Corrupción de una Esposa - 01 (de 4)

Natalia y Tomás forman un matrimonio modelo, la pareja ideal, y la envidia del vecindario. Sin embargo, no todo en su vida es perfecto: Tomás es estéril y Natalia tendrá que recurrir a un viejo vecino para cumplir su único sueño imposible: ser madre.

EPISODIO 1 (de 4)

I

– Tengo una noticia buena y una mala, señora Olmos – señaló el ginecólogo mientras examinaba el resultado de las pruebas. Sus ojos parecían poco más que dos grageas tras sus gruesas lentes de botella, y se movían como pulgas saltarinas mientras leía con detenimiento el historial médico de su paciente.

Tosió antes de seguir hablando.

– ¿El señor Olmos no ha podido venir?

La joven maneó la cabeza, algo avergonzada. Aquel era el momento más difícil que Natalia Olmos había afrontado en su vida, y Tomás, su marido, no estaba para apoyarla.

– No, doctor. Usted sabe que siempre está muy ocupado con sus clases, asistiendo a seminarios, reuniéndose con el Consejo Escolar… Ser director de un Centro de Enseñanza deja muy poco tiempo para uno mismo.

Ni siquiera ella misma se creía esa excusa. Si su marido era el director del centro, ella era la coordinadora del área de Educación Física… Y estaba allí sentada, con el corazón en un puño y esperando lo peor.

– Bien – musitó el doctor. Se recostó en su sillón y cruzó los dedos sobre la mesa – Los resultados son concluyentes, señora. Usted no sufre ningún problema de fertilidad. No encontramos ninguna anomalía hormonal, ningún trastorno de ovulación ni la presencia de patógenos en sus Trompas de Falopio. Su estilo de vida sano, el deporte a diario y la dieta saludable son factores que le benefician de sobremanera. Está usted, en cuanto a la gestación se refiere, en la mejor etapa de su vida.

La chica abrió los ojos de par en par. Un sentimiento encontrado le estrujó el estómago. Tartamudeó antes de articular palabra.

– Entonces el problema es…

– Su marido, seguramente. Quizá el señor Olmos presente algún cuadro anómalo. Necesitaría hacerle algunas pruebas para completar un diagnóstico…

La joven agachó la cabeza y cerró los párpados. Su rostro era el de un cadáver: pálido, frío, inanimado. La sangre se había congelado bajo su piel. Estaba completamente paralizada.

– ¿Y si Tomás es… estéril?

– No hay por qué ponerse en lo peor, mujer. Podría sufrir algún trastorno reversible. Además, hoy en día hay multitud de procedimientos para vencer la esterilidad. ¿Conoce los métodos de reproducción asistida? – El doctor rebuscó en su cajón hasta encontrar un folleto explicativo – Quizá aún sea un poco temprano, pero no está de más que ojee este tríptico, comprenderá fácilmente qué es la Inseminación Artificial, la Fertilización in vitro o la Transferencia Intrafalopiana del gameto…

La chica aceptó el impreso por compromiso, y lo guardó en su bolso. Su hermoso rostro se había contraído en una contenida mueca de dolor, pero no soltó una lágrima. Era una mujer orgullosa.

El doctor comprendió que la infertilidad de su marido había sido peor noticia que la suya propia.

– Natalia – enfatizó el doctor. Era la primera vez que la llamaba por su nombre, captando así toda su atención – Entiendo que la esterilidad de un varón pueda suponer un golpe a su ego masculino, pero con amor todo se supera. A lo largo de mi carrera profesional he tratado a miles de parejas como la suya, y puedo asegurarle que, con voluntad y sacrificio, todo problema tiene solución.

II

Natalia Olmos aparcó su Smart naranja en el parking del viejo apartamento donde residía. Comprobó que el Toyota de su marido ocupaba el aparcamiento contiguo, así que Tomás le esperaba en casa.

Pulsó con miedo el botón del ascensor y recitó en voz baja la frase que había estado ensayando durante todo el trayecto: “Cariño, tenemos que hablar…”

¡Había sonado tan convincente hacía unos minutos! Pero a medida que se acercaba el momento, aquellas palabras perdían su sentido. Peor aún, resonaban en su cabeza como el cimbreo de un puñal asesino. ¿De dónde sacaría el valor para decirle verdad? ¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía opción…

¿O tal vez sí?

La puerta del ascensor se abrió en la planta seis. La suya. El crujido de sus zapatillas deportivas se amplificaba en aquel pasillo vacío.

Había pensado en cambiarse de ropa y salir a correr por la playa, o quizá darse un baño al atardecer. Eso siempre le ayudaba a tomar decisiones importantes. Sin embargo, y por primera vez en mucho tiempo, sentía miedo de quedarse sola.

Tenía que decírselo. La sinceridad y la comprensión eran las únicas llaves que podrían abrir la puerta de la esperanza. Juntos podrían hacerlo.

Estaba ante la puerta de su casa. Nunca le había parecido tan grande. Sus dedos se deslizaron al interior de su mochila, en busca de las llaves. Extrajo, sin embargo, su teléfono móvil, y tecleó como una autómata el número de su marido.

– ¿Cariño?... voy a tardar un poco, me he encontrado una amiga de la facultad que hacía años que no veía, y voy a tomarme un zumo con ella… ¿El médico…? Bien, ya te contaré… Yo también te quiero… adiós.

Colgó el teléfono y respiró profundamente, preguntándose si estaba haciendo lo correcto.

Con mucho sigilo, y sin perder de vista la entrada de su casa, llamó al timbre de su vecina Lorena, que vivía justo en la puerta de enfrente. Necesitaba contárselo a alguien y ella era su mejor amiga.

III

– ¿Vecinita? ¿Qué coño te pasa? Tienes muy mala cara, chiquilla…

Natalia ni siquiera esperó a que Lorena le invitara a pasar. De un brinco, se escurrió en el interior de la vivienda. No quería que Tomás descubriera su mentira y agravar así el aprieto donde se hallaba metida.

