo que había estado demasiado concentrado en mi rostro y en el movimiento de mis labios como para percatarse de lo que estaba diciendo…
Ya sabes cómo soy, me sonrojé como un tomate en plena cosecha y me da un poco de pudor decirte esto… pero esa tarde, después de su tierno comentario… con sus ojos clavados en los míos… me robó el primer y último beso que nos dimos…
El general Redford abandonó su lectura al percatarse de la presencia en su tienda de una figura que le era muy familiar, la del Doctor Lumley.
Lumley se acercó con paso sereno hacia la robusta silueta semidesnuda de Thomas Redford y con un ademán de silencio de su mano calló el « Buenas noches Will » que su compañero le había preparado con tanto cariño.
Unos cuantos segundos transcurrieron y ambos se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro como si pudieran hacerlo durante toda la eternidad…
Willfrid Lumley, de la misma edad que el General Redford, era un hombre de tez recia, añejada con el pasar de los años pero viva con el transcurrir de los días. Sus ojos esmeraldas no combinaban con el tono canela de su piel ni con el aguamarina de los ojos del general; y mucho menos con el tono claro de la piel del mismo. Llevaba los pantalones y botas característicos de un miembro del ejército, pero eran los emblemas de su chaqueta (la que no llevaba puesta) los que lo hacían diferente en rango y profesión a los demás soldados.
Todos los que le conocían podrían asegurar que no lo conocían mucho, ya que Lumley siempre tendía a ser tímido y reservado, cualidades que bien podían ser confundidas con una arrogancia tonta y fría. Su trabajo como médico no era lo que deseó en un principio, pero con el pasar de los años descubrió que la gratitud que muchos de sus pacientes le profesaban (unida a la satisfacción que producía cada éxito contra enfermedades o dolencias) llenaba en sobremanera su alma y su corazón, haciéndole esforzarse más por lograr el bienestar común.
En esto último Willfrid había recibido mucha influencia de Thomas, ya que a pesar de que a ambos les costase lo suyo relacionarse con los demás, compartían el ardiente deseo de servir y ayudar a sus cercanos. Tal vez era por esto (y por una amistad que ya llevaba años madurando) que Redford se atrevió a revelar sus sinceros sentimientos ante un atónito Lumley, quien en un principio rechazó con vehemencia la propuesta de una relación afectiva con el General. Pero el tiempo es nuestro mejor y peor enemigo; así, la inocente y tierna insistencia que Thomas le profesaba, unida al sencillo y devoto amor que en ambos crecía, hicieron que la negativa de Willfrid no durase mucho.
Muy poco importaban la moral y la religión en casos como aquellos. El saberse tan cercanos al campo de batalla (y con ello a la muerte) hacía que ambos deseasen estar juntos todo el tiempo posible, y si bien habían pactado mantener su relación en secreto, se habían prometido vivir juntos al volver a su madre patria.
¿Qué le gustaba a Willfrid de Thomas? Aparte de los físico claro está, le encantaba (aunque nunca lo dijera) los chistes malos que Tom siempre inventaba, reía mas por la graciosa mueca que éste le hacía que por lo sustancial de la broma. Pero más que nada, adoraba con ternura y devoción esa mirada que en aquel preciso momento el General le dedicaba, tan llena de adhesión y fidelidad no podía menos que conmover hasta lo más profundo de sus cimientos. Willfrid, con todos sus pequeños defectos jamás se hubiera perdonado herir a alguien como Thomas Redford.
Es por esto que acercándose más al General le limpió una pequeña lágrima que se escabullía por la mejilla. Ya sabía lo sensible que era y que probablemente lo que tenía en sus manos eran las páginas de alguna novela romántica de antaño. Aún así se aventuró a preguntar
—Es solo una carta abandonada… —respondió Tom con pesar.
—Pues debe ser especial para que te haya conmovido de tal forma —dijo Willfrid al repasar el camino de la lágrima con su pulgar.
—Bah, — Tom sacudió la cabeza, apartando involuntariamente la mano que lo acariciaba— un General de División no debe llorar por una simple carta.
—Un General de División debe ser humano —puntualizó Willfrid.
Thomas sonrió conmovido.
