Cornudo y dominado (2)

Por fin pude convertirme en cornudo gracias a mi mujer.

CORNUDO Y DOMINADO (II)

Cuando al día siguiente desperté, Cristina ya no estaba en la habitación. Una nota suya sobre la mesilla me informó de que pensaba pasar el día en la piscina, lugar al que me encaminé bien aseado y perfectamente desnudo. No me sorprendió encontrarla allí, acostada en una tumbona junto a David. Tomaban el sol mientras charlaban animadamente. Cuando me vió, Cristina me pidió con la mano que me acercase.

-Cariño, éste es David, de quien ya te he hablado – nos presentó -. David está de acuerdo en todo. Esta noche lo haremos. Tú podrás mirar y pelártela en un rincón, pero nada más, ¿de acuerdo? – me preguntó.

-De acuerdo – respondí. Visto de cerca, el cuerpo del chico aparecía si cabe más impresionante, moderadamente musculado y joven.

-¿De verdad estás de acuerdo con todo esto? – me preguntó él, educadamente. Le respondí que sí y me acosté en una tumbona junto a ellos, muy avergonzado después de haberle dado permiso a otro tío para que se trajinase a mi mujer. Mientra mi cuerpo respondía al calor del sol regalándome toda clase de morbosas sensaciones, ellos hablaban de mí como si yo no estuviese delante. El hecho de ser irrelevante y de sentirme humillado anticipó de alguna manera mi vértigo; el hecho de estar siéndolo en un lugar público, desnudo por completo, disipó todas mis dudas: me gustaba mi nueva condición de cornudo consentido y mirón.

-No entiendo a tu marido –escuché que le decía David a Cristina-. Si yo tuviese una tía tan buena como tú, me dedicaría a follar, no a machacármela mirando cómo otros se la follan.

-Eres demasiado joven para entenderlo –le respondió ella-. Nos queremos tanto porque somos la pareja perfecta: a mí me gusta exhibirme y a él mirar cómo lo hago. Creo que toda la vida ha sido así, que siempre le ha gustado más pelársela mirando pelis porno que hacerlo, pero hasta ayer no se había atrevido a proponerme que le pusiese los cuernos. En el fondo, para él es una liberación. Ya me entiendes – esto último lo dijo sonriendo-: a partir de ahora podrá dejar de fingir y dedicarse a lo que más le gusta: mirar y machacárela.

David se encogió de hombros sin comprender, pero aceptando el alegato de Cristina. Yo estaba asombrado de lo mucho que mi mujer me conocía y amaba. En ningún momento me sentí despreciado; cornudo y dominado sí, incluso sexualmente humillado si cabe, pero despreciado jamás.

Dedicamos el día a tomar el sol y a mantener conversaciones intrascendetes. Concluí que Cristina había sabido escoger al hombre que iba a hacerme cornudo: joven, guapo y respetuoso, pero a la vez firme y viril. Hacia el mediodía decidieron tomar algo fresco en el chiringuito.

-Tú quédate aquí cuidando las toallas, cariño mío –me dijo Cristina, dedicándome una enorme sonrisa llena de afecto y consideración. Me sentí en la gloria cuando, de camino, David acarició descuidadamente el culo de mi mujer.

¡Fóllatela, fóllatela y hazme cornudo!, pensaba yo, presa de una gran excitación que me obligó a tumbarme boca abajo una vez más para dismular la erección que se avecinaba. El roce de la tela, aunque leve, estuvo a punto de hacerme eyacular, cosa que hubiese lamentado; fue en ese momento cuando me conjuré para no correrme nunca más sin permiso de mi mujer, y supuse que a ella le gustaría comprobar hasta qué punto me había vuelto cornudo. Cuando se lo dije, le encantó la idea y llegó a mejorarla advirtiéndome de que, en adelante, sólo podría correrme viendo cómo otros se la follaban.

Por la tarde, Cristina me pidió que alquilase una cámara de vídeo, trípode y material de grabación.

-Así, cuando volvamos a casa, podrás pelártela desde el sofá del salón –me dijo-. Además, quiero que quede constancia fehaciente de que consientes con todo esto, por lo que pueda pasar.

