Cornudo a propósito. Hotel Meridian.
Simón descubre que su máxima fantasía es sentirse cornudo mientras su mujer es usada a la fuerza por varios hombres. Y cae en sus manos una tarjeta del hotel Meridian, donde las perversiones se hacen reales...
Simón estaba atado, de rodillas, con las manos tras la espalda y una cuerda atrapando cruelmente su cuello hasta la pata de una pesada peinadora con tabla de mármol. Prácticamente imposible de mover desde su posición y menos con su postura.
Su mujer, mientras tanto, estaba también atada, con las manos en la espalda, con los ojos vidriosos y desnuda, tremendamente excitada. Se la estaban follando delante de él, la estaban usando, y a ella le estaba buscando, a juzgar por todo lo que estaba rezumando de su coño y por cómo se había estado comiendo aquellas pollas delante de su incapacitado marido. Tenía los pechos morados, atados con una cuerda en unas extrañas vueltas, y en el lugar en el que estaba, arrodillada, con el culo abierto y enrojecido, rezumante de semen, el coño igual, y la boca llena con un gigantesco aparato venoso y palpitante que apenas le cabía pero ella parecía no tener problemas en tragarse hasta la base, tenía los labios hinchados, y gorgoteaba.
Pero este no es el principio de la historia. Dejemos a la drogada Marisol y a Simón, que se acaba de correr en el suelo, con la polla hinchada, y a la que han colocado un aro en la raíz del tronco y otro en la base, pegada al pubis, por un momento. Aun así, con la garganta en carne viva y la piel enrojecida, Simón lo ha disfrutado sintiéndose un cornudo, llamando de todo a Marisol que no ha hecho más que follar y follar delante suya como nunca lo ha follado a él.
Ambos, este joven matrimonio, de 30 años ella y 35 él, profesora de primaria y cajero de banco, llegaron a este hotel, el Meridian, con una tarjeta que el jefe de Simón le había dado. En la tarjeta, un rectángulo color sepia con letras en verde esmeraldino se leía:
Hotel Meridian.
Pase para 2 personas.
Calle Cortesana de Venecia 23.
Escribir en el dorso y Entregar en recepción.
En el dorso de la tarjeta había varias líneas trazadas y una sola palabra: Deseo…
La noche en que el jefe de Simón, muy borracho, le entregó la tarjeta, en un puticlub carísimo, después de haber cobrado unas cuantas comisiones de constructoras, le dijo que él había probado gracias a un alcalde, que le llevó al Meridian. Era caro, pero valía mucho la pena, dijo con voz pastosa. La tarjeta le daba una prueba gratuita, algo que sólo se entregaba a socios, pero que, joder, se encontraba bien, le gustaba Simón, que era discreto y complaciente sin ser un lameculos de mierda, no como Javier, o Nono. Y, bueno, Chusa era una cincuentona con un buen culo que follar sobre la fotocopiadora, y Glorieta, la becaria jovencita, ufff… vaya boca tenía. Unos labios preciosos, una carita de ángel, con grandes ojos verdes. Le encantaría, confesó, llenarla de lefa después de follarse esa boca.
Decididamente estaba borrachísimo, y le entregó la tarjeta; le dijo que la usara con cabeza, que hiciera algo que de verdad quisiera.
