Corrupción de una Esposa - 02 (de 4)

Natalia, la joven y ejemplar esposa, continúa su viaje al límite de la degradación y la humillación sexual en busca de un varón que la insemine, ya que su amado marido resulta ser estéril. En este segundo capítulo, se entregará a los deseos más depravados de varios desconocidos a la vez.

EPISODIO 2 (de 4)

I

El agua fría congeló sus pulmones durante un instante y erizó toda su piel.

– ¡Ahg! – suspiró.

Natalia necesitaba aquel descanso. Había sido una clase de Educación Física agotadora, y todos sus músculos ansiaban un merecido descanso, así que apoyó las palmas de sus manos sobre los azulejos de la pared y disfrutó del alivio.

El agua caía por su envidiable anatomía desnuda, despertándola. Sus pechos se endurecieron hasta un límite doloroso y, casi sin darse cuenta, comenzó a tiritar.

– ¿Tiene frío, profesora? – escuchó a su espalda. Era una voz masculina.

Natalia se giró asustada, y se encontró con tres de sus alumnos. No pudo reconocer sus rostros, pero estaban tan desnudos como ella.

– ¿Cómo se atreven… a entrar a las duchas femeninas? ¡Fuera de aquí ahora mismo!

Los muchachos se acercaron hasta que los cuatro estuvieron bajo la misma ducha. De repente la joven se vio rodeada de cuerpos desnudos que se apretujaban contra el suyo. Intentó revolverse pero unas manos fuertes la sujetaron por los hombros, inmovilizándola.

– ¡Quietos! ¿Qué hacen? – protestó.

– ¿No quieres un hijo, profesora? Pues te lo vamos a dar…

Uno de ellos la volteó con violencia, aplastándola contra la pared. Pese a que el físico de Natalia era envidiable, no tuvo oportunidad de hacer valer su afinada musculatura. Varias manos sujetaron sus brazos y separaron sus piernas.

Un aliento ajeno y cálido acarició su cuello de cisne.

– Vamos a follarle… todos, profesora, uno a uno… todos los días hasta que te quedes preñada.

Un tremendo dolor atenazó su vagina. El miembro erecto de uno de sus alumnos intentaba colarse en su interior. Su chillido fue ahogado por unas manos nervudas. Pese a la postura imposible y la oposición de la muchacha, el miembro consiguió penetrar en su carne. Tras dos empujones, Natalia no tenía fuerzas para resistirse.

Unos dedos adolescentes apretaron sus pezones con descaro, mientras el líder del grupo se sacudía como un perro dentro de ella. Eran tres alumnos, quizá alguno más, y la estaban violando.

– Ooh…

Un suspiro escapó de sus labios. Estaba excitada. Un hierro imberbe bullía en su vagina, unos brazos poderosos maniataban su melena y los insultos retumbaban en sus oídos. Y aún así, su cuerpo comenzaba a disfrutar.

– ¡Oh, sí! ¡Fóllame! ¡Fóllame!

Sorprendidos por la reacción de su profesora, los muchachos comenzaron a reír y a mofarse de ella. Los gemidos de Natalia se ahogaron en las carcajadas de sus alumnos, quienes ni siquiera percibieron como la chica alcanzaba el orgasmo entre sus manos.

– ¡Me corrooo! ¡Ohhh!

Y entonces, Natalia despertó.

II

Miró a su alrededor, desorientada. Estaba en su dormitorio, junto a su marido. El camisón se adhería a su piel, empapado de sudor, y su pecho se hinchaba y vaciaba a un ritmo frenético. Levantó el elástico de sus braguitas y comprobó que sus tibios genitales nadaban en un lago de fluidos.

Consultó la hora de su despertador con el rabillo del ojo. Eran las cuatro y media de la mañana. Se incorporó en silencio y abrió la puerta del armario, en busca de su ropa deportiva.

Habían transcurrido ya seis semanas desde su “encuentro” con los vecinos. Octavio y Lorena actuaban como si nada hubiera pasado. Él apenas la saludaba cuando se cruzaban por los pasillos del edificio, tal como hacía antes de que ella probara el sabor de su esperma. Su vecina y ella habían hablado varias veces por teléfono y ninguna de las dos había tenido la valentía de abordar el asunto. Se limitaban a conversaciones huecas, tan vacías como lo habían sido siempre.

Sin embargo, los sueños como aquel se habían repetido desde entonces. Todos tenían algo en común: ella indefensa ante el deseo iracundo de varios hombres, casi siempre desconocidos. Sin embargo, eso no era lo peor; el sueño se había convertido en fantasía, una fantasía recurrente que le asaltaba en los lugares más insospechados: la playa, el gimnasio, incluso el instituto donde su marido y ella impartían clases. Y en el sustrato de todo yacía su voluntad inquebrantable de ser madre.

La luz de la lámpara de la mesilla despertó a Tomás, que entreabrió un ojo y encontró a su esposa vestida para hacer deporte. La sorprendió justo antes de que saliera del dormitorio.

– ¿D… dónde vas, querida?

– A correr… estaré para el desayuno, te lo prometo.

Otra promesa incumplida.

El sol estaba en lo más alto. Eran las doce del mediodía y Natalia llevaba más de siete horas corriendo. No quería desayunar, ni volver a casa junto a Tomás. Quizá pretendiese expiar su culpabilidad castigando su cuerpo hasta la extenuación.

Había recorrido media ciudad cuando sus piernas dijeron “basta” y se detuvieron junto a un parque infantil.

Recuperó el resuello, acompasando la respiración, y se apresuró a estirar los músculos gemelos, en previsión de un incipiente calambre. Dos gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente y se estamparon en el césped que bailaba bajo sus zapatillas deportivas.

Levantó la mirada y se fijó en los columpios. Era domingo. Una decena de padres vigilaban a sus retoños mientras éstos disfrutaban de las atracciones. Las risas infantiles eran un bálsamo para todas sus heridas.

Una niña rubita, de apenas dos añitos, corría detrás de su hermana mayor, intentando alcanzarla. Sus pasos ramplones a punto estuvieron de hacerla caer, pero aún así seguía riendo, y corriendo, y aplaudiendo con sus manitas regordetas. Natalia esbozó una sonrisa sincera. Era la primera vez que sonreía en los últimos dos meses.

En ese instante, la pequeña, que llevaba un rato desafiando a las leyes de la gravedad, se cayó justo a los pies de Natalia. Y entonces rompió a llorar. Natalia se agachó a socorrerla y la levantó con delicadeza. Sus manitas se habían cubierto de arena y césped, pero no encontró heridas en sus rodillas.

