Contacto muy peligroso

¿Real o ficticio? Cuidado con los contactos por revistas o por Internet.

Contacto muy peligroso

1 – Introito

En 1997, cuando Internet parecía despertar en las mentes de los ciudadanos, comencé a buscar a alguien; alguien con quien compartir mi vida, a ser posible, para siempre. Pero los sistemas de chat de entonces eran primitivos y el móvil era cosa de ejecutivos rara de ver por la calle. Compré una revista de anuncios por palabras y observé que había mucha gente deseando contactar. En el apartado «Gay» había muchos anuncios, pero ninguno me pareció interesante; sólo uno de ellos y me pareció extraño.

Tuve la revista en la mesa unos días y volví a leerla. Había un chico joven que buscaba un contacto serio y maduro y ponía un apartado de correos. Pensé que no perdía nada por escribirle y darle mi número de teléfono. Le escribí y puse como remitente mi apartado de correos. No tardé mucho tiempo en recoger una carta escrita a mano y con letra poco cultivada. No esperé a salir de la oficina cuando ya iba abriendo el sobre y, al entrar en el coche, leí algo que me dejó muy confuso. Me escribía un chico joven de un pueblecito de la Sierra Norte (omito su nombre, obviamente). En aquella época vivía yo en Sevilla y el viaje hasta ese pueblo no era muy largo, pero sí muy peligroso. Encontré un número de teléfono y dejé la carta sobre la mesa de mi estudio hasta pensármelo bien. Él no llamó.

Después del almuerzo, no lo pensé más y lo llamé. Contestó una señora y procuré no hablarle muy formalmente. Pregunté por Antonio. En muy poco tiempo, oí hablar algo y contestó Antonio al teléfono ¡Su voz era la de un niño!

Le dije que era Carlos, el que había leído su anuncio y había recibido su carta, y me pareció muy ilusionado. A pesar de que sabía que aquella carretera era peligrosa, salí temprano de casa sin dar explicaciones, con dinero y alguna ropa en una bolsa.

Paré en un pueblo a medio camino y desayuné por segunda vez. Seguí conduciendo con precaución y, en algo más de una hora, llegué al sitio donde habíamos quedado a las 6 de la tarde. Di un paseo por el pueblo, de cuyo nombre prefiero no acordarme, y me senté en el coche en la plazuela de la entrada (que hoy ya no existe). Me puse a leer y se pasó el tiempo antes de lo que yo pensaba. Pero también antes de la hora acordada, me pareció ver a un muchacho que se fijaba en la marca y el color de mi coche. Esa era una de las pistas para conocernos ¡No podía ser! ¡Era un chaval muy joven! Yo tendría cerca de los 40 años, que era lo que él, aparentemente buscaba, pero era demasiado joven.

Lo miré desconfiado al principio. Su ropa era normal, pero su rostro era como el de una talla; suave, rosado, sonriente, delgadito. Su cabello era castaño casi rubio, lacio y corto y sus ojos me parecieron castaños. Era Antonio.

2 – Encuentro forzoso

Su aspecto era delicioso, pero hubiese arrancado el coche en ese momento y me hubiese vuelto a casa ¡No podía tener una relación estable con un chico así y en un lugar tan lejano! Sin embargo, me miró sonriente y se acercó a la puerta del coche mirando hacia adentro. Bajé el cristal de la ventanilla.

  • ¿Eres Carlos? – preguntó sonriendo aquella voz inmadura -.

Tuve que pensarlo mientras cerraba el libro y miraba sus ojos profundos.

  • ¡Sí, soy Carlos! – le dije -; supongo que tú eres Antonio.

  • ¡Sí, soy yo! – me miró ilusionado -.

Me bajé del coche y no sabía qué hacer, si darle la mano, besarlo, tomarlo por el hombro

  • ¡Hola, Antonio! – le dije -; perdona que no me haya bajado antes. No te esperaba tan… tan… ¡No te esperaba tan pronto!

  • Yo te esperaba así – dijo - ¿Damos una vuelta?

Cerré el coche y me puse a su lado pero, al ver un bar cercano, le dije que si se le apetecía un refresco, que yo tenía sed. Entramos en aquel bar donde lo saludaron como a un conocido más del pueblo y nos sentamos en una mesa. Pedí una cerveza y él un refresco. Al principio no sabíamos de qué hablar. Él por su inexperiencia, supongo, y yo por encontrarme con algo delante que me derretía por su belleza y me asustaba muchísimo por su aspecto juvenil.