Simón tardó varias semanas en aclarar su cabeza, en pensar fríamente, en no dejarse llevar. Y encontró dentro de sí una muy oscura fantasía que muchas veces lo había acompañado en sus masturbaciones en la ducha o cuando Marisol dormía y él tenía insomnio. Follar no follaba mucho. Marisol estaba buenísima, eso es verdad, mujer de caderas rotunas y pechos pesados, con un coño acogedor y unos pezones deliciosos. Pero no follaba mucho. Marisol lo rechazaba un 70% de las veces y de vez en cuando pillaba cuando lograba emborracharla, la pillaba de buenas o a ella le apetecía, siempre con sus normas, siempre usándolo. Era una mujer que tras el matrimonio, tras ser la novia que hacía mamadas perfectas y profundas y tragárselo todo, en el coche, de hacer algún que otro trío alocado con amigas o amigos borrachos, de ser muy pervertida y provocadora, yendo a ver a los suegros sin ropa interior, masturbarse en el baño y darle a oler los dedos, y mil y una guarrerías, tras el matrimonio, decía, se volvió aburrida, huraña del sexo, entregada a los críos (una enfermedad uterina le había quitado el apetito sexual, al parecer), y en muchas ocasiones, en aquellas en las que el cuerpo no aguantaba más, en los que tenía necesidad fisiológica que la muy puta a veces calmaba con el vibrador, ignorándolo y corriéndose como una cerda para luego dormirse, dejándolo empalmado y sin orgasmo, entregado al manubrio. Una mierda, vamos.
Decidió hacerlo. Sin el consentimiento de Marisol. Sonrió perversamente aquella noche cuando, mientras la tele resplandecía azul mostrando un programa de mierda a altas horas de la mañana, y tras apurar media botella de ginebra, escribió con la puta pluma Montblanc que ella le había regalado por su aniversario, dejándolo plantado en la habitación del hotel, y yéndose al spa y luego a tomar una copa ella sola, su deseo oscuro.
No sabía el motivo del comportamiento de la zorra de su mujer. Quizás por desidia, quizás se había montado una película mental rara, quizás tuviera que ver con que fuera él quien encontró el tumor en su vagina una tarde de sol, recién casados, mientras le comía el coño y la masturbaba a la vez. Pero esto era egoísta. Él no tenía la culpa. Vale, nunca lo habían hablado, ni ido a un terapeuta, no. Se encerraban en una guerra fría, haciendo vida en común, no demasiado desagradable y a veces hasta entretenida, salvo por el sexo. Lo había intentado todo y sólo había encontrado hostilidad por su parte. Hasta había ido de putas a veces para calmarse, sintiéndose mal después. Hasta que una tarde la vio salir de un hotel, frente a la casa de la prostituta, acompañada de un chulomierdas vestido como un figurín. Se dieron un beso rápido y ella, con una sonrisa, de esas que ya no le dedicaba a él, le metió un billetazo de los gordos en la chaqueta y le rozó el paquete. La muy puta.
Aquella noche se la folló. Ella no quería, pero le dijo que se la iba a follar quisiera o no. Con un suspiro entre resignado e indignado, se abrió de piernas. Tenía el sexo hinchado. Iba a darle alguna excusa, pero Simón le calló la boca tapándosela con una mano. «No quiero escuchar tu mierda, Marisol, me da igual tu indignación. Pero si tú me usas a veces yo tengo también derechos», o algo parecido le dijo. Y se la folló. Sus tetas se bambolearon y él las amasó con furia. Ella se resistía a gesticular y miró a otro lado, pero Simón pudo sentir su orgasmo atenazarle la polla. Podría pensar que la había violado, pero ella se masturbó después, y lamió el semen vertido en su interior. Aquella noche lo abrazó por detrás, y durmieron juntos. A la mañana siguiente se levantó arisca, y Simón la escuchó ducharse y llorar. No entendía nada, parecía que todo se estaba yendo a la mierda. Estaba resentido, triste, cabreado. Los últimos meses, después de aquello, Marisol estuvo más distante que nunca, yendo a actividades extraescolares, a yoga, o a follarse al chulodemierdas. A saber. Bueno, sí lo sabía, porque encontró semen en la ropa interior que ella no luchaba por esconder precisamente, como una guerra silenciosa, llamándolo cornudo sin palabras. Y él se excitaba. Cada vez más y más.
Y rellenó la tarjeta con el deseo. Le dijo a Marisol que por un asunto del banco, le habían regalado un fin de semana de hotel de lujo, pagado, con Spa y todo lo que quisieran. Ella sospechó, pero Simón sabía cuánto le gustaban los Spas y el ser tratada a cuerpo de reina, y su egoísmo se puso por encima de la prudencia.
