Crimen y castigo de un esclavo 2

Or orden de mi Dueño, Amo y Señor y siguiendo Sus instrucciones, me veo obligado a continuar describiendo las justas penalidades a las que este indigno esclavo es sometido.

Por orden de mi Dueño, Amo y Señor doy las gracias más profundas a todos aquellos que me han transmitido a su través su desprecio, diatribas y correcciones por mi deficiente forma de relatar los hechos y la carencia de interés hacia lo que a mi insignificante persona pueda acontecer. A pesar de ello, y siguiendo Sus instrucciones, me veo obligado a continuar describiendo las justas penalidades a las que este indigno esclavo es sometido.

Cuando las luces del cuarto se volvieron a encender yo estaba agotado. Había pasados mucho tiempo, la verdad es que no sé cuántas horas, soportando la vibración continua del aparato en aquella posición sobre el potro del todo incómoda. Estaba entumecido y tenía calambres en piernas y brazos. Para mí fue un gran alivio cuando noté cómo la máquina me era extraída del recto de un tirón, y pensé, pobre de mí, que mi Dueño había decidido poner fin al castigo.

Dejé de creerlo cuando noté como algo muy fino se introducía en mi ano dilatado y escupía en mi interior un líquido. No hizo falta que esperara mucho para saber que era. Lo cierto es que mi Señor ya me había aplicado aquel castigo en otra ocasión y era algo tan terrible y doloroso que el sólo pánico de volver a sentirlo hizo que mi corazón se desbocara. El líquido era alcohol de 90º que, inyectado directamente en el recto, hizo que éste me ardiera de forma brutal y empecé a soltar alaridos como una bestia a la que degollaran. Sentía una quemazón irritante que intentaba calmar moviendo las caderas y los glúteos de forma infructuosa, mientras mi boca se abría espasmódicamente con cada grito.

Esa circunstancia fue aprovechada por mi Dueño, que, desnudo, apareció ante mí con el miembro del todo erecto y, levantando mi cabeza por los cabellos con fuerza, me penetró la boca de forma decidida hasta acallarme del todo.

Mi cuerpo continuaba convulsionándose y eso parecía excitarlo, ya que aceleró los movimientos de sus caderas y su pene separaba mis mandíbulas adentrándose con cada estocada un poco más en mi garganta, llegándome en momentos a faltarme el aire del ímpetu con que se aplicaba a obtener su placer.

Llegó el instante en que el ardor terrible de mis entrañas se fue calmando, pero, no así las embestidas en mi boca que culminaron en una eyaculación copiosa que tuve que ingerir hasta el final.

Después de que hubiera dado alivio a su incansable fogosidad, pensé que me liberaría, aunque era evidente que esa no era su idea, ya que se acercó a la pared y descolgó una disciplina parecida a una porra si bien más flexible y delgada. Sin mediar palabra comenzó a golpearme las pantorrillas, produciéndome un dolor intensísimo que me hizo retomar mis lamentos a voz en grito, cosa que no le detuvo, más bien al contrario ya que siguió por mis muslos, mis nalgas, mi espalda y, incluso, mis brazos, sin detenerse en ningún lugar en particular y golpeando aquí y allá como al azar. No sé decir cuánto tiempo duró el castigo pero llegó un punto en que me veía incapaz de seguir gritando de lo agotado y dolorido que estaba ya que él seguía golpeando como si cada trallazo fuera el primero, una y otra vez, incansable.

Finalmente paró y yo me encontré susurrando mi agradecimiento, enfebrecido por el flagelo, con la piel en llamas y un sufrimiento intenso en todos mis músculos.

Así fue que él se inclinó y me liberó los grilletes de mis muñecas y tobillos de sus sujeciones al potro.

—Baja de ahí —me ordenó.

Y yo, ciegamente, conciente del todo de cada una de mis articulaciones, me fui bajando del potro de tortura. Una vez en el suelo, vi delante de mí sus pies desnudos y, ciego por demostrarle mi disposición y arrepentimiento, me arrastré hasta los mismos para besarlos en señal de sumisión, como el perro indigno y miserable que soy.