¡Se le veía tan pequeña, tan vulnerable!

Natalia le ayudó a limpiarse y le dedicó unas palabras de consuelo. La madre de la niña le sonrió en agradecimiento y luego se la llevó. Los ojos azules de Natalia la vieron alejarse. Una lágrima resbaló por sus mejillas.

Las manos de Natalia rebuscaron en el bolsillo de sus pantalones deportivos. Extrajo el teléfono móvil y buscó el número de su vecina.

– L…Lorena... – balbuceó –. Tengo que hablar con tu marido…

III

La calle estaba casi desierta a esas horas. El taxi de Octavio apenas se cruzó con algún camión de limpieza municipal durante el trayecto. Los neones de las tiendas se habían apagado, y el viento cálido del verano teñía de ocre el oscuro telón de la noche. La ciudad dormía, y el aire era pesado, y caliente.

Pese a que el vehículo circulaba con las ventanillas bajadas, Natalia tenía la sensación de viajar en una sauna. La tensión, el miedo, y la interminable cháchara de Octavio sobre su duro día de trabajo la estaban asfixiando. Casi podía sentir unas manos invisibles apretando su garganta y el dióxido de carbono inflamándose en sus pulmones. ¡Iba a acostarse con varios hombres a la vez! ¿Cómo demonios se había metido en aquel lío? ¡Una mujer felizmente casada, tan bien formada y decente como ella!

Sin darse cuenta, dejó escapar un suspiro.

– ¿Nerviosa? – preguntó Octavio.

Ella no contestó. Retiró la vista a la carretera y asintió con la cabeza.

– Verás que todo se pasa muy rápido. ¡No durarán mucho ante una mujer como tú!

Octavio rió un instante, hasta que comprendió que sus palabras no había animado a la joven profesora. Más bien todo lo contrario.

– No te preocupes. Mis amigachos son gente discreta, y cuando acunes a tu bebé en los brazos, comprenderás que todo ha valido la pena.

La joven, por primera vez en la noche, tuvo el valor de mirarle a los ojos. El temor y la vergüenza desaparecieron de golpe, y una fuerza inusitada consolidó su voluntad. Estaba dispuesta a darlo todo por su familia, por Tomás y el bebé.

El taxi de Octavio se adentró por un estrecho callejón y se detuvo frente a la entrada de un diminuto taller mecánico. Desde el exterior Natalia pudo distinguir un par de coches aparcados y piezas de automóvil esparcidas por todo el local. El lugar estaba ligeramente iluminado por un puñado de bombillas peladas que colgaban del techo. Natalia agudizó la vista para descubrir una amplia silueta justo en el centro del local. Eran varios hombres de muy distinto peso y complexión, pero no podía adivinar cuántos. Octavio picó las luces de su taxi para saludarles.

– Es el momento – sonrió Octavio –. Aún estás a tiempo de volver a casa con tu maridito...

Natalia frunció el ceño. Una vez bajara del auto, no habría lugar para el arrepentimiento. La suerte estaría echada. ¿Aquella noche arruinaría su vida o acabaría salvando la felicidad de su familia? ¿Cuál era, en realidad, la decisión correcta?

Al verla bajar del taxi, aquellos hombres debieron quedarse sin aliento.

Natalia vestía su ajustadísima indumentaria deportiva para no levantar sospechas en su marido; al fin y al cabo, no eran pocas las ocasiones en que la hermosa profesora salía a correr durante la noche. Así, en ausencia de sujetador, el top de fitness , confeccionado en un material muy delgado y elástico llamado supplex , dibujaba con detalle la caída natural de los pechos, redondos y turgentes, de la joven, mientras un pantaloncito de malla ceñía sus llamativas curvas.

Sin embargo, pese a los encantos evidentes de la profesora, ninguno de los presentes podía retirar la mirada de su estómago desnudo. Una férrea hilera de músculos, ligeramente esbozados, se superponía hasta perderse bajo el elástico del calzón.

Natalia cruzó las manos a su espalda y miró a Octavio. El viejo taxista seguía sentado en el auto, y no había apagado el motor.

– Vamos, adelante. Está todo arreglado. Esos hombres te esperan. Ordéñalos y regresa bien engrasada… – le espetó –. Y tómate tu tiempo. Volveré a recogerte en una hora.

La joven observó como el taxi de Octavio abandonaba el callejón y se perdía en la oscuridad de la noche. Titubeó un instante, y luego se dirigió al centro del local, donde el grupo de desconocidos esperaba en silencio. Estaba sola e indefensa. Podían hacer de ella lo que quisieran.

Distinguió sus sonrisas lascivas antes que sus rostros. Eran tres hombres, tan corrientes y vulgares como el propio Octavio, y aguardaban apoyados sobre el capó de un taxi. Una densa nube de humo les envolvía y velaba su aspecto verdadero.

El más larguirucho tenía la cara afilada, sin afeitar, y recogía su larga cabellera en una coleta desmarañada. Sus facciones eran angulosas y cenceñas, y su complexión demasiado delgada. En el otro extremo del trío se encontraba un hombre de color que ya peinaba canas. Su tupido bigote parecía de algodón y tocaba su incipiente calva con una visera roída. En el medio, el más bajito y regordete, que debía ser el propietario del taller. Tenía un colmillo de oro, barba pelirroja y apuraba el último sorbo de una coronita . Una lujuria malsana estaba pintada en su rostro, junto a unas pinceladas de vértigo. La rotunda belleza de Natalia le intimidaba tanto como a sus dos empleados.

Natalia tragó saliva. Pese a su exquisita educación, no pudo reprimir una mueca de desagrado. ¿De verdad pertenecían aquellos tres individuos a la misma especie que su marido?

Y sin embargo, iba a entregarse a ellos… a los tres. No pudo evitar preguntarse si realmente deseaba aquella genética para su futuro bebé.

– Vaya, vaya… – masculló el jefe regordete mientras daba un paso adelante –. Así que tú eres la putita que pretende llenar su coño con nuestra leche…

Los dos empleados rieron a carcajadas. El jefe dejó la botella de coronita junto a la rueda del taxi, y se limpió la boca con el antebrazo. Su barba roja estaba húmeda de cerveza.

Sus gruesas manos acariciaron el rostro angelical de la profesora. Ella le miró de soslayo, luego agachó la cabeza. Había un extraño brillo en los ojos del hombre; el mismo que había visto en Octavio el día que decidió entregarse a él sin condiciones.

