Creéncias Ií

La profesora de religión me desconcierta.

I

Otro suspiro tembloroso que exhalo al aire. Otra ola de dulce terror que me recorre entera. No me atrevo a mover la cabeza por si acaso. Por si acaso..¿qué? ¿Por si acaso encuentro abierta la Oficina de Objetos Perdidos en la inmensidad de mi cama? Mejor no miro. No quiero recuperar la razón perdida. Ahora no. Ahora solo quiero disfrutar de este momento sucio, maravilloso y tan dulce, que mi mente trastocada lamenta de todo corazón no haberos ofendido antes, Señor. Estaría faltando a otro más de tus mandamientos si dijese lo contrario. Con lo cual, serían dos a los que habría deshonrado en un día. Y ya tengo bastante miedo.

Tengo miedo, si, y estoy aquí, tumbada en la oscuridad sin la parte de arriba del pijama y las bragas bajadas a medio muslo. Como una puta. Yo, Almudena Torres García, que tengo nombre de virgen. Y lo soy. Mojigata titulada Cum Laude por la Universidad de las Bragas de Hierro. Almu para Marcia y mi familia. Coñoseco, para los más allegados que tienen el privilegio de odiarme.

Era una persona feliz en mi casta existencia hasta hace tres días. Era feliz con mi vida sosa y mis trastos de adolescente hasta que llegó ella. Hasta que llegó ella, yo no veía nadie de esta manera. Y menos.. a otras mujeres. La parte femenina del prójimo tenía para mí la misma importancia que la atmósfera de Marte. La de mi vida se enrareció de repente. Algo cambió dentro de mi, y no sé que fue. Mi inteligencia no alcanza para saberlo.

Me miró desde el estrado durante su pequeño discurso de presentación y lo único que recuerdo es que perdí la cordura al ver un cuerpo de escándalo embutido en un pío traje de color gris y una cara perfecta que hablaba música en lugar de palabras. La más hermosa de las auroras boreales no hubiese podido competir con el destello del sol reflejado en su pelo. Un ser de luz que sólo Tú podrías haber extraviado en mi mundo de ventanas oscuras.

Me perdí, pero creo que ya es tarde para lamentarse. Mi coeficiente intelectual por encima de las medias y por debajo de las bragas ha reconocido no estar a la altura y se deja atropellar por urgencias más básicas.

—"¡Oh, Dios! ¿Por qué a mí?"

Todavía no he retirado la mano de la entrepierna. Todavía siento restos de placer lo bastante intensos como para no notar el dolor de mi mano derecha. Se llevó la peor parte del terremoto que envió mis creencias al garete. Un daño colateral que, como digo, no me impide disfrutar de las réplicas. Mejor así. Cuanto más duren más corta se me hará la noche, por que va a ser larga. Sé que hoy no podré dormir.

Mantengo mi mano derecha marcada de dientes sobre el pecho del mismo lado. Ofrecerle un mullido reposo es lo menos que puedo hacer para compensarla. Lejos de mi sexo. Lejos de mi bendito, suave y pegajoso arco entrepernero. Antes no era así. Antes, mi apodo referente a la sequedad vaginal estaba tan bien ajustado a mi personalidad como un traje italiano hecho a medida. Tanto como mi nombre real. Y en efecto, antes no era así. Antes de que ella apareciese con sus modales de monja y su conciencia de puta. Antes de que pusiera patas arriba mi escuálido mundo donde a la pasión no se le pasaba por la cabeza acariciarse sus muslos resecos.

—"Oh Dios." ¿Por qué tuviste que traerla?" Tú que todo lo sabes. Tú que todo lo ves. ¿No te das cuenta de que me has arruinado la vida? ¿Qué será de mí a partir de ahora, ¿eh? ¿Acaso no pudiste enviarla como embajadora de Tu Palabra a una de esas miserables escuelas del tercer mundo? Donde yo no la viese. O mejor aún; ¿por qué no a la Estación Espacial que flota en el espacio a lavar el cerebro de los astronautas? Donde yo no tuviese que respirar el mismo aire envenenado de lujuria que ella.

