Consultorio caliente al margen del oyente

Al consultorio sexual de una pequeña emisora de radio empiezan a llegar cartas de una chica que firma Capricornio y que explica cómo se esfuerza en ser fiel a su novio... sin conseguirlo. La inocente joven irá subiendo la temperatura en cada una de sus misivas. Ella pide ayuda pero nadie le contesta

Nunca me gustó la radio. Pero la vida no es cuestión de lo que te guste y allí estaba yo. Uno estudia psicología y tras años de paro y precariedad acaba trabajando en la emisora de su tío en Zuera. La empresa era propiedad de mi pariente pero estaba asociada una gran cadena nacional. Y allí me colocó mi tío en el programa de madrugada. A media hora de autovía en un lugar donde no había nada excepto una cárcel. Pero bueno, era un trabajo. En principio se trataba de dar asesoramiento psicológico a un par de descerebrados que hacían un consultorio sobre sexo de ámbito regional. Se suponían que nos escribían jóvenes con su cuitas. Dejaban mensajes de voz o mail sin firmar. Mi función era detectar gente con trastornos, casos de malos tratos u otros problemas que hubiera que reportar a asuntos sociales o las autoridades. Yo hacía cada día un par de descartes y ellos con el resto montaban el programa cada noche. Ni siquiera lo oía. Cuando estaba lista la escaleta a media tarde volvía a Zaragoza.

–Ha llegado esto, friki. Échale un ojo.

Los dos locutores-directores-productores-guionistas me odiaban. ¿Por qué era un enchufado? ¿Por qué les doblaba la edad? Por qué… vete tu a saber.

Me tendieron una carta. Una carta de verdad. Con matasellos y un remite sin nombre pero con una dirección del barrio de Delicias. El consultorio se hacía a base de whastapp, canales de redes sociales, mensajes de voz y algún mail. El correo postal resultaba algo inusual. Yo cogí el sobre sin mirarlos. En realidad tenía mi vista clavada un poco más allá, en la pecera donde Petra, la becaria, que leía el sumario de las noticias. Esa piel tan joven, esa boca tan sensual, ese pecho tan grande y, sobre todo, esa camiseta tan fina, me volvían loco. Desde que me había dejado mi prometida hacía dos años estaba a dos velas. Pero mis aproximaciones a Petra habían sido infructuosas. Ni un café. Una vez me había ofrecido para llevarla de Zaragoza a Zuera, pero su cara no dejó lugar a dudas de lo desatinado de mis pretensiones. Yo creo que Petra sólo me habló porque intentó ser guionista del programa. Pero el loco y la loca con los que trabaja la rechazaron por falta de presupuesto y porque dijeron que no sabía escribir.

Giré la carta sobre la mesa. Una caligrafía primorosa, anticuada casi. La abrí con un punto de hastío. Rezaba tal que así:

Apreciados amigos:

Soy una chica de Zaragoza, muy normal, sin nada destacable. Bueno, siempre he estado un poco acomplejada por mi, digamos, volumen pectoral. Mi madre siempre me decía: “hija, no sé si llegará lejos, pero tus tetas seguro que lo harán”. Y claro, siempre me ha dado mucha vergüenza. Pero la verdad, es que no llamo la atención por nada. Y sí,  me escogieron ser la protagonista de la versión de la Cenicienta, pero era una obra en el pueblo de mis padres. Y nadie quería ser porque al final cada año acaban lanzando a los actores al pilón Y en mi primer año de carrera me escogieron “Miss cara bonita”, pero yo creo que lo hicieron para reírse, porque soy muy tímida. En otra ocasión, el club de Historia quiso que saliera en la portada de su revista. Y dije que sí. Y eso que me pidieron que para la foto me pusiese un vestido que mí me pareció demasiado corto. Pero claro, con el fotógrafo ya allí, no iba a hacerles el feo. Luego se quedaron sin fondos y ese número de la publicación nunca vio la luz. Y una vea una amiga me abrió en broma durante una fiesta de pijamas un perfil de Tinder. Y la verdad es que colapsó la  aplicación pero es que puso un foto mía de una Semana Santa que fuimos a la playa y me prestó su bikini, que me iba ridículamente pequeño. Pero vamos, lo que se dice una chica del montón.

Mi problema, amigos, es el siguiente. Quiero ser fiel a mi novio pero cada vez me cuesta más. Llevamos tres años y digamos que sólo le he hecho algunos trabajos manuales, y no muy frecuentes. Y en cambio, cada día tengo más la sensación de que todo su entorno, y cuando digo todo, digo todo, sólo piensan en aprovecharse de mí sin respetar ni amistad, ni relación profesional, ni siquiera parentesco. ¡Es como si les hubiesen puesto algo en el agua! Yo ya no sé qué hacer. Y me da mucha vergüenza hablar esto con mis amigas. No sé qué pensarían. Estoy a punto de acabar la carrera y no quiero un desliz que perjudique mi futuro profesional. Mi madre siempre me ha dicho que yo era un poco boba, que me creía cualquier cosa que me decían. Pero aquí estoy, a punto de acabar mi licenciatura. Así que ahora que he hecho lo más difícil no puedo fastidiarla.

Sólo les pondré un ejemplo de una de mis cuitas. El otro día fui al cine con mi novio y nos encontramos a un grupo de sus amigos. No son de la carrera, sino del barrio. Muchos unos piezas. Un grupo de tres. Total que se meten en la sala con nosotros, aunque ellos tenían entradas para otra. Y se ponen con nosotros, en la última fila. Unos pesados. Y yo enviándole whatsapps a mi novio; qué pesados son tus amigos . Y él: Claro, si no llevases ese vestido . Vale, que tenía razón, que el vestido, que lo estrenaba ese día era muy ceñido y yo misma me había dado cuenta de que me marcaba el tanga casi como si no llevase nada. Pero es que llegaba tarde y en ese cine hay unas colas enormes, sobre todo para pedir las palomitas y los refrescos. Así que no me daba tiempo de cambiarme. Y yo a mi novio, otro whats: ya, pero son unos plastas . Y él: “ si no llevases ese modelito ”. Y yo: “bueno, un poco de escote sí que tiene”. “Pero si no es el escote, es que es se te transparenta todo, y con el aire acondicionado de esta sala se te ve que vas empitonada a tres kilómetros” . Y claro, es que me hace sentir mal. Porque la verdad es que pregunté en la tienda cuando me probé el vestido si no se me marcaban mucho los pechos. Y me dijeron que no… Y que mejor que me lo volviera a probar sin sujetador. Y así, lo hice. Y me aseguraron que no se marcaba nada de nada… Aunque claro, era un vendedor, que no vendedora. A lo mejor es que mi madre tiene razón, que me creo lo primero que me cuentan. Tenía que haber sospechado cuando me hizo descuento cuando ni siquiera estábamos en rebajas. Mañana iré a pedir la hoja de reclamaciones. ¡Menuda soy yo! Se habrán creído que soy boba.

Total, que ya estamos sentados en el cine y empiezan los anuncios. Porque en estos tiempos que corren meten más anuncios que lo que dura la película.  Así que uno de ellos, pongamos que se llama, Wilson, dice que va a por palomitas. Y otro que a por refrescos. Yo les advierte que no lo hagan , que hay mucha cola siempre y que se perderán el principio de la película. Pero ellos se van. Y Wilson, el más descarado, me pone una mano en el antebrazo, y me suelta:

–Tranquila, morena, que te invitamos.