Las sensaciones palpitaban en su pecho con la misma fuerza que su corazón. Alguien eructó cerveza a su lado. El intenso olor a sudor que despedían los taxistas abrasaba sus pulmones y giró la cara en busca de aire fresco.

Estaba rodeada.

– Un momento… – musitó.

Sintió la barriga del jefe apretándose contra ella, y su bulto duro acomodándose entre sus nalgas. El negro se situó a su derecha y el larguirucho frente a ella. Su rostro era el de un niño que abre su regalo el día de Navidad.

Tres pares de manos comenzaron a manosearla por encima de la ropa. La tocaban descaradamente, con la avidez y la impunidad de un conquistador. Los dedos saqueaban aquellos tesoros que una vez habían pertenecido en exclusividad a su marido. La resbaladiza circunferencia de su trasero, sus pechos, el refuerzo interno de su malla deportiva, eran la tierra descubierta y reclamada por aquel que la desposó en la noche de bodas. Dominios que Natalia rendía voluntariamente a tres extraños de baja estofa, en una traición vil e injustificable.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Estaba tan asqueada de ellos como de sí misma.

– Por favor… – volvió a suplicar sin apenas convicción.

– Es un poquito tarde para eso, guapa… ¿No crees? – contestó el jefe mientras se frotaba contra su trasero –. Tú has venido voluntariamente y no te irás sin un recuerdo nuestro colgando de tu rajita.

Las manos del tipo, casi enguantadas por anillos y sellos de oro, levantaron el top de la muchacha. Los dos preciosos senos de Natalia se bañaron en la turbia luz del taller.

Sus pezones, elegantes y enhiestos, apenas pudieron ser contemplados por los presentes, ya que el jefe no perdió un instante en envolverlos con sus manos. La carne de Natalia, aunque joven y firme, se deformó ante la dolorosa presa de su agresor. Después de apretarlos a placer, los alzó impúdicamente para que su empleado larguirucho los introdujera en su boca.

Natalia cerró los ojos, pero no consiguió aislarse de las sensaciones. La lengua viperina del larguirucho se paseaba sobre sus dos aureolas, avivándolas como el ascua de una hoguera que alumbra. Luego mordisqueaba sus pezones y los chupaba. El jefe, sin dejar de sostener el requerido busto de la muchacha, se había concentrado en su cuello. Los vellos afilados de su barba se clavaban en la piel de Natalia, hasta que la joven sintió el aliento fétido de aquel hombre justo delante de su rostro.

– Bésame zorra…

Y ella le besó. Nunca comprendería cómo y por qué lo había hecho. ¡Unas semanas atrás habría sentido nauseas de tan solo imaginarlo! ¿Por qué no había retirado la cara y salido corriendo! ¿Era por el bebé que tanto deseaba concebir? ¿Quizá un sacrificio supremo por la felicidad de Tomás? ¿O tal vez… por la suya propia?

La lengua del jefe recorrió su boca durante unos segundos eternos. Natalia se apretó contra sus labios y se empapó de su saliva. Un cordón de plata les seguía uniendo cuando las dos bocas por fin se despegaron. La joven era incapaz de explicarlo, pero el brillo lujurioso que había observado en los ojos del pelirrojo, ahora también resplandecía en los suyos.

En ese instante los huesudos y afilados dedos del larguirucho comenzaron a juguetear entre las piernas de la muchacha. Mientras el taxista negro y su jefe manoseaban los apetitosos pechos de Natalia, el larguirucho comprobó, para su sorpresa, que no había prenda alguna bajo el calzón deportivo.

– Vaya con la putita… ¡Tiene el coño encharcado! – comentó jocoso –. Parece que tu marido no suele tratarte como te mereces…

Natalia quiso protestar, pero no tuvo tiempo para hacerlo. El jefe la volteó con violencia, encarándola hacia él. Ya no llevaba pantalones, y blandía su miembro erecto, que apenas era visible tras una cortina de grasa y vello.

Tomándola por los cabellos, el jefe obligó a Natalia a doblarse hacia adelante hasta que su rostro quedó frente a la virilidad del desconocido. Pese al riguroso acondicionamiento físico de la profesora, Natalia sintió una punzada de dolor en el estómago, y la apretada musculatura de sus muslos se dibujó con detalle. Aún así abrió la boca, contuvo la respiración y se tragó el colgajo de carne blanda y venosa del despreciable dueño del taller.

– Sí…

El hombre entornó los ojos y suspiró. Una ristra de dientes apareció bajo el pelo de su barba rojiza.

– Chúpame la verga, puta…

La joven apenas podía mantenerse erguida. El peso de su cuerpo se balanceaba de una pierna a otra, y sus rodillas comenzaban a resentirse. Con el cuello inmovilizado y las manos en busca de apoyo, tan sólo se valía de su boca para mantener la dubitativa erección de su amante. Pronto encontró la única manera de satisfacerlo: alojar el glande entre sus labios y chupar de él hasta sentir la espesura púbica del hombre hormigueando bajo su nariz.

Sus pechos en caída llamaron la atención del larguirucho, que se colocó tras ella para agarrarlos con firmeza. Luego comenzó a pellizcar sus pezones con ferocidad, sin encontrar la más ligera oposición en la muchacha, ni tan siquiera una simple actitud de sumisión. Al contrario, la joven profesora incluso parecía mostrar cierta complicidad.

– Mira como se mueve… – observó el jefe –. ¡Está gozando la muy perra!

Natalia se agachó lentamente hasta quedar en cuclillas, rebajando por fin la tensión de sus piernas. Pero apenas había disfrutado del respiro, cuando el negro la tomó por los cabellos para acelerar el ritmo de la felación que la joven practicaba a su patrón. Afortunadamente para ella, el tipo no calzaba una talla de consideración y conseguía inspirar una bocanada de aire a cada embestida.

Casi sin darse cuenta, las manos de Natalia buscaron lo miembros erectos del negro y su amigo larguirucho. Con una coordinación admirable, comenzó a masturbarlos, uno a cada lado, mientras su boca se sometía a los caprichos del jefe regordete.

