Conquistando a Clara

Una compañera de trabajo inaccesible. Una obsesión que duró demasiado.

Conquistando a Clara

Desde el día que entré a trabajar en la empresa, una de mis compañeras de equipo, Clara, llamó poderosamente mi atención. Todo en ella era siempre, sin embargo, lo contrario de lo que hace que alguien se fije en una mujer: Su constante gesto serio, unos ojos marrones que miraban con indiferencia a través de unas poco favorecedoras gafas; el pelo siempre recogido en un discreto moño en la nuca; una blusa abotonada completamente sin mostrar ni un centímetro de su cuello, y lo suficientemente holgada como para ni siquiera sugerir lo que podría uno encontrarse debajo; una falda de tubo, de tejido grueso y muy por debajo de la rodilla, o bien unos pantalones de vestir de hechura muy poco sugerente; unas medias tupidas y unos zapatos de tacón bajo.

Toda esa apariencia que decía "no me interesa nada que no sea el trabajo", unida a su eterna actitud totalmente introvertida, la hacía prácticamente invisible para todo el mundo... menos para mí. Desde el primer momento albergué la sospecha de que debajo de aquella pantalla podría haber una mujer como las demás. Y nunca me di por vencido a pesar de que, cada vez más, todo indicaba que me equivocaba. Pero de vez en cuando, sin mediar ninguna intención por su parte, ocurría algo. Quizás se le subía la falda por encima de la rodilla estando sentada, o la blusa le tiraba un poco ajustándose a su cuerpo. Cierto día, mientras trabajábamos en un mismo informe, yo estaba observando junto a ella, de pie, cómo manejaba los datos con la destreza habitual en su ordenador. Ese día se había estropeado el regulador de la calefacción y hacía mucho calor. Tanto que ella se había desabrochado los dos primeros botones de la blusa, eternamente cerrada hasta el cuello en circunstancias normales. En determinado momento, pude verle fugazmente el sujetador. No detuve la mirada por miedo a que ella se diese cuenta, pero ese milagro fue suficiente para reconocer que lo mío con Clara era ya una obsesión.

Precisamente el evitar las obsesiones es la razón de la libertad que nos damos mi novia Vanesa y yo en nuestra relación. Coincidimos en pensar que si nos sentimos atraídos por otra persona es preferible probar a tener una aventura pasajera con ella antes de que se convierta en un pensamiento malsano que pueda minar nuestra relación de pareja. Tenemos de vez en cuando nuestros escarceos amorosos fuera de la pareja, ambos lo sabemos, y tenemos el acuerdo tácito de contarlo sólo si se tercia la ocasión. Estaba rompiendo ese acuerdo, pero por causas de fuerza mayor: Clara era totalmente inexpugnable, y hacer el amor con ella una quimera impensable por el momento. Ni siquiera hubiera podido proponérselo.

Después de casi seis meses en la empresa, y pese a trabajar a menudo en los mismos proyectos, no había logrado hablar con ella de nada que no fuese un asunto formal del trabajo. Sabía que tenía 30 años (7 más que yo), que no tenía hijos, que ella y su marido se habían separado hacía ya bastante, y que no sólo no había faltado ni un solo día al trabajo, sino que ni siquiera había llegado tarde jamás. Y toda esa información la recabé a través de terceros y tras mucho indagar. Yo no perdía la paciencia y seguía intentando entablar conversaciones ajenas al trabajo, pero era imposible. Sus respuestas eran siempre cortantes: "debemos terminar esto cuanto antes" o "no perdamos la concentración, por favor". Eso dentro del trabajo, porque fuera no había demasiada ocasión de coincidir con ella. Por navidad, por ejemplo, nos reunimos todos los trabajadores en la habitual cena de fin de año. Era de obligada asistencia, de manera que Clara tuvo que ir, aunque no lo tomó como algo diferente a una jornada normal. Su indumentaria y su carácter eran los habituales, a diferencia de todas las demás compañeras, que lucían vestidos acordes a la ocasión. A pesar de que algunas de las asistentes estaban realmente preciosas y provocativas, yo no pude quitarle el ojo a Clara en toda la noche, sentada bastante lejos de mí. Su actitud fue fría y distante; dudo que pronunciase más de una docena de monosílabos en toda la velada, y articuló las sonrisas justas para no ser descortés con los demás. Al final de la noche, al menos, pude despedirme de ella para desearla feliz navidad, me acerqué a darle dos besos y ella no puso ningún impedimento. Fue la única vez que nuestros cuerpos se tocaron en mucho tiempo.

