Control remoto

Jamás imaginé por llegaría a poder controlar la sexualidad de mi mujer de aquel modo. Aún ahora me maravillo y dudo si ella tomó parte. Pero no puedo negar que durante un tiempo fui el señor absoluto del sexo de mi mujer.

—El viernes hay que ir al supermercado a hacer la compra.

Abrí los ojos y posé la vista sobre Lourdes. Ella Miraba al frente. En los cristales de sus gafas se reflejaban las imágenes cambiantes del televisor y en su rostro imperaba la inexpresividad que la caja tonta infunde. Tenía la cabeza apoyada en una mano, el codo en el apoyabrazos del otro extremo del sofá, el cuerpo recostado y tapado con una fina manta estampada a cuadros. Hacía algo de fresco dentro de casa, sobre todo en el salón; era una tarde de agosto —recién comidos—que se me hacía inusual por la temperatura.

Dudaba si había hablado ella o las palabras oídas correspondían aún al sueño del que me acababa de despertar.

—Tenemos que comprar leche, pasta y refrescos. Me apetece algo de carne preparada, ¿a ti?

Ahora sus labios sí se habían movido. Pero el sonido de sus palabras me llegaba lejano y gastado. Quizá fuese aún la modorra; pero no imaginaba cómo había averiguado que había despertado sin mirarme. Sus labios me parecieron brillar; su carnosidad fruncida pareció resaltarse aún más bajo la fosforescencia de la pantalla.

Lourdes giró la cabeza y me miró.

Tenía el cabello recogido con una pinza; varios mechones le caían sobre el cuello, frente y mejillas. Aquel descuidado recogido me sumía en pensamientos lascivos pues sus mechones trazaban sinuosos meandros sobre su piel. Nos miramos un rato sin cruzar palabra. Ella se dio cuenta que su cabello descuidado me excitaba porque bajó la mirada hacia mi bragueta y sonrió al ver mi erección.

—¿Nos despertamos contentos, eh?

Aún tenía la cabeza embotada. Ello no fue obstáculo, sin embargo, para que alargase la mano, apañase un extremo de la manta de cuadros que la cubría y tirase de ella. Quería ver su cuerpo.

—¿Qué haces? Hace fresco.

Vestía unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes por cuya abertura bajo el brazo asomaba la mitad de una teta y la oscuridad de una areola. Sus piernas acusaban la pereza de un descanso prolongado de la maquinilla de afeitar y los dedos de sus pies se agitaron como protestando.

Seguí sin responder; me apropié de la manta por completo, bocado a bocado de mi mano. El primer pensamiento de Lourdes —se lo vi en la cara— fue el de amonestarme por acaparar la prenda. Luego comprendió que mis intenciones no eran usureras.

Posé mis manos sobre sus pies, al lado de los míos. Noté el empeine algo frio. Los dedos se agitaron débilmente, agradeciendo el calor que emanaba de mis manos. Me traje uno de sus pies hasta mi regazo. Lourdes se dejó hacer; no era la primera vez que me ocupaba de sus pies fríos.

Deslice la yema de mi dedo pulgar por el centro de la suela del pie. Noté resistencia en la carne. Despacio, muy despacio, presioné con firme delicadeza en los músculos y huesos subyacentes, incrementando la maleabilidad, para, llegado al extremo inferior, junto al talón, recorrer el contorno interior, arribando hasta su dedo gordo. Interné mi dedo pulgar, entre las falanges y la esponjosa almohadilla, y masajeé los delicados deditos. Lourdes no me perdía ojo, ronroneando débilmente; en su mirada se advertía el ensimismamiento, una sonrisa casi mística se translucía en sus labios. El pezón oscuro se deslizó fuera de la abertura y me lo quedé mirando hasta que ella se dio cuenta y se ocultó la teta. Bastó, sin embargo, aquella visión fugaz del pezón como pago de mis desvelos. Usé el canto de la mano para seguir trabajando la suela completa.

Lourdes se me colocó recostada frente a mí. Se colocó las gafas sobre el puente de la nariz. Me ofreció el otro pie.

—Su hermanito quiere más de lo mismo, por favor —solicitó.