Luego hablamos mucho de sus estudios y de mi trabajo. Me dijo que iba a la capital en autobús muy a menudo (no dijo el por qué) y le comenté que el viaje era muy bonito, pero que me pareció una carretera muy peligrosa.

Cuando hablamos de todo un poco durante bastante tiempo, vi que anochecía. Se acercaba el invierno y los días se hacían más cortos. No quise interrumpir la conversación ni dejarlo con la sonrisa en la boca, pero le dije que tenía que volver para no llegar muy tarde. Se quedó pensativo.

  • ¡Ahora vengo! – dijo levantándose - ¡No tardo nada!

Me quedé solo en el bar mirando la televisión y pensando en que se había quitado de en medio. Casi estaba a punto de pagar y salir de allí cuando volvió jadeando, se paró ante mí sonriendo y me dijo que ya tenía solución.

  • ¿Solución a qué, Antonio? – le pregunté extrañadísimo - ¿Qué problema hay?

  • Aquí no hay hostal para pasar la noche – dijo -, pero he convencido a mis padres para que te quedes a dormir en casa. Les he dicho que te conozco mucho de ir a Sevilla. No han dicho nada, así que puedes quedarte conmigo.

  • ¿Les has dicho a tus padres que un amigo, de 20 años más que tú, se va a quedar a dormir en tu casa?

  • ¡No pasa nada! – se encogió de hombros -, les he dicho que te conozco mucho de una tienda de informática.

  • No me lo tomes a mal, Antonio – me asusté -, pero no quiero ir a dormir a tu casa.

Me imaginaba la cara de los padres al ver a su «amigo» entrar por la puerta. Yo aparentaba menos años de los que tenía, pero eso de meterme en su casa con unos padres que, seguramente, tendrían mi edad

  • ¿Traes ropa para cambiarte y eso? – preguntó muy interesado
  • ¡El dinero no importa!

  • Sí – dije muy cortado -, traigo de todo, pero pensaba en quedarme en un hostal.

  • ¡No puede ser! – respondió -; aquí no hay y tendrías que ir al otro pueblo y a lo mejor no hay sitio.

Cometí una tontería, algo que se me ocurrió espontáneamente: le dije que sí.

Cogimos las cosas del coche y subimos por una calle muy empinada. Cuando llegamos a cierta altura, salió una joven (más bien gruesa) a saludarme. Sabía mi nombre y todo lo que yo había puesto en la carta. Era su vecina de enfrente, a la que le contaba todos sus secretos.

Entramos en su casa y me explicó que estaba construida sobre una antigua iglesia pequeña. Un poco después pude ver algunos arcos ojivales de piedra en una habitación. Su madre era de mi edad, más o menos, y su padre no había vuelto del trabajo; un taller que tenía tras la casa.

La mirada de su madre me pareció de sospecha, pero intenté evitar hacer gestos raros y no le comenté nada a Antonio.

Nos había puesto dos camas juntas en su dormitorio, que tenía una endeble puerta de madera sin cerradura alguna. Luego, nos explicó que habría que acostarse temprano y bajamos a la cocina, que al mismo tiempo era un comedor muy rústico. Le noté a la mujer un cierto acento raro. No eran andaluces. Cuando llegó el padre, cruzaron algunas frases incomprensibles para mí. Como no era catalán ni gallego, pensé en que eran vascos. Más tarde lo comprobé. Antonio llamó a su padre «aitá», a su madre «amá» y a su perro «txacurra». Recordé sus apellidos y me di cuenta de que eran muy extraños.

  • ¿No te gusta la comida? – preguntó su madre -.

  • ¡Sí, señora! – respondí con entusiasmo - ¡Está muy rica!

  • ¡Pues no te veo comer!

  • Verá usted… - le dije tímidamente -, he merendado mucho y muy tarde. Parece que no me ha sentado muy bien, pero no tiene nada que ver con esta deliciosa cena.

  • Come muy poco, amá – dijo Antonio -, menos que un pajarito. Lo conozco.

No fue una cena muy tensa, pero sí verdaderamente extraña. «Aitá» me miraba de vez en cuando sin decir palabra y movía extrañamente su brazo. La mitad de la mano le faltaba; del taller, supuse.