Fue la primera noche, habiendo llegado aquella tarde misma, después de que ella dedicara una egoísta y larga sesión de Spa, dejándolo solo, cuando sucedió. Simón había entregado discretamente la tarjeta en recepción mientras hacían el check in, y confió. Vio cómo, con la cena, Marisol se achispaba. Y con las copas, ahí, entonces, supo que había empezado. Marisol empezó a comportarse como cuando eran novios. Empezó a reírse tontamente mientras sorbía el Cosmo, y se volvió locuaz. Habló de lo putas que eran las otras profesoras, de cómo el viejo Justino, el director, le intentaba rozar el culo, y cómo a veces le daban calentones y se tocaba en los cuartos de baño. Empezó a tocarse allí mismo, por debajo de la mesa. Y a decirle guarradas.
—Seguro que te gustaría que me agachara aquí mismo y te la chupara, ¿verdad, cornudo? Mírate. Ni siquiera respondes a eso. Sí, eres un cornudo. Me follo a un brasileño que me cuesta una pasta, pero bueno, cobras bien. Así que, imagina… ufff… qué mojadísima estoy joder, imagina cómo le como la polla a ese chulo y luego le doy tu dinero. Eres un puto cornudo —se sacó los dedos y se los chupó, mezclándolo con el Cosmopolitan.
Simón seguía en silencio. Marisol se levantó y se fue a bailar, en la pequeña discoteca del hotel. Y empezó a magrearse con dos tipos, una mala bestia, grande, musculoso y rapado, y otro más flaco y con un pendiente como un aro de pirata, rubio y de pelo largo. Ella se magreaba con ellos y parecía empezar a estorbarle la ropa. Dudó un momento, y pareció mareada. De pronto ellos la empujaron a un lado. Simón seguía allí, sentado, empalmado, mientras veía cómo los dos tipos la cercaban y empezaban a tocarla. Allí mismo. Le sacaron las tetas del vestido, nadie miraba, iban a su bola. A saber cuándo se deseos más habían en curso…
Marisol hacía movimientos confusos. En algunos momentos besaba apasionadamente y restregaba el culo, ya visible cuando le subieron el vestidito, como se apartaba, lloriqueaba. Estaba evidentemente drogada. El calvo perdió la paciencia y de un brusco tirón le arrancó las braguitas de encaje que vestía la muy zorra —pensaba Simón, empalmadísimo debajo de la mesa—, y le empezó a tocar el coño obscenamente. Ella se excitó, le dio la espalda al calvo y dejó que la tocara, con el vestido convertido en apenas una faja en medio de su tronco, y mirándolo fijamente mientras se morreaba al rubio. Éste la cogió del cuello y ella abrió mucho los ojos, sorprendida, asustada y excitadísima, casi sin poder aguantarse. Se le escapó un gemido. No cruzaron palabra. El rubio se quitó el cinturón y se lo puso a ella en el cuello sin cuidado alguno, estrujándolo, tirando del cuero. La empujó con fuerza al suelo, y Marisol se acuclilló. Las drogas hacían efecto, y de cuclillas pero con las piernas abiertas, enseñándole a Simón cómo se masturbaba y se metía los largos dedos, empezó a chuparle la polla al rubio, que emergió como un ariete de sus pantalones. Con la mano izquierda masturbaba la bestialidad venosa que el calvo tenía por polla. Se veía que la droga a veces flojeaba, y Marisol se retiraba, cabeceando. El calvo, en un momento dado, le sopló unos polvos blancos en la cara, y Marisol pareció perder toda voluntad. Entonces fue cuando se la llevaron. Cortaron el vestido, y la hicieron caminar a cuatro patas por todo el hotel hasta la habitación, sin cruzar palabra. Ella caminaba con gusto, con el coño chorreando flujos como una cascada.
Simón, cuando ya se habían ido, sintió que le ponían una mordaza desde detrás, que le colocaban violentamente un collar grueso de cuero, y que lo empujaban a la habitación. Parecía ser una mujer, alta, rubia, que olía a grosellas ácidas. Lo arrastra con fuerza tras atarle los brazos con una cuerda que pasa por su espalda.