Lorena no era una amistad digna de la señora Olmos, según su marido Tomás.

Debía rondar los cuarenta y largos. Era rubia, y usaba el pelo corto, al estilo Cleopatra, más por comodidad que por estética. Lorena no dedicaba más de diez minutos al espejo. Natalia nunca la había visto arreglada, aunque imaginó que una buena selección de cosméticos multiplicaría su belleza de mujer madura. Y es que Lorena, pese a la edad y la dejadez, poseía un rostro bastante atractivo. Quince años atrás, debía ser una mujer muy sugerente.

Había sido ama de casa durante toda su vida. Se había dedicado en cuerpo y alma a su marido Octavio, taxista, y a sus tres hijos, ahora emancipados.

Natalia no dejaba de reconocer que su vecina era vulgar y malhablada, de costumbres zafias y aspecto campesino. De hecho, ¡la había recibido vestida sólo con un batín y un Malboro en los labios!

Por el contrario, Natalia era una persona cultivada, llena de inquietudes. Se había licenciado en Educación Física a los veintitrés años, y su vida laboral había transcurrido siempre en la docencia.

Las diferencias entre ambas resultaban llamativas, y era ese contraste lo que realmente agradaba a Natalia. El lenguaje rudo, la sinceridad hiriente y el exhibicionismo casi chabacano resultaban refrescantes frente al ambiente recargado donde se movía junto a su marido.

Con el tiempo, aquella vecina experimentada y grosera se convirtió en su mejor amiga, y en su único confidente. Un oráculo tan íntimo que ni su propio marido conocía su existencia.

– ¿Vienes del médico, verdad? – preguntó la mujer mientras devolvía su atención a la loza que le quedaba por fregar.

Era curioso que Lorena y su esposo, que vivían solos desde hacía algunos años, generaran tanta loza sucia.

– Sí, Lore…

– Con la cara que me traes, me parece que es tu marido el obispo el que está seco.

Los ojos azules de Natalia se abrieron de golpe. Pareció molestarse, pero luego sonrió. Era una manera de decirlo, no muy amable pero tan cierta como cualquier otra.

– Sí, Lore. El problema es de Tomás. Yo soy fértil.

De repente, Lorena estalló en una sonora carcajada. Sus risas retumbaron por toda la cocina, y se esparcieron por el resto de la casa como el fuego vivo en un granero. Sintió las contracciones en su estómago, tan fuertes, que se dobló sobre la mesa de la cocina. Pero, ni aún así, dejó de reírse.

La antipatía entre Lorena y Tomás era un sentimiento recíproco.

Poco a poco, entre suspiros, el oxígeno volvió a sus pulmones. Había reído tan libremente que tuvo que limpiarse la saliva con el antebrazo. Estaba despeluzada, con los ojos hinchados y el batín casi completamente abierto. Escurrió sus manos en el fregadero y se sentó junto a su vecina.

– ¿Y se lo has dicho ya?

La joven torció sus labios carnosos. Lorena extrajo un nuevo cigarro del paquete y lo encendió.

– ¿Qué piensas hacer? – le preguntó en un tono más serio.

Natalia se tragó el humo de su primera calada.

– Estoy en un callejón sin salida. Conoces a Tomás. Además de director, imparte clases de religión, ya sabes, se pasa todo el día en la Diócesis… La mayor ilusión de su vida es tener hijos, formar una familia. Esto puede ser un golpe muy grande… No sé cómo va a acabar todo esto.

– Pues muy fácil, mona. “Tomás, tus huevos no funcionan” Y punto – rió –. Y cuando se le pase la llantina lo llevas al médico y que le explique cuáles son las opciones.

– Pero es que no hay opciones…

Lorena esperó a que su vecina terminara de explicarse.

– Tomás es muy… creyente. No querrá someterse a un método de reproducción asistida… Lo hemos hablado cientos de veces pero está cerrado en banda. Si no podemos tener hijos de manera natural, sin injerencias, no tendremos ninguno. Ni siquiera adoptado.

– Vaya…

Lorena se levantó en silencio y abrió la despensa. Volvió a sentarse con una botella de coñac en las manos. Sin preguntar, sirvió dos vasos y esperó a que su vecina diera el primer sorbo.

– ¿Y si acudes al ginecólogo en secreto? Puedes preñarte con la leche de un donante y luego fingir que el niño es suyo…

– Lo he pensado, de veras, pero acabaría descubriéndome. No se trata de tragar una pastillita y punto. Hay que hacerse análisis, pruebas, acudir a la consulta… Llamarían a casa, algún conocido me vería entrando o saliendo de la consulta… ¡Y Tomás podría enterarse de que llevo en el vientre un hijo que no es suyo!

– Claro… – farfulló Lorena. Para alguien como ella, la estricta moral de Tomás resultaba incomprensible –. ¡Pero tienes veintiocho años! ¡No puedes renunciar a ser madre sólo porque a él no le dé la gana! ¡Tiene que haber alguna solución!

El vaso de Natalia ya estaba vacío. Sin detenerse a pensarlo, volvió a llenarlo.

– Yo… quiero tener un hijo, y quiero que Tomás sea el padre… Pero no todo puede tenerse en esta vida ¿verdad?

– ¿Y si quedaras preñada de otro hombre?

Los ojos azules de Natalia se abrieron como platos. El cielo podía verse en su iris.

– ¡Lorena, por favor!

– No, piénsalo. Tiene lógica. Te acuestas con otro tío, pasas un buen rato, y le exprimes la leche. Sigues manteniendo relaciones con tu marido y cuando aparezca la barriga, todos pensarán que es de Tomás. Tú tienes tu hijo, Tomás tiene su hijo, y asunto zanjado.

– ¡Tienes cada ocurrencia!

