Consolando a mi amigo

Una discusión de pareja. Mi amigo que se queda en casa y como inesperadamente busca mi consuelo para su pena.

Me desperté en algún momento de la madrugada y comprobé una vez más que no estaba viviendo un sueño. Era bien real el pesado brazo que rodeaba mi cuerpo y lo mantenía pegado al suyo, al del hombre que estaba desnudo a mi espalda. Era bien real su pierna izquierda apoyada sobre las mías, su miembro, laxo, apoyado en mis nalgas, su aliento en mi cuello, su tranquila respiración cosquilleando en mis oídos.

Y era tan real mi pene, que comenzaba a latir nuevamente mientras con cada suave contracción empezaba otra vez a erguirse.

Con sumo cuidado levanté el brazo de Franco, me deshice de su abrazo y lentamente me incorporé, giré mis piernas y me levanté de la cama. Él hizo solo un movimiento reflejo como para retenerme, pero de inmediato, acomodó su cuerpo y continuó durmiendo plácidamente.

Fui a la cocina, encendí la luz, abrí la heladera y me serví un vaso de jugo de naranja. Me senté en uno de los bancos junto a la barra que hacía de mueble divisor y dejé vagar mis pensamientos. Los sucesos de la noche anterior volvieron a mi mente en un tropel de recuerdos tan precisos, que ante ello, tuve un escalofrío.

No bien llegaron Franco y Ana, su esposa, advertí que ambos estaban muy mal y que indudablemente habían interrumpido, al llegar a casa, una de las frecuentes peleas que los venían separando cada día un poco más desde hacía ya un tiempo.

Ellos, los dos, eran mis amigos, pero pese a la confianza que nos unía, me pareció imprudente hacer algún tipo de referencia a su estado. De cualquier modo, no fue necesario, porque apenas sentarnos a la mesa, renovaron su discusión, que por momentos alcanzó tal desconcertante violencia verbal, que me sentí incómodo, sin saber muy bien que hacer.

Esta situación rápidamente alcanzó un clímax ya ingobernable, hasta que Ana se levantó, arrojó su servilleta sobre la mesa, tomó su tapado y se marchó dando un portazo, advirtiéndole a Franco que ni se le ocurriera volver a su casa.

Nos quedamos largo rato en silencio, durante el cual recogí los platos de la mesa con la comida casi sin tocar y me dediqué a preparar café, prestando a la máquina express mucha más atención que la necesaria, en un intento por disimular el embarazo de la situación, ya que Franco estaba concentrado en sus pensamientos y era como si no estuviera allí.

Cuando serví el café reaccionó como si volviera de un mundo muy lejano de aquel lugar, y afirmó, dando por descontada mi respuesta, que se quedaría a dormir en casa y que al otro día pensaría en sus pasos siguientes.

Su frase fue como la señal de que podíamos conversar, pero no se detuvo en el problema concreto con su mujer, sino que se puso a divagar sobre el error de haberse juntado con Ana, cosa que había sucedido hacía dos años. En algún momento, comparó su situación con la mía viviendo solo, según él, gozando de mi libertad, sin complicaciones de ninguna índole. Me llamó la atención que dijera eso, sencillamente porque él sabía que no era así. Si bien pocas veces hicimos referencias más o menos directas, yo sabía que Franco, al igual que Ana, sabían no sólo de mi homosexualidad, sino también que desde hacía unos meses estaba intentando remontar las consecuencias de la separación de mi compañero.

Hice una vaga referencia a ello, acotando que era imposible suponer una vida sin caídas, a lo cual él respondió en un tono que me heló, sobre la imposibilidad de comparar mis problemas con los que ellos vivían. ¿Por qué te parece eso?. Le pregunté, porque además su afirmación me había resultado ligeramente hiriente. "Vos nunca supiste lo que es convivir con una mujer". Afirmó, diría que hasta con cierto despecho. "Franco, tu comentario no me gusta, siento que implica un juicio sobre mi forma de vida o mi manera de sentir".

¡Vos a lo sumo viviste con un tipo! ¿Te crees que es la misma cosa?

Mi querido amigo, será mejor que me vaya a dormir. La cama de la pieza chica está armada, así que cuando quieras podés hacerlo vos también. Tal vez mañana estés más sereno y podamos hablar de otra forma.

¡

No, no, por favor, no te vayas, perdoname, no tengo porque sacarme la bronca con vos! Ahora su tono de voz había cambiado totalmente y su súplica, la evidencia de su arrepentimiento, eran reales.

