Conversaciones ajenas
¿Sabes? me preguntó pícaramente, la verdad es que en la piscina me fijé en cómo me mirabas. Y me gustó mucho, porque, en el fondo, Marga tenía razón: me encanta comer pollas.
—Es verdad. Ya no me acordaba de que tú solo comes pollas.
No pude evitar atragantarme con la cerveza cuando escuché a la chica que cenaba en la mesa de al lado, muerta de la risa, decir esa frase a su novio, sentado frente a ella, después de que él rechazara el pedazo de solomillo de cerdo que ella le ofrecía.
Ocurrió el pasado mes de agosto, durante las que yo creía que iban a ser las peores vacaciones de mi vida. Hacía ya un par de días que estaba en aquel hotel de la costa y me aburría como una esponja de mar. Un poco antes, había decidido sorprender a mi novia reservando una semana en uno de esos complejos familiares en régimen de todo incluido. La idea era desconectar de todo y pasar el día en la piscina, bebiendo daiquiris, caipiriñas y piñas coladas, cenar como cerdos en el bufé, hincharnos a mojitos en el bar de la discoteca y dedicar el resto de la noche a follar en la habitación como si no hubiera un mañana.
Pensaba, como decía, sorprender a mi novia. Sin embargo, la sorpresa me la llevé yo cuando la descubrí tirándose a un hijo de puta al que hasta entonces había considerado un amigo. Fue tan solo dos semanas antes de empezar las vacaciones. La reserva ya estaba pagada y no se podía anular. Aunque intenté convencer a algún amigo para que me acompañara con la vaga excusa de que con nuestros cuerpos marcados a fuerza de machacarnos en el gimnasio y nuestro pelito corto y barbita de tres días nos llevaríamos de calle a todas las guiris borrachas y a más de una que no fuera guiri, ninguno picó. No les culpo. A nadie le apetece encerrarse una semana en un hotel con un tío hecho polvo porque acaba de descubrir que su novia llevaba más de un año poniéndole los cuernos. Así no hay quien ligue. O, al menos, eso era lo que pensaban ellos y, en el fondo, también yo.
Pero, a diferencia de ellos, yo no estaba dispuesto a dejar que la guarra de Inés me arruinara los escasos quince días de vacaciones que iba a tener este verano. Y, por eso, cuando llegó el día marcado en la reserva me planté en aquel hotel. Solo, pero dispuesto a pasar el día en la piscina, bebiendo daiquiris, caipiriñas y piñas coladas, cenar como un cerdo en el bufé, emborracharme con whiskies, vodka o cubatas en el bar de la discoteca y dedicar el resto de la noche a llorar en la habitación como si no hubiera un mañana.
—No, tonta, tú sabes que tampoco le hago ascos a una buena salchicha —respondió él a la frase de su novia que, sin duda, lo que le había dicho era que solo comía pollo, antes de reír divertido, mirar hacia mí y, al menos eso me pareció, guiñarme un ojo.
Un poco avergonzado por la mala pasada que me había jugado el subconsciente, me limpié como pude con la servilleta y me levanté para buscar algo más de comida.
A la mañana siguiente, apenas cinco minutos después de desayunar, ya estaba en la piscina, tumbado en una hamaca y con un cóctel en la mano. No me lo estaría pasando demasiado bien allí, pero, al menos, me llevaría un moreno que envidiarían todos los tíos del gimnasio. Y, ya de paso, también la puta de Inés. De repente, noté que alguien se interponía entre el sol y yo, pero en lugar de interrumpir el paso de los rayos unos instantes, parecía que el bulto que me hacía sombra había decidido acampar delante de mí aquella mañana. Abrí los ojos, ya un poco de mala hostia, dispuesto a soltarle cualquier improperio al desaprensivo que me estaba jodiendo el baño de sol, cuando me encontré con el chico de la mesa de al lado.