Y yo me quedo un tanto azorada no sólo por el tono chulesco, no sólo porque ha de ser mi novio el que mi invite y no esos descerebrados, sino porque yo diría que mientras me ha agarrado el brazo, con el pulgar, me ha tocado el pecho, dos veces. Sin que nadie se diese cuenta. O a lo mejor, no. Pero yo creo que sí. No estaba segura en ese momento pero por lo que pasó luego creo que sí. Que me tocó una teta con su asqueroso dedo gordo.

Y yo por whats a mi pareja: “¡Pero qué se han creído” . Y el muy crédulo me contesta: “ va, cariño, ¿qué te cuesta ser un poco amable? No están acostumbrados a tratar con mujeres como tú, con tu clase, tu educación” . Pero no es verdad. Porque yo soy tan de barrio como ellos, o como mi Candi –Cándido le pusieron los botarates de sus padres–. Pero en fin…

El caso es que cuando vuelven. Sólo vuelve el amigo de Wilson, que todo lo que tenía de músculos le faltaba de cerebro. Y va el muy torpe y se le caen todas las palomitas, tres paquetes, encima mío. Casi me ahoga en palomitas. Yo creo, amigos de la radio, que lo provocó a posta. Porque aunque se deshizo en disculpas, lo cierto, es que él y su amigo no hicieron más que sacarme las palomitas. Pero o eran muy torpes o muy cerdos. Y yo creo que eran muy cerdos… porque con la excusa del “accidente” en vez de sacarme todo aquel maíz de encima no hacían más que sobarme las tetas, con vicio, apretándolas, con la escusa de que se hundía un palomita la perseguían y en vez de sacarla la hundían más. Yo creo que alguno me llegó hasta las bragas, miren lo que les digo.

Y claro me giré a mi Candi a ver si decía algo. Al principio si intentó ayudarme pero no pudo pasar de las dos espaldas de aquellos aprovechados. Y el muy tolai no va y dice que no importa, que ya las compra él. Y se va comprar palomitas. Como si lo importante fuesen los snacks. Es que lo hubiera matado Pero claro para pasar tuvo que hacerlo presionando más aquellos dos ganapanes. Un de ellos me aplastó las tetas lo indecible. Y el otro, Wilson me pegó su paquete a la cara. ¡Y qué paquete! ¡Embutido certificado!

–Ahora vengo, cariño, te dejo en buenas manos –me soltó mi Candi si mirarme. Y buenas no sé si eran pero manos, a dos pares. Y con tanto trasiego en mi busto me estaban poniendo a gusto… ¡Dios, si mi novio me tocase así alguna vez! ¡Pero no lo hace! ¡Y ellos sí, lo estaban haciendo!

–No, no, dejadme –murmuré en voz baja, no quería que nadie de la fila de delante se volviese a mirar. Pero fui hipócrita, porque al mismo tiempo eché los hombros hacia atrás, sacando mas el pecho, ofreciéndoselos. Deseaba parecer casta, sí; pero que me siguiesen restregando aquellas manazas, estrujándome mis pezones, magreándome sin contemplaciones. ¿Por qué no podía ser Cándido así de vez en cuando? Me sentía tan utilizada, tan indefensa… tan bien.

Esta caliente, estaba ardiendo, estaba… ¡helada! No lo vi venir. El tercero en discordia, llamémosle Turbio, se había caído de bruces con las tres Coca-Colas. Nunca podría saber si tropezó impactado por la imagen de sus amigos dándome un repaso sin piedad o si venía tan torpe de serie. El caso es que ahora todos nosotros estábamos calados. Empapada por fuera cara: vestido, tetas; y empapada por dentro: bragas, entrepierna, vagina…

De la fila delantera empezaron a chistar. La película había empezado y querían seguirla. En el fondo estaban como yo… la acción había comenzado y no quería que se acabase. Pero tampoco estaba dispuesta a parecer un buscona. Así que mentí de nuevo:

–No, no… dejadme.

Y al mismo tiempo se me ocurrió incitarlos:

–¡Cielos, estoy toda mojada! ¡Mirad como me habéis puesto! –y mientras lo hacía me subía la falda, pegada a mis largas piernas, que, ¡oh, sí! estaba abriendo poco a poco. Esperaba que mi tanguita blanco resultase perfectamente visible en la oscuridad. Turbio al incorporarse quedó con la cara la altura de mi falda. El tipejo lo pillo a la primera: hundió su cara en mi intimidad y empecé a sentir una lengua que trabajaba a destajo intentando separar el grano de la paja o, mejor dicho el clítoris del tanga. Lo hacía con tanta pasión que pensé que debía intentar que el coño me supiese a Coca-Cola. El tipo no boqueaba ni para respirar. Lo estaba dando todo, me lo estaba dando todo.

Pero si esto era por abajo, por arriba la acción era igual de intensa. Mis pechos seguían recibiendo su embates pero había una novedad. Una invitada inesperada: la polla de Wilson. El maromo desenfundaba más rápido que Lucky Luke. Y era rápido para todo. Su amigo ya me había sacado fuera todas la tetas pero en cuanto ese glande tocó seno aquello fue como una manguerazo a presión. Todo lo que tenía de musculitos le faltaba de aguante. Se derramó sobre mí, Coca-Cola, palomitas y semen. Como si esa fuere la oferta del día.

Pero tuvo una virtud. Ahogó mi grito de placer. Yo no pude hacer lo mismo. La lengua de Turbio estaba haciendo un trabajo tan notable que acabé aullando de gozo. Eso fue la gota que colmó el vaso y en las filas de delante empezaron a protestar. Salí corriendo. En los lavabos del cine pude componer un tanto mi aspecto. Cuando salí me encontré a Cándido que venía con las palomitas.

–Nos vamos.

–Pero amor…

Nos fuimos claro. Y lo peor no es lo que había pasado. Lo peor es que me había gustado.

¿Creen que tengo un problema?

Deseosa de su respuesta:

Una Capricornio un tanto confusa.

II

Estaba mirando a Petra, la becaria jugueteando con un chupachups en la boca. Eran esos momentos los impedían que me volviese loco. Pero de no ser por Petra, tan real, tan carnal y tan distante, sólo hubiese pensado en ella, en la Capricornio confundida y con hipergrafía. No había podido dejar de tenerla en la cabeza, de imaginarla en esas posturas o en otras porque mi cabeza había ido mucho más allá de la carta, que había leído una y otra vez. Me obsesionaba desde el primer día, cuando oculté la misiva al equipo –era igual, no hubiera podido emitirse en antena– y le envíe a la dirección de Delicias una breve respuesta:

Querida amiga:

Su caso parece muy complicado. Necesitaríamos más información para poder valorarlo a fondo.

Nada más. A ver qué pasaba. ¿Era una anomalía? ¿Una broma? ¿Una loca? Habían transcurrido dos semanas.  Y seguía teniendo erecciones con la dichosa carta. Una semana después llegó la respuesta.

Era la misma letra, la misma caligrafía esmerada.