Parecía increíble, pero ella estaba allí. Una figura escultural, de honestidad sin mácula, y felizmente casada, postrada ante aquellos tres infames desconocidos. Jamás, ni en sus más inconfesables fantasías adolescentes, se imaginó en tal tesitura. Y lo peor era que aquella servidumbre le llenaba de hombre y colmaba todas sus apetencias. ¿Quién era Natalia? ¿La devota esposa, amante de su casa y su marido, dispuesta al sacrificio por un mañana mejor, o el hermoso delfín que cabrioleaba en un siniestro mar de carne y corrupción, y además disfrutaba con ello?

Natalia empleó su lengua para estimular el glande del jefe, mientras él se masturbaba. Durante un instante, sus preciosos ojos azules se cruzaron con los de él y un cosquilleo eléctrico retrajo su estómago. Estaba sometida y dispuesta a todo, y el jefe debió leerlo en su mirada, porque no tardó en golpearle las mejillas con su miembro ensalivado.

– ¿Te gusta esto, puta? – le preguntó –. ¿Quieres mi polla en tu cara?

En respuesta, la joven acarició los orificios urinarios del negro y el larguirucho con la yema de sus dedos, provocándoles una contorsión de placer. Y, aunque el jefe seguía cacheteándola con su miembro, Natalia mantuvo la mirada desafiante.

Se sentía degradada, corrompida… y viva.

El negro se sentó sobre el capó del taxi, y ella se incorporó lentamente, dobló la espalda con elegancia y apoyó sus manos sobre el coche. Los labios de Natalia buscaron el miembro del individuo, mientras alzaba su luciente trasero, en clara invitación a la masculinidad de los presentes; invitación que el larguirucho no tardó en aceptar.

De un tirón, bajó las mallas de Natalia y desnudó su intimidad. Era una vagina hermosa, depilada, de labios modestos y sonrosados, que se fundían con el rojo incandescente de sus entrañas. El larguirucho apoyó su verga, delgada como el alambre de cobre, en la acogedora calidez de la joven, y la enterró hasta el fondo.

La fuerza de la primera embestida hizo caer a Natalia sobre el pene del taxista negro, pero logró sostenerse a tiempo. Estaba tan lubricada que sus paredes uterinas apenas tuvieron que adaptarse a la presencia del invasor. En un suspiro, el larguirucho se encontraba dentro de ella.

Natalia arqueó la espalda y alzó su pierna izquierda para facilitar la penetración. Sin embargo, en aquella postura era casi imposible atender al miembro del negro como era debido. Aún así, no dudó en someter su cuello a una dolorosísima tensión para mantener aquel pene de bronce en su garganta.

– ¡Hija de puta! ¡Tú sí que sabes chupar una polla!

El negro retiró los cabellos alborotados de la cara de la joven, para no perder detalle de la escena. Aún le costaba creer que aquella mujer imposible estuviera bebiendo de su sexo. Observó extasiado como las mejillas de la profesora se deformaban a medida que su miembro se deslizaba por el interior de su boca. Sin embargo, Natalia debía concentrarse más en mantenerse en pie que en colmar las apetencias de sus amantes.

El larguirucho acrecentaba el ritmo de sus embestidas. Sus testículos, hinchados de esperma, repicaban contra la nobleza de aquella esposa ajena. Natalia podía sentir las caderas huesudas clavándose en sus nalgas.

– ¡En el fondo! – Exclamó ella – ¡Córrete en el fondo!

El desgarbado mecánico no tardó en cumplir su deseo. En una última embestida, regó las entrañas de la muchacha con la esencia de su pasión.

El jefe, que llevaba tiempo masturbándose, ocupó el lugar de su empleado sin pensárselo dos veces. El espumarajo de semen ajeno que colgaba de la vagina no resultó impedimento, sino más bien un aliciente. Sólo ansiaba eyacular en Natalia hasta que una riada de esperma chorreara por sus muslos.

Apenas sentía la caricia uterina de Natalia en su glande. Los efluvios de la joven y los restos viscosos de su empleado se mezclaban en una lubricación más que suficiente para las escasas dimensiones de su miembro.

– ¡Aquí la tienes! ¡Es toda tuya!

Natalia estaba ungida en sudor, y su piel se veía brillante y resbaladiza. Se encontraba prácticamente acostada en el capó del taxi, sobre el cuerpo del negro. Endulzaba su paladar con el caramelo de chocolate, tragándoselo hasta la raíz, y masturbándolo después con los labios. Las manos del tipejo dirigían los movimientos de su cabeza, acentuando la intensidad de sus acometidas en la medida en que se acercaba al orgasmo.

El jefe la insertaba con dificultad, casi de lado, mientras el larguirucho sostenía en alto la pierna derecha de la muchacha, ofreciéndole así un paso franco hasta la vagina. Los labios inferiores de Natalia engullían el pene del pelirrojo con una facilidad insolente. La penetración virulenta producía un chasquido húmedo que se multiplicaba en el silencio del taller. Natalia sentía en cada empujón como su honra, si es que aún quedaba algo de ella, se desgarraba en mil jirones. Y sin embargo, no pensaba abandonar… ¡Aquel instante se sentía tan rico que por nada del mundo quería dejarlo escapar!

El jefe asentó un pie en el parachoques del taxi y redobló la velocidad de sus acometidas. Su rostro estaba arrebatado y respiraba con dificultad, como un perro jadeante y rabioso. Natalia gruñó. La piel más delicada de su entrepierna estaba enrojecida y ardiente, y le dolía. Pese a ello, no pudo evitar cierta desazón al comprobar cómo el sátiro pelirrojo se estampaba contra su sexo y se vaciaba en su interior.

La joven intentó recuperar el resuello, pero no hubo tiempo para ello. El negro estaba a punto de pelar su miembro a manotazos.

– ¡No! ¡La necesito dentro! – exclamó ella en su locura.

Pero el tipo fue incapaz de contenerse. Acercó la cara de Natalia a su verga y la cubrió de esperma. Tres chorros de gran caudal se estamparon en el rostro de la muchacha; dos a la altura de los ojos y un tercero sobre sus fosas nasales.

– ¿Acaso quieres que te salga un hijo tiznado? – rió el negro mientras escurría las últimas gotas sobre ella.

Natalia apretujó todos los músculos de su cara, en un gesto inequívoco de repugnancia. Sentía el semen de aquel anónimo cincuentón remojando su cara, resbalándose lentamente por sus mejillas como miel en un pastel recién hecho.

Un dedo negro recogió buena parte de la esperma y la acercó a los labios de la joven.