Antonio retiró los platos y cubiertos y, después de una corta sobremesa, subimos al dormitorio. Sus padres dormían casi al lado y él encajó la puerta con unos papeles para que no se abriera. Me miró sensualmente y se acercó a mí desabrochándose la camisa.

Nos fuimos desnudando hablando algo siempre a media voz hasta que estuvimos en calzoncillos. Él se metió en la cama de la izquierda y yo en la de la derecha (junto a la ventana), pero cuando apagó la luz, se acercó a mí y me dijo algunas cosas sin importancia hasta que me zampó un beso. Esperé inmóvil y puso su mano sobre mí. Volvió a besarme y acaricié sus suaves cabellos. Los labios se fueron acercando y el beso se hizo interminable.

Sus padres estaban muy cerca, la puerta no tenía cerradura y yo estaba acostado con un chaval en su propia casa. No quiero volver a repetirlo.

Las sábanas y las colchas estaban entremetidas entre las dos camas y me di cuenta de que tiraba de ellas. Las levantó y se pasó a mi cama. Me abrazó y siguió besándome ¡Dios mío! ¿Dónde me había metido?

  • ¡Antonio – hablamos susurrando -, tus padres están ahí al lado!

  • No importa – dijo -; no vamos a hacer nada malo ¿no?

Se volvió de espaldas a mí y tiró de mi brazo. Me pegué a él con más miedo que placer sin decir nada. Poco después, noté que se bajaba los calzoncillos hasta las rodillas y tiraba de los míos. Aterrado, me los bajé y apreté mi cuerpo contra el suyo. Era pura seda rozando mi pecho y mi vientre. Adoptó la posición fetal y tuve que encoger las piernas para seguir pegado a él. No había otro movimiento. De vez en cuando se volvía y me besaba furiosamente.

  • ¡Eres lo que yo estaba buscando!

3 – Todo anormal

Pensé que quería que lo penetrara, pero cuando tenía la punta de mi pene en su culo, lo retiraba disimuladamente. Estuvo haciéndome muchas caricias hasta que destapó nuestros cuerpos. Si entraban los padres por la puerta, me moría de un ataque. Hizo que me pusiera boca arriba y me sacó los calzoncillos. Comenzó algo parecido a una paja hasta que se convirtió en un movimiento rítmico que me daba un placer enorme. Estaba claro que era la primera vez que le cogía la polla a un hombre, pero sabía que iba a correme y me puso los calzoncillos sobre la punta. Allí me corrí, claro. Cuando intenté devolverle aquel placer, me di cuenta de que ni siquiera estaba empalmado y tomó la ropa de la cama, se dio media vuelta y se echó a dormir. Volví a abrazarlo en posición fetal y así nos quedamos dormidos.

Me desperté a media noche y le dije que se pasase a su cama, por si acaso, pero estaba totalmente dormido, así que me pasé yo a su cama para intentar descansar sin preocupaciones. Pero aquella noche fue de las que jamás me gustaría que se repitiese. Se acercó una gran tormenta y comenzó a llover con un estruendo que me quitó el sueño algunas horas. Lo estuve zarandeando para que despertase y evitásemos aquella situación, pero su sueño era tan profundo, que así pasó toda la noche. Yo caí rendido casi al amanecer.

Oí un ruido muy fuerte y entró la madre en el dormitorio.

  • ¡Vamos, jovencitos; que hay que desayunar!

Se fue despertando poco a poco y me miró sonriente. Extendió los brazos y me acerqué a él. Con la puerta abierta, comenzó a besarme como un loco y tuve que separarlo de mí.

No habló nada de ducha. Se puso a vestirse con la misma ropa que el día anterior, así que yo hice lo mismo, pero sin ponerme los calzoncillos que estarían muy pegajosos.

Desayunamos con la madre y salimos a dar una vuelta. Comencé a hacerme el enfermo. Le dije que me dolía el vientre. Corrió a su casa a por no sé qué medicina y entré en un bar a llamar por teléfono, pero me dijo el dueño que el teléfono estaba en un bar de enfrente, algo más adelante, que era un hostal. ¿Un hostal?

Me pedí un café cargado y me escondí. Antonio me encontró, por supuesto, pero le dije que teníamos que ir a su casa a por el equipaje porque me volvía a casa. Lo noté preocupado, pero subimos hasta su casa y él mismo le dijo a su madre que yo no me encontraba bien. Recogí mis cosas y comencé el camino de vuelta. Él se quedó allí mirándome muy preocupado. Tuve que parar en el siguiente pueblo y tomar otro café. A medio día llegué a mi casa y me eché a dormir.