Apreciados amigos:

Muchas gracias por interesarse por mi caso. La verdad, es que estos días han seguido mis desventuras. Pero no es mi culpa, amigos, yo hago todo lo posible por ser fiel a mi novio. Pero no hay manera. Hace dos días me puse mis mejores galas para ir de visita a casa de Cándido, mi novio. Cándido había pedido oficialmente mi mano a mis padres y ahora tocaba decírselo a los suyos. Para ello la familia les daba una gran cena. Yo para la ocasión opté por un vestido estrecho y ceñido, con falda por las rodillas que acababa de comprarme, El vestido era azul oscuro y muy escotado, tanto por la espalda, que quedaba toda al descubierto hasta por delante, con un escote de infarto, ya que mis pechos apenas quedaba cubiertos por unos triangulitos claramente insuficientes mi capacidad pectoral, sujetos a la espalda por tirantes finos como fideos. A fin de no provocar el escándalo familiar con aquella indumentaria disimulé el conjunto con una chaqueta haciendo juego, pero tuve un toque de atrevimiento, ya que sabía que Cándido, frío de por sí, necesitaría un aliciente extra para animarse a hacer algo. Por eso aproveché mis habilidades para la confección, adquiridas en duros años de experiencia con los patrones del Burda y las clases de costura, e hice un pequeño retoque al ceñido vestido azul, acentuando todavía más el escote de la espalda, haciéndolo llegar mucho más abajo de lo recomendaba la decencia, de manera que se veía el inicio más que incipiente de mi trasero. Ese diseño final me obligó a prescindir de las bragas y a utilizar unas medias negras, con ligero pero sin sujetaligas. Pensaba, ingenua de mí, que sólo mi afortunado novio se beneficiaría de este regalo.

La cena fue miel sobre hojuelas. Los padres encantados con que su hijo se hubiese prometido con una chica tan serio y formal. La cena fue copiosa y regada con abundante Rioja. Y yo aproveché el nivel de euforia y despreocupación general para descalzarme mis sandalias de tacón y meter mano, con el pie, se entiende, a mi prometido por debajo de la mesa, mientras sus padres hablaban de temas sin importancia y no se enteraban de nada. El pobre Candi tenía una cara muy divertida y por debajo de la mesa hacía lo imposible para rehuir mi travieso pie. La tensión a la que el pobre chico estaba sometida creció más en algunos momentos, como cuando aproveché que el segundo plato fuese de pinchos morunos para lanzar una sucesión de provocativas miradas y gestos obscenos con la boca y la lengua al que ya era su prometido.

Acabada la cena la madre de Cándido, muy cansada, fregó los platos y se fue a dormir. El padre, el señor Álvarez, mi prometido y yo optamos por ver un rato la tele en el sofá. Pero la abundante pitanza combinada con los efectos del vino hicieron que pronto mi Candi estuviese durmiendo a pierna suelta en el sofá, mientras yo me había quedado en medio de ambos sin saber como poner el cuerpo.

–Pues hace calor aquí.

Y sí, no sé si era el vino o los toqueteos bajo la mesa, pero la verdad es que estaba toda sofocada. Empecé a abanicarme con la mano, mientras que Cándido, roncando sobre el brazo del sofá no hacía más que empujarme con su cuerpo contra el señor Álvarez.

–Yo creo que estarías mejor sin la chaqueta, niña.

Ante una sugerencia así de mi futuro suegro, ¿qué podía hacer yo? De modo que yo me saqué la chaqueta y a él se le salieron los ojos de las órbitas. Al padre de Cándido se le perlaba el labio superior de sudor, pero no creo que fuese por el calor ambiental.

–Pero, niña, esa chaqueta es buena. Encima de las rodillas se te va arrugar.

No podía dejar que mi suegro pensase que yo era un dejada. Así que preferí que sospechase que era una golfa. Me levanté y dejé que contemplase mi impresionante popa. Volví sin decir nada, no hacía falta: mis caderas hablaron por mí. Yo no quería pero ellas es como si hubiesen tomado vida propia y le quisieran dejar muy, muy claro lo que su hijo había visto en mí.

Al principio el pobre hombre estaba muy cortado y no pasó de ponerme la mano en la espalda desnuda, entre los omoplatos. Como un padre.

–¡Uy, que mano tan fría! –fue a quitarla, pero sólo notar el ademán le corté en seco– ¡No, la quite! ¡Sólo bájela! ¡Más! ¡Un poquito más! ¡Una pizca! ¡No tanto!

El falso candor me salía solo, como la parte superior de mis posaderas de mi escote de la espalda. Justo donde ahora estaba la mano del señor Álvarez.

–¡Señor Álvarez! ¡Qué confianzas! ¡Cómo se nota que ya somos familia!

Ya sé que pueden pensar ustedes que soy una descarada. Pero en una cena así lo importante es que los suegros se sientan cómodos. Y el padre de mi prometido estaba claramente nervioso, tenso. Me pregunté qué podía hacer para que se sintiese mejor.

–Yo, yo… no sé, no quería –no quería pero tampoco me soltaba, apretaba mon “derriere” como si para el fuese su “premier”.

–Le daré un beso de buenas noches y usted ya me despide de Cándido.

Iba a ser un beso de pura monotonía, pero sus labios buscaron los míos y me había precalentado tanto con el juego de pies que luego no tuvo continuidad que me líe. Vale, a lo mejor un beso en la boca a tu futuro suegro no es la mejor carta de presentación. Yo quería parar, pero no había manera. Un beso buscaba otro, unos dientes mordían un labio y aquello era un no parar.

–Pero es que su hijo esta ahí –proteste. Débil, si. Bajito, sí. Pero es que estaba intentando que mis tetas no se salieran del vertiginoso escote. El decoro ante todo.

–Tranquila, duerme siempre así. Y tiene el sueño muy profundo.

Él me seguía besando y hacía lo posible para restregarse contra el cuerpo de la prometida de su hijo, me besaba en el cuello, debajo de las orejas, todos los puntos en que sabía que era especialmente sensible. ¿Cómo lo sabía? ¿Nos habría espiado cuando alguna vez había ido a la habitación de Cándido a “estudiar”?

–Señor Álvarez, no se aproveche de mí. ¡Si su mujer nos pilla esto será un escándalo!

Como última línea de defensa crucé las piernas pero atento en vigilar sus manos, como en la canción, no me pude preocupar ni mucho ni poco de la situación en la que me quedaba la falda. Y no llevaba bragas, imposibles con aquel vestido. A la tercera vez el final de las medias negras sin las ligas eran ya por fin perfectamente visibles. El señor de la casa sudaba, excitado, temblando.

–¿Pero qué le pasa, señor? ¿Tiene calor? Lo entiendo. Yo también estoy sofocada.

Noté que a mi atribulado suegro se le cortaba la respiración. Parecía que mis pechos le atraían como un imán. Siguiendo no se qué norma de hospitalidad empezó un magreo más serio. Yo sólo podía dar pataditas al aire regocijada  y la faldilla se me subía cada vez más.

–¡Ay, me hace daño, señor Álvarez!

–¡Tienes las tetas duras como piedras!

–De tanto estar sentada en la escuela me duele la espalda. La tengo destrozada –y me giró para que pudiera ver la larga espalda y el principio de mi trasero. La carne pálida destacaba bajo el vestido azul–. Si pudiera hacer algo, señor –dije impostando la voz en una mezcla de bobería y abandono de mí misma.

MI suegro pudo, claro. Se estaba destapando como mucho más lanzado que su vástago. Empezó a acariciarme la espalda con sus manos inexpertas, a recorrerme a besos la columna vertebral. Pero de pronto se paró en seco. Me volví hacia él, intentando no rozar a Cándido, roncando a nuestro lado. Con tanto trajín mis pechos se habían descolocado y los pezones y todo lo que había que contemplar se encontraban ya, contra mi voluntad, desde luego, perfectamente a la vista.

