Cosas de familia
Un cuentecillo de amor incestuoso y tierno.
La primera vez fue en mi adolescencia. Me desperté agitado sin entender lo que pasaba, como perdido, con el corazón acelerado y una terrible sensación de vértigo. Junto a mí, sentada en el borde del colchón, tía Marta agarraba mi pollita y me corría salpicando su camisón blanco. Me miraba sonriendo, y sonriendo lamió una gota de mi esperma casi transparente de su mano antes de apagar la luz y cerrar la puerta tras de sí.
No era la primera vez que me corría, claro. Desde que supe de aquello en el colegio, me había aficionado mucho. Me masturbaba casi cada vez que tenía ocasión, hasta el extremo de llegar a tenerla irritada algunas veces, pero nunca había tenido ni el menor contacto con otra persona, si descontamos alguna sesión esporádica de pajas mutuas con otros compañeros que, sinceramente, una vez vencida la urgencia adolescente que las causaba, me dejaban una sensación fría de vergüenza.
Aquello fue distinto. Durante el breve instante que permaneció a mi lado, mi cerebro se llenó de la visión de su turgencia, del balanceo de su carne bajo la leve tela del camisón, de la imagen de su lengua lamiendo aquella gotita de esperma, de su sonrisa carnal y su mirada encendida al desaparecer en las sombras…
Aunque aquello no volvió a repetirse, tía Marta se convirtió en una obsesión durante todo el resto de mi adolescencia y juventud, y muy especialmente lo fue durante todo aquel verano de martirio en que puede decirse que la miré hasta aprenderla entera.
Tía Marta, ya por aquel entonces, era una mujer rotunda, una mujer mujer, de curvas marcadas y una silueta abundante y perfecta, de cabello negro, muy negro, y largo, con cuerpo, que se le rizaba los días de viento de levante, cuando el aire se hacía húmedo y denso, enmarcando un rostro duro y sensual, de poderosa nariz, labios gruesos y unos ojos negros tremendos que pintaba un poco escandalosamente. Toda ella se maquillaba un poco escandalosamente, y se vestía haciendo destacar todos aquellos dones que, a sus treinta y cinco años, gustaba de exhibir.
Me acostaba cada noche con la esperanza de que volviera, y me masturbaba frenética y obsesivamente rememorando aquel momento único, o cualquiera de las fugaces visiones de su cuerpo que conseguía capturar, que procuraba capturar, siempre he pensado que con su complicidad.
Conseguí verla saliendo de la ducha, haciéndome el despistado aprovechando que había dejado el pestillo sin echar, mientras fingía tratar de cubrirse con la cortinilla del baño sin llegar a ocultar sus tetas grandes, que se balanceaban mojadas. Conservaba el recuerdo de su piel blanca y sus pezones oscuros, de areolas amplias, contraídos por el agua fría, erizados y rodeados por aquellos granitos que se le formaban alrededor como invitando al placer.
Conseguí entreverla a través de la rendija de la puerta entreabierta de su dormitorio mientras se ponía las medias, y me fascinó la pelambrera jasca y oscura de su pubis.
Conseguí ver su vulva por el borde de la braga del bikini, casualmente descolocada mientras jugábamos a las cartas en la playa sentados en posición de loto bajo la sombrilla y tío Antonio se bañaba con mis padres.
Y conseguí verla a la hora de la siesta, magnífica, cabalgando a mi tío, que se dejaba hacer. Me daba la espalda, y su culo amplio, pálido, enmarcado por el moreno de la piel alrededor, y las marcas del sostén dibujándose en la espalda. Las manos de su marido se perdían en su pecho y podía imaginarlas amasando aquellas tetas magníficas mientras su culo subía y bajaba clavándose en su polla y acompañaba sus movimientos con gemidos de placer que también pasaron al archivo de mi deseo.