Como tantas veces en la vida, tuvo que suceder algo desagradable para cambiar las cosas. Una tarde, a finales de febrero, se declaró un incendio en las oficinas que ocupaban la planta inmediatamente inferior a la nuestra. Uno de los bedeles entró corriendo indicándonos que debíamos abandonar el edificio inmediatamente por las escaleras de emergencia, ya que el asunto parecía grave. Con algo de nerviosismo, todos nos dirigimos a la salida de incendios. Yo iba de los últimos, y Clara iba unos metros por delante. Pero en un determinado momento, la vi hacerse a un lado y regresar corriendo en dirección contraria. No pude entenderlo y seguí sus pasos recriminando su actitud.

-Debo coger algunas cosas importantes. Vete, bajaré en un momento -me indicó. Lógicamente me quedé con ella. Para mi sorpresa, no se limito a guardarse unos cuantos discos de su archivador sino que se sentó al ordenador, le conectó un clip de memoria y comenzó a hacer una copia de seguridad.

-¡Estás loca! -grité mientras la cogía en brazos contra su voluntad. Ella intentó soltarse, pero todo empezó a ocurrir muy deprisa: se apagaron todas las luces y empezaron a funcionar los aspersores del techo, y yo corrí hacia la salida arrastrándola como pude. Fuera de la oficina había bastante humo, pero enseguida aparecieron tres bomberos, uno de ellos se llevó a Clara y otro me acompañó hasta la tercera planta, donde la situación era ya normal. Cuando llegué a la calle vi como alguien cubría a Clara, totalmente empapada, con una manta. Miré hacia arriba; el fuego parecía controlado y, según me contaban, nadie había resultado herido. Pero nuestra ausencia había hecho cundir el pánico; de ahí que los bomberos vinieran a nuestro encuentro.

A pesar de que el fuego no había pasado de la oficina en la que se originó, pasaron dos días antes de que pudiésemos incorporarnos de nuevo a nuestro puesto de trabajo. Yo no había hablado con Clara desde que el bombero me la arrebató de los brazos. No esperaba nada muy especial cuando nos encontrásemos, pero sí al menos algo más que el frío "buenos días" habitual. ¿Es que ni siquiera iba a comentar nada? Mi asombro era tal que ni siquiera intenté entablar conversación y me concentré en el trabajo. A media mañana fui a prepararme un café a una pequeña habitación que teníamos preparada con una cafetera y un microondas. Cuando menos me lo esperaba, Clara entró y rompió su silencio.

-Alfredo, te debo una disculpa. No sé qué me paso por la cabeza para ponernos en peligro como lo hice. Espero que sepas perdonarme -me dijo mientras me cogía del brazo. Aquello era el gesto más humano que había tenido esa mujer con alguien dentro de aquella oficina. Y había sido conmigo. Sonreí, y me aventuré a poner mi mano sobre su hombro.

-Clara -la respondí-, no tienes que pedirme perdón. Te tomas muy en serio tu trabajo y te admiro por ello. Simplemente creo que en ocasiones, como la del otro día, deberías olvidarlo todo.

-Eres muy comprensivo. Gracias -dijo mientras ponía su mano sobre la mía. No llegó a ser un abrazo pero, teniendo en cuenta de quién se trataba, aquello era un gesto supremo. Instantes después, ella se apartó, saco de su bolsillo el clip de memoria y me comentó que había conseguido hacer la copia de seguridad antes de que la apartase del ordenador. Lo dijo sonriendo. La primera sonrisa de verdad desde que la conocí. Al día siguiente lució una falda por encima de la rodilla, por primera y última vez. Casi podría decirse que era una minifalda. Por fin pude ver con claridad sus muslos, que se notaban firmes aunque quizás demasiado delgados. Aquello, pensé, tenía que ser un señal. Pero no intenté nada ese día; ver sus piernas así era para mí, incomprensiblemente, suficiente.