–¿Qué le pasa, señor? No le habré molestado…

–No puedo, niña. No puedo. Mancillaría tu pureza. Cándido ya me dijo que vosotros… vosotros nunca…

No podía con su cara de decepción. Su disgusto fue mayor cuando su anfitrión le tomó la mano y la puso directa en su abultado paquete. El pobre hombres estaba como una moto y para su edad, no estaba nada mal la cilindrada.

–Pero tampoco puedo contenerme más, querida. ¡Esto es culpa tuya! ¡Así que haz algo! ¡Lo que sea!

El señor Álvarez me estaba  frotando la mano contra su miembro, con más torpeza que otra cosa. Yo me desesperé:

–¿Y yo qué?

–Me es igual lo que te pase a ti. ¡Haz algo, putita!

–¡Que esta es la mano que ha pedido su hijo, por Dios! –volví a protestar pero con la boca pequeña, que notaba lo mojada que estaba. Iba a dejar el sofá perdido.

–Pues haber si esta manita sirve para algo más que para encandilar al incauto de mi hijo, querida.

Mi novio se removió en el sofá, si se despertaba y veía el miembro de su padre así, que saltaba a la vista, en ese estado, sería peor la enfermedad que el remedio y acabaría muerta de vergüenza. Me fastidiaba pero preferí ser práctica. Después de todo sólo era un pequeño favor que me pedían desde la que iba a ser mi familia política.

–¡Venga, acabemos de una vez! - y desabroché los pantalones de mi suegro y se la empecé a menear enérgicamente. Primero con una mano, y como no resultaba con las dos, que se abarcaba mejor aquel enorme cilindro. Pero nada. El señor Álvarez sólo jadeaba, pero no había manera de que terminase. Y mi futuro marido cada vez se removía más y parecía a punto de despertarse.

–¡Pero córrase, cabrón! –total si él utilizaba lenguaje soez ya también podía. Es lo que tiene entrar en una familia tan acogedora, una se suelta muy rápido.

–¡No puedo! ¡No puedo concentrarme!

Cándido empezaba a rascarse los sobacos. Era la señal inequívoca de que mi sufrido novio estaba a punto de dar por finalizado su sueñecito.

–¡Venga! ¡Venga!

–¡No puedo! ¡Nos va a ver!

–¡Boba! ¡Pues guárdala!

Pero ahora no había manera. El miembro del padre de mi novio  había tomado unas dimensiones que hacían imposible devolverlo a una bragueta tan pequeña. Al final opté por abocarme en mi tarea. Un mal menor pero necesario. Me incliné sobre aquella polla y la chupé con fruición. El muy oportunista del señor Álvarez  dio un golpe pelvis, me sujetó la cabeza con fuerza y me la hundió hasta la garganta. Ya sentía la primera arcada cuando el muy desconsiderado se corrió. Como pasa a menudo con la familia política yo sólo puede, tragar, tragar y tragar… Cuando mi pobre Cándido se despertó yo ya me había adecentado en el lavabo y los dos contemplábamos de manera modosa la televisión, como si allí no hubiera pasado nada. Incluso volvía a llevar la chaqueta puesta, que gracias a mi previsión no se manchó de ningún fluido.

Era el momento de irme. Cándido me acompañó a la puerta. En el rellano me besó como si no hubiera mañana y me explicó que estaba encantado.

–¡Les has encantado, cari! ¡Sobre todo a mi padre!

–¿Tu crees? No sé yo…

–No lo dudes. Cuando salías me ha dicho en voz baja que a ver si venías más.

–He hecho todo lo posible por complacerle, Candi.

Y no le mentía, porque creo que lo más importante en una pareja es la sinceridad. Pero ¿entonces? No he vuelto a casa de mi novio. Eso sí, me encontré al señor Álvarez y me invitó a una sociedad gastronómica que va con otros colegas jubilados. Van los jueves, justo el día que Cándido no puede. ¿Debería ir? No quiere quedar mal ni pasar por una estirada.

Una capricornio atribulada.

III

Había pasado un semana sin carta de Capri. Como en la anterior ocasión yo volví a responder la misiva diciendo que ante de publicar un contenido tan “comprometido” el programa necesitaba más información. Es día estaba haciendo una prueba en el estudio dos. En concreto sin con el aire acondicionado al máximo los pezones de Petra, la becaria, se ponían en posición “apunte, fuego”. Y en efecto. Se le marcaban tanto debajo de la camiseta blanca que era imposible que llevase sujetador. Parecían puntas de flecha.

–Para ti, friki – y mi directora dejó caer un abultado sobre color  manila. A pesar de mi ansiedad esta vez me reservé. Lo guardé y decid leerlo en casa: sillón orejero y vaso de whisky con dos cubitos de hielo. Entre el desprecio de mis jefes y los feos que ante cualquier acercamiento mío seguía haciendo la becaria, aquella correspondencia se había convertido en la única luz al final de mi túnel.

Apreciados amigos:

Quiero dejar claro que esto no sólo me pasa con entorno de Cándido. Es siempre. Como si mi cuerpo curvilíneo ocupase todas las cabezas sin dejarles conciliar el sueño y se despertasen todos siempre enfebrecidos y presa de grandes sudores. Pero no sólo son los hombres los que cambian ante mí. A las mujeres les pasa algo parecido, como si sacase lo peor de ellas.

Un El pasado fin de semana, el sábado, Cándido me acompañó a mi curso de tenis. Suerte que me llevó en su coche porque llegaba tarde. Ante el espejo de la puerta de cada me di cuenta de que combinar un pantalón amarillo de verano y muy ceñido con tanga azul oscuro no había sido la opción más discreta. El claxon de mi novio me sacó de la ensoñación, cogí la bolsa de deporte de la que sobresalía el mango de la raqueta y me dispuse a ir a mis clases.

Lo que sigue me lo contó Cándido al que dejé a la entrada del centro deportivo, donde había unos taburetes, mesitas altas y una máquina de vending. Me explicó mi chico que resulta difícil no fijarse en mí. Me definió como “monumento de curvas bamboleantes”, pero no hay que hacerle mucho caso. Después de todo sale conmigo. Que digo sale, se va a casar conmigo. Así que me dijo que mis ampulosos senos se marcaban como nunca debajo de la finísima camiseta y, cito textualmente sus palabra, aquella pechera parecía generar volúmenes allí donde no podía haberlos, tensando tela, tirantes y miembros a mi paso. Una nenita que estaba para chuparse los dedos, según el mismo,  y que me contemplaba alejarme desde el inicio del pasillo. Pero delante de él se pusieron otras dos estudiantes del cursillo –Susi y Vicky–mirando hacia el mismo punto: la fuente de radiación sexual que, siempre según la versión de mi novio, yo estaba irradiando.

–Mira la muy zorra, ahí esperando -murmuró Vicky entre dientes llena de odio.

–No tiene suficiente con ser la hija del de unos de los donantes del centro y la superenchufada de esta escuela –le contestó Susi, ajena como su compañera a que detrás de ellas mi novio estaba atento a su conversación.

En esas llegó Humberto, el profesor de tenis. Era ya viejo, a punto de jubilarse, pero se quedó delante mío con ojos encandilados. Cándido no podía saber que hablaban él y su prometida pero por suerte Vicky y Susi le hicieron la traducción simultánea gratis.