Los pies de Lourdes son maravillas corporales —los de mi mujer y los de cualquiera, en realidad; pero los de Lourdes son, además, bellos. Los pies se asemejan a complicadas máquinas articuladas compuestas de pequeños huesecillos, armadas y enhebradas con casi un centenar de músculos y tendones. Yo, ingeniero de profesión, no conozco una herramienta mejor construida y más eficiente. Están en un extremo del pie los huesos de las falanges, chatos en comparación con los de la mano. Los metatarsianos son los huesecillos que dominan casi todo el empine y los tarsos son el resto de huesos que dominan talón y parte del tobillo. Todos ellos son articulados y prácticamente están ocultos entre una tupida urdimbre de tendones y músculos sin fin. La piel del empeine es finísima y la de la suela, gruesa y gomosa; en ambos casos, la sensibilidad es asombrosa. Cuanto más sabes del pie, más lo amas—.

Deslicé la palma de la mano por el otro pie. Comencé al inicio del empeine, bajando después por los dedos, doblándolos ligeramente, sintiendo el suave roce de las uñas pintadas sobre mi palma. Yema contra yema, fui resbalando palma contra palma.

Lourdes se me había recostado en un extremo: ladeada la cabeza, los ojos cerrados y una sonrisa casi beatífica en sus labios. Mi mujer tenía aspecto de santa devota disfrutando de una epifanía.

Me levanté con cuidado y volví al poco del cuarto de baño con un frasco de aceite corporal. Me unté generosamente las manos y los dedos.

Lourdes me entornó uno de los ojos, curiosa al no sentir caricias. Miró atenta y se estremeció con los sugerentes chasquidos de mis manos lubricándose.

Un gruñido ronco que nació de su garganta, denotó impaciencia.

Dispuse sus pies frente a mis manos. Empapé sus deditos con suma delicadeza, cubriéndolos de la lubricidad del aceite. El chasqueo de humedades hizo que tanto Lourdes como yo tragásemos saliva; estábamos muy excitados, lo notaba. A continuación, fui introduciendo mis índices entre sus pulgares e índices, mis medios entre sus índices y medios y así con el resto. Lo hacía despacio, realmente despacio, sintiendo las chatas falanges amoldarse al nuevo dedo que las separaba unas de otras. La extrema lubricidad facilitaba bastante el entrelazado. Cuando, por fin, terminé de entretejer mis dedos contra los suyos, procedí a deslizarlos hasta solapar palma contra palma.

Un arrullo de placer intenso manó de los labios de Lourdes. Su rostro se dulcificó aún más y colocó sus manos sobre su vientre. Mi mujer desesperaba por un buen masaje de pies y sabía que si en ese momento me detuviese, me ofrecería cualquier cosa por continuar.

—Es como follarme los pies —me dijo una vez. Lourdes solía ser bastante tosca pero muy gráfica en sus palabras.

El aceite corporal convertía el deslizado en una sinfonía de chasquidos húmedos que tenían ecos lúbricos. No fui ajeno al tímido desembarco de una de sus manos sobre su cercano pubis, por encima del pantalón.

Me gustaba estirar sus pies, estilizándolos, acercándomelos. Sus tobillos se manifestaban en toda su gloria y la forma del pie adquiría proporciones divinas. Luego presionaba palma contra palma, doblando ligeramente sus dedos hacia el empeine, haciendo sobresalir la almohadilla interna. Me imaginaba gozoso que era la palma de mi mano la suela de un zapato de tacón y a la vez que simulaba un trote pausado, frotaba palma contra palma, empapándome del sensual juego de articulaciones interiores, imaginándome como todos los huesos, músculos y tendones de los pies de Lourdes se movían al unísono para complacerme.

Lourdes me gemía henchida de placer, con total desparpajo. Mantenía los ojos cerrados para abstraerse de la vista. Su sonrisa había abandonado todo carácter fervoroso, volviéndose carnal al aparecer la lengua frecuentemente entre sus labios para lubricarlos; sus dedos de una mano ya no escondían su cometido y trazaban suaves elipses sobre el pantaloncito en un lugar entre sus piernas que se intuía hinchado, mullido y cálido. A su lado como estaba, el cercano aroma de su coño excitado atraía mis pensamientos irremediablemente.

La distracción que me provocaba esa mano lúbrica, esos dedos precisos en el delta de sus piernas, me hizo detenerme. Estaba ensimismado. Lourdes, al poco, volvió a entornar un ojo, deteniendo su masturbación; esta vez, en su mirada se advertía una severa amonestación seguida de muda súplica. Solo cuando proseguí con mi masaje de pies, el suspiro se hizo presente de nuevo en su boca, cerró los ojos y, ya sin tapujos, se abrió el pantaloncito, deslizó la mano bajo el elástico de la braga y continuó su particular masaje piel contra piel. La prenda no admitía más contenido adicional y el dedo índice y meñique debieron asomar fuera del pantaloncito, en ambas ingles.