– ¿Querías leche? Pues trágatela toda, puta…

Natalia intentó apartar la cara pero el negro no se rindió tan fácilmente, así que acabó por abrir la boca y succionar la esperma que le ofrecía. Era la segunda vez que degustaba la esencia de un hombre, y para su sorpresa, su estómago no se mostró disconforme. ¿Dónde habían quedado sus escrúpulos, aquellos que le impedían beber del mismo vaso que su propio marido? ¿Se estaría acostumbrando al sabor del semen?

Usó sus propios dedos para retirar los restos que habían quedado empozados sobre sus cuencas oculares, y luego los chupó con deleite. Se esforzó en separar sus largas pestañas, aún pegajosas, y miró a su alrededor. Los tres hombres la observaban asombrados. Natalia abrió sus labios y lustró a conciencia el regaliz casi fláccido del negro.

– Ni siquiera una puta de esquina está tan salida… – comentó el coletudo mientras ceñía sus vaqueros –. Tu marido debe estar muy orgulloso de ti, zorra…

El jefe ahondó en su argumento:

– Mírenla… ahora da un poco de asco ¿verdad?

La joven se incorporó dolorosamente. Todos sus huesos chirriaban y sus músculos se habían cristalizado por el esfuerzo. Separó ligeramente las piernas y contempló con agrado como una espuma espesa y blanquecina goteaba de su vagina. Aquella esperma había sido exprimida con denuedo, y a un coste tan alto como ella misma.

Oyó el claxon de Octavio a su espalda, y de repente sintió una punzada en el corazón. ¡Estaba completamente desnuda en un taller de las afueras, embarrada en la esperma de tres desconocidos cincuentones!

Se tapó con vergüenza y corrió hacia el taxi.

Los tres taxistas miraron su perfecto trasero perdiéndose en el auto de su amigo. Habían gozado de aquella mujer de ensueño, y aún no lo creían. Acababan de inseminar su cuerpo tibio de ángel, y ya les parecía inalcanzable.

El jefe siguió el taxi de Octavio con la mirada hasta que dobló la esquina del callejón. Luego frunció el ceño y escupió al suelo.

– Las esposas nunca son tan buenas putas como cuando están traicionando a su marido… ¿No es así muchachos?

IV

La primera cucharada le supo a gloria. Natalia no recordaba la última vez que se había permitido un capricho como aquel, así que decidió saborear el instante. Cerró los ojos y se olvidó del resto del mundo. Tan solo existían ella y su riquísimo helado de chocolate.

Pretendía devorar el tazón antes de que llegara su marido. Tomás detestaba las golosinas. Las consideraba perjudiciales para la salud, impropias de una familia sana y deportista; sólo añadían grasas y azúcares a la dieta, y eran altamente calóricas. A pesar de todo, Natalia no se sentía culpable, sino complacida.

Quizá había descubierto el sabor dulzón de lo prohibido.

Había transcurrido casi una semana desde el primer y único encuentro múltiple de su vida, y un temor ocupaba sus pensamientos: encontrarse con alguno de aquellos tres desconocidos, que ya no lo eran tanto. Solía tranquilizarse al imaginar lo grande que era la ciudad donde residía, sin embargo, quizá tuviera que yacer con decenas de hombres hasta quedarse encinta, y entonces las probabilidades de encontrarse con alguno de ellos se multiplicarían.

De cualquier forma, ya se preocuparía de ello cuando llegara la ocasión. Ahora sólo quería deleitarse y disfrutar del momento. Su momento.

Pese a que pudiera parecer lo contario, la relación con Tomás había mejorado. Estaban más enamorados que nunca. Natalia se sentía afortunada de compartir su vida con un hombre tan atractivo y honrado como su marido.

En ese instante, el teléfono comenzó a sonar.

La joven se lanzó al sofá y estiró el brazo para descolgar el aparato. Reconoció la voz de Tomás al otro lado.

– ¿Nelly? – Preguntó. Solía dirigirse a ella por ese apodo cariñoso – Cielo, creo que la reunión del claustro va a tardar una horita más… quizá no llegue a tiempo para la cena.

Ella arrulló el teléfono con su oreja y sonrió. Amaba a ese hombre. Estaba loquita por él.

– No te preocupes. Mañana es sábado. Leeré un ratito y esperaré a que llegues – hizo una pausa antes de continuar hablando – ¿Sabes? Te echo mucho de menos…

– Yo también a ti.

La joven miró un instante el teléfono y luego colgó.

Entonces escuchó el timbre de la casa. Sus ojos azules se abrieron de par en par. No esperaba visita. ¿Quién podía ser a esas horas de la noche?

El timbre volvió a sonar con impaciencia, una y otra vez.

Saltó del sofá y se dirigió a la puerta. Quien quiera que fuese no había llamado al interfono del edificio, así que debía haber entrado con algún vecino… o quizá viviese allí.

Acercó el ojo derecho a la mirilla de la puerta y lo que vio, le congeló el aliento…

¡Octavio estaba llamando a su casa! ¿Cómo se atrevía a algo semejante? ¿Y si Tomás hubiera llegado a su hora? ¿Cómo podría disimular algo así? ¡Había sido una estúpida al confiar en un tipejo como Octavio!

Apoyó su espalda contra la puerta y cerró los ojos. Los timbrazos dieron paso a los golpes.

La joven respiró profundamente y decidió abrir. Aunque sólo vestía una cómoda camiseta gris de tiras y un amplio pantalón de pijama, no sintió vergüenza al presentarse de esa guisa ante Octavio… Al fin y al cabo, él la había conocido en condiciones más comprometedoras.

– ¿Qué demonios haces aqu…?

Natalia no pudo terminar la frase. El pestazo a alcohol nubló sus sentidos.

Y de repente comprobó que Octavio no venía solo…

Su vecino la apartó de un manotazo y entró en la casa. Su hogar, su santuario familiar, violado por el indeseable de Octavio y su apestoso amiguito.

– Buenas noches, señora Olmos… – le saludó el acompañante.

Entonces lo reconoció. ¡Naturalmente que le conocía! ¡Era Amancio, el conserje del edificio!

Natalia cerró la puerta de un golpe y se dirigió a sus visitantes con vehemencia, dispuesta a terminar de una vez por todas con aquella tragedia griega.

– Octavio ¿estás loco? – increpó mientras le señalaba con el dedo – ¡Quiero que salgas inmediatamente de mi casa y de mi vida! ¡Ahora!