La noche anterior no me había fijado muy bien en él. O, mejor dicho, después del incidente del pollo, la vergüenza me había obligado a intentar por todos los medios no mirar hacia su mesa. Pero ahora que lo tenía de pie delante de mí, la situación era totalmente distinta. El chico tendría unos veintiocho años, dos o tres menos que yo, y la verdad es que estaba muy bien. Alto, con un cuerpo fibrado, más por practicar deporte que gracias al gimnasio, con muy poco vello, pelo muy corto, ojos verdes y una sonrisa de buen tío que pude ver nada más abrir los ojos. Y lo que escondía tras un escueto bañador tipo slip, se insinuaba también muy apetecible.
—Tú eres el tío que estaba anoche en la mesa de al lado —dijo, a modo de saludo.
—Sí —corroboré bastante avergonzado—. Daniel—me presenté, alargando el brazo.
—Miguel —respondió él, acercándose a mí para chocarme la mano, antes de sentarse en la hamaca de al lado—. Perdona que te moleste —continuó hablando—, pero quería pedirte perdón por lo de anoche.
—¿Perdón? ¿Por qué? —pregunté algo extrañado, ya que si alguien debía disculparse estaba claro que era yo por haber estado escuchando una conversación que no me interesaba.
—Por el espectáculo que dimos en la cena. Verás, hace unos años pesaba bastante más que ahora. Un día decidí empezar a hacer deporte y ponerme a dieta. Perdí casi treinta kilos y me juré que jamás volvería a recuperarlos —La verdad es que jamás habría imaginado que aquel cuerpo musculoso que tan bien lucía bajo aquel sol matutino hubiese sido alguna vez el de alguien entrado en carnes—. Desde entonces, me cuido bastante y no suelo comer otra carne que no sea de pollo, para evitar las grasas.
—Te felicito —dije sonriendo, aunque no le veía sentido a esa historia que ya empezaba a cansarme—, pero no entiendo muy bien a dónde quieres llegar.
—Muy fácil —continuó, sonrojándose un poco—, desde entonces, Marga, mi novia, me molesta diciendo que solo como pollas, en lugar de pollo —Así que resulta que, al final, había escuchado bien—. Normalmente no suele hacer la broma en público, pero había pensado que eras extranjero y lo dijo. Cuando vimos tu reacción se dio cuenta de que no. Y ahora se muere de vergüenza.
Por lo que me siguió comentando Miguel, ya entre risas, al entrar en el comedor, Marga me había escuchado hablar en inglés con una pareja que se sentaba en la mesa del otro lado y, al ver mi pelo rubio y los ojos azules concluyó que también yo era guiri, por lo que debió de sentirse libre de decir cualquier cosa que se le ocurriera, segura de que nadie más que Miguel la entendería. Mi reacción a su comentario la sacó de su error. Se sentía tan abochornada que se había pasado la noche diciendo que tenían que pedirle al metre que les cambiara de mesa o no volvería a bajar a cenar en lo que quedaba de semana solo para no cruzarse conmigo.
—Encima, yo estuve riéndome un rato de la situación y agarró tal cabreo que no hubo forma de convencerla para que folláramos. Y eso que era nuestra primera noche aquí y llevamos casi un mes y medio sin poder hacerlo —terminó de hablar ya sin ningún rastro de vergüenza.
—No te preocupes —le dije, bastante aliviado, puesto que al principio había creído que iba a llamarme la atención por lo que había pasado—. Si, en el fondo, la culpa es mía por escuchar conversaciones ajenas. Casi tendría que pedir perdón yo.
—Pues, entonces, estamos en paz —sentenció, antes de tumbarse en la hamaca en la que se había sentado.