Me senté en el sillón frente a él. En las dos horas siguientes habló cuanto quiso y yo pacientemente lo escuché sin hacer mayores comentarios, ante la evidencia de que no esperaba que conversáramos, sino que estaba buscando su desahogo. Intenté un gesto de consuelo y mientras le sugería que deberíamos irnos a dormir, apoyé mi mano en su rodilla. Casi maquinalmente, tomó mi mano y tiró de ella, haciendo que me sentara a su lado. Noté sus ojos brillosos por lágrimas que se resistían a asomar, pasé mi brazo por sus hombros y lo mantuve mientras esperaba que se aflojara y dejara aflorar su pena.

¿Qué hacés? ¿Por qué me tocás?. Casi gritó mientras se erguía y se apartaba de mi.

¿

Qué te pasa Franco, estás loco? ¿Qué pensás? Pero no dije más nada, me di vuelta y me fui a mi habitación.

Me desvestí y me acosté puteando contra mi amigo y contra los sentimientos que me habían llevado a darle tanta pelota a una bronca, que, como siempre, al otro día, no bien se encontrara con Ana, pasaría a ser una más de las tantas y su cólera de esa noche desaparecería hasta la siguiente. Estos dos, habían generado entre ellos nuevos códigos, y estas peleas seguramente serían una de las formas que utilizaban antes de decidirse a afrontar las cuestiones de fondo que existían entre ellos. O las que ya no existían.

De pronto se abrió la puerta, entró y se dirigió a la cama. Giré la cabeza como para interrogarlo y me sorprendió su desnudez. Sin decir una palabra, se acostó y se abrazó a mi. Nos quedamos los dos inmóviles, durante segundos que parecieron una eternidad.

Me desasí de su abrazo, me retiré de su contacto y me dí vuelta mirándolo a los ojos.

Esto pinta como el culo Franco, mejor te vas.

Dale, dejame quedar. No tengo ganas de estar solo. O mejor dicho: Quiero estar con vos.

Franco, no seas hincha pelotas. Ahora tenés los cables cruzados. No hagas cosas que mañana nos van a traer kilombos varios.

Vení, no seas malo. No sabía que no tenías un pelo en el cuerpo. Tenés una piel increíblemente suave.

Franco, esto va por mal camino

Creo que no podría haber encontrado uno mejor, vení, acercate. Insistió mientras tiraba de mi brazo.

Cedí a medias y me aproximé un poco, lo suficiente para sentir el calor de su cuerpo y casi el contacto de sus velludas piernas. Tomó mi mano y la dirigió a su miembro. ¡El muy hijo de puta estaba al palo! ¡Y por cierto que esa verga que ahora tocaba no parecía nada desdeñable. Aflojé un poco más mi cuerpo, cosa que él advirtió y aprovechó para pegarse más a mi.

¡Dale putito! ¡Enseñale a tu amigo las cosas que sabés hacer, las que les hacés a tus machos!

Por toda respuesta, le apreté con violencia la pija, haciéndolo gritar de dolor. Pero se repuso y continuó.

¡Si, yegüita, haceme sentir lo brava que sos! ¡Consolá a este pobre desgraciado! Con voz acariciante y una media sonrisa que adiviné, más que vi.

Franco querido, mañana cuando estés lúcido te vas a querer morir y nuestra amistad se va a ir al carajo

No pienses en mañana, mi querido, disfrutemos de esta noche.

Y bueno, consideré mi conciencia libre de cualquier culpa y empecé a pensar en mi. ¿Qué significaba esto?. Que luego de mucho tiempo tenía en mi cama a un hombre muy atractivo, sus pelos hacían cosquillas en cada centímetro de mi piel, tenía su pija dura como el hierro en mi mano inmóvil y me rogaba hacer lo que yo deseaba. Apoyé mi mejilla en su pecho cubierto de vello. ¡Esto me encantaba! Lentamente comencé a acariciar su pecho, su vientre, sus muslos, demorando deliberadamente el nuevo contacto con su pija. Lo miré. Él había cerrado sus ojos y se dejaba hacer con evidente placer. Decidí hacer una prueba. Levanté un poco mi cuerpo, y apoyé mis labios en los suyos. Para mi absoluta sorpresa, su boca se apoderó de la mía con fiereza, recibió y absorbió mi lengua y en un instante estábamos abrazados fuertemente, gozando de ese primer beso que se prolongaba hacia el infinito, quemando nuestros labios, alterando nuestras posiciones, los encuentros de nuestras lenguas que se enroscaban entre sí, cada una queriendo devorar a la otra. Insólitamente pensé en un fugaz instante si Ana le habría enseñado a besar así.

Me besaba, recorría mi cara, besaba mi cuello, mis orejas. Me excitaba sentir el olor de su piel, la dureza de su barba, la fuerza de sus labios en mi piel, su infinita calidez. Nuestras piernas estaban enredadas y sentía su pija en mi abdomen o cruzándose en una especie de bello duelo carnal con la mía. Él frotaba su cuerpo contra el mío, me daba cuenta que tanto como a mi me excitaba su piel tensa y dura poblada de pelos, a él le gustaba la mía suave y tersa, como, el mismo lo había dicho, no esperaba conocerla.