Ellos apenas la escucharon. Amancio presentaba un estado etílico tan lamentable como Octavio. Era un mamarracho de edad avanzada, alto y desgarbado. Su brillante calva contrastaba con su largo bigote de gato, y su cráneo no parecía redondo, sino irregular, como si hubiera sido modelado por media docena de huevos sobrepuestos. La nariz era afilada y la mandíbula prominente.

Vestía su uniforme de faena: una deteriorada pieza única de tergal, color ceniza, que contaba tantos años como llevaba Amancio en la empresa. Había restos de césped en sus zapatos. No en vano, los principales cometidos de Amancio eran cuidar el jardín de la entrada, sacar la basura y barrer las escaleras. Naturalmente, a esas horas de la jornada, el hedor corporal del asalariado no podía ser más intenso, y no era la primera vez que olía a alcohol en el trabajo. Apenas intercambiaba algún saludo con los propietarios, y se decía de él que quizá sufriese de alguna discapacidad psíquica no detectada.

Estaban en su casa y pretendían algo de ella.

– ¡Mi marido vendrá ahora mismo! ¿Quieres que te encuentre aquí cuando vuelva?

Octavio la miró con ojos enrojecidos. Levantó la mano y le propinó una tremenda bofetada. La joven cayó sobre el sofá.

Natalia intentó incorporarse pero Octavio estuvo más rápido que ella. La agarró por el cuello con fuerza y se echó sobre ella. Clavándole la rodilla en el estómago, la obligó a tumbarse bajo él. Sus rostros estaban tan cerca que Natalia creyó emborracharse con su aliento.

– Vamos a follarte ¿Entendido, puta? –anunció con una sádica sonrisa. Luego la abofeteó –. Y tú harás lo que te diga o tu maridito podría enterarse de algunos secretitos un tanto escabrosos de su esposa…

Los ojos de Natalia saltaron de sus cuencas. ¡Estaba absolutamente a merced de Octavio! Comprendió que siempre lo había estado, aunque ella se engañara, creyendo que era su frágil voluntad la que le impedía rebelarse... ¡Pero nada de eso era cierto! ¡Estaba en su poder, consintiera ella o no!

– Te follaré como y cuantas veces quiera.

Las palabras de Octavio apenas se escuchaban sobre el retumbar de las cachetadas. La mano derecha del viejo taxista se estampó varias veces contra la cara de la chica, mientras la izquierda seguía apretando su cuello. La bebida había desatado toda la mezquindad de Octavio.

– ¡Harás todo lo que te diga! ¿Está claro?

El vértigo atenazó el cuerpo de la joven.

Amancio, que no era hombre paciente, tiró de sus cabellos hasta sentarla en el sofá. Pese a que Natalia pudiera pensar en un primer momento que Amancio no era tan mala persona como Octavio, pronto comprobó que estaba equivocada. Agarró una de las tiras de la camiseta de la joven y tiró de ella con violencia para desnudar su hermoso busto. Arrastrada por la inercia del zarandeo, Natalia cayó arrodillada a sus pies.

Dos lágrimas resbalaron por las mejillas enrojecidas de la muchacha, pero ninguno de los dos se apiadaría de ella. Incluso, de alguna manera, la propia Natalia se creía merecedora de todo lo que le estaba pasando. Se había comido la manzana prohibida, y debía pagar por ello.

Amancio abrió la cremallera de su mono de trabajo y exhibió su verga. Natalia apenas tuvo tiempo de deducir su forma y tamaño, pues de un golpe seco, Amancio la enterró en su garganta. Por fortuna, el miembro aún no estaba del todo erecto, aunque comenzaba a crecer en el interior de su boca. Tenía un sabor salado.

Pronto, Amancio la agarró por las orejas y comenzó a agitarse arrítmicamente. Su glande, que ahora sí estaba hinchado de sangre, golpeaba la campanilla de la joven a cada envite. Natalia intentó retirarse, pero Octavio, a su espalda, no le concedía un paso atrás.

– ¡Oh, sí, señora Olmos! ¡Sí!

La tupida pelambrera que recubría los genitales del conserje apenas le permitía respirar, más aún teniendo la boca sellada de carne. Amancio la abofeteó, acrecentando aún más el sentimiento de ignominia en la joven. Octavio podía ver como el miembro de su compañero se dibujaba con detalle bajo la mejilla de su hermosa vecina.

– Eso es… fóllate su boca…

Pese a que el aire apenas llegaba a sus pulmones, Natalia se vio incapaz de protestar. Sólo acertaba a gruñir. Con el miembro embarazosamente acomodado en su garganta, Amancio comenzó a zarandear la cabeza de la muchacha para estimularse así el glande.

Natalia estaba conmocionada.

– ¿Se asfixia con mi polla, señora Olmos? – Preguntó socarronamente el conserje – ¿Quiere que la saque, como su basura?

Amancio tiró de su miembro hacia atrás, arrancándoselo a Natalia de la boca. Luego le apretó el cuello hasta cortarle la respiración y le señaló con el dedo.

– ¡Ahora no parece usted tan vanidosa, señora! ¡Siempre con sus vestidos caros, presumiendo de marido y dinero, pavoneando el culo delante del viejo conserje! ¡Sé que soy una mierda para usted, pero hoy voy a arrancarle el orgullo a pollazos!

Amancio acercó la cara a la pobre Natalia y le escupió en la boca. La joven apartó la vista de su agresor mientras ingería su salivazo. El viejo conserje tomó aquella mirada como una provocación y volvió a enterrar su verga en la boca de Natalia.

Octavio aprisionaba los brazos de la joven mientras su amigo la penetraba oralmente. Amancio se había levantado de puntillas para trazar una trayectoria descendente y rebasar así los límites de sus primeras embestidas.

– ¡Saque la lengua! – Le ordenó mientras extraía su miembro de Natalia y se masturbaba cerca de su cara.

La chica obedeció con timidez.

El viejo conserje comenzó a golpear la cara de la muchacha con su glande envuelto en saliva, mientras ella mantenía la boca abierta y la lengua extendida. Aquel miembro la golpeaba con saña. Octavio, que seguía sujetándola por los brazos, comenzó a reírse, y a cada poco, la mortificaba con una sonora cachetada.

Sin embargo, la pesadilla no había hecho más que empezar.

Octavio tomó su negra cabellera y la guió hasta su verga. Natalia la miró un instante, y le pareció más rolliza que la vez anterior. Estaba sudada y despedía un olor intenso y varonil; un aroma que su marido, siempre obsesionado con la higiene, jamás le hubiera permitido inhalar.