Obtuve cuanto necesitaba en la tienda del hotel y dediqué el resto de la tarde a familiarizarme con los aparatos y a preparar el escenario. Ubiqué la camara en un rincón de la habitación, obteniendo una panorámica más que aceptable de la cama de matrimonio. A última hora de la tarde, Cristina subió para decirme que había quedado con David a las once. Encargamos la cena al servicio de habitaciones y después ella empezó a arreglarse.

-Es curioso que te vistas a estas alturas, cuando llevamos una semana viviendo y durmiendo desnudos –comenté.

-Es que quiero estar lo más guapa posible –dijo Cristina-. Al fin y al cabo, no todos los días se acuesta una con un hombre como David.

Pude notar que mi mujer estaba nerviosa, después de todo. Tanteé el terreno propusiéndole que nos volviésemos atrás (a pesar de no quererlo hacer), pero ella respondió que ni loca, que una oportunidad como ésta no la iba a dejar escapar.

-Porque cuando volvamos a casa, todo volverá a la normalidad, y quiero aprovechar el momento al máximo –añadió.

-¿De verdad quieres que todo vuelva a la normalidad? –pregunté.

-No lo sé. ¿Y tú?

-A mi no me importaría repetir –confesé, algo atribulado. En realidad, no estaba seguro de que a mi mujer le gustase la idea. Ella sopesó mis palabras a mitad de camino entre la sorpresa y la incredulidad.

-¿Quieres decir que no te importaría que me acostase habitualmente con otros hombres?

-Si puedo mirar, no –respodí.

Cristina se sentó en la cama y me contempló con expresión interrogante; de algún modo, también ella se sentía en un territorio desconocido.

-¡Vamos a ver! –exclamó muy resuelta-. A ti no importa que folle con otros hombres, siempre que puedas pelártela mirando desde un rincón, ¿no es así?

Asentí con la cabeza. Estaba desnudo y no hice nada para controlar una nueva erección: ya estaba habituado a empalmarme escuchando cómo mi esposa habñaba de follar con otros hombres.

-Me parece bien –sentenció, solemne-. Pero ha de quedar claro que tú no puedes acostarte con nadie; es más, que ni siquiera podrás compartirme con el hombre que se me folle. Deberás, en todo caso, seguir mis indicaciones al pie de la letra, pero nunca podrás penetrarme por lo menos hasta quince días después de haber sido cornudo. Durante ese intervalo de tiempo, ni siquiera dormirás en mi misma cama. Y cuando quieras aliviarte, pondrás el vídeo y te la machacarás viendo cómo se me han follado, ¿de acuerdo?

-De acuerdo –respondí automáticamente.

-Y que quede claro que todo esto me lo pides tú. Luego no me vengas con ataques de celos ni monsergas por el estilo, ¿vale?

-Vale – accedí, con mi errección agrandándose por momentos.

-Vamos a pasarlo muy bien los dos, ya lo verás –me dijo Cristina, dándome un beso en la mejilla y regalándome algunas de sus mejores sonrisas. Ambos estábamos exhultantes y comprometidos.

Mientras ella se vestía, me dediqué a imaginar a mi mujer lamiendo una enorme polla –no específicamente la de David, aunque podía serlo- lo que me excitó de nuevo, a pesar de que hice cuanto pude para evitar tocarme, ya que quería reservarme para lo que había de venir.

Cristina se puso muy guapa, sin maquillar, pero bronceada, con una faldita de vuelo a cuadros y un top blanco muy ajustado que marcaba maravillosamente sus pechos. Su cabello, ligeramente ondulado, caía graciosamente sobre sus hombros. Mientras la miraba, escuché que llamaban a la puerta y supe, mientras Cristina me miraba, que ya no aguantaba más, que estaba deseando, ya con auténtica desesperación, verla manoseada y follada por otro hombre. Necesitaba verla folladita y penetrada.

-Seguro que es David – dije, corriendo a abrir la puerta. Y lo era. También había venido vestido, con unos pantalones de algodón blancos y una camiseta azul cielo que destacaba su formidable bronceado. Era un hombre impresionante, y me congratulé de que alguien como él me hicese cornudo.

-¡Qué ganas tenía de que llegases! –exclamó Cristina-. Estás guapísimo. ¿Te gusta cómo me he vestido para ti? – preguntó, girando sobre sí misma para ofrecerle una perspectiva completa de su cuerpo. A mi entender, la pregunta era innecesaria, ya que David la devoraba con la mirada, observando con auténtica fruición su culo y sus tetas.