–¡Pero que puta que es! ¡Seguro que está hablando del saque tan malo que tiene!

–¡Seguro! ¡Pero esa no se queda con una mala puntuación! La muy pendón nunca tiene bastante. La reina en la reclamaciones al árbitro. Siempre, la bola entró, la bola entró… Con ese tono que siempre hace pensar en otras bolas entrando en otro sitio.

–La muy zorra pone tan cachondos a todos los profesores de tenis que enseguida suben los resultados y lo que no son los resultados. ¡Mira, mira como coquetea!

¡Cómo podían ser tan injustas! ¡Vaya para de envidiosas!  Cándido dice que mi dulce boca se había abierto para dejar paso a una lengua que se relamía sorprendentemente viciosa. Y, bueno, he de reconocer que como si nada, pasé mi dedo corazón por el chándal del profesor de tenis para acabar jugueteando con su pito que colgaba. El silbato, claro, no lo otro pito. Pero es que yo soy así. De mucho tocar. Y hasta a mí me resultaba evidente el azoramiento que despertaba en aquel viejo profesor.

–Siempre igual. Los pone como motos –se lamentó la muy zorra envidiosa de Susi.

Me dolió cuando Cándido me lo contó. Pero a  ese par cotillas les quedaba lo peor. Yo seguía con mi charla con el profesor de tenis. Daba saltitos como si no entendiese cómo había de dar el polémico salto para restar, que me había supuesto puntuación negativa la pasada. Al final yo misma conduje las trémulas manos del profesor Humberto a mi cintura para que la levantase levemente y me mostrase del modo más gráfico posible donde estaba el error. Mi Candi no pudo escuchar la didáctica explicación pero vio como la mano del docente descansaba más de lo normal en el perfecto culo de su prometida sin que ésta torciese el gesto.

–¡Es una buscona! –sentenció Susi.

–Sí, pero no hagas tú lo mismo. Acuérdate de Patricia. La expulsaron por enseñar medio muslo a un profesor que la había descubierto robando toallas.

–¡Joder! ¡Con lo que ha llegado a enseñar esa mala pécora! ¡Con tal de que parezca un accidente enseña hasta las amígdalas!

–Sí, pero sólo a los entrenadores están a punto de echarla del equipo. Y aseguran que nunca ninguno se la ha beneficiado, que sólo los pone a punto de ebullición y ya se sale con la suya.

–En efecto. Por lo que me ha dicho Gertru, que antes era amiga suya, la muy hipócrita ha prometido a su padre que se casará virgen. Y como nunca pierde el control parece que podrá cumplir su promesa. Una perfecta calienta pollas.

–¡Mira, mira que morro tiene! ¡Otro accidente!

Cándido también lo vio. Mi inocente dedito que jugaba con el silbato del regio profesor deshizo, sin querer desde luego, el nudo del cordón gracias al cual colgaba del cuello. Entonces yo como intentando corregir el desaguisado intenté atrapar el silbato mientras caía a lo largo del cuerpo del profesor. Y como por accidente, también, mi manita, bajando, bajando, se coló por el pantalón de chándal donde a buen seguro, inocente de mí,  pude echar mano al pito: al silbato y al otro. ¡Es que siempre me pasan estas cosas! ¡Tengo tan mala suerte! De hecho me recree lo suficiente en su búsqueda como para dar un buen repaso a los dos aparatos ante la cara traspuesta del profesor. Cuando mi candorosa manita salió con el silbato plateado decidí murmurar una excusa, hacer una broma y devolvérselo a su dueño no si antes metérmelo en la boca, muy despacio, y dar un silbido suave, poniendo labios de piñón.

Luego me encaminé al vestuario. Creo que diez minutos después Cándido todavía la tenía dura. Más tarde me contaría que encontró al profesor de tenis que se refrescaba una y otra vez con el agua fría de la pica del lavabo.

Ese día la clase de tenis versaba sobre el revés, en la que no había estado especialmente acertada el sábado anterior. Como éste, a pesar de que mi Candi estuvo en la grada tragándose todo la tensión.   Sabiendo que con lo mal que lo había hecho me había quedado fuera del equipo miré a Humberto, el viejo profesor de, estaba haciendo sus anotaciones y con evidente.

Llamé a Cándido con el móvil.

–Ahí estás muy bien, pero te va a perder la vista que tendrías desde arriba. Desde lo alto de las gradas.

–¿Tu crees?

–Te lo juro, cari. Si subes no te arrepentirás.

–Bueno, sí tú lo dices –estaba claro que lo iba a hacer sólo por complacerme, pero en mi planeta el mundo siempre está lleno de hombres que hacen lo que sea sólo por complacerme.

Con la intención de influir en el viejo entrenador me quedé recogiendo las pelotas que habían quedado por la pista. Si no había talento, al menos que viera mi humildad. Bueno, mi humildad y mi culito. Ladina, dejé para el final las tres que más cerca estaban de la trona del arbitro, junto a la red, donde viejo Humberto tomaba sus notas. Me acerqué a él con la raqueta en una mano y con el cilindro de las pelotas en la otra. Llevaba un modelito de tenis a lo Mary Pierce en el Roland Garrós de 1997, un body azul oscuro, con falda extremadamente corta y mucho vuelo por abajo y escote cuadrado por arriba. Cinta en el pelo recogido en una cola y calcetines blancos gruesos enrolados al tobillo. Un modelito que había provocado que cada vez que me tocaba golpear los obreros de un andamio que trabajaban en una rehabilitación detuviesen sus tarea para ver sus evoluciones en pista, cosa que casi no ocurría con el resto de las alumnas. Ayudaba a ello el body de tenis negro que utilizaba. Era deportivo, sí, como las de mis compañeras, pero tan ceñido y de talle más alto que al final tapaban sólo lo que obligaba el mínimo decoro. Sólo servía para que todo el que quisiese viera que iba perfectamente depilada. Y para que con lo que a cada golpe se pudiese contemplar mi culito redondo y respingón.

Con estas armas de mujer llegue hasta las cercanías del veterano entrenador. Como quien no quiere la cosa, jugando con la raqueta di un golpecito a la parte trasera de mi falda y la levanté lo suficiente como para que Humberto pudiese ver, descubierto de forma que parecía accidental todo su glúteo derecho y parte del izquierdo. Sin mirarlo sabía que ya había ganado su atención. Pero ahora venía el plato fuerte: me incliné para recoger la primera pelota, combando todo el tronco como si fuera a tocarme los pies con la punta de los dedos, de manera que todo mi culito quedase del todo a la vista. Recogí una pelota y la guarde en la típica funda de tubo de cuatro bolas Head Pro. Repetí la operación dos veces más, cada una de ellas más cerca del viejo Humberto que la anterior.

Miré a Humberto, sí, me miraba y sonreía. Pero me di cuenta que como él estaba allí arriba, encaramado a la trona del juez, no había tenido buena perspectiva de mi espectáculo. Así que decidí subir la apuesta. Me encanta superarse cuando se trataba de mi juego favorito.

Me volví a la grada. Candi, ya estaba arriba de todo, mucho más alto que los obreros del andamio. Le saludé con la mano. De nuevo le di la espalda a Humberto pero esta vez fue para ocultar sus manejos: con un pequeño pañuelo rodeé la parte inferior de la última pelota de tenis, de tal manera que ésta quedó encajada en el cilindro donde se guardaban sin entrar, quedando media bola fuera y completamente atascada. Una vez listo el artificio me volví hacia el profesor de tenis y le dije:

–¡Don Humberto, don Humberto! ¡No puede meter la última bola! ¿Puede ayudarme!