Después aclarar lo ocurrido durante la cena anterior, seguimos hablando un rato. Miguel me explicó que eran las primeras vacaciones que se tomaba junto a su novia y tenía pensado pasárselas follando, ya que, aunque llevaban cinco años juntos, por culpa de la crisis aún no habían podido irse a vivir juntos y, viviendo con sus respectivos padres, apenas tenían ocasión de mantener relaciones sexuales. Yo le conté por qué estaba solo en el hotel y, al poco rato, parecíamos dos amigos de toda la vida. La verdad es que el tipo, además de estar muy bien, era una de esas personas que se meten a cualquiera en el bolsillo. Al cabo de un rato, dijo que a buscar a su novia que estaba en una clase de pilates. Pensé que volvería con ella. Sin embargo, no volví a verlo en todo el día.
De hecho, no me encontré de nuevo con Miguel hasta la cena. Cuando bajé al comedor, aunque aún ya era algo pronto, ya estaban con los postres y, visto desde lejos, no parecían demasiado contentos. Al acercarme a mi mesa, me di cuenta de que estaban discutiendo, así que saludé de lejos y fui a servirme. Cuando regresé, ya se habían marchado.
Tras cenar, decidí ir a tomarme una copa en la discoteca e intentar distraerme algo con el mediocre espectáculo de baile humorístico con el que los animadores del hotel arrancaban ruidosas carcajadas a los extranjeros. Me senté en una de las mesas del fondo, lo suficientemente cerca de la barra como para asegurarme sin problemas el suministro de alcohol. Sin embargo, tan solo dos copas después me aburría como una ostra. Hacía poco que el reloj había marcado las once y media, pero yo estaba a punto de marcharme a dormir. Empezaba a estar convencido de que marcharme solo de vacaciones justo cuando acababa de romper con mi novia no había sido una buena idea.
En ese momento, lo vi entrar en la discoteca. Se acercó a la barra y pidió algo de beber. Mientras esperaba que le sirvieran se dedicó a inspeccionar toda la sala, ya bastante vacía, con la mirada. Sus ojos se encontraron con los míos. Levantó el vaso que le acababan de entregar a modo de saludo y se encaminó hacia donde me encontraba. Llevaba puesta una camisa ajustada, con dos o tres botones del pecho abiertos, que le marcaba perfectamente los pectorales, mientras que los pantalones cortos dejaban admirar unas piernas muy bien torneadas e insinuaban a la perfección un culo y un paquete que por la mañana ya se me habían antojado muy apetecibles. A pesar de que el recinto se encontraba en penumbra, también pude darme cuenta de que los ojos le brillaban de una forma especial. Casi al borde del llanto. Apenas se sentó a mi lado, me di cuenta de que estaba hecho polvo. Y eso lo hacía aún más apetecible.
—¿Dónde te has metido todo el día? –lo saludé intentando quitarle algo de tensión a la situación.
—Tío, estoy fatal. Llevo todo el día discutiendo con Marga y no aguanto más —soltó a bocajarro y al borde del llanto— Necesito desahogarme con alguien.
Le pedí que intentara tranquilizarse mientras me pedía otra copa y luego podría contármelo todo. Y eso fue lo que hizo. Al parecer, las cosas con su novia no le iban tan bien como me había hecho creer por la mañana. Por lo que me contó, siempre había sido un tipo con complejos por culpa de su físico. Hasta que decidió empezar a cuidarse. Como ya me había contado, hacía un par de años que se había puesto a dieta y comenzado a hacer bastante deporte. Gracias a eso había conseguido un buen cuerpo y más confianza en sí mismo de la que jamás había tenido. Lo malo era que, al mismo tiempo, su novia había empezado a sufrir ataques de celos por las tonterías más pequeñas. Y eso que, aseguraba él, jamás le había dado ningún motivo.