Lorena sonrió. Las arrugas que bordeaban la comisura de sus labios se acentuaron.

– Bien mirado, no hay razón para no hacerlo.

– ¡Sí, que quiero a mi marido y no puedo serle infiel!

– ¿Crees que el regalo que vas a hacerle, lo más bonito de la vida, vale menos que un par de revolcones de nada? ¡Fíjate bien, ni siquiera le estarías siendo infiel, lo haces por él, por su felicidad y por el bien de la pareja!

A medida que le escuchaba, Natalia encontró alguna verdad en las palabras de su amiga. Aunque a priori parecía una idea descabellada, en el fondo no era una opción descartable.

– Nunca podría hacerlo. Ni siquiera por él.

– ¿El qué?

– Ya sabes, acostarme con otro hombre. Tomás fue mi primer novio. Mi único amante. Casi esperamos a la noche de bodas para perder juntos nuestra virginidad. No conozco otro cuerpo que no sea el de él…

– ¡Qué bonito! – exclamó Lorena con sinceridad –. Olvida lo que he dicho. No me hagas caso. Somos diferentes. Yo no me pienso dos veces eso de darle gusto al coño, y me da igual con quien sea.

No había un ápice de arrepentimiento en sus palabras y eso sorprendió a Natalia.

– No puedo imaginarme con un desconocido, en la cama… – susurró la joven profesora –. ¿Y si alguien me descubriera? ¿Cómo podría explicárselo a Tomás?

– ¿Lo estás barajando en serio? – le preguntó Lorena. Ella no contestó –. Lo ideal sería que encontraras a alguien discreto y de confianza. Quizá alguien que conozcas, que mantuviera la boca cerrada cuando tú decidieras terminar la relación. ¿Un amigo íntimo, quizás?

– No conozco a nadie así.

– Ni siquiera tendría que ser atractivo. De hecho, es más adecuado un tipo del montón, quizá hasta feo. Sólo quieres su leche, no disfrutar con el polvo. Cuanto más desagradable sea el semental, menos culpable te sentirás al hacerlo.

La cabeza de Natalia giraba como la ruleta de la fortuna. Decenas de rostros masculinos se sucedían frenéticamente. Sintió vergüenza de sí misma, e intentó alejar aquellas imágenes de su pensamiento.

– ¿Y si te prestara a Octavio?

Natalia logró contener la risa.

– ¿Octavio? ¿Tú… me prestarías a tu marido?

– Bueno, eres como una hermana pequeña para mí… Quiero ayudarte. Y así podrás estar segura de que todo quedará en secreto. Si tú me lo pides, consentiré que te acuestes con mi marido – Lorena tragó saliva, y luego sonrió –. Bueno, hemos tenido tres chiquillos, y créeme cuando te digo que conserva la misma potencia que cuando tenía veinte años… Por él no habría problema.

¡Desde luego que no habría problema! A sus veintiocho años, Natalia debía resultar un manjar inalcanzable para el sexagenario Octavio. A buen seguro que estaría dispuesto a devorar cada rincón de su anatomía perfecta, moldeada en cientos de horas de duro trabajo en el gimnasio. No había un gramo de grasa injustificado a lo largo del metro setenta que medía. Sus pechos eran redondos y llamativos, jóvenes y erguidos, y sus nalgas duras como los cuartos de una yegua. Y es que Natalia, además de ser treinta años más joven que él, poseía una belleza tan rotunda que su esposa no tendría que pedírselo dos veces.

¿Pero, y ella? ¿Estaría dispuesta a acostarse con el viejo taxista?

Natalia había tenido la desgracia de verlo en acción. Sus maduros vecinitos eran poco reservados durante sus juegos más íntimos. La joven recordaba perfectamente aquella tarde lluviosa en la que se asomó al patio interior para recoger la colada, y pudo verlos a través de la ventana.

Octavio estaba de pié, desnudo. Afortunadamente, el marco de la ventana le cubría de cintura hacia abajo. Sin embargo, la escena no podía ser más grotesca: su brillante calva estaba empapada de sudor, y su poblado bigote se movía al ritmo de sus gemidos, mientras meneaba el cuerpo en un ritmo desacompasado. Su enorme barriga le asemejaba a un barrilete de cerveza, y parecía moverse con dificultad, tosiendo y ahogándose a cada instante. Mientras, la coronilla de Lorena bailaba entre sus piernas, en lo que Natalia consideraba como la felación más concienzuda que jamás había presenciado. La joven profesora no pudo vencer el asco y se retiró al instante.

– ¿Y todo quedaría en secreto? – preguntó con voz de corderillo asustado.

– Puedes confiar en mí. Te llevas el coño bien untadito en leche y nos olvidamos de esta historia para siempre. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

En ese momento recordó las palabras del doctor Ramírez: “con voluntad y sacrificio todo problema tiene solución”.

– Lo haré, esta misma noche – Miró el vaso vacío de coñac. Mañana estaría arrepentida – Será hoy o nunca.

“Voluntad y sacrificio…” ¡Cuánta razón llevaba!

IV

El día había sido muy duro. La crisis económica no perdonaba a nadie. El trabajador medio prefería ahorrar dinero y tomar la guagua en vez de utilizar el taxi. Y para un taxista aquello suponía la ruina, porque, tuviera o no carreras, él seguía consumiendo combustible. Y la gasolina cada vez costaba más cara.

– ¿Cariño, estás en casa?

Dejó las llaves en el cenicero de la entrada y se desabrochó la camisa. Hacía mucho calor y la tela estaba calada de sudor.

– Cariño, tengo un hambre de mil demonios. Me comería un cerdo por las patas. ¿Qué hay de cenar?

Cuando Octavio cruzó el recibidor, se topó de bruces con una grata sorpresa. Su mujer le esperaba apoyada en una de las columnas del salón. Llevaba el batín de seda abierto y no vestía más que un liguero de encaje, medias veladas negras y unos zapatos de tacón. Se había maquillado el rostro como sólo ella sabía hacer: base oscura, carmín chillón y ojos hundidos en una mixtura de colorantes.