–Sí, claro, niña. Ya bajo.

–No, no se moleste. Ya subo yo.

Y antes que los cansados reflejos de don Humberto pudiesen responder ella ya se estaba encaramando a la trona. Llegó hasta él y se quedó de pie en el último escalón, casi echada sobre sus piernas, mostrándole aquel escote a punto de ceder, con aquel par de pechos enormes, tan juntos y apretados por el sujetador deportivo que sólo daban idea de estar sufriendo de tan comprimidos que se les veía, tan perlados de sudor, duros, húmedos, prometedores…

–¡Uy, que airecillo corre por aquí! ¡Con lo sudada que yo estoy! ¿Lo ve? Es que me esforzado tanto en su clase...

–Es malo sudar en frío. Tendrías que estar ya en la ducha, niña.

–Pero es que como le estaba ayudando. Si pudiera usted secarme un poco este sudor, que yo entre agarrarme a la escalerilla y sujetar el tubo este tengo la manos ocupadas.

–Ejem... sí, claro.

Humberto sacó un kleenex de su bolsillo y me secó la frente y el cuello, aunque los ojos le traicionaban y miraban a mi delantera con evidente lujuria.

–Y más abajo, don Humberto, por favor, más abajo. Que luego pillo unos catarros de pecho que tengo que pasar varios días en cama.

–Sí, a la cama... quiero decir... bueno, no sé... ¿Aquí? ¿Así? -y empezó a secar las gotitas de la parte del hombro, sin atreverse a acercarse a los bordes del escote del vestido de tenis.

–Sí, y mas abajo, don Humberto. No tema que el tejido es elástico y el vestido se estira todo lo que sea necesario.

Así era en efecto. Y a medida que bajaba más ella subía algún escalón hacia él yo le ponía aquel magnífico y potente par de tetas más cerca de la cara.

–¿Ya? -preguntó don Humberto, que mientras secaba el sudor ajeno había empezado él a producir del propio debido a su creciente estado de excitación, al llegar al borde de mi sujetador deportivo, ya con todas aquellas enormes peras la alcance de la vista y de la mano.

–Más abajo, por favor. Que por poco no quede –qué desastre de hombre, había que estar animándolo todo el rato.

A esas alturas el kleenex ya se había hecho pedazos a causa de las humedades y los que entraron por los bordes del sujetador y comprobaron lo duros que se me habían puesto los pezones. Noté su dedos callosos. Cuando la mano salió de aquel vergel temblaba y yo decidí subir la apuesta otra vez.

–¡Estoy tan cansada! ¿No le importará que me siente?

En el asiento elevado del juez de silla sólo había sitio para uno pero el profesor de gimnasia no tuvo voluntad para imponer el sentido común. Se encogió de hombros, de manera que me senté en su regazo, lo más pegada que pudo a su cuerpo para comprobar, hinchado bajo el chándal, que mis provocaciones no habían sido en vano.

–Don Humberto, agárreme que no quisiera caerme abajo.

Y así lo hizo mi entrenador poniéndome una mano en el talle. Pero yo de nuevo, quise jugar aún más fuerte:

–Más arriba profesor, que aquí me hace cosquillas.

Como más arriba sólo podía ser en el pecho izquierdo, al principio la mano de don Humberto titubeó, pero luego se aferró temblorosa, como si no pudiese creer en su buena fortuna, a aquel pecho que apenas podía abarcar. Cándido estaba justo detrás de ellos y arriba de todo. No vería nada pero algo estaría intuyendo y eso me calentaba todavía más.

–¿Aquí está bien, niña?

–Perfecto –le repliqué–. Pues ya ve. El problema es que esta pelota no quiere pasar por el tubo –mientras sujetaba el cilindro de plástico con la pelota que yo misma había atascado en la boca del receptáculo con las dos manos ante su pecho–. Mire usted de ayudarme, por favor.

–Sí, claro.

El profesor de tenis se enfrascó a la tarea en tal  difícil posición que sólo lo hizo con la diestra, pues la izquierda se hallaba ocupada en sujetar el seno del mismo lado, que, por la fruición que mostraba, por nada del mundo pensaba en soltar. Más al contrario, lo apretaba con más fuerza a más duro y terso lo sentía él, en un círculo vicioso nunca más propiamente dicho, ya que a más apretaba, más duro mi pecho se ponía.

En esto con la otra mano empezó el veterano entrenador a presionar la bola hacia dentro pero no había manera de que entrase ni que se moviese un sólo ápice.

–¡Más fuerte, profesor! ¡Más fuerte!

Pero nada. Aunque lo que don Humberto no conseguía por arriba lo estaba logrando por abajo: el cilindro que sostenía con mis manitas, ya que -y ahí me di cuenta de que estaba perdiendo el control–no pude evitar dirigir el tubo entre mis piernas y con los fuertes empujones hacia abajo que daba el entrenador no tardó ni tres intentos en que, sin él advertirlo, la funda tubular penetrase entre mis muslos, tan pegada a mi cuerpo que provocó un curioso efecto de frotación sobre mi sexo. Tanto que y, ya excitada por los tocamientos previos, empecé a jadear y a estirar su cuerpo hacia delante:

–Ahhh... Uhmmmm ¡Venga! ¡Con más fuerza!

–Pero es que no entra de ninguna de las maneras. Está muy estrecha…

–Ahhh, ahhh... No se pare, por favor, no se pare...

Y más me estiraba para sentir más el tubo, más se bajaba el escote de mi vestido, firmemente sujeto por la correosa mano izquierda del profesor, mientras que mi cuerpo sudado resbalaba bajo el elástico vestido y en especial mis pechos, que por culpa del manoseo del profesor habían desbocado el sujetador deportivo y pugnaban por zafarse de la tiranía de la ropa y emerger cual potentes cántaros. Además, con tanto jadeo aquella pechuga no hacía más que subir y bajar por mi respiración agitada y el profesor, por encima del hombro de su alumna no tenía ojos para otros manjares, manteniéndose ignorante de lo que su mano derecha estaba provocando en mi entrepierna de la chica. Vamos, el clásico que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.

–Sigaaahhh... No... no pare...ohh... ohh

–¿Te encuentras bien, pequeña?

–Sí, ohhh... ohhh... –en ese momento, ya absolutamente fuera de mí, y aunque mi cerebro me decía que parase, mis propias manos me desobedecieron e incrementaron el ritmo de frotamiento del tubo y por eso grité:

–¡Más deprisa! ¡Apriete más deprisa!

–Pero, niña, si no es un tema de ritmo, sino de fuerza...

–¡Usted qué sabrá! Ahhh... ahh... ¡He dicho... uy.. que más deprisa!

Don Humberto me obedeció y apretó menos fuerte pero más aprisa. Curiosamente mi ritmo de respiración se aceleró al unísono  que él imprimía más velocidad y sus pechos subían y bajaban con del todo acompasado. Al final, fui sacudida por tal espasmo que di un grito descomunal, suerte que la pista estaba vacía y un tanto alejada del resto de instalaciones del centro, momento éste el de mi orgasmo en que el escote se me bajó del todo y los dos pechos quedaron desnudos a la vista del profesor que no pudo más que aferrarse a ellos con ambas manos y correrse dentro de su chándal… creo.