Era absorbente aquella visión: la de sus otros dos dedos crispados, afanosos, bajo el pantaloncito y las bragas. Dedos que aleteaban y presionaban, dedos que trazaban asteriscos y círculos, para luego desdecirse y llenar de tachaduras el coño, frotar con ímpetu para limpiar el garabato y volver a escribir con ansia.

¿Os habéis fijado que si intentáis mover los dedos corazón y anular independientemente de los otros tres, varios de esos movimientos realizados son también secundados por estos últimos, como por simpatía? Aunque el pantaloncito ocultase el trabajo del dedo medio y anular sobre el coño, los otros tres me mostraban, locuaces, los ecos de las caricias realizadas.

Mi atención se centraba únicamente en la profusión de guarismos, garabatos y tachaduras que se iban acumulando en su pubis, dentro y fuera del pantaloncito. Adecuaba el ritmo de mi masaje al diferente ritmo que se producía bajo la prenda. Pero luego me daría cuenta que me equivocaba y sus caricias eran un reflejo de las mías sobre sus pies.

Los dos montículos ocultos bajo el pantaloncito se movían casi desesperados, con una prisa inmensa. Aún a pesar de la prenda y las bragas, los chasquidos de los pliegues húmedos se escuchaban con total claridad y añadían aún más lubricidad a aquella escritura corporal que me tenía sorbido el seso. Los dos montículos se escondieron, convirtieron de repente en ausentes, y el profundo gemido de Lourdes pareció acompañar la desaparición mágica. Ahora sí que jadeé yo roncamente, mordiéndome el labio inferior con saña. Me sentía el corazón desfallecer y las manos tremendamente ocupadas en satisfacer a sus pies. Pero, en ese momento, aún no había dilucidado que su penetración obedecía, específicamente, al entrelazado de dedos de mis manos y sus pies.

Me sentía la verga tan cruelmente desatendida ante el espectáculo que me había sido dado contemplar que resolví desembarazarme de pantalón y calzoncillos. Decidí que habría de sacrificar, asimismo, uno de los pies de Lourdes para empuñar mi herramienta.

La propia Lourdes me miró sonriente —seguramente habría previsto el inevitable desarrollo de acontecimientos— y me levantó en el aire sus piernas para facilitarme la tarea de desvestirme. Parte de su coño penetrado por sus dedos me fue revelado al alzar las piernas. Antes parte de una teta y ahora parte del coño. Los sofocos en mi cuerpo se acumularon uno tras otro, aumentando mi turbación mientras me desnudaba.

Cuando, de cintura para abajo, quedé en cueros, intenté sin éxito hacer lo mismo con Lourdes.

—No quiero follar de esa forma —susurró vaticinando qué ocurriría y evitando su desnudez.

Libre entonces un pie —ya que mi mano correspondiente se ocupaba ahora de frotar otra extremidad—, Lourdes recogió la pierna bajo la otra trazando el número 4 con ellas, colocando el pie ocioso bajo el muslo de la otra pierna. Su pubis quedó, de esta forma, más expuesto. La mano que había invadido su coñito, salió al exterior cubierta de humedades en dos de sus falanges. Lourdes me miró de reojo mientras se llevaba a la boca los apetitosos dedos. Ni parpadeé. Los lamió largamente y luego volvió a ocultar la mano bajo el pantaloncito. Cerró los ojos sonriendo con malignidad, sabiendo que yo hubiese dado la vida por ser mi lengua la que hubiese rebañado sus humedades.

Los frotamientos del pie izquierdo de Lourdes, sincronizados con los movimientos de sus dedos bajo el pantaloncito y bragas, también me servían para marcar el ritmo de las aceitosas friegas sobre mi verga. Lourdes me miraba alternando atenciones hacia mi cara y mi erección, sin descuidar la tarea de hurgar en su interior. Fue entonces, sin saber por qué, cuando endurecí el masaje sobre su pie. Ello provocó la intensidad de sus acometidas bajo el pantaloncito, lo cual recrudeció los frotamientos sobre mi verga. El intenso placer de mi inminente orgasmo redujo las atenciones de mi otra mano sobre su pie, languideció su masturbación y se apaciguó la mía.