Mi Señor me apartó de una merecida patada y, cogiéndome por los cabellos, me arrastró hasta un rincón de la habitación donde me aguardaban mis cacharros para la comida, un recipiente con agua y otro con comida de esclavo, como le gusta llamarla a mi Amo, una mezcla apelmazada e insulsa de arroz, carne y cereales.

—Come —me ordenó.

Lo cierto es que estaba hambriento y, nada más ver mi plato, comencé a salivar, así que me arrastré como pude a gatas y comencé a dar bocados con auténtico entusiasmo, agradecido por los alimentos y el agua que mi Amo me proporcionaba.

En eso estaba cuando noté cómo mi Dueño palpaba mis testículos y mi pene que, después de toda una noche de eyaculaciones provocadas por el artefacto, estaba fofo y recogido en si mismo de pura extenuación. Mi Señor lo inclinó hacia abajo, presionándolo contra los testículos y separando éstos; luego oí unos chasquidos que en aquel momento no identifiqué, concentrado como estaba en comer todo lo que pudiera, y después sentí cómo, tal como estaban mis genitales, eran envueltos por lo que parecía una cinta aislante o un esparadrapo. Una vez hubo terminado, lo único que sobresalió de la cinta fue el prepucio, que destacaba enrojecido entre los dos testículos separados como las asas de un mango.

Cuando lo vi, en un vistazo rápido que di entre bocado y bocado por entre mis piernas, supe al instante que semejante disposición me haría sufrir, pero, en aquel momento sólo deseaba seguir comiendo.

Ello no fue posible, ya que mi Dueño tiró de mi collar y me arrastró lejos de los cacharros. Pude sentir cómo  introducía un par de sus dedos en mi recto y comenzaba a lubricar éste con un aceite que al poco me quemaba como fuego; después me montó con ímpetu, haciendo que su pene llegara hasta lo más profundo de mi ser y arremetiendo con brío una y otra vez, en tanto posaba todo su peso en mi espalda, lo que era la única satisfacción real para mí al sentir que era utilizado para su placer en tanto el tacto cálido de su piel aliviaba el escozor de los castigos sufridos por la mía.

Cuando me inundó por segunda vez aquella mañana con su simiente me sentí terriblemente satisfecho por el honor y, de sólo pensarlo, estuve a punto de expresarle mis sentimientos, aunque me contuve a tiempo.

Una vez salió de mí, me volteó con presteza y me sujetó los grilletes de las muñecas a las anillas del collar, luego subió mis piernas como si fuera a volver a poseerme, lo que me hizo temblar de puro júbilo al pensarlo, pero, sin embargo, se limitó a sujetar también los grilletes de los tobillos al collar, dejándome del todo expuesto e inmovilizado.

Se apartó un instante y volvió con lo que me parecieron pinzas de metal que, efectivamente, fue colocando sin miramientos en mis pezones, testículos y, una de especial dimensión, en la punta de mi prepucio, que sobresalía del vendaje. Ésta resultó ser terriblemente dolorosa y me hizo comenzar a llorar y gemir, incapaz de contenerme ante el castigo.

Luego salió del cuarto y volvió al cabo de unos minutos con un aparato que consistía en un soporte semejante a los que utilizan en los hospitales para sujetar las bolsas de suero; del mismo colgaba una bolsa de gran tamaño, quizás dos o tres litros, con un tubito y un dispositivo de goteo. El tubito finalizaba en una bola de plástico grande como una de tenis.

Sin darme la oportunidad de prepararme, colocó la pelota a la entrada de mi ano y forzó éste hasta que la bola entró del todo entre mis berridos de dolor. Después abrió el dispositivo de goteo y pude ver cómo el líquido bajaba por el tubito. Al principio no lo noté, pero al cabo de poco me era evidente que el líquido estaba entrando en mi interior y que yo no podría expulsarlo debido a la enorme pelota que obstruía mi esfínter.

Sin más, mi Dueño y Señor se levantó, me miró y se dirigió hacia la puerta.

—Ahora me voy a trabajar, que disfrutes —dijo, y apagó de nuevo la luz.