Consolado por la abuela
Después de ser descubierto violando a una oveja y para evitar que coja alguna enfermedad, mi abuelo me dice que me consuele con mi abuela.
Consolado por la abuela.
Mi abuela paterna me pilló follándome a una oveja. Era la primera vez que lo hacía y creo que, por culpa de la excitación, me distraje. Mientras descargaba el exceso de semen que había acumulado en apenas veinticuatro horas, oí como alguien carraspeaba y me giré. Ella estaba allí, de pié, mirándome seriamente con los brazos en jarra. Nos miramos unos segundos. Ella no dijo nada y yo no fui capaz de hacerlo. Dio media vuelta y se fue.
Cuando me quedé solo, pude apreciar la magnitud de lo que acababa de ocurrir. ¡Mi abuela me acababa de ver tirándome a un animal! Seguro que pensaba que yo era un pervertido y seguro que se avergonzaría de tener un nieto degenerado capaz de hacer una guarrada como esa por desahogar sus frustraciones sexuales. La vergüenza que sentía no cabía dentro de mí y, sin poderlo remediar, me puse a llorar. Yo la quería mucho y lo que ella pudiese pensar de mí era muy importante.
Desde que mis padres murieron cuando tenía diecisiete años, hace ya mucho más de un par de años, he vivido con ella y mi abuelo en un casi completo aislamiento. Ellos son pastores en unas montañas del centro de la península ibérica. El pueblo más cercano nos queda a unos cuarenta kilómetros por lo que el contacto con la civilización se reduce al mínimo. No es el lugar más apreciado para que un joven crezca pero, a mí, me encanta. Me siento libre para hacer lo que quiero y me siento querido por mis abuelos. Por eso, cuando cumplí dieciocho años y pude irme, decidí continuar viviendo allí y no ir en busca de un sitio más poblado. El precio que tuve que pagar fue renunciar a cualquier tipo de contacto sexual con chicas.
Por eso le había hecho eso a la oveja. ¡Estaba harto de las pajas! Siempre era igual, o con una mano o con la otra. Necesitaba cambiar y estaba pasándolo fatal por culpa de mi deseo de probar cosas nuevas. De todas formas, ya no me quedaba otro remedio que joderme y aguantar lo que viniese.
Cuando conseguí reponerme de la desagradable experiencia, volví a casa, una cabaña rústica de una sola habitación. Era la hora de almorzar así que el abuelo debía haber vuelto. Entré y los dos estaban sentados con los platos en la mesa esperándome para comer.
-Hola.- Saludé sin ánimo.
-Hola.- Contestaron ambos.
La tensión era perceptible en el ambiente. La abuela debía de haberle contado al abuelo lo que había pasado y seguro que me iba a caer una buena bronca. Me lo imaginaba y me sentía todavía peor. Un bonito rapapolvo era lo único que me faltaba para ponerme a llorar de nuevo.
-Ignacio. Comenzó él.- Tu abuela me ha contado lo que has hecho con la oveja.
Lo dijo de una manera que, para mi sorpresa, no parecía de enfado sino que más bien parecía que le produjese cierto apuro.
-Los dos pensamos- titubeó.- que no deberías volver a hacerlo.
¿Solo eso? Si la cosa se quedaba ahí todavía podría presumir de tener suerte. Momentáneamente me hice ilusiones, pero el abuelo continuó.
-Sabemos que por aquí no hay chicas y que, cuando se es joven, se tienen esos impulsos, pero no es sano que un humano haga esas cosas con animales.
- Lo siento.- murmuré.
Al mismo tiempo que pronunciaba esas dos palabras, una lágrima se me escapó. Me sentía mal y el sermón continuó.
- Nos gusta tenerte a nuestro lado y no queremos que te vayas.- Hizo una pausa.- Por eso, tu abuela y yo creemos que, mientras haya una mujer aquí, es mejor que te desahogues con ella.