Cuando bajé le enseñé el tubo y le dije a Humberto:

–Al final no ha entrado.

–Pero tú sí que entras en el equipo. No lo digas a nadie, niña. El lunes colgaré las listas.

Me había salido con la mía. A la salida me esperaba Cándido, tomándose una Coca-Cola.

–Tenías razón, querida. Desde arriba, se ve todo perfectamente. Sobre todo con una aplicación que tengo que convierte el móvil en unos prismáticos.

Mi cara de estupor no daba crédito. Es lo que tiene mi Candi, que no deja de sorprenderme. ¿Debería hablar con él? ¿Habrá visto que soy una fresca, como dicen esas envidiosas? ¿Habrá sabido valorar que pase lo que pase le sigo reservando lo más sagrado de mi intimidad?

Más que nunca necesito sus respuestas.

Una Capricornio desesperada.

IV

Me pareció evidente que esta vez había que enviar una respuesta. Mi imagine su piso en Delicias, que viviría con sus padres. Tal vez la carta la abriesen sus progenitores. Pero me lancé. A nuestra amiga le gustaban las cartas largas. Yo iba que estar a la altura. Al día siguiente redacté una esmerada respuesta, también a mano, una vez que llegué a casa.

Querida amiga:

Leída atentamente tu ultima misiva nos ha parecido más conveniente para proteger tu identidad contestarte por esta vía. Más discreta, acorde con tus deseos, que no dudamos sinceros, de virtud y vida ejemplar.

La primera conclusión visto lo visto es que todo lo que te pasa no es culpa tuya. Tú siempre te esfuerzas en portarte bien ,en ser un ejemplo. Es la mirada de los otros los que te ponen en posiciones imposibles. Respecto a tu novio, no te engañes. Le gusta mirar. Y si le gusta mirar, déjale que mire, amiga Capricornio. Así que le hago una propuesta.

Lléveselo de compras. Seguro que tiene usted, una tienda favorita. Con un dependiente, un modisto tal vez, que sea más que eso, que sea una amigo. Imaginemos que ese dependiente se llama Flavio. A

fatal, claro. No es que sea desagradable, ya que su aspecto será impecable, excepto por la notoria americana rosa. Sin embargo, en ademanes, manera de hablar y tono no habrá duda. la prueba de fuego fue cuando él coja el bolso de la novia para que usted pueda comprar con más comodidad.

–¡Pero que rudo que eres, chico!

El despliegue de amaneramiento tendrá a Cándido mareado. Además Flavio sacará su  que era mayor que una maletín doble. Así que allí estará él en una tienda llena de gente haciéndole de botones a Flavio.

–Gran Flavio, querida, Gran Flavio -rectificará el divo de la costura a una incondicional que le saludará por un pasillo.

Llegarán al probador. Cándido mirará el reloj, se hará tarde y sus zapatos nuevos le estarán torturando los pies. Y lo primero que le pedirá a usted, amiga es que se desnude.

–Venga, venga. ¡Todo fuera! ¡Que el Gran Flavio tiene que trabajar! ¡Ha de dar su toque maestro! ¡Tu no, bobín, que llevas mis bártulos!

De manera que Cándido no pueda batirse en retirada con otros novios y maridos que esperan por la tienda. Optará por sentarse en una silla y dejar el maletín en el suelo. Aquellos zapatos le estaban matando. Y a su novia no la verá por ninguna parte, al ponerse detrás del biombo blanco

–¡Oh, querida! Todo esto está muy retrasado. Deja que te vea, reina.

En ese momento Cándido pensará que después de todo él también podrá echar un vistazo. ¿Acaso no es tu novio? Además, nadie parecerá ya acordarse de él. Se encontrará en la situación ideal y encima tampoco vería nada que no hubiese contemplado antes en todo su esplendor. ¿Qué habría de malo?

Cándido arrastrará silenciosamente la silla y se colocará delante de un rendija entre los dos biombos. Una perspectiva perfecta. Tú, amiga, estarás ya desnuda a excepción de unas bragas  negras y diminutas en la línea en la que ya te has mostrado tan aficionada. Además, llevarás medias negras con sujetaligas a juego y unos zapatos de tacón altísimos. Estarás perfecta, como no podía ser de otra manera, y lo más impresionante serán tus pechos, redondos, enormes, balanceándose a cada paso.

–No sé, Flavio. Ya sé que me dejé convencer, pero ahora, a las puertas de ir a este estreno, tu propuesta me parece demasiado atrevida.

–Venga, querida.  ¡Ya sabes que no hay cosa que aborrezca más que las mujeres convencionales! ¡Una vea que te invitan a un estreno de cien, que en esta ciudad de provincias hay poquísimos! ¡En cambio tú estarás preciosa y todo el mundo te mirará! ¡Vamos, que se hace tarde, ponte la falda!

Tu te la pondrás. Será satinada, un tanto acampanada y muy corta. Casi dejaba adivinar el final de sus medias negras y el comienzo de los muslos desnudos.

–Ay, Flavio, ay que me parece muy corto.

–Que no, que la he cortado yo, que conozco tus medidas mejor que todos tus amantes. Ahora el tocado. Ves, lo mejor es este tocado pequeño que puedas recoger sobre el peinado en un pispas. Sólo falta el corpiño

El corpiño será negro y con brocados dorados. Dejará al descubierto los hombros y el 90% de tus pechazos, los cuales se resistirán de modo titánico a verse embutidos en unas cazoletas tan pequeñas.

–¡Jolín, es muy pequeño!

–Deja que te ayude, que por detrás abrocha con un complejo sistema de cordones. Ya sabes lo que dicen, amor: para presumir hay que sufrir.

El Gran Flavio se pondrá detrás de ella cordando el corpiño, mientras que tú intentarás que por delante la pieza no parezca indecente en exceso.

–¿Sabes una cosa, Flavio?

–¿Qué?

–Me he prometido con Cándido –y será verdad–. Y ya he comenzado el cursillo prematrimonial con el cura que nos casará –falso, pero una mentira precedida de una verdad, siempre parece más cierta–. Es una amigo de Cándido, mi marido, recién salido del seminario. No estuvo hablando y como he estado últimamente un poco lejos de la Iglesia llegué a un compromiso con él.

–¿Cuál?

–Que haría una buena obra antes de mi boda.

–Jo, vaya lío para atar esto -se quejaba el esforzado Flavio–. ¿Cómo qué?

–Como un sacrificio. Sacrificar lo mejor que tengo a cambio de que una persona, un buen amigo mío, vuelva por el buen camino.

En ese momento Cándido verá el peligro. Porque mientras Flavio se esforzaba en dejar todo atado y bien atado, tú con la excusa de colaborar y de los problemas que generará la parte delantera y la delantera propia no harás más que restregar una y otra vez, arriba y abajo a un lado y a otro tu culo respingón y pétreo contra las partes pudendas del modisto. Flavio, percatándose a la vez del percal, se echará para atrás hasta que le detenga la pared.

–Para algunas personas ya es demasiado tarde y no hay sacrificios que valgan... Bueno, ya está. A ver. Estás estupenda. ¡Wonderful!