Resolví entonces que era, pues, el masaje de mi mano sobre su pie la batuta que, de alguna manera, provocaba que nuestras masturbaciones se intensificaran o se relajaran; asimismo conseguía que nuestros gemidos y jadeos se solaparan y, a veces, coincidieran. Mi mano excitaba su pie, una mano suya excitaba su coño y mi otra mano excitaba mi verga.

La única ociosa en todo aquel asunto lúbrico parecía ser su mano izquierda, aún posada sobre su vientre y la cual, ocasionalmente, servía para colocarse las gafas. También para tirar de los elásticos del pantaloncito y la braga, manteniendo ambos en su sitio y permitiéndome atisbar parte de un coño cuyas humedades rebasaban ya la braga y cubrían el pantaloncito de motas oscuras. El intenso perfume de nuestros sexos hambrientos no hacía sino completar una espiral de chasquidos concatenados y jadeos y gemidos respondidos.

A los mandos, pues, de aquel extraño control remoto con el que controlaba la mano sobre el coño de Lourdes, contemplé atónito cómo al deslizar con firmeza el pulgar por la planta del pie, sus dos dedos trazaban sendas convergentes por el exterior del sexo. Si mi dedo bajaba hasta el talón, los dedos ascendían hasta el clítoris y la mayor o menor dedicación que le dedicaban a su botón correspondía a la presión de mi dedo. Si, por el contrario, deslizaban mis dedos entre los suyos, sus dos dedos penetraban y la rapidez de sus internamientos variaba según la frecuencia de refriegas sobre su empeine.

Ni que decir tiene que mi verga estaba a punto de estallar viendo aquella forma de poder controlar la masturbación de mi mujer. Fue entonces cuando comprendí que si la masturbación de mi mujer estaba bajo mi control manual, no menos lo estaba la mía propia en su mano —nunca mejor dicho—.

Nuestros jadeos y gemidos se imponían, sin duda alguna, al de los sonidos que la televisión propagaba. Las lágrimas que mi mujer dejaba escapar se acumulaban al de aquel fruncimiento de cejas, ese vehemente mordido de labios, el estrechamiento de párpados y, en fin, esa sensación general de abandono total a la búsqueda y encuentro de placer propio. Debido a que nuestras manos estaban lubricadas —las mías en aceite y las suyas entre humedades y sudores—, los chasquidos que nuestros frotamientos, penetraciones y deslizamientos, roces, fricciones y estrangulamientos, apretones, evasiones y refregones, sobeos, manipulaciones y fregados se sucedían uno tras otro y alcanzaban categoría de música; música fogosa y lasciva.

Porque yo estaba dispuesto, ya que mi mujer me había negado el acceso a su cuerpo, a matarla de placer, sino con mis manos, al menos con las suyas. Lourdes no infería la secreta conexión entre nuestras manos y nuestros sexos —o la conocía perfectamente y, por eso, me había impedido el acceso directo a su coño—, y su cuerpo solo podía ser eco de los desmanes que ocurrían entre sus piernas. Su otra mano se ocupaba de dejar ahuecado el pantaloncito y las bragas encharcadas para facilitar la masturbación. Ocasionalmente, la mano ascendía bajo la camiseta y se acariciaba los pezones (pero tampoco me los mostró y, así como a veces captaba algo de su sexo entre tanto movimiento, parte de sus pechos se me mostraban por las aberturas laterales de la camiseta de tirantes).

No puedo precisar cuánto tiempo duraron nuestros dulces tormentos sobre nuestros sexos. Quizá diez minutos, quizá un cuarto de hora, quizá más. Yo me sentía como un niño a los mandos de un juguete nuevo y era la primera vez que disfrutaba y hacía disfrutar con mi juego.