Pasaron unos días y lo llamé para decirle que ya estaba mejor. Él también me llamaba de vez en cuando, cuando su madre salía, y hablábamos un rato. Nuestras conversaciones eran las de dos enamorados separados por mucha distancia. Él era muy guapo, yo me había enamorado de él; yo le parecía su hombre y se había enamorado de mí. Pero aquello era más que imposible. Sin embargo, hice más de un viaje al pueblo a verlo. Comenzó el tiempo frío y él comenzó sus estudios en el pueblo cercano. Allí nos veíamos de vez en cuando. A veces, estaba todo el día solo sentado en un bar viendo nevar para estar con él un par de horas en todo el día. No había sexo. Sólo unas caricias y algunos besos. Me parecía extraño hasta que llegué allí un frío día de noviembre y quise entregarle una alianza de oro con la fecha en que nos conocimos. La tomó con indiferencia y se bajó del coche: «¡Adiós!».

Había destrozado una gran parte de mi vida.

Cuando llegó el buen tiempo, llamó a mi casa y supo por mi madre que estaba en mi estudio. Cuando abrí la puerta y lo vi allí enfrente sonriendo con su bolsa al hombro, no sé lo que pensé. Lo hice pasar y se quedó en el salón frente a mí mirándome sonriente hasta que se acercó y me besó. No podía evitar aquella situación; aún sentía algo inexplicable por él. Le mostré el estudio y vio una cama. Se echó allí y me eché a su lado. Volvió a ponerse en posición fetal y lo abracé fuertemente por la espalada. Se bajó los pantalones y los calzoncillos y yo no pude resistirme. Me quité los pantalones y me apreté contra él, pero esta vez no se apartaba. Fui apretando poco a poco hasta penetrarlo y lo que era un amor incipiente, se convirtió en un cariño que nunca iba a poder borrar. Lo que no entendía era por qué nunca se empalmaba ni me dejaba cogerle la polla. Lo descubrí haciéndome el despistado una vez y me apartó la mano al instante.

Pero cuando llegó la noche salimos a dar una vuelta y le presenté a algunos amigos. Cuando me di cuenta, delante de mis narices, se estaba comiendo la boca con mi amigo Jordi. Salimos pronto del bar. Empecé a encontrarme mal y Antonio se acercó a mí, agarrado de la mano de Jordi, pidiéndome que los dejase quedarse a los dos en la cama de mi estudio. No le respondí. Nos subimos al coche y nos dirigimos al estudio, pero pasamos antes por la estación de autobuses. Serían las 2 de la madrugada. Todo estaba cerrado y apagado. Paré allí, me bajé del coche y saqué su bolsa del maletero. Me miró aterrado.

  • ¡No, Carlos! – me dijo - ¡Yo sé que tú no eres capaz de hacerme esto!

  • ¡No, Antonio, no soy capaz! – dije -, pero me veo obligado.

Tiré su bolsa a la acera, me subí al coche y llevé a Jordi a su casa (que no hacía más que repetirme que él no sabía qué había pasado) y me volví a casa. Antonio había desaparecido de mi vida. ¿O no?

4 – El tiempo que todo lo cambia

Seguí mi vida como pude al principio. Incomprensiblemente, tenía remordimientos de lo que había hecho con él, pero yo tenía que seguir adelante. A pesar de todo lo sigo queriendo hoy en día.

Pasaron unos 10 años y hice muchas más amistades en Internet, que ya nos permitía comunicarnos por el Messenger y enviarnos correo muy completo (no sólo de texto). Mi mejor amistad era Juan, un hombre de mi edad (yo ya estaba en los 50). No había relación entre nosotros, sino una amistad sincera y muy grande.

Chateábamos todas las noches y nos reíamos a veces de tal forma, que tenía que taparme la boca para no despertar a mis padres o salir corriendo al baño porque me orinaba. Juan comenzó a enviarme algunos de esos mensajes chistosos; escritos o en PPS. En todos ellos venía, al principio, toda una lista enorme de direcciones de correo de la gente por donde había pasado. Le advertí que no hiciera eso, que no sabía en manos de quién podía caer esa larga lista de direcciones, pero él no sabía copiar el contenido en un nuevo correo limpio.

