Creencias II

Ha vuelto. Ahora, yo también.

Creencias

II

—"Perdóname, Señor, por que he pecado"

Otro suspiro convertido en palabras hipócritas sale de mí. Las lágrimas arden como ácido de batería en el fondo de la garganta. Y eso que acabo de correrme por segunda vez. Y por centésima, tengo derecho a reírme de los infelices que me pusieron aquel denigrante mote. Y yo que pensaba que a fuer de cierto, podría haberme marcado el camino hacia la impopularidad en el instituto. En contra de todo pronóstico las cosas no se desarrollaron así. Jamás nadie me puso la zancadilla en el patio ni se meó en mi taquilla. Los acosadores me señalan con el dedo extendido, pero nada más. Con la polla tiesa señalan a otras que tienen una versión opuesta de ese mi segundo nombre. Conmigo las burlas nunca cruzaron el límite. Pienso que, de alguna manera, en su minusvalía mental intuían que mis reticencias a entrar en el juego estaban por encima de las normas. Más de uno y más de tres se sorprenderían si ahora pudieran ver a través de mi faldita a cuadros, porque de un tiempo a esta parte, Coñoseco tiene el coño empapado ahora y en la hora de su muerte, amén. Además, la faceta de zorra está resultándome más instructiva que cualquier asignatura.

¿Cómo, si no, habría podido descubrir lo hondo que es el pozo de la ignominia? ¿Cómo, si no, hubiese llegado a apreciar el arte del autodominio corporal? Del contorsionismo. De la relajación.

Del perverso placer.

—"Mentirosa"

Sí, quizá lo sea. Lo cierto es que antepongo estas habilidades físicas al espirituoso retiro, aquí entre estas sábanas impías y preñadas de secretos inconfesables. Como yo.

Durante la cena he estado retraída en mí misma. Apenas he probado bocado y menos aún he participado en la conversación familiar. No he querido derramar mi aliento de puta sobre los sagrados alimentos bendecidos por Tí, Señor. Me he negado rotundamente a mancillar con mis dedos sucios el sagrado pan, aún después de haberme lavado las manos tres veces y haber cepillado mis dientes otras tantas. Los musulmanes hacen esto para purificarse. Los cristianos se confiesan, pero no tenía ningún cura guardado en el armario del cuarto de baño. Tan sólo jabón, pasta de dientes y un deseo alocado que apenas me permitía distinguir entre una religión y otra. Quizá Alá estaría contento, pero no sé si Tú también. Con todo, me resultó impensable llevarme el fruto del trabajo de papá a la boca. A mi sucia boca de ramera desviada.

Cuando me he retirado de la mesa farfullando palabras hastiadas, mi intención era refugiarme en la oscuridad protectora de mi cuarto. Cubrirme hasta la barbilla con el embozo de las sábanas recién cambiadas y rezar, pero en alguna parte del camino olvidé lo que era eso. Al tumbarme recordé sus puercas enseñanzas y olvidé las sagradas Tuyas. En lugar de elevar una oración al cielo, me bajé las bragas hasta los tobillos. En lugar de confesarme estoy rompiendo aguas de nuevo. En lugar de juntar mis manos en arrepentido rezo, las tengo repartidas por mi cuerpo desnudo. Ninguna de ellas está trabajando por Tu Santa Causa. Lo están haciendo por la puerca mía.

Nada puedo decir en mi descargo, excepto que he desterrado de mis costumbres el autocanibalismo. Mi mano derecha ya no es objeto de interés para mi dentadura. He buscado para ella un mejor uso. Mi izquierda, enviada como embajadora de mis deseos, continúa su negociación allí donde mi cristiandad puritana se convierte en puterío exacerbado. No sé porqué no termina de alcanzar un acuerdo con quien sea con el que se esté entrevistando. En mi ingenuidad, pensaba que tener mano izquierda significaba algo más que llevar una extremidad ciega y sorda pegada a un brazo en ese lado del cuerpo. He sido zurda toda mi vida y creía eso, pero quizá estuviese equivocada. La segunda explicación parece ser la correcta, a juzgar por como se recrudecen las negociaciones.

Gimo todo lo quedamente que mi garganta soliviantada por sensaciones incandescentes me permite.