En un arranque de canijo arrepentimiento, por mi cabeza pasa la absurda idea de arrancarme los ojos para no verla. La de contener la respiración en clase para no compartir su aliento. Llenarme los oídos de cera para no escuchar su canto de sirena. Pero ¿qué hacer con mi corazón? ¿Qué, con mi memoria? ¿Acaso no la seguiría viendo detrás de mis cuencas vacías?¿Hasta que punto es posible respirar un recuerdo? ¿Es posible oír el deseo expresado por una imagen mental.?

—"No lo sé, Señor. No lo sé"

Muevo la cabeza hacia los lados. No quiero aceptar que he sido víctima de un chantaje. Me cuesta creer que Almudena Torres García haya fracasado en su intento de llegar virgen al altar sin meterse por ahí nada que no tuviese que ver con su menstruación. De disfrazarse de blanco sin que el rojo de su honra rasgada haya sido el primero en vestir.

—"No es mi culpa, Señor. Es sólo tuya."

Mi orgullo herido hace que mi cuerpo se agite y mi mano izquierda no sabe ser diplomática. Se hunde todavía más en el cuerpo que la sustenta. Explora lugares cuyos misterios no conocía hasta hace una hora, habiendo pasado ante la puerta miles de veces. Busca. Busca con ansia entre los pliegues de la cueva donde las sensaciones iluminan con creciente claridad el camino hasta que encuentra la caja de los truenos. Ésta se abre independientemente de lo que mi cabeza piense, y nuevos golpes de placer me obligan a morder nuevamente la otra mano.

—"Lo siento. Lo siento. Te lo compensaré, amiga, lo juro. Cuando le quite la ropa tú serás la primera en dejar tu impronta en su piel más delicada. No lo sabes, puedo asegurar, por que durante este... juego.. te hemos mantenido alejada de estos asuntos, pero la piel del sexo rasurado es más suave que la más cara de las sedas. Marcia me lo dijo una vez, hace tiempo y ahora, tras su ayuda de esta tarde con la cuchilla afirmo que es cierto. Lo sé por mí aunque no iba falta de ganas de averiguarlo también por ella, pero no quise abusar de mi.. ¿suerte? Tuve que ser cauta. Y lo fui. No me pareció apropiado salir del armario rompiendo la puerta a patadas, ¿sabes? Por que las astillas las carga el diablo y nunca sabes donde irán a clavarse ni el daño que pueden hacer. No hay más que verme a mí. Espero que la pobre no se diera cuenta de lo mojada que estaba en tanto que ponía en práctica su saber depilatorio sobre mi sexo. Ahora solo te cuento y no dejaré que lo pruebes. No quiero hacerte cómplice a ti también. Quiero que conserves la inocencia intacta y la pierdas con ella. Paciencia. Siento los mordiscos, de veras."