–¡Uy! ¡Ya se me ha vuelto a soltar la media.  Mira es la izquierda. El sujetaligas resbala y no hay manera de que se esté en su sitio –mientras le digas esto a Flavio súbete la falda muy lentamente, como tu sabes, y muéstrale al modisto no sólo la pierna con problemas sino también la otra y mucho más allá–. Si fueras tan amable de sujetármela tú mismo con esas manos que tienes.

No te preocupes de nada. Y menos que de nada del precio. Después de todo paga Cándido o hablando con propiedad su padre. Flavio tragará saliva pero se arrodillará al pie del cañón como un profesional y sujetará la media sin poder evitar entrar en contacto con tus muslos de mármol ardiente que Cándido ya conocía pero ahora contemplaba entre los dos biombos. Tu novio se morirá de ganas de intervenir para impedir lo inevitable pero al mismo tiempo no se atreverá a hacerlo. Candi ya había dejado que esto pasase dos veces y eso le desautorizaba moralmente. Podrá ver como mientras Flavio estará con las manos en la masa por abajo y tú, muy pécora, deshilacharás a posta el borde del escote del corpiño, justo en el pecho derecho.

Cuando acabe Flavio comentará visiblemente sofocado.

–Las chicas jóvenes sois muy influenciables a la presencia de un cura joven y guapo. Yo de tú no me tomaría muy en serio tu compromiso.

–¡Oh, Flavio! ¡Mira estos hilos!

-¡No lo entiendo! ¡Ayer estaba todo perfecto! Deja que te los cosa.

Flavio se acercará con hilo dedal y aguja. Dará unos pespuntes rápidos. Para ello tendrá que meter un poco los dedos entre la tela y la carne y notar tu busto ardiendo y palpitante. El modisto estará ya muy nervioso.

-Te veo muy tenso Flavio, te tiemblan las manos.

-¡No me tiemblan...! ¡Mierda!

-¡Ay!

Ya en el último pespunte Flavio no podrá prever que su provocativa clienta, que ya tenía el cuerpo pegado al suyo, se echaría un pelín para delante. Lo justo para que la pinchase en el pecho. Un pinchazo minúsculo, insignificante.  Pero suficiente.

-¡Sangre, Flavio! ¡Sangre! ¡Manchará el vestido! ¡Tu obra maestra!

Cándido quedo admirado de cómo lo habrás podido manipular. Ciego, Flavio se abalanzará sobre tu pecho y empezó a chupar la herida y lo que no será herida. Ante el embate de tu exuberancia delantera Flavio caerá desarbolado y la novia no hará más que apretar la cabeza del modisto contra su pecho y murmurar:

-Así, sigue, sigue. Chúpamelo más, por favor. Me haces sentir tan bien.

Flavio te obedecerá de manera aplicadamente. Pero murmurando una excusa.

–No sé qué me pasa. Yo sólo había hecho esto una vez… y estaba borracho.

Pero tú no tendrás bastante. De reojo, compruebas que Cándido sigue mirando.

–Más Flavio, más. Que tengo que sacrificarme. Arrastrada por el fango pero por una buena causa. Para ser más buena. Déjate llevar. Además, me has puesto tan, tan cachonda…

En un momento Flavio se habrá bajado los pantalones y mostrará un miembro sorprendente por su estado de ánimo pero también por su rampante aspecto. Al verlo tu gritarás de placer, sorprendida. Flavio te subirá la falda, muy remangándotela por encima del culo y te tirará sobre un canapé y allí se lanzará sobre ti, en una cúpula posesa, enfurecida, en la que tú, ya sólo podrás dejarte llevar.

–¡Por ahí, no! ¡Por ahí no!

Pero llegas tarde. Porque por ahí es por donde siempre va Flavio. Y esa postura, es la que prefiere Flavio. Y, no nos engañemos, por su naturaleza, Flavio prefiere no verte la cara. ¡Y qué fuerte que es! ¡Cómo se le nota el gimnasio! No como al mirón de Cándido… Crees ver entre los dos biombos que se la está cascando pero no estás segura.  Intentas resistirte una última vez.

–¡No, Flavio! ¡No!

Pero ya es tarde. Es el problema de la redención. Duele. Y por detrás duele mucho más. Y gritas. Y ya no sabes si es de dolor, de gozo o de rabia.

–Te duele a mí más que a ti, reina –te dice. Y suena serio. Mientras, te va taladrando poco a poco, cada vez entrando más, hasta el fondo. Y luego cuando crees que ya es el final, que ha parado, te engaña, tal vez sin quererlo. Y sigue un poco más. Para que te duela, para que goces, para que grites como una perra. Por culpa de los espasmos, perderás los zapatos que saldrán despedidos. Abierta de piernas, pero con la satisfacción del deber cumplido. En la parroquia hubieran estado orgullosos de ti, de haber sido verdad esa historia que te tiraste. Pero no lo era. Como era falso que se pudiera redimir a un gay. Lo único era cierto es que te encantaba provocar y que tu novio, una vez más, no se perdió ni el más mínimo detalle.

Esperando que encuentre algo así en breve, amiga Capricornio, se despide de usted,

Carlos.

V

Busqué en la terraza de la plaza San Francisco. Y allí, estaba ella, cara dura, falda corta y gafas de sol. No le veía los ojos, pero ya me había visto…

Me senté en su mesa.

–Una caña –pedí al camarero. Ella tomaba Red Bull.

Se me quedó mirando.

–Petra, Petra, Petra…

–Carlos, Carlos, Carlos…

–¿Llevabas meses rechazando cualquier invitación y se te ocurre el jueguecito de las cartas?

–Tienes diez años más que yo, que sólo soy la pobre becaria. Quería algo diferente, algo que te enganchara. Algo más que un rollo de una noche. Además, tardaste en pillar que tenías que responder. Lo que te sobran de pelotas te falta de materia gris, tío.

–Me lo pasé muy bien leyéndolos. Y nunca caí en que eras tú. ¿Qué hubieras hecho si no me hubiesen pasado el marrón a mí?

–Partirme la caja si hubiesen radiado la carta. A lo mejor me hubiesen pedido que pusiera la voz. ¿Te imaginas?

–Una pena.

–Sí, una pena, Carlos.

Silencio incómodo pero breve.

–Una pena también que todo fuera mentira.

–¿No era obvio? Lo del cine… ¡por favor! ¿Qué tía te crees que se dejaría hacer eso? Esas mujeres sólo existen en vuestra imaginación, tío. No sólo es que tengas diez años más que yo.

–Como todos los tíos, Petra.

–Sí, porque tu fantasía de redimir a un gay. ¿Se puede ser más trasnochado?

–Sí, mirándolo ahora me quedó un poquito políticamente incorrecto. Pero bueno, como lo tuyo con el suegro. En ambos casos al final no se sabe quién viola a quién.

–El incesto es un clásico del porno, desde el Marques de Sade a Historia de O.

–¿No juegas al tenis tampoco, verdad?

–No. Pero me puedo poner uno de esos trajes, si quieres.

–Nada es verdad, por eso fue todo tan divertido.

–Bueno, algo sí. Tengo novio.

–¿Estudiante, como Cándido?

–Policía.

–No me jodas, Petra. ¿Lo ves? Es el problema de la realidad. Nunca es divertida.

–Bueno, puedes escribir cartas a un compañero de trabajo para evadirte un poco. Ser mala sin culpa y sentirte sexy sin complejos –dio un sorbo al Red Bull. Se me quedó mirando.

–¿Vamos a mi casa, tío? Mis compañeras de piso no están.

–¡Camarero, la cuenta!