Un día, casi me mareo y me caigo de la silla. Acerqué mi cara a la pantalla para asegurarme de lo que estaba viendo. En la lista de direcciones había una que me era totalmente conocida a pesar de que era la primera vez que la veía: AntonioXXXXXX@Hotmail.com. ¡Era la dirección de Antonio! (Lo oculto con XXX eran sus extraños apellidos).

Le pregunté a Juan por teléfono y buscó el correo.

  • ¡Sí, sí! – me dijo -; es quien tú dices. Quedamos en vernos. Dice que trabaja en una heladería en Sevilla.

  • ¿Estás seguro?

  • ¡Totalmente! – me dijo -; buscaba a un hombre maduro. Tengo su foto. Podemos comprobarlo.

  • ¡Envíamela, por favor! – comenté -, pero ten cuidado con esa criatura que es muy peligrosa.

Cuando abrí el fichero con la foto, no pude evitar el llorar como un niño: «¡Antonio, Antonio!». Era él mismo aunque sólo se le notaba algo más maduro.

Le comenté a Juan todo lo que me había pasado con él y no podía creerlo. Sin decirme nada, se dio un paseo por la heladería. Antonio no lo conocía físicamente. Allí estaba.

Y yo cometí el error que hubiese cometido cualquier enamorado al ver a su amado en una foto 10 años después. Copié la dirección de Hotmail y lo añadí a mi lista de contactos. Una noche, se conectó y empezó a escribirme (con muchas faltas de ortografía) diciéndome que me quería, que guardaba todas mis cosas para olerlas y que no se quitaba el anillo. Yo sabía, por lógica, que lo que me estaba escribiendo era mentira pero, ¿por qué me decía esas cosas?

Nunca más volvió a conectarse y jamás se me ocurrió acercarme a la heladería para verlo; ni de lejos.

Quise hacer algunas modificaciones en mi estudio y mudarme allí solo. Cogí el cutter y me subí en la escalera a rematar unos visillos, pero se me fue de la mano y voló por los aires. Yo pude agarrarme y me bajé asustado. El cutter había caído en el cajón medio abierto de los cubiertos y la mantelería. Lo empujé con rabia con el pie para cerrarlo y me fui a la cocina a tomar algo. Llamaron a la puerta. Fui despacio pensando que sería Juan y me encontré allí delante a Antonio sonriéndome con su bolsa colgada. Le hice pasar y tomamos un refresco y el almuerzo. Por un lado lo deseaba tanto que había olvidado las cosas tan extrañas que me hizo, pero por otro lado, casi me asustaba tenerlo en casa.

Quiso dormir un poco la siesta y cuando llegué a la cama, lo encontré semidesnudo en posición fetal. Me eché a su lado con pánico, pero acabé abrazándolo como las otras veces. No sólo se dejó penetrar, sino que noté que ya no era nada virgen. Mi polla entró en él con toda facilidad, pero seguía usando el mismo comportamiento. No se movía. Notó que me corría dentro de él por mi respiración y mi movimiento rápido y separó mi mano de su cintura. Me quedé dormido al poco tiempo, pero me pareció que se levantaba y creí que iba al baño. Me dio la sensación de que tardaba mucho, pero volví a dormirme.

Cuando desperté, estaba en el mismo sitio donde lo había dejado: dándome la espalda en posición fetal y con los pantalones bajados. Me acerqué a él y lo abracé. No se movió, pero me dejó penetrarlo otra vez hasta sentir que me corría y se separó de mí.

Entré un momento en el baño para asearme y lo encontré con su sonrisa imborrable sentado en el salón.

  • ¡Vamos a preparar algo para merendar!, por favor – me dijo insinuante -.

Nos fuimos a la cocina e intenté abrir un sobre de lonchas de jamón; todo el mundo lo sabe; un abrefácil. No me di cuenta y le dije que me trajese el cutter, pero olvidé decirle dónde estaba la caja de herramientas. Ante mi asombro, se dirigió al cajón de la cubertería y lo cogió. Me fui inmediatamente a su bolsa y se vino tras de mí como asustado. Abrí la bolsa y encontré ciertas cosas de valor que no eran suyas. No dije una palabra. Saqué aquello de allí y sin decir nada, a base de gestos y apartándolo de mí cuando quería besarme, le abrí la puerta de la calle.

  • ¡Ni en pintura! – le dije - ¡Desaparece del mapa que yo no te vea ni en pintura o te hago yo desaparecer!

Di el portazo definitivo, pero aún lo quiero.