Se apoderó de mis pezones y me terminó de enloquecer. Los lamía, chupaba, besaba y mordía con un arte que de nuevo me hizo pensar como en un relámpago, en esas caricias en las tetas de su mujer. Y me gustó tenerlas ahora para mi. Y me gustó estar reemplazando a su mujer. Como si yo fuera su mujer. Como si mis tetas fueran las de ella, mi cuerpo el de ella. Estos eran pensamientos novedosos en mi. Nunca había sentido entre los brazos de ningún hombre que yo podía estar siendo como una mujer. Esto llevó mi excitación a límites nunca alcanzados. Comencé a descender, y Franco, al advertir mi movimiento, me ayudó, guiando mi cabeza hacia su entrepierna, entregándose a mi hacer.

Apreté su pija entre mis labios ansiosos y él me la metió casi hasta la garganta. ¡Delicioso! ¡Ay, mi dios, como jugó mi lengua con ese tronco que me ahogaba! ¡Cuánto la chupé, cuánto la besé!. La recorrí milímetro a milímetro con los labios y la lengua. ¡Me metí uno a uno sus huevos enteramente en la boca y sentí que podría tragarlos, tal era mi calentura! ¡Y la de él, que gemía, me puteaba, me alentaba, me rogaba, me cogía con desenfreno! Interrumpía mi caricia para rogarle que me regalara su leche, ¡quería mi premio, rogaba por mi alimento, sentía que quería saborear, tragar, todo lo que pudiera sacarle! ¡Y llegó el momento, y jugué enloquecido para no desperdiciar el néctar que se proyectaba en mi boca, en mis ojos! Sepulté mi cara entre los rizados pelos y luego los lamí para no dejar allí la leche que estaba en mis mejillas. Lo chupe todo, hasta dejarlo limpio, impecable. Seguí besando la pija, ahora recuperándose del festín.

Él me ayudó a acercarme de nuevo hacia arriba hasta que nuevamente nuestras bocas pudieron unirse en un nuevo, suave, cálido, amoroso beso. Después la quietud.

El latir de la pija de Franco en mi vientre fue la señal. Nos besamos nuevamente y comenzó otra vez el goce. Lo dejé largo rato chupando mis tetas, mientras acariciaba su cara, su cabeza y mis piernas se cerraban en torno a su cintura. Me deslicé, me puse su pija en mi boca y la llené de saliva. Luego giré mi cuerpo, levanté las piernas y las puse sobre sus hombros. Él acompañaba mis movimientos, fascinado me dejaba hacer. Tomé su pija y la guié hacia mis nalgas. Entonces él comenzó con su parte. La fue deslizando hasta que el glande quedó apoyado en la puerta de mi agujero y muy despacito, empezó a empujar, Para ayudarlo me abrí las nalgas y entonces el empujó más fuerte hasta que sentí como comenzaba a penetrarme. ¡Me retorcí de placer! Inicié la danza desde mi cintura, girando en círculos para excitarlo más aún, hasta que dio otro empujón más violento y ya estaba entrando dentro mío, apoderándose de mi, desgarrando mis entrañas, haciéndome gritar de dolor y placer.

¡

Tomá puta! ¡Toma yegüa hija de puta! ¡Mirá como te parto el culo! ¡Mirá como te destrozo!

¡

Si papito, si mi amor, clavame, destrozame, matame cielo! ¡Partile el culo a tu putita, a tu hembrita, a tu esclava! ¡Cogeme, cogeme, llevame al cielo!

¡

Ay puta, ay amor, que me vengo!

¡

Si querido mío, mi macho, mi dulce, mi dueño, llename con tu leche, preñame!

¡La última palabra fue casi un alarido, fue un sollozo de felicidad, la expresión de todo el placer por esa pija hinchada y dura que me destrozaba y que ahora enviaba sus chorros de leche bien adentro mío! Un último suspiro a dúo y ya era totalmente suyo, ya me había dejado su leche adentro. Y entonces, juntos caímos en el más dulce de los abandonos, pegados, unidos nuestros cuerpos sudorosos y agotados, nuestras manos aferrando nuestros cuerpos, aún murmurando palabras de amorosa entrega.

Salí de mi ensoñación. Casi ni había tocado el jugo de naranja. Pero no tenía sed. Se había adueñado de mi una acuciante urgencia.

Volví a la habitación, me acosté con cuidado y luego de contemplar a mi amado unos instantes, mis labios se posaron en su cara, se detuvieron en sus ojos que comenzaban a abrirse, sus brazos me atraparon y nuestros cuerpos iniciaron otra vez la más antigua, la más misteriosa y divina de las danzas de amor.