No hace calor, pero estoy sudando. Me cuesta tragar saliva. Tengo la garganta tan reseca, que parece como si mi cuerpo hubiese perdido la cabeza en este estado de lujuria y estuviese desviando todos sus recursos a mantener la humedad en un único punto crítico. Tal vez me esté deshidratando. Y no sería descabellado pensarlo, por que lo cierto es que llevo media tarde sin parar de manar lo que sea que se mane por ahí. Ya estaba empapada cuando Marcia llegó a las siete y media con el móvil en la oreja y los trastos de afeitar en la mochila. Instrumentos que la rutina del adulto no reconoce como cortantes secretos juveniles. Nadie sabe de éstos manejos. Creo. Veía aproximarse a mi amiga por el jardín dando saltos entre los rosales de mamá. Había contemplado esa escena cientos de veces antes y no me había percatado del movimiento de su pecho, ni el color dorado de su piel por encima de sus rodillas. Por un momento pensé en hacerla cómplice de mis desvaríos pecaminosos, pero una parte de mí que todavía estaba en sus cabales me conminó a no hacerlo, sentía que por debajo de éste pensamiento pululaban siniestras estimaciones sobre sus sentimientos hacia mí. Mientras se afanaba en rasurarme, me fui distanciando. Pensaba en la profesora. No me hago a la idea de sentarme ahora en su coche sin bragas y sin vello. Fue excitante la primera vez que me trajo a casa como mandan los cánones. Con la ropa en su sitio y los libros sobre el regazo, charlando. Charlando yo de cosas que nada tenían que ver con la asignatura que ella enseña en la escuela, y ella escorando la conversación peligrosamente hacia la anatomía que exhibe al estar sentada al volante. Las torvas miradas entre palabras cortadas por bocinazos en medio del tráfico. Palabrotas de automóvil cuya mecánica grosería no hacía más que aumentar mis ganas de pertenecer a ese mundo sucio de las zorras que se recogen por las esquinas. Da igual a dónde me lleve. Disimulé lo mejor que pude mientras me estudiaba. Se mordía una sonrisa de desdén observando cómo mis manos no podían estarse quietas. Su atención repartida entre el asfalto y yo. Conducía bien, para estar luchando con el volante y con mis defensas sutilmente activadas. Las ventanillas estaban abiertas pero el aire no podía llevarse la tensión creciente. Quizá esté loca. Ella, no yo. Yo soy Almudena la Cuerda. Y luego dicen que es peligroso hablar por el móvil mientras se conduce. Creo que allí, el manos libres tampoco funcionaba, por que no había ninguna mano que estuviera libre de pecado. Todas estaban tensas. No había más que ver las manchas blancas bajo las uñas de las cuatro que iban en ese vehículo calenturiento. Cada vez que cambiaba de marcha me rozaba el muslo. Cada vez que me rozaba el muslo me aceleraba yo. Ella apretujaba los mandos y yo estrangulaba la falda bajo el montón de libros.

¿Dónde está la frontera entre el cuerdo y el loco?.

Creo que juega al tenis. Tiene unas piernas increíbles que se tensan al manejar el coche y entonces me doy cuenta de que al otro lado de la ventanilla, el resto del mundo también las tiene. Hasta hoy juraría que los torsos se movían por el aire sostenidos por alguna extraña magia. ¿En qué mierda de limbo de gente coja he estado metida? Apreciar la belleza de las suyas es como una huida hacia adelante. Me pregunto cómo serán las mías a sus ojos. Ayuda que ella no tenga libros que llevar en el regazo. No sé si dar gracias por que yo sí. Mi falda primaveral se me antoja escasa para ocultar mis secretos. Estúpidamente pienso si en un acto de solidaridad maliciosa, la suya había perdido un par de tallas al sentarse.

Eso fue lo que vieron mis ojos antes de que perdiesen la vida cuando me miró.

—"Perder. En el fondo, todo se reduce a eso."

A eso era a lo que se abocaba mi pensamiento mientras subía a mi cuarto con las piernas temblorosas, imaginando que se olvidaba de quién era ella y quién era yo. Que perdía los papeles y mi libro de Religión salía huyendo de sobre mi pecho renunciando a proteger un pudor hipócrita, espantado por la falta de decencia de una de sus divulgadoras, en tanto ésta se dejaba sujetar por ella contra la pared deseando que sus manos diabólicas reventasen la cremallera de mi falda a cuadros, en tanto que las mías buscaban un asidero al borde del abismo de sus ojos.

Eso fue a la vuelta de clase en la tarde del primer día. Durante la mañana del segundo me hizo salir al estrado y declarar que hombres y mujeres estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Se suponía que para perpetuar la especie, Eva y Adán fueron los primeros inquilinos del Paraíso pero la cosa no acabó del todo bien. Por culpa de la frágil voluntad de Eva, (que ahora entiendo mejor que nunca), Dios los deshaució de su morada con la premura de un banquero inmisericorde. Por culpa de aquella casquivana mujer todos los planes de la Humanidad se fueron al garete. Por culpa de ésta, que enseña más de lo que debe, mi vida también lo ha hecho.