Desde entonces su relación había ido deteriorándose sin remedio. Ella cada vez estaba más distante y las pocas ocasiones en que podían practicar el sexo nunca le apetecía. La peor bronca la habían tenido ese mismo día, justo cuando él había ido a recogerla a su clase de pilates. Había empezado por una tontería. Según su novia, él había sonreído a la monitora después de que ella lo hubiese radiografiado con la vista y eso era poco menos que una infidelidad. El día había continuado con todo tipo de reproches, hasta que en la cena la situación acabó de estallar. Ella se marchó a la habitación advirtiéndole que no apareciera por allí porque quería estar sola y él había acabado en el bar, dispuesto a emborracharse como nunca.
Aquellas vacaciones eran la última esperanza de Miguel de impedir que todo se fuera por la borda, pero ahora entendía que el naufragio era ya inevitable.
Mientras, poco a poco, Miguel se iba liberando de aquel peso que le oprimía el pecho, el tiempo volaba. Uno de los camareros se acercó a la mesa para decirnos que la discoteca estaba a punto de cerrar. No me había dado cuenta, pero era ya casi la una de la madrugada. Miguel no tenía a donde ir, ya que había decidido que no iba a darle a Marga la satisfacción de aparecer con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. Estaba dispuesto, decía, a pasar la noche en uno de los incómodos sofás de la recepción o al raso, tumbado en una de las hamacas de la piscina. Como pude, lo convencí —o eso creía yo— para que se viniera a mi habitación. Al fin y al cabo, allí había dos camas y yo solo iba a utilizar una.
También convencí a uno de los camareros para que me dejara llevarme una botella de ron y un par de cocacolas. Entre que estábamos en un todo incluido, que se veía a la legua que Miguel estaba hecho polvo y que el tipo estaba frito por largarse a su casa, con tal de que nos fuéramos de allí, no le puso demasiadas pegas a mi irregular propuesta.
Nada más llegar a la habitación, Miguel me dijo que necesitaba ir al baño. Yo aproveché para ponerme algo más cómodo —me quité la camiseta y cambié los pantalones cortos vaqueros por uno de los bóxer amplios que suelo usar para dormir— y preparé dos cubatas. Al salir, Miguel dijo que en la habitación hacía demasiado calor y también se quitó la camiseta. Le ofrecí una de las copas y me senté en la cama, a su lado.
—¿Sabes? —me dijo con una nota de tristeza en la voz—. Lo peor de todo es que yo nunca he hecho nada que pudiera justificar los celos de Marga. Y eso que últimamente no me han faltado oportunidades.
—Menos lobos, caperucito —me reí, tratando de rebajar la tensión que empezaba a notarse en el cuarto.
—Estoy hablando totalmente en serio, Dani —dijo con una expresión que corroboraba sus palabras al cien por cien–. Hace un par de meses una clienta habitual del centro comercial en el que trabajo, con la excusa de ir a cambiar algo, me dio una tarjeta con su teléfono y me dijo que la llamara cuando quisiera follar. Así, sin anestesia.
—No me lo creo.
—Pues si no te lo quieres creer, no te lo creas —repuso, girándose y acercando el torso un poco más a mí—, pero es la verdad. Y eso no es lo más fuerte.
—Ah, ¿no? —dije tragando saliva.
—No. Sin ir más lejos, la semana pasada, un tío se me acercó en los vestuarios de la piscina a la que suelo ir a nadar y me propuso irnos a los retretes para hacerme una buena mamada y que le partiera el culo.
En ese momento, mi cara debía de ser todo un poema.
—Sin embargo —continuó—, yo no me fui ni con una ni con el otro. Después de más de dos meses sin mojar lo estaba desando, lo confieso —su tono de voz se hacía cada vez más vehemente, mientras su cara se acercaba cada vez más a la mía—, pero yo estaba con Marga. Y si estoy con alguien soy fiel.
Cuando terminó de hablar, sus labios estaban a apenas un par de centímetros de distancia de los míos. Miré directamente a sus ojos verdes, que estaban a punto de llenarse de lágrimas una vez más y me perdí en ellos. Sin oponer resistencia, me dejé besar. Durante unos segundos que me parecieron eternos, nuestras lenguas entablaron una batalla a vida o muerte por conquistar todos los rincones de la boca del otro, cediendo al fin a una irresistible atracción que ambos habíamos tratado de contener desde que nuestras miradas se cruzaron por primera vez la noche anterior.