—Vamos, cornudo —dijo la malvada voz—, vas a ir a ver cómo tu mujer folla con dos machos de verdad, no como tú, condenado a ir de putas que hagan algo con tu polla por dinero. Porque ni ella te toca —siseaba cruelmente. En el ascensor recibió una fuerte patada en los huevos, que lo dobló en el suelo y que apenas le hizo ser consciente de que estaba cruzando un pasillo. El dolor lo llenaba todo, y apenas veía.
Cuando se recuperó vio la escena. Marisol estaba a cuatro patas en la cama, con el coño atravesado por una polla y la boca obscenamente abierta llenando de carmín la monstruosa polla del calvo. La estaban violando, se la follaban contra su voluntad, huida y sumergida en las drogas. En teoría. Aquello era mejor que toda fantasía que Simón podría pensar: ella estaba follando motu proprio: sus manos agarraban la polla, su culo se estrellaba contra pubis del rubio. Era intensa, estaba hambrienta.
LE habían pasado una cuerda por sus gruesas tetas, que empezaban a amoratarse, y le habían puesto unas pesadas pinzas que parecían doler una barbaridad. Por un momento Simón dejó de mirar. La rubia lo ocupaba todo.
—Tu mujer come pollas como una profesional, a lo mejor se ha hecho puta mientras tú trabajas… Imagínate, se acuesta en tu cama después de comer cinco, diez pollas al día, y tú ni lo sospechas, cornudo —la polla de Simón palpitó.
Fue la rubia quien ató a Simón a la pata de la peinadora, quien le cortó la ropa y lo dejó desnudo. Le puso los aros en la polla y el pubis con mano experta y haciéndole daño. Lo masturbó mientras le susurraba obscenidades: «Mírala cómo se abre de piernas, casi seguro que le caben los dos rabos, Simón, cornudo de mierda. Mira tu pollita, seguro que con esto ella ni se da cuenta cuando tienes suerte y se la metes. Mira, mira cómo corre a por más rabo… joder, voy a tener que llamar a dos más». La mano apretó con más fuerza y masturbó a Simón a toda velocidad con mano enguantada y experta. Sentía que se iba a correr… y paraba para que no se corriera. Le apretaba el capullo hacia dentro con fuerza y lo abofeteaba. Y volvía a empezar. «Ahora por el culo. Hija de puta, mira cómo ese culo traba polla… Eso no se hace sin práctica. Fijo que le encanta la sodomía con buenas pollas, no con esto que te toco, ¿verdad? No. ¿Cuántas veces se lo has follado tú? Un par, como mucho. Es un milagro que no te haya follado ella con un strap on y te haya hecho su puta. Caray, cómo se excita tu polla, cornudo de mierda. Ufff… hasta yo me estoy poniendo cachonda viendo cómo se la follan, con cuántas ganas folla. Esto no tenía que ser así, ya lo sé, pero veo que estás disfrutando más de esto que de tu fantasía. ¿Oyes cómo se ríe mientras su culo se llena de ese pollón tan bestial y mientras come más polla, empapada de su coño? Qué guarra que es… Voy a llamar a un par más, y a un negrazo que tengo esperando, para que veas cómo se la follan entre todos. Porque es lo que se merece, que la revienten a polvos mientras tú estás aquí como un gilipollas excitado. Eres una pena, una birria, como tu polla, Simón. Veo que te excitas más… puto cabrón».
Se levantó, dejándolo de nuevo a punto de correrse, haciendo que gimiera tras la bola de goma que mordía con rabia. Follaba Marisol como si no hubiera un mañana. Su coño enteramente abierto.
