Crimen y castigo de un esclavo 1
Por orden de mi Dueño, Amo y Señor, relataré a continuación hechos que son muestra evidente de su preocupación continua por mi adiestramiento
Por orden de mi Dueño, Amo y Señor, relataré a continuación hechos que son muestra evidente de su preocupación continua por mi adiestramiento y su benevolencia ante la inefable falta que fue origen de las penas sufridas por este miserable y despreciable esclavo cuya existencia depende tan sólo de su magnanimidad.
Aquella tarde mi Amo había salido dejándome al cuidado de la casa. Como siempre, desde que soy de su propiedad, yo iba completamente desnudo, salvo por los símbolos de mi condición: grilletes en muñecas y tobillos, collar alto y un cinturón ancho de cuero, parecido a una cotilla, que me modela la cintura a gusto de mi Señor. Hacía ya tiempo que mi Amo había prescindido de colocarme la restricción que mantenía de forma correcta mi pene y testículos, pues, tras largas penalidades y muchos meses de castigos, mi miembro había aprendido a no importunar, salvo que esa sea la voluntad de mi Amo, que rara vez lo es.
Sin embargo, mientras quitaba el polvo de la mesa del despacho, tropecé con una carpeta en la que mi Señor guardaba varias fotografías que me había realizado en los primeros tiempos de mi adiestramiento y no pude resistir la oportunidad de mirarlas, aún a costa de desobedecer la orden expresa que me prohíbe leer libros o prensa, ver la televisión, escuchar la radio o acceder a medios de comunicación de cualquier tipo que, en opinión de mi Amo, no hacen más que embotar la mente de un ser inferior como yo.
Estaba tan embelesado, y excitado, contemplándome cuando no era más que una piltrafa indigna y carente de cualquier disciplina, que, sin darme, cuenta mi miembro comenzó a ganar erección. Y, era tal mi ardor, que, como el más rastrero de los perros sin domar, empecé a masturbarme de forma feroz, tal es el apetito sexual al que me tiene habituado mi Dueño.
Y fue de esa forma, en plena eyaculación, mientras derramaba mi semen maloliente sobre el suelo y me convulsionaba sin medida alguna, que había regresado mi Amo y entró en su despacho quedando parado ante la escena.
—Veo que te diviertes de lo lindo cuando no estoy en casa.
Aquellas fueron sus únicas palabras, y las pronunció con un tono tan carente de expresividad que, de inmediato, se me heló la sangre y, aún eyaculando, me tiré al suelo y me arrastré hasta sus pies.
Besé sus zapatos entre sollozos, rogándole perdón una y otra vez, incapaz de entender cómo había sido capaz de semejante violación de las normas, de deshonrarle y desobedecerle sin la más mínima percepción de mi falta hasta su llegada.
Cuando lo consideró oportuno me cogió por los cabellos y, tirando con fuerza, me hizo arrodillar. De inmediato, para demostrarle mi total sumisión, crucé mis manos tras mi espalda e intenté mantener la mirada baja. Y ahí comenzó mi actual calvario.
Sin previo aviso, comenzó a azotarme la cara con la mano libre con una fuerza y saña como jamás había empleado; de forma tal que, con cada sopapo, mi cabeza se giraba a pesar de la presa que mantenía en mis cabellos. Fueron incontables, dolían muchísimo y notaba mis mejillas muy calientes y, seguramente, de un rojo intenso, y el castigo duró hasta que comencé a llorar de forma copiosa, del todo arrepentido por mi acto vil.
En ese momento, mi Señor, me dejó ir.
—Sígueme —dijo, y yo, a gatas, fui tras sus pasos en dirección al gabinete donde tiene dispuestos todos los elementos de castigo.
En tanto me arrastraba tras él no hacía más que temblar de puro pánico ante lo que de seguro me aguardaba, aunque, por otro lado, consideraba justos y necesarios todos los escarmientos que me fueran aplicados, y deseaba mostrarme agradecido ante mi Amo por los mismos.