Con las piernas ligeramente flexionadas, Octavio introdujo su carne en las fauces de la laboriosa vecinita. Ella seguía arrodillada, apretando la mandíbula para protegerse de los aciagos envites del taxista.

– Veamos que guarda la señora en sus bragas de seda…

Amancio se arrodilló tras Natalia. Escupió en su mano y comenzó a hurgar en el interior del pijama de la joven.

Natalia dio un respingo. ¡El índice del conserje se adentraba en su ano!

Con una súbita sacudida, Octavio sacó su verga de la joven. Un copioso chorreo de saliva saltó de su boca y se precipitó sobre su pecho desnudo. Natalia jadeó, en busca de oxígeno. Sus ojos estaban hinchados. Hacía un buen rato que no lloraba por miedo o desconsuelo; sus ojos simplemente lagrimaban por asfixia.

La mano de Octavio volvió a cruzarle la cara. Luego tiró de su cabeza hacia atrás hasta que ella separó los labios. Entonces arrojó un buen salivazo en su interior, y, como un cenicero compartido, giró su rostro para que Amancio le imitara.

Por alguna extraña razón, Natalia ni siquiera cerró los ojos mientras Amancio escupía en su boca. Simplemente entornó sus pupilas y no perdió detalle. Pestañeó con sensualidad y tragó aquella saliva, que no era la suya.

La joven se erizó de miedo. Comenzaba a despertarse.

Amancio la miró confundido. La agarró de un brazo para tumbarla sobre el sofá, bocabajo, y le sacó el pantalón de pijama. Sus braguitas cayeron cerca de la mesilla del televisor, justo sobre el retrato de boda del matrimonio Olmos.

Dos nalgadas encendieron el trasero de la muchacha, que pronto olvidó el escozor. ¡Amancio estaba intentando abrirse camino en su orificio más íntimo e inexplorado!

Ella quiso levantarse y salir corriendo, o quizá gritar y llorar como una histérica, pedir ayuda, recurrir a su vecina Lorena, o incluso a su marido. ¿Todo aquello era cierto? ¿Estaba a punto de ser sodomizada por un viejo conserje? ¡Nunca se hubiera imaginado cayendo tan bajo!

Ni su marido ni ella consideraban el conducto excretor como un ingrediente más de la sexualidad. La naturaleza creadora había diseñado aquel agujero con una función perfectamente definida: la de expulsar la materia fecal del organismo. ¿Cómo habría de relacionarse el acto de amor más puro con la alcantarilla del cuerpo humano?

Por eso seguía siendo virgen, y por eso dejaría de serlo esa misma noche.

Sentía desprecio por sí misma. Era muy consciente de que aquello le iba a doler, y que sufriría horribles secuelas psicológicas durante el resto de su vida. La vergüenza sería un sello de hierro marcado a fuego en su mancillado pundonor. Y aún así, ansiaba desesperadamente la verga del sucio conserje en el interior de su ano.

Evidentemente, Amancio no le defraudó. Se encaramó en el sofá, justo sobre la muchacha, que permanecía dispuesta a cuatro patas, y apoyó la punta de su miembro en el secreto mejor guardado de Natalia. Un Octavio radiante se encargaba de mantener a la joven bien sujeta.

– ¡Ugh! – protestó ella.

Aquellos dos malnacidos ni siquiera habían dilatado el ano antes de intentar el asalto. El glande de Amancio apenas avanzaba entre las apretadas paredes de su recto. En ese instante, Natalia pensó que quizá el embate estaba resultando más doloroso al propio conserje que a ella misma. Pero la primera embestida de Amancio le hizo cambiar de opinión.

– ¡Aaahg!

El alarido de la muchacha, nacido en algún lugar de entre sus nalgas, debió escucharse por todo el edificio.

– ¡Sácala! ¡Me duele! ¡Me duele mucho!

Amancio ni se inmutó ante las súplicas de Natalia. Las arrugas de su rostro se duplicaron. Estaba absorto, obcecado en enterrar su verga en la carne abierta de la mujer. Y no se detuvo hasta conseguirlo.

– ¡Maldita sea, estate quietecita y sufrirás menos, guapa! – ladró Octavio, que seguía sujetándola.

La muchacha se retorcía de dolor. Pese a su tímida resistencia, se sabía perdida. Comprobó en su propio ser como la penetración anal era más áspera y tortuosa de lo que había imaginado. Se sentía llena y desgarrada. Su ceñido anillo parecía chirriar a cada asalto del conserje.

– ¡Basta por dios! ¡Por favor! ¡No puedo más!

– Dices que no, pero tu cuerpo lo está pidiendo a gritos, zorrita… – replicó Octavio.

Amancio estaba cegado. En cuanto su miembro se acomodó al trasero recién desvirgado de Natalia, comenzó a bombearla con una energía inusual para un hombre de su edad. Sus testículos golpeaban con saña las intimidades de la joven mientras sacudía las caderas con fuerza.

– ¡Voy a secarme las bolas en su culo, señora!

El conserje, en su furia desatada, no encontró mejor apoyo para su pie derecho que la propia cabeza de la muchacha. La mejilla de Natalia se deformó bajo el peso de Amancio, y se sintió como jamás se había sentido. Estaba bajo los pies del indeseable que la estaba sodomizando.

– ¡Oh sí! – Exclamó ella – ¡No pares, imbécil! ¡Más! ¡Quiero más!

Entonces escuchó una sintonía que le era familiar… ¡Su teléfono móvil! ¡Su teléfono móvil estaba sonando!

V

Llovía en la calle. Un solitario mercedes gris levantó una cortina de agua al aparcar frente al edificio de apartamentos. Tomás, con el teléfono en el oído, levantó la mirada y se fijó en la ventana de su salón. La luz estaba encendida, pero su esposa no contestaba el teléfono.

Debía estar muy ocupada.

– Cariño, sólo quería preguntarte se habías comprado el pan para la cena. De todas formas voy a comprar dos, y subo enseguida… Un beso. Adiós.

Cerró el auricular de su modernísimo teléfono móvil y lo guardó en la chaqueta. Caminó sin paraguas bajo un auténtico diluvio, pero afortunadamente la panadería estaba en la esquina de su propia calle.

Sonrió al pensar que en menos de cinco minutos estaría disfrutando del calor del hogar, junto a su esposa. Se frotó las manos. Tenía que contarle una noticia muy importante… Y no podía esperar para hacerlo.