Antes de mandarme de vuelta a mi asiento, me doy cuenta de que esa mujer chupa un bolígrafo que me sorprendo envidiando y se me abre de piernas protegida de la vista del resto de la clase por el faldón del escritorio. En el estrado, lo que me protege de la vista del resto de la clase no es un faldón, es una faldita, tan pequeña que poco puede hacer contra el miedo que me atenaza el pecho.

En el estrado, tiemblo, y me declaro inocente, señoría. Inocente de caer en su tupida red tejida diez años antes, calculo, de que yo naciera. La inocencia se va perdiendo por el camino y yo apenas he dado dieciséis pasos, en cambio, usted ya ha dado veintiséis.

Y en esta oscuridad asfixiante de mi cuarto que apesta a sexo alelado muevo otra vez los dedos. Quizá no sea tarde..

—"¡Deprisa, Coñoseco! ¡Vamos! ¡Mueve ese dedo hasta que se borre tu jodida huella dactilar!. Eres un genio en matemáticas, ¿no.? Pues entonces echa cuentas y deduce: Si una profesora tan hermosa como puta consigue que la entrepierna de una alumna frígida escupa todo un litro de agua a los tres días de comenzar a darle clases.. ¿cuál será el cómputo total de sábanas a esconder de la vista de mamá en tan sólo un mes?

— "Humm"

—"Pero no te pares a pensarlo, joder! Continúa machacando tu recién descubierto juguete. No dejes de intentarlo y quizá puedas reducir la distancia temporal y pedagógica que os separa. Quizá se apiade de ti y te espere. Quizá la alcances detenida en el arcén de la autopista que desemboca en Ciudad Orgasmo con la puerta de su coche abierta, desnuda al volante y con las puntas de los dedos tan blancas e histéricas como diminutas novias abandonadas en el último momento. Esperándote. Aguardando a que no puedas decir que no. Y eso es algo que no vas a hacer. ¿Cierto? Aún antes de que ella apareciese ya habías dicho que si. En cuanto le echaste la vista encima, solo te limitaste a asentir confirmando lo que ya sabías."

Esa certeza hace que mi cuerpo se arquee otra vez y ahora utilizo el borde de la almohada para ahogar el grito y no quedarme sin mano. Otra nueva andanada de líquido empapa mis dedos cansados. Cae como agua sobre la cabeza del castigado púgil al volver a su rincón. Los estrujo. Aprieto las piernas duras como piedras a causa del ejercicio físico cercando el cruce donde mi mano, nueva en esta comarca, busca el camino a esa ciudad donde las llaves convencionales no abren sus puertas. El candado es una combinación de movimientos que, lamento decir, apenas conozco.

Muy arriba de ese lugar, por la comisura de mis ojos se derraman lágrimas en camino descendente hacia las orejas, que escuchan más allá de la puerta del dormitorio. No quiero pensar que ocurriría si, de pronto, se abriese la puerta y entrase algún miembro de la familia descubriendo que la pequeña Almudena está haciendo prácticas sobre su propio cuerpo de cómo ser una zorra aplicada el día de mañana. En este oficio, la teoría no parece ser necesaria.

—"P.A. (Progresa Adecuadamente)" me digo. Y me estremezco al decirlo, por que no está mal que en apenas una hora de auto manoseo las sábanas estén hechas un verdadero asco.

Esa tarde del segundo día iba a sentarme en su coche como el día anterior. Con mi ropa ordenada y los libros ante mi pecho apilados en orden perfecto según habían ido acabando las clases. Iba a entrar a la carroza que me esperaba como Almudena Torres García. Coñoseco, para los amigos cerdos que me odian por no abrirme de piernas en la parte de atrás de ninguna parte, sin embargo, me transformé en otra cosa cuando, todavía sin arrancar el motor, me ordenó (sí, ordenó) que me quitara las bragas, echase la falda hacia arriba y me sentase directamente sobre el asiento. Desconcertada, alterné la vista varias veces entre su sonrisa indefinible, sus gafas oscuras que deslizó lentamente hacia abajo por su nariz perfecta y el tapizado del pequeño sillón, cuyo dibujo ahora me cuesta recordar.