-Tú siéntate allí, cornudo mío – me dijo Cristina con cariño señalándome una silla que había en un rincón -. Mientras nosotros nos calentamos, tú puedes masturbarte si quieres. Cuando te haga una señal, te acercarás e introducirás el pene de David en mi coño para que se me folle.

Obedecí desnudándome al instante sentándome en la silla. Cristina no perdió el tiempo y se lanzó sobre el chico como una loba. Empezaron a meterse mano y a acariciarse de forma salvaje, David prácticamente arrancó el vestido de mi mujer mientras ella le quitaba los pantalones. En momento dado, Cris se arrodilló ante él.

-Ahora voy a chupársela como jamás has imaginado – me dijo, en tono desafiante, mirándome directamente a los ojos, y le bajó de golpe los calzoncillos. El falo de David, erecto, golpeó con violencia en la cara de mi mujer. Ella se lo metió en la boca inmediatamente y comenzó a chuparlo hambrienta y con auténtica deseseperación.

Yo nunca había visto a Cristina en semejante estado. Se puede decir que su coño chorreaba, y ni siquiera le habían excitado el clítoris. Agarraba la tranca de David con las dos manos mientras se la metía en la boca tanto como podía, lo que no era mucho si tenemos en cuenta el tamaño de verga semejante. Al verla así, tan cachonda y puta, arrodillada ante su macho y desesperadamente lubricada, no pude conterme por más tiempo y me corrí por primera vez entre gemidos inaudibles.

Cristina y David retozaban en la cama, tocándose, chupándose y acariciándose mutuamente. Durante un rato me sentí olvidado en mi rincón, pero nuevamente erecto, hasta que por fin Cristina me pidió que lo hiciese.

-Ahora cornudo mío –me dijo mirándome a los ojos-. ¡Méteme ahora esta enorme polla en el coño!

Obedecí inmediatamente. Mi mujer se puso a cuatro patas y yo agarré el miembro de David, duro y suave, desde su base. Cristina me ofreció su vagina y yo me encargué de introducírselo casi por completo, entre los grititos de placer de mi esposa. Después me retiré de nuevo a mi silla, satisfecho, mientras ellos seguían dándole que te pego.

Observé que Cristina había dicho la verdad: sus cuerpos estaban hechos para gozar el uno del otro, tan hermosos en la penumbra de la habitación. David embestía con potencia gimiendo de placer, mientras la puta de mi mujer, que se había metido el dedo pulgar en la boca, gritaba cada vez con más violencia. Permanecí extasiado observando la perfecta armonía de las penetraciones, sintiéndome un cornudo consentido y mirón, además de agradecido, y masturbándome hasta eyacular dos veces más. Luego empecé a cansarme, ya que desde mi silla únicamente veía la polla de David entrando y saliendo de mi mujer, y empecé a desear ser yo quien la metiese, aunque sabía, y eso había quedado muy claro, que no podía ser.

Cuando en un momento dado los gritos y la velocidad de las penetraciones aumentaron, comprendí que David estaba a punto de correrse.

-¡Este semental está partiéndome en dos! –gritó Cristina, un momento antes de que David descargarse sobre ella una carga importante de esperma. Después de eso, aún tuvo fuerzas para embestir un par de veces más antes de caer rendido en la cama.

Durante un rato permanecimos los tres en completo silencio, yo (debo decirlo) tan exhausto como ellos, después de tres intensas masturbaciones. Creí que todo había terminado, pero en un momento dado Cristina se incorporó y colocándose en posición de sesenta y nueve, se metió de nuevo en la boca el pollón del muchacho que, aunque bastante fláccido, seguía siendo enorme. David y yo nos excitamos al unísono: a él se la chupaba mi mujer y yo miraba cómo lo hacía, pero la excitación era común.

Al cabo de un rato, Cristina se dirigió a mí nuevamente.

-Ven, cornudo mío. Ahora vas a meterme esta enorme y jugosa polla por el culo.

Sus palabras me dejaron helado. Es cierto que juntos habíamos practicado algo de sexo anal, pero siempre que le daba por el culo lo hacía después de mucho suplicar y ella no paraba de quejarse. Y ahora, repentinamente, me pedía que le metiese esa enorme cosa por el culo (con evidentes posibilidades de desgarro). No me parecía bien, y ella debió notarlo porque me miró con cara de muy pocos amigos.