¿Qué le gustaba a Thomas de Willfrid? Pues exactamente esto. La forma en la que Lumley miraba la vida y la inteligencia con la que actuaba siempre le resultaron atrayentes y, en el fondo, aunque éste hubiese rechazado contundentemente su proposición, Tom habría seguido a su lado, esperando el día en que sus esperanzas hubieran de cumplirse. El General podía ser todo lo firme posible en lo que respecta a sus deberes militares, pero solo hacía falta un atisbo de la presencia de Lumley para que su ánimo se afecte en sobremanera, tornándolo un ser humano alegre y nervioso. Tom le había querido nada más conocerle, el trato que le brindaba a sus pacientes le llenaba de gozo y orgullo internos; y ahora, el trato que le deba a él, le impulsaba a imaginar mejores días para ambos.
Pero los sentimientos no son los únicos que afloran en estas situaciones, o no por lo menos en esta en especial. Ya que Willfrid no visitaba la tienda de Thomas a altas horas de la noche solo para limpiarle las lágrimas y contemplarle durante largo rato. Ambos sabían lo que siempre terminaba ocurriendo y aun así los dos se sentían como en el primer día: sin osar mirarse a los ojos para no sentirse descubiertos y, sin saber muy bien el cómo o el porqué, enrojeciendo o poniéndose demasiado nerviosos. En fin, el deseo y el placer eran pequeños detalles que aún les costaba demostrarse.
Generalmente era Tom quien daba el primer paso, pero al ser esta una situación más compleja que de costumbre y pensando que tal vez su amante no quisiera contacto físico esa noche, Will se inclinó un poco para besarle, rompiendo sus propios escrúpulos y dándole una bonita sorpresa a su amado General. Éste por su parte recibió el tímido beso con ternura (ni siquiera se percató de que la carta se resbalaba de sus manos); Tom sabía de primera línea que Will no solía mostrarse muy dispuesto para esos menesteres, ahora ya tenía una razón más para quererle.
El General estaba encantado con su regalo, movía lenta y parsimoniosamente los labios en búsqueda de más sensaciones. Will descubrió que llevar la iniciativa no siempre significaba demostrar más, sino más bien encadenarse menos. Al separar sus labios ambos se sonrieron, y entonces Lumley, despojado de su timidez, fue a por más; esta vez su lengua cobró protagonismo, abrazando sin pudor la de su compañero y abalanzándose lentamente sobre él, obligándolo a recostarse en la cama. Tom, con el corazón a mil y el calor en el rostro notó como la excitación crecía en los pantalones militares de su amante, está demás decir que esto le excitó en sobremanera y tras un suspiro terminó por acostarse sobre las mantas, recibiendo los besos de fuego que Willfrid le regalaba.
Thomas le había cedido el control de la situación y hasta ahora le había gustado absolutamente cada detalle de la misma. Pero quiso hacer algo para tener más participación y sin pensárselo mucho, decidió que sus manos debían cobrar protagonismo. Guió instintivamente sus palmas hacia una región que le encantaba de su compañero y que estaba seguro, a éste también le gustaría que se la tocara.
Así pues, mientras Lumley le comía la boca sin pudor alguno, el General manoseaba sus nalgas, apretándolas de vez en cuando y sobándolas cada vez que Will suspiraba o se detenía un momento para tomar aire. El pecho desnudo de Tom aceptó gustoso las caricias de Will, que parecía buscar cada vez más, conformándose con cada vez menos. Los pantalones de éste, teñidos de un verde oscuro típico de los uniformes militares, no fueron difícil obstáculo para las hábiles manos de Tom y en unos cuantos segundos ya estaban a medio camino de liberar un par de músculos respingones.
Will notó la excitación de Tom crecer entre sus piernas y acto seguido empezó a moverse en círculos mientras su compañero le quitaba la molesta tela que cubría su cuerpo. Con un movimiento ágil se deshizo de su camiseta, y con otro más ágil aún se quitó las pesadas botas. Volvió a su labor y el fuego empezaba a crecer con el tacto electrificante que producían sus torsos al frotarse.
La impaciencia de Tom obró a favor suyo y con una habilidad que ni él mismo podía creer terminó de desvestir a su amante y a él mismo. Ahora ningún trapo cubría sus cuerpos y al acercarse a Will sintió como si su calor se uniera al de su amado. Allí, desnudos, cubiertos de sudor se besaban con total entrega y sus manos recorrían lo que aún les fuese desconocido. El recién desinhibido Lumley empezó a masajear el miembro enrojecido de Tom y éste a su vez hacía que sus dedos “resbalaran accidentalmente” hacia el interior de las nalgas de Will.