Una vez en el gabinete, mi Dueño y Señor descolgó de la pared una pala de castigo de las más dolorosas, larga y flexible, luego volvió a mi lado y, colocando la suela de su zapato en mi nuca, me obligó a humillar la cabeza hasta posarla en el suelo. A continuación comenzó a azotar mis nalgas con fuerza y decisión, de forma continua, produciéndome un padecimiento y tortura tales que, al cabo de muy poco, ya berreaba y movía mis caderas en un intento vano de buscar alivio mientras los golpes caían y caían.
No sé cuanto tiempo duró el castigo, pero su persistencia fue tal que llegó un momento en que sentía mis posaderas inflamadas y ardientes, y cada nuevo golpe era un martirio de tal calibre que más de una vez temí desmayarme y deshonrar así, de forma definitiva, a mi Amo.
Como pude aguanté todos los azotes, sacando voluntad de donde ya no había, en un intento de demostrarle mi deseo de redención; aunque, como pronto descubriría, aquellos castigos no había sido más que los prolegómenos de unas arduas jornadas en las que mi Dueño continuaría enderezando mi conducta libidinosa.
Así fue que, a continuación me arrastró de nuevo de los cabellos hasta el potro de tortura y, sin más, me aupó al mismo. Una vez instalado, sujeto mis grilletes a los puntos de anclaje y, de esta forma, quedé de todo disponible para aquello que deseara.
Y lo que deseó fue tomarme, ya que al cabo de muy poco noté la punta de su miembro a la entrada de mi esfínter, el cual, era obvio, no estaba lubricado en absoluto, por más que puse toda mi voluntad en excitarme tal y como el instinto me indicaba. Aún así, mi Señor comenzó a penetrarme agarrándose a las sujeciones de mi cinto y tirando de éstas para garantizar el avance, propiciando así que su miembro, de un tamaño en absoluto despreciable sino más bien lo contrario, se abriera paso a sangre y fuego hacia mis entrañas y causándome un dolor lacerante que me hacía vociferar de forma indigna rogando una clemencia en nada merecida.
Cuando se detuvo, noté como su pelvis rozaba mis nalgas en carne viva, lo que incrementó el padecimiento en lugar de aliviarlo. Luego salió del todo de mi recto con un gesto brusco y retomó la tarea de penetrarme, repitiendo la fórmula una y otra vez, hasta que, finalmente, comenzó un vaivén enloquecido entrando hasta el fondo y casi saliendo del todo, que me produjo una sensación de angustia, desazón y tormento tales que ya no gemía ni me lamentaba, sino que tan sólo rogaba en silencio que culminara su placer y me inundara con su esperma sagrado para poder tener un instante de sosiego antes del siguiente correctivo.
Y así fue, al final dio una última sacudida que hizo llegar su miembro terriblemente enhiesto hasta lo más angosto de mi ser y empezó a bombear su simiente entre sacudidas que para mi sabían a gloria, tanto por haber servido como medio y recipiente para su placer como por ser éste parte de mi expiación.
Cuando salió de mí, sentí un inmenso vacío y, a la vez, un temor indigno por aquello que podía disponer para mí a continuación. Y mis temores se confirmaron cuando comenzó a introducirme en el recto, no sin pocos esfuerzos por su parte y sufrimiento por la mía, un vibrador de un tamaño desmesurado que posee. Una vez la máquina quedó bien ajustada en mi interior, de forma tal que me sería del todo imposible expulsarla, la encendió y una agitación inmisericorde se adueñó de mi cuerpo. Ambos sabemos que semejante aparato terminaría forzando mi excitación y eyaculación, lo cual no haría más que agravar mi falta. Así pues, comencé a lloriquear mientras desde mi ano se transmitían las oscilaciones de mi perdición.
—Hasta mañana —dijo la voz de mi Señor detrás de mí, y marchó del cuarto apagando las luces y abandonándome a la soledad y la posesión de una máquina.