-¡Cornudo, méteme inmediatamente esta polla por el culo, o serás la última vez que me veas follar con otro! – me ordenó a gritos. La eventualidad de la amenaza y la contundencia con que se formuló me hicieron desistir de resistirme: iban a darle por culo, así quisiera yo o no quisiera. Y tuve la certeza de lo harían más veces, y en mis propias narices. Así que me incorporé y, con tanto cuidado como pude, introduje el pene de David en el estrecho culo de mi mujer. Él se dejó hacer, creo yo que sin notar apenas mi presencia, ya que estaba como en trance. A pesar de todo, y por mucho semental que fuese, era un chico joven y la follada estaba siendo de campeonato.

Así que se la folló por el culo, despacio y cuidadosamente primero y sin más contemplaciones después. A Cristina le dolía, eso seguro, pero no se quejaba, y lanzaba gritos ahogados que culminaban con cada embestida en un sollozo. Quise intervenir, pero al percatarme de que ella había empezado a culear y a tocarse el clítoris comprendí que sus sollozos no eran de dolor, sino de placer, o quizá de ambas cosas.

Me senté en mi silla y disfruté del espectáculo masturbándome como un mono. Curiosamente, me sentí llegar al clímax al mismo tiempo que David. Antes de que él se corriese, Cristina se la sacó del culo y le ofreció el rostro (cosa que nunca había hecho conmigo). Él no desaprovechó la oportunidad y descargó una buena comanda de esperma en su boca, cuello y tetas. Luego, cayeron desplomados mientras yo me corría por cuarta vez.

La noche acabó en este punto. Pude ver, no obstante, a Cristina refrotándose el semen de su macho por todo el cuerpo, tomarlo con los dedos y saborearlo con fruición. Cuando me pidió que la limpiase con la lengua, lo hice. A pesar de que al principio me daba mucho asco, ella me lo agradeció con palabras tan dulces que acabó gustándome.

Cuando la dejé completamente limpia y aseada, David se había dormido en la cama, y yo quise hacer lo mismo, pero Cristina me recordó que durante quince días no podría ni dormir ni follar con ella.

-Es lo que hemos convenido, mi amor – me dijo -. Y piensa que, de este modo, podrás verme follar con todos los hombres que quieras, todas las veces que quieras. ¿Verdad qué te gusta la idea? ¿Verdad? Lo ves. Claro que te gusta. Anda, duerme en el suelo junto a la cama.

Me hablaba como a un niño y no me molestó. Al fin y al cabo, ella era la dueña y yo su cornudo, y quería seguir siéndolo por mucho tiempo. Dormí en una alfombra que había al pie de la cama, asaltado por flashes que iban y venían: el recuerdo de la polla de David golpeando el rostro de mi mujer, el recuerdo de Cristina con el ano dilatado y jugoso, el recuerdo – en fin – de Cristina cubierta de un semen que bebía golosamente.

Amanecí con el prepucio completamente irritado después de haber estado masturbándome con el recuerdo de lo sucedido. David ya no estaba, y Cristina y yo nos dedicamos a hacer las maletas y prepararnos para la vuelta. No hablamos de lo sucedido, aunque de vez en cuando Cristina me miraba riéndose y llamándome "cornudín". Yo le devolvía sonrisas de agradecimiento.

Ese mismo día tomamos un avión para volver a casa. Al llegar, todo estaba como cuando lo dejamos, aunque decididamente nosotros no éramos los mismos.

-Pues bien, mi amor – dijo Cristina, carcajeándose -. Ya eres cornudo. ¿No sientes un peso en la cabeza?

-Algo noto – respondí, riendo también.

-Pero no son lo suficientemente grandes para mi gusto. Con el tiempo, los vas a tener kilométricos. Yo me voy a dormir; tú puedes acostarte en el sofá. Y no te quejes. Así podrás rememorar tus primeros cuernos cuantas veces quieras.

Obedecí y pasé la noche en el sofá viendo el vídeo que habíamos grabado. Desde entonces, he perdido la cuenta de las muchas veces que me la he machacado viéndolo. Y me di cuenta de lo mucho que me gustaba mi condición de cornudo, de que quería serlo de por vida.

Lo que no sabía entonces es que lo mejor estaba por llegar.

(continuará)

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