Aquella tarde, sin poder evitarlo, me masturbé en el pasillo, mirándola. Me corrí agarrándome la polla dura como una piedra, con el corazón agitado por la excitación y el miedo a ser sorprendido, con la imagen de aquel culo grande en la retina, tan definido bajo su cintura, que se ondulaba carnal cuando descendía y golpeaba los muslos del semental que la follaba. Salpiqué la pared mientras me corría mordiéndome los labios para no gemir y volví corriendo a mi cuarto, a simular una siesta imposible, poblada de nalgas ampulosas y redondas, blancas como la leche, que se movían saltando sobre pollas duras que arrancaban de sus labios gemidos de placer.
Me masturbaba a todas horas. Me masturbaba o pensaba en hacerlo, o perseguía a tía Marta tratando de volver a verla, de atesorar otra visión de su cuerpo. Me masturbaba con una frecuencia enfermiza en honor de tía Marta. Me masturbaba tanto, que me dolía la polla. La tenía irritada y apenas expulsaba una gotita de semen cada vez. Me dolía al correrme y, pese a ello, la simple idea de que tía Marta estaba cerca bastaba para excitarme, y buscaba la ocasión de volver a pelármela.
¿Y ella? Ella, siempre lo he pensado, me estimulaba. Nunca he sabido si para divertirse a costa de aquel pobre muchacho enfermo de deseo, o por que le causaba placer sentirse idolatrada de aquella loca manera. Me miraba de un modo que a mí me parecía especial, y sonreía delicadamente, con un brillo en la mirada que parecía indicar que de un momento a otro se lanzaría sobre mí.
Mamá nunca se descuidaba. Yo apenas había sorprendido a mamá un par de veces en mi vida. Tía Marta se dejaba la puerta abierta a menudo, casi siempre; estaba casi siempre en el lugar del dormitorio, o del baño, que podía verse a través de la rendija; se le descolocaba el bikini bañándose y uno de sus pezones aparecía a la vista unos segundos, hasta que se lo recomponía mirándome con aquella sonrisa suya…
A mediados de agosto, las vacaciones terminaron de repente. A pesar del secreto en que el asunto se mantuvo, supe que mamá había pillado a papá y tía Marta follando. Nos volvimos a Madrid sin despedirnos, en un viaje de silencio mortal, y papá no tardó en irse de casa.
Marta es una zorra, y tú un hijo de puta.
¡Pero mujer…!
¡Ni pero ni ostias, cabrón!
Aquel diálogo susurrado al otro lado de la pared marcó mis siguientes años. Tía Marta desapareció de mi vida, pero no de mis fantasías. Cada día, la imagen de su cuerpo rotundo, de su mirada, de cada uno de los detalles capturados que atesoraba en mi memoria, fueron el centro de mi fantasía. No hubo una vez que sintiera el deseo de masturbarme que no fuera ella quien flotaba en mi deseo. Me bastaba con cerrar los ojos para visualizarla. Acariciaba mi polla recordando aquella primera vez que desperté derramándome en su mano, salpicándola. Me imaginaba follándola, apretando con mis manos aquellas tetas grandes y blancas de amplios pezones oscuros; agarrando sus caderas mientras su culo amplio y mullido golpeaba mi pubis y escuchaba sus gemidos.
Ni siquiera mis primeras experiencias “reales” consiguieron apartarla de mi recuerdo. Cuando me corría en la boca de Sara, en el coñito de Mayca, o en el culo de Zoraida, imaginaba que era ella quien me proporcionaba aquel placer. Todos tenemos un mito, y tía Marta ha sido el mío desde aquel verano.
Pero no fue hasta diez años después, al saber por una amistad común que había enviudado un par de meses antes, cuando surgió la ocasión de volvernos a encontrar.
Mamá permaneció en silencio el resto del día, reconcentrada en sus pensamientos y, a la mañana siguiente, me dijo que no podía soportar la idea de que su hermana estuviera pasando sola aquellos momentos y que había llegado la hora de perdonar. Parecía no haber dormido.
Aquella misma mañana volamos hacia la costa y nos presentamos en su casa sin avisar. No hacía falta, me dijo.
- No sé que decirle. Prefiero ir y listo.