Su marido sonrió con malicia. Lorena parecía una puta, una puta de carretera, y eso le excitaba.

Ella le miró con picardía antes de susurrarle:

– Te he preparado algo especial, cariño. Un buen plato de carne, poco hecha, como a ti te gusta. Sígueme al dormitorio.

Lorena se dio la vuelta en un gesto sensual. Octavio admiró su enorme trasero. Aquellas nalgas le abrieron el apetito.

Octavio se quitó la camisa y la lanzó contra el sofá. Ella se detuvo antes de entrar en el dormitorio y se giró hacia él, sus pezones se rozaron contra el velludo torso de su marido. Selló su boca con un beso y le habló al oído.

– Espero que no la devores de un bocado, pues me ha costado mucho preparártela.

Luego se hizo a un lado y Octavio pudo distinguir por fin el interior de su dormitorio. Jamás, en los años que le quedarían de vida, olvidaría lo que vio aquella noche.

Había una espléndida morena tumbada boca abajo sobre su cama de matrimonio.

No podía vislumbrar su rostro, pero sí su admirable trasero. ¡Y qué trasero! Templado en sus dimensiones, redondo y macizo, apenas velado por una tanga que lo separaba en dos. Octavio reconoció aquella prenda: pertenecía a un picardías que su esposa solía usar años atrás. Pero aquel trasero no era el de Lorena, desde luego. ¡En su vida había tenido delante un culo como aquel!

La muchacha alzó su colita, apoyando las rodillas sobre la cama. Octavio se fijó en su entrepierna. La tanguita recortaba perfectamente la silueta de su sexo, que parecía jugoso, lleno de carne.

Con una erección manifiesta, los ojos brillantes y saliva en los labios, se acercó a la cama.

– Bueno, cariño, ¿no piensas presentarme a tu amiguita?

En ese instante, el rostro misterioso de la joven se giró hacia el taxista. Octavio quedó convertido en sal.

– No hay por qué, querido. Ya la conoces.

Octavio tartamudeó.

– Na… ¿Natalia?

La había reconocido al instante, pero aún no podía creerlo. Aquel rostro femenino y aniñado era inconfundible. ¡Pero aún más lo era su cuerpazo! Hombros anchos y fuertes, piernas modeladas durante largas carreras por la orilla de la playa y unos brazos largos y bien definidos. Sí, aquel estudio de anatomía griega estaba en su cama, vestido con una tanga de encaje y un sujetador transparente.

¿Estaba despierto o se había quedado dormido en el taxi?

– ¿Natalia? ¿Es Natalia? – preguntó a su esposa. Sentía reparo en dirigirse directamente a la muchacha –. ¿Es para mí?

Su mujer se acercó por su espalda y le apretó el paquete. Hacía años que no lo sentía tan duro. Le mordió el lóbulo de la oreja y susurró:

– Nuestra vecinita casada es toda tuya para que hagas con ella lo que quieras, pero has de cumplir una única condición – sonrió con malicia –. Quiero que te corras en su coño. ¿Podrás hacerlo?

– Dalo por hecho… – rió él mientras avanzaba hacia su cena.

Nunca hubiera sospechado que su vecinita escondiera unos deseos tan sucios, más aún teniendo en cuenta que su marido era un hombre lleno de virtudes. ¡Se les veía tan enamorados! Sin embargo, Natalia estaba allí, en su cama, dispuesta a ser montada por su adiposo vecino. ¡Y delante de su propia esposa! ¡Qué insondable resultaba siempre la mentalidad de las mujeres!

Natalia miró de reojo al marido de su vecina, luego cerró los ojos. Aquella visión le quemaba la retina, bien por vergüenza, bien por asco. Meneó levemente el trasero, aún alzado, para disimular así sus reticencias.

Esperó el primer contacto, que no tardó demasiado. La mano abierta de Octavio se estrelló contra una de sus nalgas. La cachetada retumbó en las cuatro paredes del dormitorio. La carne apenas se movió, pero al instante su piel se tiñó de rojo.

– Esta zorrita tiene un culo muy duro…

Natalia miró a su amiga, indignada. Jamás había recibido un trato tan denigrante, pero no podía quejarse, pues Lorena se lo había advertido: “Mi marido es un macho, de los de verdad, y te tratará como a una puta asquerosa. No sabe hacerlo de otra manera.”

Encontró a Lorena sentada en un taburete, a los pies de la cama. Sus piernas abiertas reposaban sobre el cabezal y su cuerpo, echado hacia atrás, estaba dispuesto para el placer. La camisa abierta y los pechos hinchados, los dedos jugueteando hábilmente a lo largo de su lanuda vagina. Estaba masturbándose.

Arrebatado por la belleza de su vecina, Octavio se abalanzó sobre su trasero y se lo comió a besos. Parecía poseído. Sus dedos regordetes manoseaban y pellizcaban la retaguardia de la joven, pero la carne apenas cedía. No tardó en correr hacia un lado la tira del tanga.

La vagina de su siempre pudorosa vecinita apareció ante él. Su lengua áspera, y llena de saliva, recorrió los genitales de Natalia, empezando por el clítoris, y descendiendo hasta el jugoso agujerito que ansiaba penetrar.

– Eso es, cariño… chúpale el coño a esa puta… chúpaselo hasta que se corra…

Las sensaciones de Natalia eran extrañas, confusas. El tupido bigote de Octavio le hacía cosquillas en las zonas más sensibles de su cuerpo. Sentía la lengua de su viejo vecino abriéndose paso en su interior, relajando sus músculos internos, estimulando el aparato nervioso que comenzaba a responder a sus atenciones. Y, por primera vez en la vida, no era Tomás quién se relamía entre sus piernas.