VI

De repente, el alma que había estado llena quedó vacía, y con ella se fue la vida, y el placer. Amancio extrajo su miembro de la joven profesora, la tomó por el pelo y la sentó en el sofá. Natalia cerró los ojos, temiendo recibir otra de las sonoras cachetadas con que su conserje le obsequiaba regularmente, sin embargo no fue eso lo que ocurrió. Fue peor.

El miembro de Amancio, duro como no había estado en toda la noche, se clavó en su garganta. Y aquel miembro tenía sabor; el sabor de la degradación, de la conciencia mutilada, las entrañas violadas y el corazón en despojos. Y es que aquel miembro, unos segundos atrás, había estado en su propio ano.

Las manos de Natalia acariciaron suavemente la verga del conserje, y su lengua buscó sus testículos. Los lamió desde abajo hacia arriba, paseándose entre ellos, y luego se los metió en la boca. Succionó durante unos segundos los arrugados y velludos genitales de su conserje, hasta que él se los arrebató de una bofetada.

– Es usted toda una putita, señora Olmos… Toda una putita.

Octavio rió con una carcajada.

– Escupe – ordenó Amancio mientras la ofrecía la palma de su mano.

Natalia obedeció. Ajena ya a cualquier escrúpulo, reunió la numerosa saliva que tenía en la boca y la expulsó sobre la mano de su conserje. No acostumbraba a escupir, así que un hilillo de saliva quedó colgando de sus comisuras.

Amancio estampó la mano en la mejilla de la muchacha con un sonoro guantazo, y luego, en un acto de humillación insoportable, se vació sobre su cara. Pero ese no era el final. Una serie de bofetadas castigó duramente el rostro de Natalia, cubierto de saliva y esperma. Sin embargo, ella degustó la sensación como se disfruta de una barra de chocolate puro; amargo pero delicioso.

– Ugh… – gruñó ella al tragar accidentalmente un buen sorbo – Está muy espesa.

Amancio encaró a la joven hacia el miembro inflamado de su compañero, y tiró de ella para que alzara la cabeza, un segundo antes de que Octavio reventara de placer. Uno tras otro los chorros fueron estampándose contra la cara de la muchacha. El semen caliente corría por su rostro de ángel, y se estancaba en sus recovecos más profundos de su semblante.

Octavio usó su miembro para extender metódicamente la crema allí donde no hubiese llegado, hasta dejar a su vecina completamente embadurnada. Luego le dio dos palmaditas en la espalda, en señal de aprobación.

La joven agachó la cabeza, cerró los ojos y escuchó un tímido goteo. Se trataba del semen de aquellos dos indeseables cayendo de su cara sobre el suelo de su salón.

Y todo había comenzado por el deseo más puro y limpio al que puede aspirar una mujer: ser madre.

Sonrió, y no sabía muy bien por qué.

VII

Las puertas del ascensor se abrieron en el séptimo piso. Tomás se atusó el cabello, nervioso. Estaba seguro de querer dar el paso, pero no tenía tan claro el cómo debía hacerlo.

De repente escuchó una puerta cerrándose de golpe y unas voces masculinas que reían distendidamente. Sus pasos se dirigían hacia él y pronto se cruzarían.

– ¡Joder, en mi puta vida me había tirado a una puta como ella! ¡Una hembra tremenda! ¡Quién lo hubiera imaginado! – comentaba uno de ellos.

– ¡Y qué zorra! ¡Puedes pegarle, escupirle, follártela como a una perra y la muy puta siempre quiere más! …

– Yo creo que se corrió mientras se la daba por el culo…

Tomás apenas podía dar crédito a lo que oía. ¡Menudas palabras para referirse a una mujer! En ese instante, los tres hombres se encontraron en el pasillo. Tomás les saludó con un escurridizo “buenas noches” y los hombres le miraron con asombro. Los reconoció al instante: eran su vecino Octavio, el taxista, y el conserje Amancio. Los dos venían rascándose los genitales, y respondieron a su saludo con una abierta sonrisa.

En su piso habían sólo dos viviendas, la de Octavio y la suya, así que Tomás dedujo que, o bien habían contratado a una prostituta y la habían llevado a casa de Octavio, o bien los dos habían gozado de la compañía de Lorena, la esposa de Octavio. Tomás sintió escalofríos de sólo pensarlo, y descartó la segunda opción rápidamente. Nadie, ni siquiera su grosera vecina Lorena, podría caer en un acto tal de bajeza moral. No, la primera explicación debía ser la correcta; era igual de indecente pero más creíble.

– Cariño, ya estoy en casa… – Dejó las llaves sobre la mesilla de la entrada y cerró la puerta. Nadie le saludó –. ¿Cariño?

– En- enseguida estoy, Tomás…

La voz provenía del cuarto de baño. Tomás se acercó en silencio y encontró a su esposa saliendo de la ducha. Una pequeña toalla envolvía su cuerpo y tanto su piel como sus cabellos permanecían mojados. Estaba preciosa.

– Nelly, tengo que comentarte algo…

La tomó de la mano y la sentó en el bordillo de la bañera. Se arrodilló para estar a su altura.

– Soy estéril. Nunca tendremos un hijo por medios naturales. Las tres opiniones facultativas coinciden en ello…

Natalia abrió sus ojos azules de par en par.

– Pero aún así, no renunciaré a ser padre… a que seamos padres.

Tomás bajó la mirada un instante, tragó saliva y la volvió a levantar. Estaba a punto de llorar.

– He hablado con los médicos… y con el pastor. No me importa recurrir a cualquier método de reproducción asistida. Quiero tener un bebé… Contigo.

Un nudo se cerró en la garganta de la joven y apenas pudo respirar. Mil palabras se agolpaban en su boca pero ninguna se atrevía a salir.

– ¿Qué me dices?

¿Qué podía responder? ¡Por fin sería madre! ¡Lo había dado todo por arrullar a un bebé en sus brazos! ¡Su dignidad, su decencia, su buen nombre, su boca y su trasero! ¿Qué podría responder a su marido, que le ofrecía por fin una salida al pozo sin fondo donde había caído?

La respuesta de Natalia no pudo ser más contundente. Tomó a su marido por la nuca y le regaló el beso más apasionado que jamás había dado. Cientos de sentimientos, los más hermosos e inocentes, volaron de una boca a otra, llenando sus almas de calor. Luego se fundieron en un abrazo que duró horas.

Natalia lloró de alegría. Después de todo… ¿Podría ser feliz?

(c) Angelo Baseri

04072011