Tía Marta se quedó paralizada un momento al vernos y se abrazaron llorando. No necesitaron hablarse. Después me abrazó a mí. Se acercó a mí con aquella sonrisa en los labios y me abrazó con fuerza durante quizás un minuto. No pude evitar una erección involuntaria que estuve seguro de que ella también pudo notar.
Y es que seguía estupenda. Por entonces debía tener alrededor de cuarenta y cinco años, y mantenía aquella silueta tremenda de hembra antigua que llenaba su vestido negro corto y sin mangas. Reparé en que la casualidad había querido que fuera otra vez verano. El paso del tiempo, naturalmente, había dejado su huella en ella, y lo que había sido firme, sin dejar de ser magnífico, mostraba los primeros signos de decadencia, lo que, al menos a mis ojos, no hacía si no dotarla de un mayor atractivo. Al separarnos, me pareció notar en su mirada una complicidad que temí confundir con mi deseo.
Aquella noche, acostado en la misma cama de mi adolescencia, sabiendo que ella estaba al otro lado del tabique durmiendo con mamá, reviví aquella misma ansiedad, aquel deseo adolescente. Aunque nunca he dejado de masturbarme, por entonces no lo hacía ya con el mismo entusiasmo ni la misma urgencia, claro, pero la presencia tan ansiada de quien había sido desde entonces la personificación del deseo, me retrotrajo a aquella época lejana. Mi cabeza se pobló de sus recuerdos y de los míos, del deseo de verla, la memoria de aquella caricia furtiva suya que me despertó a un mundo nuevo de placer. Me masturbé varias veces, como un niño, con los ojos cerrados y la imagen obsesiva de sus manos, de sus tetas, de su culo amplio y blanco, del pubis entrevisto, de su boca que había soñado en cada boca que había atendido mi deseo.
Me desperté temprano. Era una costumbre mía, como lo era de mamá la de dormir hasta media mañana. La noche había sido de calor y de humedad, y me sentía sucio. Me fui al cuarto de baño con la idea de darme una ducha y estudiar un rato antes de que se organizada un barullo en la casa. Por entonces opositaba.
Dejé que el agua templada corriera sobre mi cuerpo y me enjaboné despacio. No conseguía dejar de pensar en ella, y mi polla mantenía una erección sostenida que decidí ignorar. Tras aclararme, al separar las cortinas, mis sueños se habían hecho realidad.
- ¿Te sigo gustando?
Tía Marta estaba frente a mi, desnuda. A sus pies, el camisón blanco yacía en el suelo, donde había caído, y su madurez se me ofrecía en toda su belleza. Seguía teniendo la misma piel morena, las mismas marcas blancas, aquellas tetas grandes de pezones oscuros ampliamente areolados, duros como entonces, cubiertos de aquellos granitos minúsculos que me habían obsesionado durante años. Por primera vez sin apremios, pude entretenerme en observarla y gocé de la visión deliciosa de su cuerpo de guitarra, de sus muslos generosos y de la oscura mata de vello jasco donde se juntaban. Me quedé paralizado.
Sí…
Dejamos algo a medias aquel verano.
Entró en la bañera conmigo, cerró de nuevo las cortinillas, abrió el grifo de la ducha, y el agua tibia volvió a salpicar mi cuerpo, y el suyo, mientras vertía en su mano una dosis generosa de gel y comenzaba a enjabonarme.
- No sabes las veces que me he acordado de ti, mi niño.
Me hablaba en susurros entrecortados por los besos que dejaba en mis pómulos, en mis labios, en mi cuello. Su mano resbalaba alrededor de mi polla haciéndome gemir.
He soñado contigo muchas veces.
¿Me follabas?
Sí…
La imagen de su piel mojada me fascinaba. En algún momento, había comenzado a acariciarla. Mis manos apretaban sus nalgas amplias y mullidas, se deslizaban entre ellas resbalando, buscaban sus tetas generosas. Me besaba y jugaba a esperar su lengua, a buscarla, a querérmela beber.
Vas a hacer que…
¡Shhhhhh…!
Pero…
Córrete, mi amor.