Si hubiese estado comiendo algo, me hubiera atragantado. ¿Había oído bien? ¿Me estaba diciendo que me acostase con la abuela? ¿Con su mujer? No había ninguna otra persona del sexo femenino por allí cerca a la que pudiese referirse por lo que no quedaba otra que no fuese ella. Cuando mi cerebro fue capaz de asimilar lo que acababa de oír, me quedé estupefacto y en pocos segundos me puse tan rojo como un tomate. Para complicarlo todo todavía más, me excité como nunca antes lo había hecho.
El silencio invadió el lugar hasta tal punto que era capaz de sentir mis propios latidos desbocados del corazón en mis oídos. No volví a escuchar otra cosa hasta que la abuela habló por primera vez.
- Venga, vamos. Dijo convencida.
Se levantó, me agarró de un brazo y prácticamente me arrastró hasta la habitación donde ellos dos dormían, la única del hogar. El camino lo recorrí con algo de vergüenza y un más que evidente bulto en el pantalón. Si ella tenía alguna duda sobre si yo quería hacer aquello o no, seguro que se le había disipado al verme.
Una vez allí, sin ningún tipo de pudor, se quitó el clásico vestido de pueblo que llevan todas las mujeres mayores, el sujetador y las bragas de faja. Se descalzó y quedó ante mí tal cual era. Una mujer mayor, bajita y entrada en carnes. Su cara mostraba la determinación de una mujer segura y la tranquilidad de alguien satisfecho con la vida que ha llevado. Mirándola podía adivinarse que, cuando fue joven, fue muy guapa.
- Te toca. Desnúdate.- Me apremió con una sonrisa.
¡Qué vergüenza! Mi abuela me pedía que me desnudase y yo la tenía tiesa. Desde hacía muchísimos años, no dejaba que nadie me viese desnudo y mucho menos en ese estado.
-¡Venga! Es para hoy.
Empecé a quitarme la ropa totalmente rojo por culpa de la vergüenza. Me quité primero los zapatos y los calcetines. Mis dedos temblaron mientras lo hacía. Luego me quité la camisa y la dejé caer al suelo. Pasé mis dedos por el borde de mis pantalones y, algo nervioso, me los bajé. Mi tienda de campaña quedó descubierta por completo. Mirando al suelo, cogí aire y bajé el trozo de tela que me quedaba.
Ella pudo contemplarme tal cual era en aquellos tiempos. Alto, delgaducho, blanquito donde la ropa cubre y con algo de pelo del ombligo hacía abajo. Mi pene, que sobresalía por encima de una densa mata de pelo negro, estaba erecto, con el glande completamente descubierto y coronado por una brillante gotita de líquido seminal.
-Ven, tócame una teta.
Me acerqué un poco y, guardando las distancias alargue una mano. Con la yema del dedo índice, le acaricié un pezón. Mi gesto la exasperó.
-¡Sin remilgos, que soy tu abuela!
Me agarró la mano y me atrajo hacía ella. Cuando estaba tan cerca que mi pene casi podía rozar su vientre, me agarró las dos manos, me ordenó que le enseñara las palmas y, sin ningún recato, las estampó contra sus dos senos.
-¡Toca hombre! No se te van a caer las manos.
Eran grandes y estaban algo caídos pero los pezones se conservaban duros y fuertes. Su tacto me gustó y, perdiendo un poco la vergüenza, los magreé con cuidado. Ella, mientras tanto, no perdió el tiempo. Me acarició el cuello con ternura, como a un hijo al que se quiere, y, después de lanzarme una sonrisa pícara, bajó su mano hasta mi entrepierna donde palpó mi miembro en toda su extensión. Sus manos, suaves y cálidas, se deslizaron varias veces desde la base hasta la punta en un principio y, luego, sus yemas se dedicaron a acariciar con toda la delicadeza del mundo mi glande. Aquello me hizo suspirar de placer y, poco a poco, la vergüenza desapareció.
- Ven.- Dijo.
Me agarró de la mano y me llevó a la cama. Ella se tumbó sobre el mueble, separó sus piernas y, con sus manos, dejó ver lo que los labios de su vulva escondían.