Solo ese beso había bastado para que la polla se me pusiera dura como una piedra y marcara una enorme erección bajo la fina tela del bóxer, algo que no pasó desapercibido para Miguel, que, sin dejar de besarme, dirigió sus manos hacia mi paquete. Mi cuerpo y mi mente estaban a punto de rendirse al placer que prometía la noche, pero mi conciencia no estaba dispuesta a ponerme las cosas tan fáciles. Así que, haciendo lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano, separé mi boca de la de Miguel.
—Tío, para. Para.
—¿Qué pasa, Dani? No me digas que no te ha gustado, porque esa barra que tienes ahí abajo me está contando otra cosa.
—No es eso. Es que no podemos seguir.
—¿Pero, por qué? Los dos lo estamos deseando.
—Lo sé. Y me jode tanto como a ti, pero te recuerdo que, aunque hayas tenido una bronca brutal, sigues teniendo una novia. Y yo estoy aquí, solo, porque pillé a la mía con otro en la cama. Ya te dije que no soporto la traición. Así que por muy mal bicho que sea no puedo, no podemos hacerle eso a Marga. Las cosas no se solucionan así.
Sospechaba que mi confesión iba a hacer que durmiera con un fuerte dolor en las bolas, pero, al menos, lo haría con la conciencia tranquila. Sin embargo, Miguel me sorprendió una vez más.
—No te preocupes por eso. En realidad, Marga y yo rompimos después de la cena —comenzó su penúltima confesión de la noche—. Durante el día me había echado en cara que hubiera ido a hablar contigo y disculparme por lo de ayer. Decía que después de lo que había ocurrido te habías quedado mirándome como un tonto y que seguro que en la piscina habías aprovechado que llevaba poca ropa para comerme con los ojos y tirarme los tejos. Por eso, cuando bajaste al comedor y respondí a tu saludo me volvió a montar el pollo. Nos fuimos a la habitación y discutimos una vez más. Pero yo estaba ya demasiado cansado para seguir con eso y decidí tirar la toalla. Le dije que no podía más. Que me iba. Que habíamos terminado. Y eso hice. Fui al bar dispuesto a emborracharme y te encontré allí. Lo demás ya lo sabes.
—Miguel, eso tenías que habérmelo contado antes.
—Lo sé, pero necesitaba terminar de asimilarlo. Empezar a sentirme liberado.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—No lo sé. Le dije que se quedara la habitación. Que mañana por la mañana iría por mis cosas y ya vería lo que hacer.
—Pues, quedarte aquí, conmigo —contesté sin pensarlo—. Yo tengo la habitación pagada para dos y tú te mereces unas vacaciones.
—¿Sabes? —me preguntó pícaramente—, la verdad es que en la piscina me fijé en cómo me mirabas. Y me gustó mucho, porque, en el fondo —y, aunque no hiciera ninguna falta, aquí llegó la última confesión de la noche—, Marga tenía razón: me encanta comer pollas.
Esta vez no lo dudé y fui yo quien se lanzó a su boca. Nos besamos como si no hubiera un mañana, mientras con las manos nos abrazábamos, explorando el cuerpo del otro. Dejamos fluir la pasión que ambos habíamos creído perdida tras dos relaciones que casi habían conseguido acabar con nuestras ganas de luchar por alcanzar la felicidad.
Miguel me recostó en la cama y, poco a poco, fue abandonando mi boca para bajar por el cuello hasta mis pezones, donde se entretuvo alternando mordiscos, caricias y lametones que me ponían a mil. Tras conseguir con su lengua que casi alcanzara el cielo, continuó el descenso a través de mis abdominales depilados. Pequeños mordisquitos en la firme piel de mi abdomen liberaban impulsos eléctricos que me hacían gozar de una forma que no recordaba haberlo hecho nunca.