Me abracé con fuerza a ella y sentí su piel en la mía. La apretaba contra mí y mi polla resbalaba en su vientre mullido y suave. Sentí que, más que correrme, me derramaba en ella, gimiendo y sintiéndola temblar. Me corría mansamente, envuelto en la dulzura de su mano en mi nuca en el brillo húmedo de su piel, en el calor de su mirada dulce y de sus besos entre los gemidos suaves y dulces que dejaba en mi boca.
Giró como ofreciéndose. Me abracé a ella y fui yo entonces quien enjabonó sus manos. La reconocía con ellas, dejándolas resbalar sobre cada centímetro de su piel. Recorrí su vientre levemente curvo, sus tetas, que se me escapaban deslizándose entre mis dedos, su coñito, donde me entretuve. Mis dedos jugaban entre los labios entreabiertos, como en flor, y ella gemía, y mi polla, que no había perdido su firmeza, se perdía entre sus nalgas ampulosas y acogedoras, blancas como lunas.
- ¿Puedo?
Me quedé paralizado. Mamá, desnuda, se metía bajo el chorro de la ducha con nosotros. Me quedé fascinado, avergonzado, sorprendido. Mi cerebro luchaba por buscar una explicación, y se perdía ante las imágenes incomprensibles que se movían ante mis ojos. Recordé que nunca la había visto así, desnuda. Era magnífica, una tía Marta teñida de rubio preciosa que, de pie, frente a su hermana, besaba su boca y competía conmigo por acariciarla. Era imparable, la imagen misma del deseo y el placer. Se abrazaban, se mordían con pasión. Tía Marta besaba sus pezones, metía los dedos en su coño habiéndola gemir, y mamá, mirándome a los ojos, separaba las nalgas de su hermana ofreciéndomela. No pude resistirme. Nadie hubiera podido. Empujé, y sentí la presión y el calor de su culo estrecho. Gimió. Emitió un quejido expectante mientras mi polla buscaba acomodo en su interior. Clavaba los dedos en mamá cómo nerviosa, y la hacía jadear y quejarse. Comencé a moverme, a clavar mi polla en ella y sacarla como en mis fantasías. Y, como en mis fantasías, sus nalgas se ondulaban como flanes al chocar mi pubis contra ella. Se inclinó para facilitarme el trabajo. Mamá nos observaba apoyada en los azulejos de la pared y se masturbaba ante nosotros con la mirada febril. Cada cambio en la escena sorprendía a mi cerebro. Era como verlo, como estar fuera. La follaba deprisa, con ansia, clavándome en su culo como si me fuera en ello la vida, y mamá jadeaba mirándonos. Se pellizcaba los pezones y sus dedos resbalaban en su coño. Al contrario que tía Marta, tenía la piel pálida y los pezones claros. Se corría. Se corría ante mis ojos gimiendo mientras miraba cómo sodomizaba a su hermana. No pude contenerme y sentí mi polla palpitar en el interior cálido de tía Marta, que chillaba y acariciaba mis pelotas metiendo la mano entre sus muslos.
- ¡Dámelo así! ¡Así! ¡Asíiiiiii…!
Resbaló y cayó en la bañera riendo. Mi polla todavía estallaba salpicándolas. Mamá tenía los ojos en blanco. Temblaba frenéticamente, y su culo se movía adelante y atrás a golpes secos y violentos. Despedía chorritos de orina intermitentes que impactaban en la cara de tía Marta, que reía nerviosamente sin dejar de masturbarse. Sus tetas se bamboleaban como derramadas en el pecho, y mi esperma caía sobre ellas para ser arrastrado por el agua hacia el desagüe.
Desayunamos en silencio. Tía Marta y mamá sonreían y hablaban muy animadas. Decidieron que fuéramos a pasar el día de compras. Pasearíamos por el puerto deportivo, comeríamos cualquier cosa por allí, quizás tomáramos una copa…
Yo permanecía en silencio. No me sentía mal, desconcertado, solo desconcertado. El encuentro con tía Marta era el sueño de mis últimos diez años, no había nada en ello que me disgustara lo más mínimo. Me desasosegaba la aparición de mamá. Tía Marta había estado en mi imaginación permanentemente. Había fantaseado con ella, me había corrido mil veces pensando en aquel momento. Pero mamá… Ni siquiera había visto desnuda a mi madre, ni me había planteado que tal cosa pudiera suceder. En cierto modo, podría decirse que nunca había considerado si mamá era una mujer, al menos en aquel sentido, y, de repente, no sólo había aparecido desnuda: la había visto besar a tía Marta, las había disto acariciarse, correrse… Me costaba metabolizarlo.