Al principio creí que me estaba gastando una broma, pero en sus ojos de negro abismo vi que no era así. Entonces supe que al otro lado de ellos había todo un mundo por descubrir. Recuerdo haber tenido miedo. Recuerdo haber intentado buscar un argumento coherente en contra de hacer tal cosa, pero fracasé. Aún sintiendo cierta seguridad tras el frágil burladero de papel que mis libros me ofrecían, fracasé. Aún siendo una de las debatientes con más recursos del colegio, mi mente se quedó en blanco.

Miré alrededor con nerviosismo. Estábamos enfrente del colegio, al otro lado de la calle. A una veintena de metros del paso cebra por donde corrían un millón de ojos alelados estudiando las pantallas de teléfonos móviles y, a juzgar por la calidez intensa de mis mejillas, yo debía ser la que ocupaba todas esas pantallas.

La muy zorra sabía cómo hacerte sentir desnuda. Había buscado el lugar ideal para negociar por cuánto me saldría ir a casa en coche como su puta, con las bragas en los tobillos, o irme en autobús con ellas en su sitio y el orgullo intacto.

—"Orgullo.."

Las perras salidas recién descubiertas como yo, con retraso manifiesto en estas lides, no pensamos. Tampoco somos buenas negociando. Tan sólo agachamos la cabeza, movemos el rabo y mojamos el coño.

En el asiento, arqueé el cuerpo lo más disimuladamente que pude y comencé a bregar con el uniforme. Me faltaban manos para sujetar también los libros. Estaba tan avergonzada que no me atreví a mirarla, pero seguro que se lo estaba pasando en grande.

—"Puta."

Era difícil maniobrar pero intenté meter los dedos bajo la falda buscando el borde de mis braguitas de encaje. Me temblaban las manos tratando de hacer todo al mismo tiempo; desnudarme para la tirana del interior del coche, mantener la pila de libros sobre el regazo y taparme para no aparecer demasiado ridícula en las pantallas de todos los teléfonos del mundo exterior.

Llorar de rabia, reír de histeria. Hacer dos cosas a la vez se nos da bien al sexo femenino aunque no sé a cual de ambas categorías pertenecían las lágrimas que me tragué. Los libros se me cayeron hacia ambos lados del asiento. Creo que las Matemáticas, la Geografía y la Historia jamás fueron tan miserablemente arrastradas por el sucio fango de la indignidad como dentro de aquel vehículo impoluto.

Ella no hizo ademán de ayudarme en ningún momento, en cambio, me volvió a ordenar (sí, ordenar) que no me quitase las bragas del todo. Que las conservase en los tobillos hasta llegar a mi casa. Me limité a asentir sin mirarla. De camino, me preguntó que sentía. No pude responder aunque hubiese querido. Estaba aterrada preguntándome de qué infierno había surgido aquella criatura que me sonreía con un levísimo desprecio que no quise admitir como tal. Simplemente, estaba desconcertada. Bajo la ropa, tenía la piel erizada preguntándome porqué aquel terror me era tan dulce. En lugar de eso, miré hacia fuera por la ventanilla de mi lado concentrándome en las sensaciones más próximas. Lo que sentía era un calor exagerado en la cara y un placer morboso cada vez que apretaba el freno y mi sexo desnudo se deslizaba hacia adelante sobre el tapizado. Y hacia atrás otra vez cuando aceleraba. Ella lo sabía y exageraba ambas maniobras. Por mi parte, trataba de no gemir. No sé porqué demonios me negué a mostrar que aquel juego me estaba volviendo loca de excitación. Intentaba hacerme la fuerte, aunque cada vez me resultara más difícil aguantarme. Me atreví a mirarla. Por encima de las manzanas rojas en que se habían convertido mis pómulos, mis ojos mostraban un asombro inequívoco ante su dominio de la situación. Intenté sonreír. La versión de Almudena Torres que existía antes de subirse a este condenado coche siempre sabía sonreír o toser en el momento oportuno. Fracasé rotundamente. Las sensaciones me tenían desconcertada. Pareció saber que, si mi casa hubiese estado un par de kilómetros más lejos, me habría provocado un orgasmo sin llegar a tocarme. Lo sabía. La muy zorra lo sabía. Su sonrisa torcida daba fe de ello. La mía la había perdido en el intento.