Dejadme que os lo describa. Tiene unos labios externos gruesos, pero no cubren el clítoris cuando está de pie, dejándolo a la vista, cosa que a veces hace que se excite con el roce de la ropa. Pero ahora está muy muy excitada. Sus labios menores son finos, y sobresalen cuando se abre mucho de piernas, como carne de almeja, dos bellos y muy húmedos pliegues que en la boca recuerdan a vieira en su textura, o a las ostras, resbaladizas y saladas. Su clítoris se levanta y palpita, y lo puedes sentir en la boca cuando se lo lames, y cuando se corre. Su agujero, su vagina es una entrada lujuriosa y palpitante que reclama pollas, lenguas, dedos, todo lo que de placer, y del que manan fluidos siempre en abundancia. Es un coño delicioso el de Marisol y ella lo adora, aunque secretamente lo haya odiado. Ahora mismo, imaginad, está en cuclillas, con el coño totalmente abierto y chorreando, manchando el suelo, mientras lame los testículos y las pollas de los dos hombres. Se corre, Simón lo ve, ve cómo palpita y cómo gime con un testículo metido en la boca, mientras hilos de saliva le cuelgan de la boca y por el cuerpo. Sus tetas están oscurecidas por la sangre constreñida, y le dan pellizcos y tiran de las pinzas que atenazan sus gruesos pezones. Ambos son de areola ancha, de color rosa-rojizo, como un vino rosado, y tienen el pezón grande, sobresaliendo cuando se excita; y le gusta que se lo muerdan, que sean duros con ellos. Cuando eran novios, una vez, Simón se los atravesó con alfileres, y sólo de hacerlo, ella se corrió. Le hizo la mejor mamada de su vida, hasta el fondo tragándolo todo, mientras sus pezones tenían los alfileres atravesados.
Pero no acabó ahí. Entraron dos hombres más, uno de ellos, efectivamente, un negrazo con una polla algo más larga que la del calvo. La iban a destrozar con eso… Le retiraron la mordaza a Simón, y empezaron a follarse de nuevo a Marisol.
La mujer recibió las pollas con gusto y sorpresa, y empezó a chupar la del negro que pareció adorar desde el principio. No le cabía entera, y el africano empujó la cabeza de la mujer con crueldad y sin compasión: le estaban follando la boca a su mujer. Y Simón veía su polla dar saltos de excitación a punto de correrse. Sentía cómo la cuerda y el collar le apretaban, y le costaba respirar. Empezó a insultar a Marisol, que al principio casi salió del estupor de las drogas, que casi se habían extinguido, pero aún más: del de su excitación.
La pusieron a cuatro patas en la cama, y penetraron su culo, un bello esfínter rosado que cuando se excitaba dejaba ver una abertura incitante que recibía polla con gusto y se dilataba sin problemas. Nunca lo confesaría, pero Marisol a veces se ponía un plug metálico de buen tamaño en el culo y lo llevaba puesto al trabajo, masturbándose a veces con él puesto. Su ano le daba muchísimo placer y tenía orgasmos en él.
—Folladme, soy vuestra puta, folladme cabrones, llenadme de lefa —decía ella, perdiendo el control, poseída por los cuatro mujeres, alternando pollas en la boca, y follada por todos sus agujeros—. No me dejéis agujero sin semen, cabrones, folladmeeee…
—Eres una guarra, Marisol, no me tocas y te follas lo primero que pasa… si es que tienes el coño de una cerda, que no distingue, que sólo quiere carne y que la follen como un animal —le dijo Simón a voz en cuello, alternando los «guarra», «cerda», «perra salida» y «zorra comepollas».
Ella, a cuatro patas, respondía con sonrisas salvajes, con su pelo moreno cogido de un puñado, y con los ojos brillantes que no dejaban de mirarlo mientras se metía otra polla hasta la garganta y la chupaba como si le fuera la vida. Se corría con esas pollas en la boca, con esas pollas en su coño y su culo. Parecía una maníaca.