Y no es que mamá no resultara… Bueno, era espectacular: un poquito más llenita que tía Marta, y también más cargada de todo, más redonda, más carnal…. No me parecía mal, ni mucho menos, de hecho, mamá me resultaba deseable, terriblemente deseable. Cada minuto que pasamos recorriendo las callejuelas del antiguo barrio del puerto, tomando algo en las terrazas, o comprando por ahí, fue un revivir aquel tiempo de ansiedad y de deseo de mi adolescencia elevado al cuadrado. Mamá me parecía tan deseable como tía Marta. Pasé aquellas horas en su compañía en un estado de excitación terrible, y mamá era responsable de ello en muy buena medida. Sólo era que me costaba asumirlo.
Lo hacemos desde niñas.
…
Crecimos juntas, y eran otros tiempos.
Marta me enseñó a tocarme un día que la pillé.
Y una cosa llevó a la otra…
Siempre he sabido que acabaríamos follando.
…
Es que no me parece mal… No sé…
Un diálogo de seis frases. Mamá y tía Marta me hablaban mientras tomábamos un helado. Se reforzaban la una a la otra. Se miraban entre ellas y me miraban. Mamá parecía preocupada. Sonreí, y besé sus labios.
No pasa nada. Sólo es la sorpresa.
¿No…?
No, mamá. Todo está bien.
Volvimos a casa al atardecer. Efectivamente, nos habíamos tomado una copa, dos, para ser exactos. Tuvimos que pedir un taxi. Caímos en el sofá riéndonos, los tres al mismo tiempo. Mamá y tía Marta comenzaron a hacerse cosquillas. Yo no podía parar de reírme. De repente, se besaban. Me quedé inmóvil un momento, mirándolas. Nunca había visto nada que me excitara más. Mamá, girada hacia ella, me daba la espalda. Tía Marta la abrazaba acariciándola. Era un derroche de sensualidad. Me incliné hacia ella y mordí su cuello. Gimió y se giró un poquito para besarme los labios antes de volver a lo que estaba. Tiraba hacia abajo del top del vestido de su hermana. Yo comencé a desabrochar los botones de aquella blusa blanca que parecía constreñirla. Acaricié tus tetas, grandes, magníficas. Entre sus muslos, bajo la falda, me encontré con la mano de tía Marta. Había apartado la braga y deslizaba en su coñito un dedo haciéndola gemir. Pellizqué sus pezones y amasé aquellas tetas blancas, grandes y mullidas, que cedían a la presión de mis dedos.
Pronto estuvo recostada en el respaldo del sofá. Sus muslos abiertos impulsaban su falda hacia las caderas. Tía Marta la acariciaba despacio, como escarbando en el centro de la espesa mata de vello oscuro. Comprendí que nunca había pensado en que mamá pudiera tener el vello oscuro. Yo acariciaba sus tetas. Nos encontrábamos sobre ella y nos besábamos sin dejar de acariciarla. Tía Marta tenía el vestido bajado, y sus tetas a veces se aplastaban sobre las de mi madre. Hacía calor. Sudábamos y resbalábamos. Mamá movía el culo haciendo que su pubis subiera y bajara, y gemía.
- ¿Qué esperas?