Descubrieron que si Lumley se movía adecuadamente podía dejar de utilizar sus manos, ya que si balanceaba su cadera estimularía ambos miembros que a ese momento ya estaban bastante hinchados; además podría facilitarle las cosas a Tom y su masaje impúdico; y una última cosa, podía utilizar sus manos para acariciar el rostro de su querido General tantas veces como quisiese; sabiendo todo lo que le gustaba a Tom que jueguen con su barba, Will jugaría encantado, pero en vez de utilizar sus manos utilizaría… su lengua.
Tom no pudo evitar soltar una pequeña risilla al sentir las cosquillas que la novedosa caricia le producía. Will sonrío a la par, y por un momento dejó de moverse, presintiendo que ese momento trascendería.
Lumley se apoyó en sus brazos y levantó un poco la cabeza, miró a los ojos profundos de su General, la agitación se sentía en la faz de ambos. El esfuerzo que a ambos les demandaba el controlarse era, en muchas ocasiones, difícil de aguantar. Porque bien podrían abandonarse al más puro instinto y terminar follando como un par de animales, lo mismo hubiese significado liberar la pasión antes o después. Sin embargo ambos sabían sin decírselo que se merecían algo más que aquello, la entrega total implicaba el control sobre sus propios instintos. El respeto que ambos se profesaban iba más allá del simple acto carnal y ninguno de los dos se hubiese perdonado tratar al otro como si no fuese lo que es: un ser humano.
Es por esto que ambos rieron de buena gana al ver las gotas de sudor en sus respectivos rostros y oír la respiración agitada que se generaba en sus pechos. Las gargantas jadeantes y secas podían decirse todo lo que se querían, mas prefirieron callarse. El simple contacto visual bastaba para comunicarse todo lo que sentían.
Tom acarició el rostro de su querido Will y este volvió a sonreír. Podían permanecer así todo el tiempo que quisieran, pero lo que habían empezado no se apagaría tan rápido. Finalmente fue Tom quien rompió el silencio.
—Quiero… hacerte el amor —susurró mitad sonrojado mitad excitado
Willfrid asintió y Thomas se incorporó un poco para besarle de nuevo, esta vez con más cuidado que antes, la sola idea de hacer el amor con Will le hacía convencerse que desde ese instante tendría que tratarlo como si fuese de cristal. La mente puede pensar en el significado del control, pero el cuerpo siempre ignora todo intento de razón que le impida liberarse. La piel desnuda parecía arder con más intensidad que antes y el sudor hizo un complot para que los movimientos de la pareja sean más desenvueltos y fáciles. Willfrid empezó a moverse de nuevo al compás de las caricias de Thomas, restregando su sexo contra el de su compañero y ahogando sus gemidos en los labios de su amante.
No con poca fuerza de voluntad se irguió un poco y logró sentarse en las caderas del General, Thomas lo miró maravillado, al fin podía observar a su novio desnudo en todo su esplendor y por un momento su autocontrol flaqueó. Will, decidido a no intimidarse como en otras ocasiones tomó con determinación el miembro enhiesto de Thomas y, en medio de pequeños gemidos de excitación por parte de su amado General, lo colocó en la entrada más íntima de su cuerpo. Estaba dispuesto a enterrárselo todo de una sola vez…
Y entonces un grito desesperado pudo escucharse en la lejanía. Una palabra que todos en el ejército conocían muy bien y que en estos últimos días no se había utilizado en ninguna ocasión. Una expresión que marcaría un antes y un después para la pareja de soldados que habitaban una sencilla tienda de campaña y que en esa noche se demostraban el máximo alcance del amor que se profesaban.
En la oscuridad de la noche un alarido lleno de fuerza y dolor retumbó varias veces en el campamento de la 45ª División Estadounidense.
Un grito que era el principio del fin…
Un grito que solo decía una cosa:
— ¡ALERTA!
Notas:
Gran Rabí: Expresión utilizada comúnmente entre los niños judíos para referirse a Dios.
Abbá: Vocablo hebreo popular en algunas congregaciones cristianas para referirse con cariño hacia un padre biológico. Similar al "padrecito", "papito" o "papi" españoles.
Torá: Texto judío.