Simón aulló y se corrió en el suelo. Un sifonazo de semen cayó en el entarimado y sintió el orgasmo más largo de su vida. Marisol dijo algo, y los hombres, cuando Simón recuperó la consciencia, pues casi se desvaneció, parecían redoblar el bombeo. Todos se corrieron. En su coño, culo y boca. El negro y el otro hombre le llenaron la boca y la cara. Rubio y Calvo el culo y el coño respectivamente. Y se fueron de inmediato. Marisol, como una criatura de una película de terror, con las manos ya sueltas, se bajó a cuatro patas de la cama, y fue hasta donde Simón se había corrido. Entonces abrió la boca, y sobre el semen de éste volcó todo el que le habían dejado en la boca. Y se acuclilló acto seguido, para dejar caer de su coño y su culo, el resto. De rodillas, con las tetas extremadamente moradas e insensibles y con los pezones pinzadísimos, sonrió, borracha de sexo. No había droga: ahora era su pura perversión. Miró a su marido a los ojos y se empezó a revolcar en el suelo, en el semen aún tibio. Lo lamió del suelo, de su cuerpo, de sus tetas doloridas y de sus manos. El suelo resbalaba sus pies estaban llenos de semen grumoso. Pero se arrodilló. Simón estaba excitado, se sentía un cabrón, un gilipollas humillado, y le encantaba. Marisol le cogió la polla y lo empezó a masturbar.
—Me he comido cuatro pollas, me han reventado el culo, ¿quieres verlo? Me han reventado el coño cuatro pollas, dos, me han follado a la vez. ¿Quieres verlo? Mi boca está dormida. Llena de semen, y me duelen los labios de haberme calzado esas cuatro vergas hasta la garganta, que también me duele. Y tú, tú, gilipollas, sólo has podido mirar, cornudo de mierda.
Y se fue, dejándolo a punto de correrse.
Unos minutos después, la rubia se acercó hasta la habitación y desató a Simón. Éste había vuelto a correrse en sucio suelo. Lo desató con cuidado.
—Espero que todo haya sido de su gusto, señor Montega —dijo con tono alegre.
Con voz ronca, Simón respondió.
—Mejor que eso, ha sido espléndido —afirmó el banquero frotándose las muñecas—. Gracias.
—A usted. La Casa ha decidido dejarle otra invitación, para cuando guste, señor Montega. No es habitual hacerlo, pero la Casa está satisfecha.
—Vaya… gracias, supongo —dijo Simón. La situación era un poco rara. La mujer, con un vestido de dos piezas, serio, con los guantes de piel suave, los taconazos Louboutin, y el rostro impecable y atractivo, y él con la ropa rota, la polla fuera y arrugada y el cuello enrojecido.
Volvió a la habitación, y se encontró a Marisol duchada, sentada en la cama, llorando tapándose la cara con las manos. Aún llevaba las cuerdas en las gruesas tetas, moradísimas y tumefactas. Los nudos estaban detrás y no se lo había podido quitar.
Sin una palabra se acercó. Olía a linimento, ese que tanto le gustaba, de la tienda cara de nombre impronunciable. Se subió a la cama, poniéndose detrás de ella y desató la cuerda, mientras ella seguía llorando suavemente. Acabó de soltarla y Marisol gritó de dolor. Desde detrás, Simón le masajeó las enormes tetas para reactivarle la circulación. Estaban frías y le dolían a la mujer, empezando a hormiguearle.
Sin esperar nada, le alzó la cara hacia atrás y la besó con lengua, profundamente. Creía que lo rechazaría que lo apartaría. Pero respondió, excitada, como si no hubiera sido follada por cuatro sementales humanos hasta reventarla. No solo eso, lo tumbó en la cama, se dirigió a su polla, y volvió a hacerle una mamada profunda y lenta, acariciando con la lengua cada centímetro de piel, desde el ano hasta el pubis, hasta que se corrió en su boca, y ella, catárticamente lo miró a los ojos mientras se tragaba todo el semen.
Durmieron abrazados. Ninguno de los dos supo por qué. Y no fue la última vez que volvieron al Meridian. Ya era habitual las variaciones, donde ella era atada y azotada mientras dos mujeres se follaban a Simón; o cuando ambos se follaban a un transexual y disfrutaban de tetas, polla y se revolcaban. Orgías, tríos y perversiones en el Meridian.
Esta es la experiencia de Simón y Marisol.
Vengan al Meridian. Están invitados.