La pequeña hilera de pelos que me baja desde el ombligo hasta la frontera del calzoncillo le sirvió de guía para encontrar su siguiente parada. Una polla a punto de reventar y que a duras penas se mantenía en el interior de una prenda que sus manos tardaron poco tiempo en retirar.
Al verse liberada de su prisión de tela, mi verga brincó hacia mi abdomen, salpicando líquido preseminal a su alrededor. Circuncidada, con un tamaño normal, de unos quince o dieciséis centímetros, y un grosor respetable, no creo que mi polla sea una cosa del otro mundo. Pero la cara que puso Miguel al verla me hizo sentir como si fuera la más extraordinaria del planeta.
Sin pensárselo mucho, la agarró por la base e inició una suave masturbación, mientras con el dedo índice de la otra mano recogía parte del líquido preseminal acumulado en el capullo y se lo llevaba a la boca. Lo que probó debió de gustarle, porque acto seguido acercó la cara a mi aparato y engulló golosamente un glande que no dejaba de babear.
No es que tenga una gran experiencia en el sexo oral. Inés no era muy dada a ese tipo de trabajos y durante los años que estuve con ella jamás le fui infiel. Pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que Miguel la mamaba como todo un profesional. Empezó succionando el capullo y jugando con la lengua en la zona del frenillo. Después, fue bajando por el tronco hasta enterrar la nariz entre los pelos recortados del pubis. Mientras, con una mano me masajeaba los huevos y con la otra jugaba en los alrededores de mi agujero.
Las sensaciones que me provocaba eran tan intensas que varias veces estuve a punto de correrme. En todas ellas, Miguel se dio cuenta, por lo que dejaba de chuparme la polla para pasar a jugar con mis huevos en su boca o enredar su lengua en mi ombligo. Cuando el peligro pasaba, mi polla volvía a convertirse en el centro de sus atenciones y su lengua se concentraba en jugar con mi glande hasta, de nuevo, volver a estar a punto de hacerme ver las estrellas. Así, una y otra vez, hasta que consiguió que perdiera la noción del tiempo y me abandonara al placer que me proporcionaba.
Cuando me di cuenta de que no iba a aguantar mucho más sin correrme, con todo el dolor de mi alma lo aparté de mi entrepierna y lo tumbé sobre mí para volver a concentrarme en su boca. Mientras me la chupaba, Miguel se había despojado de sus pantalones, por lo que su polla, tan dura y caliente como la mía, aunque la notaba algo más larga y menos gruesa, se restregaba ahora entre mi abdomen y mi verga, volviendo a ponerme al borde del orgasmo. La tentación era muy fuerte, pero no quería correrme todavía, así que giré sobre mí mismo, dejando a Miguel tumbado bocarriba y comencé a bajar por su cuerpo.
Al igual que había hecho él, me entretuve un rato en sus pezones, antes de bajar a su abdomen, ombligo y, cómo no, su entrepierna. Ahora podía ver por primera vez aquella polla que se había insinuado por la mañana bajo un pequeño bañador y que, minutos antes, había sentido restregarse contra la mía. Efectivamente, era tal y como prometía. Dos o tres centímetros más larga que la mía, delgada, sin circuncidar y marcada por una gruesa vena que la recorría de arriba a abajo en su totalidad.
Una vez me cansé de mirarla, decidí pasar al ataque, pero en lugar de ir a su glande, que también estaba bañado en líquido preseminal, decidí centrarme en sus huevos y su zona perianal. Los gemidos de Miguel empezaron a invadir la habitación, mientras mi lengua recorría aquellas zonas tan sensibles y mi mano iniciaba una lenta masturbación de aquella polla que parecía a punto de reventar.