Octavio puso fin a la limitada entrega de su vecina con una nueva nalgada.

– Eres una viciosa ¿verdad? Esto te gusta… ¿Eres mucha mujer para tu maridito?

Se dirigió directamente a ella. Después de haber bebido en sus entrañas, aquella hermosa mujer ya no le imponía tanto respeto.

Natalia dio un respingo al sentir como se abrían los corchetes de su sujetador. Sus pechos cayeron bajo su cuerpo, aplastándose contra la colcha. Se sintió desnuda y completamente a la merced de su indeseable anfitrión.

– Tu tito Octavio sabe como complacer a las perritas viciosas… Voy a enseñarte cuál es tu sitio…

Octavio se acostó a un lado, a su espalda. La tomó del hombro y la atrajo hacia él, levantando su torso y exponiendo sus hasta entonces ocultos pechos. Eran carnosos, y del tamaño justo para que la mano de Octavio no pudiera abarcarlos del todo. Sus pezones eran diminutos y elegantes, y parecían tan apetitosos como la ambrosía de los dioses.

El viejo taxista comenzó a mordisquear su cuello. Su boca esparcía un ligero tufillo a tabaco y cerveza. Natalia podía sentir la alfombra de vello que cubría el cuerpo de su vecino restregándose contra su espalda.

– ¡Menudas tetas tienes, Natalia! – Exclamó Lorena al ver el hermoso busto que poseía su amiga.

Y es que su marido no se cansaba de manosearlas, pellizcando sus pezones hasta verlos hinchados como el chupete de un bebé. Paseó su lengua a lo largo del cuello largo y aristocrático de la muchacha. El rastro de saliva llegó hasta sus mejillas.

Octavio estaba lamiendo su cara. ¡Era algo repulsivo!

Pero no se detuvo ahí. Mientras amasaba sus pechos con descaro, tuvo el atrevimiento de robarle un beso. Natalia apretó los labios al sentir el bigote de su vecino bajo su nariz. Luego retiró la cara.

– Dame un besito… anda.

Octavio la tomó del pelo y tiró de ella hacia atrás. En ese momento de descuido, le introdujo la lengua hasta la garganta. Natalia jamás se había sentido tan agredida. Cada rincón de su anatomía había dejado de pertenecerle, y estaba en manos de un vulgar donnadie.

– Chúpame la lengua, vecinita.

Ella lo miró asustada. Los gruesos labios de su amante se separaron, y Natalia pudo ver su lengua. Era gorda, llena de rugosidades. Nunca hubiera imaginado verse en tal tesitura, y menos aún reaccionar como iba a hacerlo.

Abrió la boca y chupó su lengua.

– ¡Azótala, cielito! ¡Dale fuerte hasta que le duela!

La orden de Lorena fue cumplida al instante. Octavo soltó el hombro de Natalia, dejándola caer de nuevo boca abajo sobre la cama, y se concentró en calentar convenientemente las nalgas de la muchacha.

Antes de recibir el primer golpe, Natalia relajó sus posaderas.

– ¡Ah! – chilló. Era la primera vez que abría la boca en toda la noche.

Otras dos violentas nalgadas cruzaron su trasero, mientras Octavio, acostado a su lado, sonreía y le dedicaba toda clase de obscenidades. Por alguna razón, aquel desprecio al que estaba siendo sometida no era tan perturbador como esperaba. Quizá el alcohol tuviera la culpa, o quizá el deseo por engendrar un niño o, por qué no considerarlo, le fascinaba el verse reducida al juguete de un matrimonio maduro.

Octavio siguió castigándola hasta que las preciosas nalgas de la profesora quedaron al rojo vivo. Las huellas dactilares de Octavio se habían grabado a fuego en su piel.

Como un artista orgulloso de su obra, el taxista separó las nalgas de Natalia y ofreció a su esposa una completa panorámica de la intimidad de su vecina. La visión pareció embravecer a Lorena, que aumentó gradualmente el ritmo de sus caricias.

La lengua de Octavio dibujó el contorno de su ano, y Natalia sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Jamás había considerado aquel orificio como parte del ritual reproductivo. La sensación le resultaba extraña, pero no desagradable del todo.

– Oh… – suspiró entre las sábanas.

Octavio separó los labios vaginales de la joven y escupió en su interior. El charco de saliva se filtró entre sus pliegues. Luego lo esparció a lo largo de su orificio con el dedo y la lengua.

Las manos, rudas y endurecidas, de Octavio la agarraron por el cabello. Maniató su cabeza, ladeándola de un lado a otro, usándola como una marioneta.

– Ya es hora de que conozcas a un hombre de verdad, vecinita. Voy a darte de comer aquello que tanta falta te hace.

– ¡Sí, chúpale la polla, Natalia! ¡Chúpasela bien!

Octavio se situó frente a su rostro, de rodillas sobre la cama. Ella, que seguía acostada boca abajo, se incorporó levemente hasta que la pelvis de su vecino quedó a la altura de su boca.

Estaba nerviosa por dos motivos: El primero era que pronto aparecería ante sus ojos el miembro viril de Octavio y el segundo era que apenas había practicado el sexo oral. Durante los encuentros íntimos con su marido, quedaba proscrito cualquier acto vejatorio para el otro cónyuge. La felación era uno de ellos. Natalia no recordaba bien el número de veces que había besado el miembro de su esposo, pero estaba segura de que podían contarse con los dedos de una mano.

– Sácame la polla.

Ante el requerimiento de su amante, Natalia le desabrochó los botones del vaquero. Su pequeña manita palpó a tientas en el interior de sus calzoncillos. El lugar estaba caliente, sudado, y una frondosa selva negra crecía libre a lo largo de su pubis y su bajo vientre. El olor a hombre abofeteó sus fosas nasales. ¡Aquel viejo era tan diferente de su marido!