A un gesto de tía Marta, me arrodillé en el suelo, entre los muslos blancos inmaculados de mamá, y me incliné sobre ella. Sentí el sabor salado de su coño en la boca, y ella se estremeció al notar el contacto de mi lengua. Tía Marta se apartó para mirarnos. Se acariciaba observándonos con una mirada febril. Lo recorrí entero con la lengua y con los labios besándolo, lamiéndolo, mojándome en ella. Busqué su clítoris, firme y prominente, y jugué con él y mi lengua. Gimoteaba y temblaba agarrándose con fuerza al gran cojín del sofá. Lo mojaba. Seguí lamiéndola, succionándola. Se volvía loca. Culeaba, chillaba, se estremecía. Acariciaba mi pelo a veces, y a veces se agarraba a él con fuerza, como si sufriera un espasmo, una contracción muscular involuntaria. Pronto traqueteaba, culeaba muy deprisa. Era como si fuera ella quien frotara su coño en mi cara. Me costaba seguirla. Tía Marta, ya desnuda, se masturbaba frenéticamente sin despegar la vista de nosotros ni un instante. Recostada sobre el brazo del sofá, su carne temblaba dibujando ondulaciones que parecían resumir la esencia de la carne y del deseo. Se pellizcaba un pezón y tiraba de él con fuerza. Mamá comenzó a chillar. Era como un quejido agudo, prolongado e intermitente que se sincronizaba con el vaivén anárquico de sus caderas. Se puso tensa atrapando mi cabeza entre sus muslos. Parecía ahogarse con la cabeza caída hacia atrás. Convulsionaba. Era un espectáculo brutal. Me volvía loco.
Se deslizó hasta el suelo corriéndose, temblando y gimiendo. Tía Marta seguía acariciándose. Me volvían loco.
- ¡Vamos! ¡Follalá! ¡¡¡Follaláaaaa!!!
Obedecí sin pensar. Mamá gritó al sentir mi polla clavándose en ella. Estaba enloquecido, y comencé a bombearla deprisa, con fuerza. El calor húmedo de su interior me enloquecía. Tía Marta bajó del sofá y, colocándose sobre ella, rodeándola con sus muslos, pusó su coño al alcance de su boca. Mamá estaba como loca. Se lo comía histéricamente, y tía Marta temblaba inclinándose hacia mí para morderme la boca. Masturbaba a mamá frotando con fuerza la piel sobre su clítoris. Podía escucharla ahogadamente gritar entre sus muslos. Me empujó y, agarrando mi polla con la mano, tras acariciarla unos minutos, la condujo hasta la entrada de su culo de aspecto lunar, perfecto.
- ¡Clava… se… láaaa…!
Empujé con fuerza y mamá chilló. Se debatía chillando mientras tía Marta la masturbaba con furia. La inmovilizaba con su cuerpo. Frotaba su vulva en su cara y chillaba temblando. Me volvían loco. Comencé a follar el culo de mamá muy fuerte, muy deprisa. Cuando clavaba mi polla entera, mis pubis golpeaba sus nalgas y sus muslos haciéndolos temblar. Pronto culeaba, estimulada por la mano de tía Marta, que se corría como una loca. La masturbaba y estrujaba sus tetas. Culeaba sobre su cara. Era una experiencia salvaje, era la desesperación del deseo, una locura.
Cuando comencé a correrme, el cuerpo de mamá se sacudía convulsivamente. Mi polla resbalo fuera de su culo. De medio lado, caída en el suelo, con las piernas juntas, flexionadas y apretadas y una mano entre ellos y otra tapándose la cara, se sacudía presa de un orgasmo demoledor. Mi polla salpicaba al aire cuando tía Marta se lanzó sobre ella. Me la mamaba como si quisiera vaciarme, haciéndome temblar. Me corría en su garganta y ella se tragaba mi lechita con los ojos en blanco y la mano entre las piernas, clavándose los dedos.
Durante dos años vivimos Madrid y Alicante. Yo preparaba mis “notarías”, y me daba igual estudiar en un sitio o en otro. Aquellas dos mujeres maravillosas me querían, y se querían entre ellas. No podía pedir más. Cuando aprobé, nos mudamos a Valladolid los tres. Todavía hoy, quince años después, seguimos juntos. Mamá tiene sesenta, y tía Marta cincuenta y nueve. Siguen siendo preciosas. A veces, mamá habla de lo que le preocupa envejecer. Piensa que dejaré de quererlas. Yo no pienso en ello. Las quiero, y adoro despertar cada mañana entre ellas.