Fue el viaje más humillante y excitante a la vez, de mi patética vida.

Paró ante la valla de mi casa. Mi madre estaba ocupada con sus cosas en el jardín y nos saludó con la mano.

Me agaché a tirar de las bragas hacia arriba. Entonces me puso una mano en el brazo. El corazón me dio un brinco. Mi mente se desbocó y pensé que me haría bajar del coche tal cual estaba en ese momento. Me vi a mí misma trastabillando por la acera con los tobillos atenazados por las bragas como si fuesen las cadenas de un preso peligroso de camino a su celda. Pero no. Me dijo que se las diera. Que mañana me las devolvería. No tuve fuerzas para negarme. La tortura psicológica me estaba pasando factura y quería terminar cuanto antes. Se las di y las guardó entre sus piernas. En ese momento me importó una mierda lo que hiciera con ellas. Por mí, como si se las ponía en la cabeza y se iba a bailar una polka. Por el rabillo del ojo, el miedo me hizo ver que mi madre se estaba acercando al coche estirando el cuello y haciendo chasquear en sus manos las tijeras de podar. No era así, por supuesto, pero lo hubiera jurado ante notario.

Me puse a bregar con el cierre de la puerta, pero entonces, ella introdujo su mano bajo mi falda desparramada en torno a mi talle como una absurda flor a cuadros. Tragué saliva pensando hasta dónde llegaría su atrevimiento. Hice un rápido barrido visual sobre todas ventanas que alcanzaba a ver. En el único escaparate que también estaba dentro de mi campo visual, el la tienda de ropa, un maniquí desprovisto de ojos, era el testigo perfecto de su crimen sin coartada. Da igual que no la tenga. Hacerme gemir por lo bajo como una perra víctima de las caricias obscenas de su dueña, bastan para comprar mi silencio. A cambio de esta sensación no seré yo quien la demande.

Mientras hurgaba donde le vino en gana, me susurró al oído unas palabras. Si antes el corazón me había dado un salto en el pecho, ahora pareció empeñarse en batir el récord mundial. Tenía que salir de allí. Me replegué hacia la portezuela y me soltó. Acerté con la combinación de la cerradura y salí corriendo apretando los libros contra mí como un escudo dejando una mancha oscura en el tapiz del asiento. Mientras corría hacia mi casa, juro que oí su desprecio carcajeado entre el del arranque del motor de su vehículo.

Crucé a toda velocidad el camino empedrado que dividía el jardín en dos mitades. Saludé como pude al borrón vestido de hortelano en el que se había convertido mi madre. Menos mal que no es de esas madres- sargento que tiene por costumbre interrogar, o pasar revista a la tropa al volver del frente.

—¿Dónde están sus bragas, soldado?—Sería un problema responder a eso.

Su voz sonó muy alejada de un ladrido cuando mi madre me llamó más tarde desde la planta baja para cenar. Respondí con la voz quebrada que iría en cuanto terminase, pero no le dije el qué. No le dije que estaba en el suelo, llorando de rabia, riendo de histeria. Barriendo los cristales rotos de mi conciencia recogiendo de entre ellos pedazos de mi dignidad, la mayor parte de la cual se había ido pegada al asiento de un coche. No dejaba de ser irónico que dicho automóvil lo condujese una supuesta religiosa coleccionista de bragas. No dejaba de ser diabólico que, incluso en ese estado, Coñoseco estaba en las antípodas de ser el apodo que mejor me iba.