Y encontró lo que buscaba. El miembro de Octavio estaba rígido, hirviendo. Sintió el glande inflamado, húmedo bajo el capuchón de piel. Lo agarró con firmeza y lo sacó al exterior. Aquel pellejo hinchado apareció ante sus ojos, a un palmo de su cara.

Hasta aquel momento, el miembro de su marido era el único que conocía y nunca le había dado la importancia que merecía. Sin embargo, ahora, que encontraba un término comparativo, valoraba el imponente tamaño de su virilidad. A su lado, el pene de Octavio le parecía bastante pequeño.

Empujándola por el cabello, el taxista obligó a su vecina a engullir su sexo. Ya estaba en su boca. No había vuelta atrás.

– ¡Oh, sí! – exclamó satisfecho.

La lengua de Natalia se movía con la timidez de una primeriza, desde la base hasta la cabeza, aún cubierta por la piel. Decidió centrarse en el glande. Oprimiendo los labios consiguió extraerlo del capullo. Estaba sucio, pegajoso, y desprendía un olor ocre que Natalia no acertaba a calificar. Ante un impulso de su amante, el pene se enterró casi completamente en el interior de su boca.

– ¡Ugh!

– ¡Eso es, trágatela entera!

Sintió el glande palpitando en el interior de su garganta. Su cara se hundió en la maraña de pelos, negros y rizados, que cubrían los bajos de su vecino, y allí permaneció durante varios segundos. Mientras la joven aguantaba la respiración y se esforzaba por no ceder a las arcadas, Octavio cruzó una mirada satisfecha con su esposa, que debía rondar el borde del orgasmo.

El taxista soltó su presa y ella se retiró, como impulsada por un resorte. Un hilillo de saliva le seguía uniendo al miembro de su vecino. Respiró aceleradamente, intentando recuperar el resuello, pero Octavio no se lo permitió. Con un tirón de cabellos, volvió a clavarse en su garganta.

Natalia comprimió los músculos de su boca para suavizar el efecto invasivo. Y temió por su integridad, cuando Octavio comenzó a maniatar su cabeza para estimularse con el rozamiento. Aprisionada por el cogote, la joven era un pelele a manos del viejo, que la zarandeaba de un lado a otro, buscando el placer en los confines más inexplorados de su garganta.

– ¡Abre los ojos vecina, y mírame a la cara!

La chica escuchó la voz temblorosa de Lorena. Le costó obedecer, pero no se arrepintió.

– ¡Mírame mientras le chupas la polla a mi marido, puta asquerosa!

Los ojos azules de Natalia se cruzaron con los de la madura ama de casa, que no pudo soportarlo. Casi al instante, inundó sus entrañas con un rotundo orgasmo.

Octavio se tendió sobre la cama y se quitó los pantalones. Sintió algo de pudor en mostrar su grotesca anatomía a una mujer como Natalia, pero, al fin y al cabo, ella le estaba practicando una felación. Era ella quien debía avergonzarse.

Natalia seguía a cuatro patas, a un lado de Octavio, formando una T con su cuerpo. En aquella postura, con el viejo taxista abierto de piernas, su carne desparramada por la cama y su velludo cuerpo totalmente desnudo, aún resultaba más repulsivo, y su miembro más pequeño.

Él la volvió a tomar por los cabellos y la acercó a su entrepierna. Natalia abrió la boca y se la tragó entera. Agarró el miembro por la base y chupó su glande con fuerza, concentrando toda la sangre en el extremo superior. Después comenzó a masturbarlo.

Octavio se la arrebató de las manos, para golpearle las mejillas con ella. Luego la paseó por su rostro de muñeca, embadurnándola de saliva, diluyendo el maquillaje que con tanto esmero había aplicado su mujer. Ella le acarició los testículos, que eran grandes y estaban henchidos de semen, la semilla de su esperado retoño.

Aunque era de brazos cortos, Octavio pudo alcanzar la entrepierna de su vecinita. Sus dos dedos se pasearon entre los pliegues de la muchacha, recorriendo a placer toda la extensión de su rajita. Percibió un calor húmedo brotando de sus entrañas.

– ¡Oohh! – suspiró Natalia, que comenzaba a excitarse.

Los dedos de su vecino chapoteaban en el interior de su sexo. Costaba creerlo pero era cierto.

Mientras Octavio se divertía con su intimidad, ella seguía concentrada en su masaje oral. Estaba ansiosa por extraer su semen e impregnarse con él. Contagiada por el ritmo de la penetración dactilar a que estaba siendo sometida, Natalia comenzó a masturbar a su viejo vecino. El pene casi desaparecía en el interior de su puño. Pensó que estaba siendo demasiado impetuosa, pero Octavio no se quejó. Seguía machacándola con rabia, como si la vida le fuera en ello.

Los ojos de Lorena se iluminaron al ver como su vecina se desinhibía, y comenzaba a menear su trasero al compás de las caricias de Octavio. Parecía dispuesta para ser tomada.

Octavio le arrancó el miembro de las manos, justo a tiempo, pues estaba a punto de eyacular.

– ¡Súbete, zorra! ¡Sírvete tú misma!

Natalia se sentía incómoda llevando la iniciativa, pero no podía pedir más a un viejo tan gandul y obeso. Ella se incorporó lentamente. Aún llevaba el sujetador enganchado al cuello y la braguita corrida a un lado. Le rodeó con las piernas e hizo el ademán de sentarse sobre su pelvis, pero la voz de Lorena le detuvo.

– Así, no – le reprendió –. Date la vuelta, quiero verte la cara mientras te folla.

La joven no comprendió los deseos de su amiga, y Octavio no tenía paciencia para explicarle. La tomó por la cintura y la giró hacia su esposa, de modo que Natalia y él quedaron encarados hacia los pies de la cama, justo donde les contemplaba una sudorosa Lorena.