Los orgasmos surgieron de un imprudente patinazo: mi aceitoso dedo pulgar resbaló sobre su pie y se deslizó sin control desde la punta del talón, ascendiendo por los huesos tarsos y los metatarsos, arribando a las falanges y apareciendo entre el pulgar y el índice. El patinazo no estuvo exento de cierta presión y creo que ello propició el que el placer del trazo fuese aún mayor. Las caderas de Lourdes se elevaron y su espalda se arqueó, sus nalgas se contrajeron y su vientre se estiró, sus gafas volaron por el aire: el cuerpo de mi mujer quedó tenso y expectante como cuerda de violín a la vez que la mano que masturbaba su coño vibraba intensamente. Yo estaba atónito: tenía la seguridad de que mi mujer estaba experimentando el orgasmo más profundo e impactante que su cuerpo podía crear. Un hondo lamento surgió de sus labios y se fue convirtiendo en chillido lascivo. Aquel despliegue de efectismo hizo que yo también acabase llegando al orgasmo; los chorretones de semen ascendieron y cayeron como pegotes sobre mi camiseta, vello púbico y piernas. El glande me expulsaba varias cargas seguidas mientras el cuerpo de mi mujer parecía relajarse posándose con suavidad sobre el sofá como un avión tomando tierra. Pero luego volvió a sufrir los dulces embates del mismo u otro orgasmo y volvió a tensar la espalda como maroma tirante, abortando la maniobra de aterrizaje. Un nuevo chillido surgió de sus labios. Escuché los músculos de sus piernas y espalda crujir. Pareció que terminaba su placer pero  volvió a alzarse gozosa. Lourdes pareció sumirse en una espiral de orgasmos que no tenía fin. Sus gemidos y chillidos se sucedían sin aparentar cansancio alguno. La mano derecha me dolía de haberle dado tanto al manubrio y la verga estaba inflamada de tanto frotamiento y refriega; pero nada de eso hizo que despegase la mirada ni la atención de mi mujer: seguía absorto en aquel despliegue de orgasmos repetitivos. Perdí la cuenta cuando Lourdes pasó del tercero sin muestras evidentes de un final cercano. En su mirada se reflejaba la dulce perdición de perder la conciencia al ser devorada una y otra vez por los orgasmos. ¿Qué carajos estaba ocurriendo aquí, mi mujer era multiorgásmica?

Fue entonces cuando me di cuenta que mi mano izquierda continuaba masajeando el pie de mi mujer. ¡Dioses de mi vida! ¿Acaso era posible que yo…?

No lo llegué a comprobar. Creo que, por medio de algún acto reflejo misericordioso o estúpido o, quizá, atisbando el grado de mortificante dulzura pero arrebatador dolor que se reflejaba en el rostro de Lourdes ante los embates de los orgasmos, solté el pie como si me hubiese arreado una descarga eléctrica.

El cuerpo de mi mujer quedó tenso en el aire, agarrotado, y su gemido murió poco a poco, a medida que su cuerpo se posaba lentamente sobre el sofá. Yo no podía creerlo y, sinceramente, solo me preocupaba la salud de mi mujer y no su placer inmediato. Sabía del poder de la reflexología pero jamás había pensado que aquello fuese a llegar a tal extremo. Me felicité por haber detenido esa serie infinita de orgasmos que, sin duda alguna —ahora lo sé—, hubiese provocado alguna desgracia en su cuerpo. Desgracia muy placentera, por otra parte.

Nos sonreímos un momento después. Respiré tranquilizado. Se me acercó despacio y acusando cansancio y me plantó un beso etéreo pero intenso en los labios. Juntó su frente empapada con la mía mientras me miraba fijamente y recuperábamos el aliento, alimentándonos del que aún exhalaban nuestros labios entreabiertos. A esa corta distancia, para mi desenfocada vista, Lourdes perdía la condición de ser humano tangible y se convertía en amor perdurable y compañera confiable.

—¿Estás bien? —pregunté sin saber si tenía algún músculo atenazado o algún dolor de otro tipo.

Me afirmó moviendo ligeramente la cabeza. Pero se desdijo al poco.

—Tengo el cuerpo entero derrengado, el coño en carne viva, el corazón inquieto y las tripas revueltas. Aún me tiembla todo adentro de solo pensar lo que ha ocurrido. ¿Cuántas veces…?

Negué con la cabeza. No las había contado. ¡Para contar estaba yo viendo como mi mujer se destrozaba el cuerpo con orgasmos infinitos!

Sin duda, aquella fue una sobremesa que nunca olvidaré.

En realidad, y como esa noche recordaríamos abrazados en la cama, su cuerpo se recuperó pronto de las demenciales sacudidas y aquel fue el inicio de una tarde en la que los juegos eróticos, equívocos lascivos y sorpresas sexuales —todo controlado, eso sí— convirtieron la tarde de memorable en inolvidable.



Ginés Linares. gines.linares@gmail.com


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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .