Contra el mar.

El olor era un atractivo regalo para sus sensaciones, dejándolos en un estado ligero de felicidad y bienestar. No se acordaba de ningún momento relativamente malo en ese día, ni donde estaba ni lo que hacía. Sólo sabía que ella estaba allí.

Era ya la tercera cerveza de esa noche, algo muy raro en Alberto. Con un par de ellas iba servido y durmiendo la mona tranquilamente, pero aquello era diferente. ¿Alcohol para matar el tiempo, el aburrimiento?

Un suspiro se deslizó a través de sus labios, seguidos por un escalofrío.

Sin duda había sido mala idea llevar la camiseta de Children Of Bodom  sin una chaqueta que le pudiera resguardar del frío, pero el alcohol hacía las veces de estufa. Su humor no había mejorado con la pérdida de una de sus pulseras favoritas de Iron Maiden. La noche no podría ir a peor… ¿O quizás sí?

No, ella no estaba allí. ¿Por qué buscar algo que sólo había visto una única vez en su vida? Una semana había pasado, y durante esos días no había olvidado su imagen: cabellos largos y ondulados, unos ojos marcados por una mala iluminación, pero aún así la belleza seguía intacta bajo una piel pálida rozando el color plateado. No era algo que no pudiera ser ignorado por nadie, pensó. Sin embargo nadie más la estaba observando, tal belleza, tal majestuosidad y perfección en un cuerpo tan pequeño y delicado como el cristal pulido.

Lo que más llamó su atención fue la profundidad de sus ojos, como si estuviera buceando en ellos hasta el mismo centro del océano…

  • Tío, levanta ya ese careto, que me está fastidiando la noche… - la voz de José interrumpió sus delicadas fantasías.

Alberto se puso a la defensiva, pero mostrando un claro arrepentimiento.

  • Lo siento, en serio, pero…bueno, no he tenido una buena racha… -dijo el chico mostrando la pulsera rota que guardó en un bolsillo de su pantalón.

Cuando iba a guardar la muñequera algo de color carmesí se deslizó por la pantorrilla de su pantalón: era la flor que había recogido del parque.

Rodando con la ayuda de sus pétalos y la fuerza de la gravedad, la flor llegó finalmente al suelo.

Por un momento Alberto pensó dejarla donde había decidido irse, pero escogió una acción menos simplista: recogerla delicadamente, como si fuera a romperse en sus manos.

Un delicado aroma a mar inundó sus sentidos, cerrando los ojos dejándose llevar por su agudo sentido del olfato.

El olor era un atractivo regalo para sus sensaciones, dejándolos en un estado ligero de felicidad y bienestar. No se acordaba de ningún momento relativamente malo en ese día, ni donde estaba ni lo que hacía.

Sólo sabía que ella estaba allí.

Como si por fin hubiera ella acudido a una cita imprevista, quedado con un amigo o simplemente haber ido a dar una vuelta. La total naturalidad de la situación impidió un saludo o cualquier genialidad posible.

La flor, aún posada en la mano de Alberto, yacía en un leve balanceo de una brisa cercana.

Una mano plateada cogió esa flor que asemejaba a su belleza y desapareció en las luces de la calle.

  • ¿Qué haces, tío? –la voz de José volvió a retumbar en sus oídos.

Alberto seguía en la misma posición inclinado hacia el suelo. El olor a mar había desaparecido por completo: sólo podía oler el tabaco y el fuerte alcohol en su estado puro.

  • ¿Tú has… la has visto?- preguntó Alberto titubeante.

  • Hmpf. ¿El qué?- el rostro de José mostraba una sonrisa burlona producto de la bebida.

El chico se revolvió y elevó su tono de voz.

  • ¡¿Pero acaso no has visto a la chica que estaba aquí, hace tan sólo un minuto?!

  • ¡Eh, eh! Tranquilízate. Yo no he visto nada de nada.

No iba a creer así de repente que había tenido alucinaciones o algo por el estilo, y mucho menos iba a echarle la culpa al alcohol y su adorada cerveza.

A un paso irregular, salió corriendo del bar rumbo calle abajo. Sólo pudo oír a lo lejos la voz de José.

  • Pero, ¿adónde vas? ¡¿Qué pasa?!

No pudo responder. Sus cinco sentidos estuvieron alertas a cualquier indicio al aroma del mar. Una pista fresca le llevó al mismo núcleo del olor: la playa.

Unos cabellos oteaban en el horizonte, sentada donde el mar no llegaba a mojar su piel.

  • Aún no me has dicho tu nombre – dijo Alberto cuando llegó a su lado.

  • Yosine – dijo ella en una dulce voz aterciopelada.

Hubo un matiz de tristeza en su tono de voz. No le gustó eso.

Ella observaba el balanceo del mar, sin observar al chico en ningún momento, como si fuera una prueba o una maldición.

Él era su sol y ella no podía apreciar su luz, pues era de noche en su alma y sus ojos estabas cegados por la espuma de la mar.

Alberto cambió su posición para ponerse cara a cara frente a la chica. Ella tenía los ojos cerrados. Él acercó su cara a la suya, pero el mar fue caprichoso.

Una ola fue demasiado grande para que desde la posición de Yosine pudiese evitarla. El agua abarcó toda la playa, pero eso no fue lo que sorprendió al muchacho.

La piel de Yosine repelía el agua, o mejor dicho, la absorbía  totalmente, pero ya no era piel lo que veían los ojos de Alberto, sino una cola plateada con reflejos de color verde que surgía cada vez que el agua tocaba su piel. La incredulidad estaba entredicha.

No era agua de mar lo que se deslizaba por las mejillas de Yosine, sino lágrimas, de dolor, sufrimiento y vergüenza. Dos mundos, dos vidas, un error del mar egoísta.

Los muchachos se incorporaron, mientras que la mano de Alberto apretaba con fuerza la suya. Lo caliente y lo frío coexistían pacíficamente en ese gesto.

Yosine volvió a mirar al horizonte.

-El mar me trajo a ti… - la voz de la chica se quebró varias veces – Es hora de que vuelva con el mar.

Con paso decidido, Yosine se dirigió a su castigo soltando la mano del muchacho, pero eso no era suficiente.

  • ¡Espera! –gritó Alberto con todas sus fuerzas.

Volteó a la chica y clavó sus labios en los suyos, queriendo saber si era real. Respiraciones agitadas, caricias, sin separar los labios ni un segundo.

Cuando abrió los ojos, el agua había vuelto a ser agua.