-Por aquí salió tu padre.-Me confesó.- Tócalo.
Le hice caso. Alargué la mano y con miedo de hacerle daño la toqué. Primero con un dedo y luego con más. Estaba caliente y húmedo. Me puse a jugar con los dedos, le abría los labios o le acariciaba todos los pliegues que encontraba.
-¿Ves el agujero?- Me preguntó.- Mete un dedo.
Volví a hacerle caso. ¡Qué suavidad! Nunca había tocado nada así. Sin pedir permiso y movido por la curiosidad, metí otro. Ella suspiró provocándome una nueva sensación de valentía y, como consecuencia, le metí otro más. ¡Cómo se abría! De ser un agujero bastante pequeñito, había pasado a ser un agujero lo bastante grande como para albergar tres de mis dedos.
-Pasemos a la acción. Túmbate.
Obedecí como si ella fuese un general y me tumbé en la cama. Ella se levantó dejándome espacio para colocarme en el centro y se sentó a ahorcajadas sobre mi cintura. Desde mi nueva posición, podía ver como mi abuelo nos miraba desde la puerta y se acariciaba distraídamente el paquete. La abuela levantó un poco el culo, agarró mi pene para que apuntase al cielo y se sentó sobre él. ¡Qué gusto! Jamás en toda mi vida había sentido algo así. ¡Qué placer sentir como mi pene era rozado en toda su extensión por la suave piel del interior de mi abuela! Gemí del gusto y eso supuso el pistoletazo de salida para que ella no se quedase quieta. Comenzó a moverse de arriba abajo sin dejar que mi pene se saliera.
Aquello era el paraíso y al abuelo también le gustaba. Se había sacado el pene por el agujero de la bragueta y se masturbaba frenéticamente sin apartar la vista de nosotros. Más tarde, él mismo me diría que hacía muchísimo tiempo que no se le ponía tan dura. Deje de mirarle cuando la abuela dobló el tronco para lamerme el cuello. ¡Qué sensación más agradable! Primero sentía el calor de su boca y, después, el fresquito que provocaba su respiración sobre mi piel húmeda. En ese momento, comprendí porque las religiones premian a los mártires con una vida en el más allá llena de sexo.
Mientras me hacía eso, no dejaba de agitarse sobre mí. A ratos iba rápido, pero había veces que reducía el ritmo, se la sacaba hasta que sólo el glande quedaba dentro y, con toda su fuerza, se dejaba ensartar hasta el límite que imponía su cuerpo. ¡Qué golpe de placer! Era una sensación tan fuerte e indescriptible que, sin pensarlo, le di un fuerte beso en el hombro. Ella era la persona más genial de mundo y nunca olvidaría lo que estaba haciendo por mí.
Llegó un momento en el que el placer se intensificó. Ella había dejado de lamer y resoplaba con la cara desencajada por el gusto. Cada vez sentía más corrientes eléctricas en mi pene y oleadas de placer inundaban todo mi cuerpo. ¡Qué gustito! Gemía sin cortarme, sin miedo a que algún vecino nos oyese. En uno de esos gemidos, llegué a la cumbre del placer. ¡Menudo orgasmo! Nunca había experimentado uno igual. Fue toda una delicia.
Mientras eyaculaba, la abuela continuó con su bombeo provocando que mi sobreexcitado pene me proporcionase unas descargas de placer casi insoportables. Poco a poco, mi respiración se fue normalizando y la abuela redujo su ritmo hasta quedar quieta. Pude ver como mi abuelo se limpiaba la mano en su camisa cuando ella se tumbó a mi lado.
-Muchas gracias.- Le dije satisfecho.
Mi abuela, con una sonrisa de oreja a oreja, se puso a acariciarme el pelo con ternura y yo, completamente feliz y tranquilo, me quedé dormido.
Cinco meses después la oveja que violé tuvo corderitos. Gracias a Dios, ninguno se parecía a mí.