—¡Chúpamela ya, por favor! ¡No aguanto! —me rogaba. Sin embargo, yo me hacía el sordo a sus súplicas y seguía con aquel juego que mezclaba tortura y placer a partes iguales.
Cuando creí que ya lo había hecho sufrir bastante separé la lengua de sus pelotas y lo miré. Tenía los ojos cerrados y la cara desencajada del placer. Lo cierto es que, después de haber visto cómo, apenas un par de horas antes, se derrumbaba ante mí, ahora me inspiraba una gran ternura y, a pesar del calentón, empecé a preguntarme si no me estaría enamorando de él. Rápidamente, aparté, al menos temporalmente, aquel pensamiento y me lancé, ahora sí, a su glande. Apenas mis labios se cerraron sobre el capullo, noté cómo se estremeció. Fue, me confesó después, como si una placentera corriente eléctrica le hubiera recorrido todo el cuerpo, desde la punta de la polla a los dedos de los pies, por un lado, y la columna vertebral, hasta la nuca, por el otro.
Hacía años que no me comía un nabo, pero con el paso del tiempo he descubierto que es, al igual que montar en bicicleta, una de esas cosas que nunca se olvidan. Y, a juzgar por los gemidos y la cara de gusto de Miguel, no lo debía de hacer nada mal. Poco a poco fui succionando su tronco entre mis labios. Como dije, era algo larga —unos diecinueve centímetros—, por lo que me costó llegar hasta el fondo. Finalmente, reprimiendo alguna arcada, lo conseguí, hazaña que arrancó un pequeño grito de placer y motivó que me agarrara la cabeza y empezara un rápido movimiento de caderas.
La verdad es que yo habría preferido una mamada un poco más tranquila, pero si lo que le apetecía era follarme la boca, no me iba a oponer. Así que aproveché que era él quien estaba haciendo todo el trabajo para imitar parte de lo que había hecho conmigo minutos antes y, tras mojarlos con la mezcla de babas y líquido preseminal que se me escapaba de la boca, comencé a jugar con un par de dedos en la entrada de su ano. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, casi sin hacer presión, su agujerito se tragó mi índice completo y parte del corazón.
Asombrado, me separé de su polla, pero Miguel, desconsolado me pidió que no parara. Aproveché la situación para volver a una mamada más pausada, alternando lametones en el capullo con jueguecitos con sus huevos o recorriendo todo el tronco con mis labios. Mientras, mis dedos iban, poco a poco, abriéndose paso en su interior. Allanando, tal vez, el camino a una penetración que Miguel no se decidía a pedir, a pesar de que su palpitante agujero parecía exigir todo lo contrario.
Tras lo que me pareció una eternidad, placentera, pero eternidad al fin y al cabo, Miguel se incorporó sobre sus codos y pronunció las palabras mágicas que llevaba un buen rato esperando:
—¡Fóllame, por favor!
La desesperación con la que me lo pidió acabó de derretirme por dentro y decidí complacerlo de la forma más tierna que pudiera. Me levanté y fui al baño, de donde volví con un condón y un sobre de lubricante de muestra que me habían en el sexshop la última vez que compré un regalo picante para celebrar un aniversario con Inés. Por suerte, el lubricante parece no tener fecha de caducidad.
Mientras rasgaba el sobre del condón, Miguel se entretuvo jugando con mi polla en su boca. La verdad es que la atención no habría sido necesaria, porque la tenía tan dura como al principio y si seguía así solo iba a conseguir que me corriera más pronto que tarde. Así que lo aparté de su caramelo y me puse el condón. Él volvió a tumbarse de espaldas en la cama. Le embadurné el culo con lubricante, puse algo más sobre el preservativo y, tras ponerme sus piernas sobre los hombros, acerqué la punta de mi verga a su ojete y empecé a presionar suavemente. De repente, como si de una ventosa se tratara, mi glande fue engullido por aquel agujero negro. Un escalofrío me recorrió toda la espalda y, por un instante, me abandoné al placer.