Gimo y me corro. Trituro el borde de la almohada con los dientes al tiempo que murmuro jadeantes disculpas. El río de placer se las lleva lejos, envolviéndolas en inofensivo algodón. Mi corazón golpea con tanta fuerza en mis oídos que no oigo si las aceptas, Señor. Me santiguaría si pudiera. Si una de estas pecadoras manos que me has dado estuviese limpia, pero no es el caso. Mi mano derecha está tan lejos de mi frente como mi país de Australia, horadando al otro lado de mi cuerpo. No es tan sabia negociante como su gemela, pero es que le falta escuela. Y a mí también, pero aprendo deprisa. La furtividad desmañada de quien aprende este arte por su cuenta, es una opción plagada de normas no escritas. Firmadas de común acuerdo entre la voluntad voluble de mi conciencia y el silencio torturado al que someto a mi cuerpo.

Mojada de mí, repto la mano sobre mi vientre liso y duro dejando un rastro de plata titilante al reflejar la indiscreta mirada de la luna que atisba desde fuera. Con temblorosa sonrisa pienso que no tardando mucho recorreré ese camino de vuelta. Parpadea la luz, al nublarse por un momento la cara amarillenta del satélite. Mi sonrisa fluctúa a la par que, a buen seguro, lo hará también en alguna parte la marea gobernada por ella.

Igual que la plata derramada sobre mi vientre, al ritmo de mi respiración. Este pensamiento me tranquiliza y enfría mi razón lo suficiente para volver la vista hacia la puerta y el oído más lejos aún, cual perro de caza. Cuál perra salida.

Más que la confianza en la agudeza de mis sentidos, me tranquilizaría que hubiese un pestillo en la puerta. Antes no tenía secretos que guardar. Ahora los esqueletos de mis excusas se amontonan bajo la cama y las sábanas sucias también lo harán en el fondo del armario, a menos que haga algo para evitarlo.

—"Soy afortunada"— pienso.—"A diferencia de Eva, yo sí tengo donde ocultar las manzanas que muerdo".

Casi lo había hecho y me relajé. Estuve a un paso de dejarla atrás. Creo que ese fue el motivo de mi recaída; mis defensas orientadas hacia ella como la brújula al norte, estaban en su punto más bajo desde que se marchara y se vieron pilladas por sorpresa al encontrarla de nuevo. No esperaba volver a verla nunca más. Y menos aún enfrascada en su juego infecto. Ya tenía una nueva víctima a la que destrozar la vida. Otra atontada discretamente guapa, morena, delgada y de ojos asustados. Erina repite el mismo patrón físico durante sus secuestros lujuriosos. El mismo que se repite día a día en el espejo de mi cuarto de baño.

En los ojos de la muchacha vi el mismo miedo que en los míos semanas atrás. Relucientes de súplica y lujuria expectante. Nublados de temor. Las manos apoyadas en el cristal implorando sin palabras que la dejase bajar de su pestilente carroza y al mismo tiempo deseando con toda su alma que la violase allí mismo, envuelta en olor a sexo rancio. Demasiado fuerte para percibir el que, a buen seguro, estaría dejando ella misma sobre el de otra. Su expresión lo dijo todo.

—"Lo sé, cielo. Te comprendo. Yo también lo deseo."

Entrar en ese coche es como meterse en una maquina del tiempo lujuriosa y malvada. Cuando subes crees ser una persona normal. Durante el trayecto algo le pasa a tu cerebro y cuando bajas, te sientes diez años más vieja y cien veces más puta que al embarcar. ¿El olor, quizá? El coche de Erina no huele a pino. Apesta a coño. ¿El exceso de feromonas que empaña los cristales y vuelve borroso el paisaje que se dispara hacia atrás.? Los libros son un equipaje circunstancial. Útiles, sin embargo, como material pesado para compensar la ligereza de cascos.

Junto a ella, en ese asiento donde se te desgasta el muslo, te conviertes en una zorra que marca su territorio con sus secreciones sobre el de otras previamente estampadas en él.

—"Estás perdida, pequeña. Las dos lo estamos."

En su terror me identifiqué para mis adentros. Marcia estaba conmigo y no quiero meterla también a ella en este juego de locos.

A su desquiciada manera, Erina busca a una hermana perdida, y hasta que no la encuentre no parará de corromper las almas ajenas. Yo busco de ella el piadoso orgasmo que ponga paz en la mía.

La dejé ir. Seguro que mañana volverá y yo la estaré esperando para reanudar la búsqueda. La esperaré junto a la terraza de aquel bar. A la misma hora que hoy.

En pié, con mis libros protegiendo mi pecho.

Con la falda de cuadros cubriendo mis bragas de encaje.

Con mi alma de perra salida..

Con mi coño empapado.

—"Perdóname, Señor, por que he pecado.."