Natalia no conocía aquella postura, a decir verdad casi no conocía ninguna diferente al misionero . Tomó el sexo de su vecino y lo masturbó con fuerza, hasta que recuperó su firmeza. Con la otra mano separó sus labios vaginales, y se dejó caer sobre Octavio. Observó como la carne de otro hombre se adentraba en sus profundidades.

Sintió los testículos de Octavio aplastándose bajo su peso. Estaba ensartada. Toda ella era humedad, una humedad cálida y aventurera, que por primera vez se entregaba a un hombre que no era su esposo.

– ¿Está dentro? ¿La sientes? ¿Te estoy follando, puta?

Sus ojos entrecerrados se clavaron en los de su vecina. ¡Tenía tanto que agradecerle! ¡Se sentía tan sucia, y tan llena a la vez!

– ¡Oh, sí! – contestó entre dientes.

– ¿Te estoy follando?

– Sí, oh, sí… – susurró –. ¡Me estás follando!

Pronto adoptó la postura más cómoda para la penetración, apoyando la planta de sus pies y la palma de sus manos en el colchón. Octavio ya estaba bombeándola.

– ¡Pajéate, morena! ¡Vamos, quiero ver cómo te corres!

Natalia lamió sus dedos y comenzó a tocarse, con delicadeza. Pero sus poderosas piernas no pudieron soportar los envites de Octavio. Él la penetraba con fuerza, sin piedad

Ante los empujones de su vecino, decidió ladearse ligeramente y descargar todo el peso de su cuerpo en el lado derecho. Estaba gratamente sorprendida por la potencia y la resistencia de aquel viejo desagradable.

Reparó en que sus labios vaginales se abrían cada vez que Octavio empujaba hacia su interior. Su cabellera negra ondeaba como una bandera en noche de tormenta y todo su cuerpo estaba cubierto por una delgada película de sudor.

Se sentía tan excitada como en su noche de bodas.

– ¡Sigue, oh, sí! ¡Fóllame, fóllame fuerte! ¡Fóllame hasta el fondo!

Los flecos más salvajes de su melena se adherían a su rostro embriagado y su mandíbula se contraía hasta hacer chirriar sus dientes. Sus preciosos pechos rebotaban al ritmo de sus brincos, mientras sacudía las caderas para facilitar la penetración. El movimiento de sus piernas abiertas se asemejaba al revoloteo de una mariposa en verano.

Sus dedos restregaban su clítoris con tanta violencia que creyó ver saltar chispas de fuego a su alrededor. Nunca se había tratado con tanto menosprecio, y le gustaba. Un torrente de descargas eléctricas, surgidas en el corazón de su entrepierna, recorrió todo su cuerpo. Las terminales nerviosas se inflamaron, sus músculos se convulsionaron, y una tromba de fluidos seminales inundó sus entrañas. El placer más puro se adueñó de su ser. Aquel fue el orgasmo más poderoso que había disfrutado en la vida.

– ¡Me corroooo, dioooos! ¡Qué deliciaaaa!

– ¡Córrete puta, córrete para nosotros!

– ¡Oh siiií…!

La joven chilló como un cordero a las puertas del matadero. Su voz aguda nacía del estómago, y parecía rota, borracha de placer.

V

– No, mamá, esta noche no podremos ir a verte. Natalia me advirtió que tardaría un poco en llegar…

Tomás intentaba mantener una conversación por teléfono con su madre, pero los alaridos provenientes del apartamento del al lado apenas le dejaban escuchar.

– Sí, mamá. Los vecinos. Ya sabes cómo son.

Estiró el cable del teléfono y se acercó a la pared. Al otro lado de aquel tabique se encontraba el dormitorio del taxista y su avejentada esposa.

Mandó callar a su madre y agudizó el oído.

“¡Oh, me corro!” creyó entender. Era una voz joven y muy femenina. “¡Dámelo duro, oh sí, hasta el fondo!”

Tomás arqueó una ceja, incrédulo.

– Esa voz… ¡Sí, me suena! – Exclamó – Debe ser una de las putas de ese taxista. Se las trae a casa cuando su esposa está fuera ¡Qué desvergüenza!

Hizo una pausa para escuchar el comentario de su madre.

– ¡Sin duda, mamá! ¡Criar una niña para que acabe follán… con ese tal Octavio! ¡Buf! ¡Es repugnante! ¡Zorras lujuriosas! ¡Dios sabrá juzgarlas como se merecen!

Tras un empalagoso cruce de besos, Tomás se despidió de su madre y colgó el teléfono. Subió el volumen de su televisor, pero no había forma de ahogar aquel concierto de gritos y gemidos. El chirrido metálico de la cama parecía tan cercano como el tictac de su reloj de muñeca.

Aquella joven parecía gozar como una bestia en celo. Se imaginó la escena y no pudo evitar excitarse. Luego se culpó por ello. ¡Pobre Natalia! ¡Ella era tan decente, tan entregada, y él fantaseando con prostitutas de barrios marginales!

Tras el orgasmo, Natalia se dejó caer, exhausta. El miembro de Octavio se escurrió hacia el exterior, y ella observó su vagina. Sus ojos parecieron saltar de sus cuencas. ¡Estaba chorreante de semen!

Se levantó lentamente. Estaba agotada. Algunas gotas de esperma se precipitaban por la cara interna de sus muslos, pero el resto había quedado en su interior. Por fin la habían inseminado.

Lorena, tan desnuda como ella, se acercó a la cama. Su rostro estaba embebido de lujuria.

– Cariño – la llamó Octavio –. Pasa la aspiradora.

Lorena lustró con su lengua el miembro de su esposo, hasta dejarlo brillante. Natalia la miró asqueada. Se fijó en los restos pegajosos que colgaban de sus comisuras. Sin duda el semen de Octavio era más espeso, amarillento y oloroso que el de su marido.