Poco a poco, sin dejar de acariciar el cuerpo de Miguel, continué introduciendo la polla en su interior, hasta que mi pubis chocó con sus huevos. Mientras esperaba que su cuerpo se acostumbrara al grosor de mi rabo, que no dejaba de palpitar en su interior, me incliné hacia adelante y nos fundimos en un nuevo beso. Cuando me separé de él, comencé un suave mete y saca que, poco a poco, fue aumentando de intensidad, al igual que nuestros gemidos y jadeos. Es muy posible que los ocupantes de las habitaciones de al lado se estuviesen enterando de todo lo que estaba ocurriendo en nuestra particular fiesta, pero a esas alturas me importaba ya un pimiento.
Mis manos recorrían el cuerpo de Miguel, amasaban sus pectorales, retorcían sus pezones, jugaban con su lengua y masajeaban su polla, que no dejaba de soltar líquido que, de vez en cuando, llevaba también a mi boca. Mis movimientos se volvían cada vez más rápidos lo que, unido al masaje que las contracciones de su ano proporcionaba a mi polla, estaba a punto de llevarme al orgasmo. No sé cuánto tiempo aguanté aquel ritmo. Estoy seguro de que no fue el polvo más largo de mi vida, pero la intensidad de aquel día había sido tanta que cuando noté los primeros síntomas, me dejé ir y me corrí como nunca en el interior de Miguel.
Por las contracciones de mi polla, el condón recogió al menos siete trallazos de leche, mientras mi cuerpo experimentaba el mejor orgasmo que recordaba haber tenido en mucho tiempo. Poco a poco, fui frenando mis movimientos, mientras notaba cómo mi polla se iba desinflando lentamente, luchando por salir del ano de Miguel, empeñado en atraparla en su interior un rato más.
Mientras yo luchaba por recuperarme, la polla de Miguel, más dura, caliente y palpitante que nunca reclamaba su cuota de atención. Su propietario hizo el amago de masturbarse para acabar de una vez con ese placentero sufrimiento, pero le aparté la mano y me agaché entre sus piernas. Mis labios volvieron a cerrarse en torno a su tronco y, mientras una de mis manos tiraba hacia abajo de la piel que lo cubría, mi lengua empezó un frenético juego alrededor de su capullo. Miguel retorció con fuerza las sábanas de la cama, arqueó la espalda y, con un fuerte suspiro, comenzó a correrse. A mí, apenas me dio tiempo a sacármela de la boca y comenzar a subir y bajar la mano cuando su rabo empezó a expulsar semen como un surtidor, cubriendo su pecho, mi brazo y cara y parte de la cama.
Miguel no pudo evitar una sonrisa al ver el estropicio que había causado y, mientras yo seguía jugando con su polla que, poco a poco, volvía a un estado de flacidez, me limpió la cara con la mano. Luego, me subió hasta su cara y nos fundimos en el beso más apasionado de toda la noche.
No hicieron falta palabras, porque ya nos lo habíamos dicho todo.
Después de una ducha rápida, en la que no paramos de toquetearnos mientras nos enjabonábamos el uno al otro, nos acostamos, desnudos y abrazados. Él, con la espalda apoyada en mi pecho y yo con mis brazos rodeando el suyo, tal vez protegiéndolo del daño que su exnovia le había estado haciendo durante tanto tiempo. Ambos dormimos mejor de que lo habíamos hecho en meses.
A la mañana siguiente, Miguel recuperó sus cosas y se trasladó a mi habitación. Nunca supimos qué hizo Marga durante el resto de la semana de vacaciones, pero no volvimos a verla. Aunque lo cierto es que pasamos bastante tiempo en la habitación. Ahora, Miguel por fin se ha marchado de casa de sus padres y yo he encontrado un compañero con el que compartir el piso en el que iba a vivir con Inés y, la verdad, la convivencia está resultando mucho más placentera.