Cosas que no deben ocurrir

Las cosas prohibidas son siempre las más excitantes.

Otra historia por encargo, para la pequeña ninfómana.

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Sabía que no debí haberlo hecho, lo sabía. ¡Joder, que casi era una niña! Pero cuando pienso en ella, en su pelo rubio, en sus ojos verdes tan brillantes como falsos, en sus pechos… Joder, que pechos, instándote constantemente a cogerlos, a morderlos.  Y el culo, ¡vaya culo! Y para colmo, lo sabía. Debí haberlo visto venir.

Aquella noche no pude evitarlo, ¿cómo hacerlo? Me arrastró a la calle, a los bares. Llevaba un vestido corto, negro, bien apretado. Me guió a las barras que ella conocía, junto a los camareros que, frente a un buen par de tetas, le servían todo aquello que pedía sin hacer preguntas ni de edad ni de dinero. Todos depravados, no mejores que yo. Me sacó a bailar, o mejor dicho a sobarse contra mí. ¿Qué podía hacer yo?

Me pilló con la guardia baja, mezcla del alcohol o la excitación. O simplemente puede que yo quisiera. El caso es que, cuando me besó, la seguí el juego. Su lengua exploró mi boca por completo. Al separarnos me cogió de la mano y me sacó de allí. Acabamos en un callejón en el que cualquiera podría vernos con tan solo asomarse. Ella me mordía el cuello, con esos condenados dientes que parecían querer arrancarme la carne. Yo le bajaba el vestido; quería coger sus tetas. ¿Desnudarla? No teníamos tiempo para eso.

Casi me arranca el cinturón. Yo lancé su ropa interior por ahí; nunca las encontramos. Me la sacó; llevaba empalmado desde que la vi aparecer. Cuando la penetré su boca quedaba a la altura de la mía. Me mordía un labio, apretando más y más cada vez que la embestía. Me clavaba las uñas con fuerza, pedía más y más. Sus piernas rodeaban mi cintura, abrazada a mí. La apoyé contra la pared para follarla con más fuerza. Cuando ya no podía aguantar más me corrí dentro de ella, entre sus gemidos de placer.

Tiré la chaqueta al suelo para que nos tumbásemos sobre ella. Para tomarnos un segundo, pensé. Pero no, Alex tenía otros planes. Y me los susurró al oído:

—Fóllame.

Ella podría estar haciéndolo durante una semana entera y seguiría teniendo ganas de más.

Me puse sobre ella, la besé. Bajé a sus pechos, tan grandes como apetecibles. Los mordí empleando la misma fuerza que ella usaba. Le pellizqué un pezón con una mano mientras chupaba el otro. La sentía revolverse debajo de mí. Bajé un poco más, quedando a la altura de su coño. Ella dejó las piernas abiertas para mí, lo estaba deseando. Arrastré un dedo sobre su vagina, totalmente mojada. Le metí un dedo, lentamente. La oí suspirar.

Le di un lengüetazo; le mordí el clítoris. Parecía que le gustaba. Puse la lengua en su entrada y empujé un poco. Jugué con su vulva todo lo que quise y más; ella se retorcía de placer conteniendo los gemidos. No hacía más que lo que ella quería; estaba cansado de seguir su juego. ¿Qué podía hacer que ella no se lo esperase? La idea me cruzó la mente, como la luz de un faro.

Apoyé el meñique sobre su ano.

—No, joder, ahí no…—me dijo al notarlo.

No la hice caso y empujé. El dedo fue entrando poco a poco, sin esfuerzo. Ni todo su esfuerzo por contenerse pudo evitar que gritase. Lo saqué y lo volvía meter mientras seguía chupándola el coño. La hice dar la vuelta y levantar las caderas; junté el índice y el corazón y se los metí en la vagina. Cuando consideré que estaban suficientemente lubricados, arrastré algo de sus fluidos hasta su culo y le metí ambos dedos. Poco a poco el ano se fue relajando, permitiéndome trabajar con mayor facilidad. Los gemidos de Alex habían abandonado el leve tono de dolor, sólo lo disfrutaba.

—Más, más…

Saqué los dedos y puse la punta de mi miembro en su lugar. Su culo me recibió sin oponer resistencia, no parecía que fuese su primera vez. La penetré con calma; no quería que tuviésemos problemas. A medida que su abertura se fue acostumbrando comencé a aumentar la velocidad. Pronto alcancé un ritmo frenético propio de los animales.  Alex gemía, gritaba; ya no le importaba en absoluto que nos descubriesen. Sólo le importaba correrse, llegar al clímax. Como a mí. Al fin estallé; llené su culo de una mezcla de fluidos suyos y míos. Como si aquella hubiera sido su señal ella llegó al orgasmo. Nos tiramos uno junto al otro para recuperar el aliento.

—Dios…—susurró Alex.

Sí, Dios. “Dios, no debí haberlo hecho”. Pero, joder, que bien sentaba. Había sido el polvo de mi vida.