Durante la cena apenas pude tragar nada. Estaba aterrada e impaciente deseando que las horas pasasen lo más rápido posible. Anhelando que el tiempo se detuviese y mañana fuese un día que jamás llegara.

Y ahora me dejo ir por tercera o cuarta vez. Tengo que recuperar los orgasmos pendientes y voy a buen ritmo. Los dedos de mi mano izquierda están comenzando a arrugarse como cuando me despisto en la bañera. Intento abrir más las piernas, pero las bragas me lo impiden. No me las quito por que a ella le gusta así. Me lo dijo.

Es un detalle muy excitante.

—"Si, muy de zorra".

Me río, lloro y apesto. La lujuria confunde mi juicio. Me siento encantada de haberme conocido por fin y de estar enredada entre sábanas sucias. La oscuridad que me protege me da alas para continuar. Una grieta de luz en la pared la hiere. Afuera, la luna inicia su camino de plata. Hasta hoy no me ha importado si se apagaba para que el mundo se fuese a dormir. Hoy sí que me importa. Hoy no quiero que lo haga. Quiero convertirme en una criatura de la noche. Sensual y sexual. Felina y puta. Maullando ahogadamente de gusto mientras un nuevo orgasmo hace que me arañe las piernas. Hace que tenga que morder, una vez más, la almohada.

Jadeo y me escucho latir. Tengo un pulso en el cuello. Me relajo echando la cabeza hacia atrás y niego con ella aceptando maravillada que el placer me puede. En su coche y en la calle, ella me mostró un ápice de lo que puede enseñarme. Cuando pienso lo que me hará en una cama y en privado la impaciencia se convierte en delirio.

Hago una pausa y durante ella oigo el tic-tac del despertador. No sé que hora es y tampoco me importa. Solo disfruto del momento presente.

La versión puerca de Almudena Torres García ha vencido. Coñoseco ha muerto.

No quiero dormir, pero me despiertan los golpes en la puerta. La claridad entra a borbotones por la ventana. Cuando tomo conciencia de quién soy y del día que me espera, me mareo. Tiro de la manta y entonces veo que mis bragas negras siguen donde estaban anoche; un crespón negro en mitad de mis piernas como una bandera a media asta guardando luto por mi orgullo. Quizá sea un presagio

—Mi mas sentido pésame, jodida tortillera.—le digo a la cosa de ojeras marrones en el espejo.

No creía poder dormir, pero por lo visto, los orgasmos relajan.

Es tarde, muy tarde, cuando llamo a la puerta del aula. La profesora de religión me ha dejado tirada.

Pienso que, tras haber mentido a mi madre en nombre de la única asignatura que prohíbe hacerlo, tendrá una buena excusa para darme. Le he mentido siguiendo las instrucciones que me dio el día anterior. Tenía que decirle que no se preocupase si hoy llegaba tarde, por que la maestra que me trajo ayer a casa iba a darme una clase particular.

LA ASIGNATURA DE RELIGIÓN SE SUSPENDE HASTA NUEVO AVISO.

Mientras leo el cartel pegado en la pared junto a la puerta, tengo que respirar muy hondo. A mi espalda corren extraños rumores que pronto se convierten en bola de nieve. Desapariciones, dicen. Tragedia familiar, murmuran. No sé que habrá ocurrido. No sé que me espera al otro lado. Yo soy la última que tuvo contacto con ella. O eso creo, al menos. No sé que me deparará el estrado si me preguntan. Mi faldita de cuadros es un abogado de oficio escaso. No tengo una coartada firme y sí un charco de fluido comprometedor que me sitúa en su coche.

La jefa de estudios explica que la señorita Erina López, presentó su renuncia irrevocable por teléfono ayer por la tarde, apenas una hora después de finalizar las clases. Regresó a recoger sus cosas y desapareció.

—¿Dónde están sus bragas soldado?—Difícil responder a eso.

Mi mano derecha está marcada de dientes. Mi autoestima hecha una mierda. No sé si reír de histeria o llorar de rabia. Puedo hacer ambas cosas al mismo tiempo.