La desvergonzada ama de casa avanzó a cuatro patas, como una perrita dócil, hasta quedar frente a su vecinita. Entreabrió sus labios, para que Natalia pudiera entrever el buche de esperma que aún guardaba en su boca. El jugo lechoso de Octavio se había mezclado con la saliva, convirtiéndose en una bebida nauseabunda. La joven se retrajo, pero Octavio la tomó por el cuello, imposibilitando su huída, y le taponó la nariz.

Al poco, y pese a su resistencia, Natalia se vio obligada a abrir la boca para respirar, momento que aprovechó Lorena para escupir el espumarajo en su interior. Ella meneó la cabeza, consiguiendo que parte del líquido se derramara, pero no vio más opción que tragarse el resto.

Y así descubrió el sabor de un hombre.

– ¿Está bueno? ¡Tengo más!

El matrimonio rió despreocupadamente y los tres se tendieron en la cama, desnudos, sudorosos, exhaustos y relajados.

Era el momento de la reflexión, el autoengaño, el arrepentimiento y las disculpas.

VI

El silencio había durado más de quince minutos. El aire olía a sexo. El sudor condensado, el calor corporal y el aliento de aquellas tres personas habían generado una atmósfera muy pesada, exclusiva de aquel dormitorio.

Natalia quería marcharse, pero no encontraba fuerzas para moverse. Temía retornar a su mundo, dormir en la misma cama que su marido. Estaba en una especie de shock, incapaz de asimilar todo lo que había vivido esa noche.

Miró el reloj de su muñeca. Era muy tarde y Tomás, aunque era un marido paciente, debía estar haciéndose preguntas.

Se arrastró sobre los cuerpos desnudos de Octavio y Lorena, y se sentó al borde de la cama. La voz de Octavio sonó a su espalda.

– Nunca hubiera imaginado que nuestra vecina pudiera ser tan… abierta – comentó con una sonrisa socarrona –. No, en serio, siempre pensé que estabas loquita por tu maridito modelo, que no eras de esas que buscan polla en la casa del vecino.

El bofetón retumbó en la quietud de la noche. Octavio se restregó el cachete, intentando aliviar el dolor.

– ¡Eres todo delicadeza, por favor! – le espetó su mujer mientras se sacudía la mano. A ella le había dolido más que a él. – Nuestra vecina Natalia quiere quedarse embarazada, y buscaba un donante discreto y de confianza que le proporcionara la leche. ¿O es que te creías que estaba por ti?

Octavio cambió el gesto, luego rió.

– ¿Te digo la verdad? Me da lo mismo. Cuando quieras, podemos repetirlo – comentó –. La pregunta es si ésta es la mejor manera de quedarte preñada.

Natalia se levantó lentamente y se dirigió a la cómoda donde había dejado la ropa.

– ¿A qué te refieres? – le preguntó mientras se ponía el sujetador que había traído.

– Bueno, vivo frente a tu casa, nos veríamos todos los días. Tu criarías mi hijo… no creo que sea una situación deseable.

– Podríamos mudarnos… – pensó Natalia en voz alta –. En cuanto me quede embarazada, le advierto a Tomás que éste no es lugar para educar al niño. No creas que me costará convencerlo.

– ¡Tal vez, pero aún sabrías que el niño es mío!

Natalia se puso las bragas y luego el vaquero. No deseaba mantener su pubis depilado más tiempo a la vista de sus vecinos.

– ¿A qué te refieres, cariño? – preguntó por fin Lorena.

– Bueno, sería más cómodo si quedaras preñada y no supieras con seguridad la identidad del padre. Te ahorrarías muchos problemas. Piénsalo.

Natalia lo miró asombrado. Indudablemente, su viejo vecino tenía razón. No había tenido tiempo de adelantar las consecuencias de sus actos. El alcohol y las ganas de ser madre habían obnubilado su buen juicio, y Octavio estaba devolviéndole a la tierra.

– ¿Cómo podría hacer eso?

Octavio rió.

– Bueno, podrías follarte a varios tíos a la vez…

Miró a su esposa y ésta le devolvió un gesto cómplice. Se levantó de un salto y sirvió dos copas de coñac. Lorena no pudo reprimir la carcajada.

– ¿Varios hombres?

Aquella historia se tornaba cada vez más enrevesada y oscura. Natalia se sintió mejor cuando terminó de vestirse.

– Soy taxista, conozco a mucha gente. Tengo mis contactos, y podría organizar algún encuentro para ti… ya sabes, tú y varios tíos...

La boca de Natalia estaba abierta de par en par. No daba crédito a lo que estaba oyendo.

– Si quieres, Octavio podría reunirte un puñado de voluntarios – se ofreció Lorena –. Todos desconocidos, ajenos, sin nombre ni rostro. Cuando quedes embarazada habrás conocido tanto macho que no tendrás idea de quién puede ser el padre. Eso lo haría todo más fácil.

Las finas cejas de Natalia parecían clavadas en medio de la frente. ¿De verdad le estaban invitando a mantener relaciones con varios hombres a la vez? ¿Pretendían, no sólo que fuera repetidamente infiel a su esposo, sino que además se entregara a la peor degradación que pudiera imaginar una mujer?

– Creo que no, gracias. Esto ha sido un error. Será mejor que lo olvidemos.

Se dirigió a la salida. La posibilidad de haber quedado encinta en un único encuentro era muy escasa, y quizá lo prefería así. Todo había sido una locura irrefrenable, producida seguramente por un exceso de hormonas. El resultado no podía ser más revelador: le escocía el trasero, el semen de un viejo detestable hervía en su vientre y el paladar le sabía a esperma.

Recordó el orgasmo que había sentido y le temblaron las piernas. ¿Habría alcanzado el punto de no-retorno? ¿Sería capaz de detenerse a tiempo?

Todo el placer que había sentido le volvía convertido en culpabilidad. Estaba decidido, y no podía ser de otra manera: su aventura había empezado y terminado allí, en la cama de su vecina…

O quizá no…

(c) Angelo Baseri

27-06-2011