Nadie me pregunta nada. Nada digo yo a nadie.

Hoy hace cinco semanas que desapareció. Hace una que puedo volver a dormir sin narcotizarme previamente a golpe de orgasmo.

Para celebrar tamaño triunfo me voy a un bar del centro con Marcia, mi peluquera y amiga íntima. Íntima en ambos casos. Solo ella sospecha que no cuento todo lo que sé al respecto de la desaparecida Erina López. Quizá me sincere durante la próxima sesión depilatoria. Ya veremos. Y también como reacciona cuando le cuente el pequeño secreto de mi cambio ideológico. De beata a tortillera. Así, sin anestesia. No sé si lo va a entender. Tendré que prepararla primero y secuestrarla a ella y a su móvil después. No convendría que la infección se extendiese utilizando como caldo de cultivo esas estúpidas redes sociales.

Nos sentamos en la terraza del local y, mientras esperamos que nos atiendan, veo acercarse un coche que conozco más de lo que quisiera. O menos de lo que me gustaría. Se para en el semáforo apenas a cuatro o cinco metros de nosotras. Respecto del vehículo estamos situadas en el lado del acompañante. Me fijo primero en el conductor. Es una mujer guapa, que lleva puestas unas gafas negras. Incluso ocultando el universo que encierran sus ojos la reconozco sin lugar a dudas. Su cínica sonrisa no ha cambiado. Sus labios son tan preciosos como los que he imaginado conversando con mi sexo. No puedo ver sus manos, pero apostaría lo que fuera a que bajo sus uñas los dedos tienen las puntas blancas. Los tendones se le marcan en el brazo con demasiada fuerza como para estar sujetando el volante de un coche parado.

Entonces el déjá-vu me pone el cuerpo del revés. Otra vez el corazón se me desboca. Tanto, que sus tañídos percuten en mis oídos y dejo de escuchar la vida alrededor. Oculto las manos bajo la mesa y estrujo el mantel de fantasía que chirría como si fuese alambre. Es ella. Me desconecto del presente y el carrusel de su extraña influencia me invita a subir. No debería tener miedo. Ya lo he hecho antes. Tengo la edad insuficiente, una conciencia frágil y un par de bragas límpias. ¿Qué podría salir mal? La promesa de levitar por encima de lo creía ser, en lo que creía creer vuelve a mí. —¡"Oh, sí, —pienso, y creo que dejo de existir—claro que te recuerdo". Recuerdo el puerco regateo ante la puerta de una absurda carroza alfombrada de libros absurdos que apestaba a coño. Recuerdo el hipnótico claroscuro que se dibujaba en tus preciosas piernas mientras pisabas los pedales y, al mismo tiempo, mi autoestima. Manchas. Manchas níveas en los dedos de un diablo y pinceladas oscuras en el tapizado de un asiento. Se atusa el pelo y mi razón se enreda en él. No me doy cuenta de que el movimiento de mi lengua, demasiado lento al humedecerme los labios sería catalogado de obsceno ante un tribunal de tortilleras beatas. En cambio, sí que lo hago al liberar deseo. Sólo con verla.

Si no es por el camarero que interrumpe el flujo de sensaciones, al preguntar que qué vamos a beber,me levantaría volcando la mesa y correría hacia el coche. Sin embargo el asiento está ocupado. Entonces, me fijo en la pasajera que es una muchacha muy joven. Su mirada perdida en el mismo mar en el que naufragué primero, nos mira de frente y puedo ver que su pálida piel está intensamente sonrojada y su boca torcida en una mueca que parece miedo. Se parece mucho a mí. Me pregunto si llevará las bragas en su sitio.

—"¿Qué habrá hecho con las mías?"

El rostro de la muchacha bailotea de emociones que reconozco como una vida pasada y, es difícil asegurarlo, pero creo que ésta vez la misteriosa docente tampoco ha acertado..

Me pregunto si Erina López encontrará algún día a su incestuosa hermana.

A Prinzessin, en el fondo, este relato es suyo.