A partir de ese día, nuestro acercamiento fue paulatinamente más evidente. Hablábamos de todo y de vez en cuando había un leve contacto físico: ella ponía su mano en mi pierna o yo le acariciaba el cuello, incluso a veces mi pulgar, como haciéndose el despistado, tocaba levemente su pecho mientras pasaba mi mano por su brazo. Me contó detalles muy íntimos de su vida, como por ejemplo que, desde que se separó de su marido hacía más de dos años, sólo había tenido relaciones sexuales una vez, y había sido con él: un fugaz revolcón durante el banquete de bodas de unos amigos comunes.

Cierta mañana nos tocó revisar un tedioso y largo informe, de manera que me senté junto a ella ante su monitor. Decidí que era el momento justo para dar un paso más. Mi mano fue bajo su mesa en busca del bajo de su falda y fue subiéndola muy lentamente al tiempo que acariciaba sus delicadas piernas. Cuando por fin llegué a las rodillas creí estar en otro mundo. Ella, pese a su gran autocontrol, no pudo evitar empezar a morderse el labio inferior, mientras su mano se deslizaba tímidamente mi pierna. Iba a alcanzar sus muslos cuando una compañera nos interrumpió, aunque no creo que se percatase de nada. Eso nos obligó a calmarnos, pero yo aproveché para tensar más la cuerda:

-Creo que deberíamos hacer el amor, Clara -le solté con total naturalidad. Su primera reacción fue de gran sorpresa, para a continuación llamarme la atención sobre el hecho de que yo tenía novia.

-Pero eso no tiene nada que ver -respondí yo-. Vanesa y yo estamos muy liberados en ese sentido, y no estoy hablando de que tú y yo seamos novios, sino de tener una relación sexual, ni más ni menos.

A ella no le pareció gustarle mi punto de vista, se enfrascó en su trabajo y no volvió a dirigirme la palabra en todo el día. Ni siquiera se acercó a mí hasta que, unos minutos antes del final de la jornada, me comunicó que el informe en el que habíamos trabajo por la mañana era totalmente incorrecto, y que debía quedarse a revisarlo, ya que era urgente. Ella sabía que yo no iba a dejar que ella corriese con todo el trabajo, pero estaba seguro de que lo había hecho adrede, bien para castigarme o bien para todo lo contrario. En cualquier caso, veinte minutos después estábamos frente al ordenador, juntos, igual que unas horas antes.

Por suerte, no tardé en llegar de nuevo al mismo sitio: mi mano volvió a subir su falda y llegó sin demasiada oposición a sus muslos. Ya no quedaba nadie más en la oficina, y esta vez ella se mostró más sensual. Poco a poco, fue pasando de las leves caricias a masajeos más calientes. Yo abandoné temporalmente sus piernas para comenzar a acariciar su cuello. Podía oír los latidos de su corazón, al tiempo que su respiración se hacía más violenta. La besé por primera vez en la boca, y ella me respondió apasionadamente. Conseguí abrir su blusa y bajarle los tirantes del sujetador, dejando al descubierto unos pechos muy pequeños pero con unos generosos pezones de color claro, que empecé a besar con afán. Las sillas eran ya un estorbo, de manera que la levanté e hice que se sentase en la mesa. Volvía a besarla en la boca, a acariciarle las piernas mientras subía su falda y esta vez encontré los muslos lo suficientemente separados como para llegar a su sexo. Aun a través de las medias y las braguitas, pude notar la humedad en su entrepierna. Ella empezó a gemir mientras yo palpaba sus partes más íntimas por encima de su ropa interior. Temí que se viniese antes incluso de poder tocarla directamente, de manera que le bajé las medias y las braguitas hasta donde pude sin dejar de besarla. Mi mano volvió a su entrepierna y mis dedos se recrearon entre sus labios empapados. Ella por fin me correspondió y, tras tocar mi pene por encima del pantalón, se decidió a sacarlo y masturbarme.

Debió de ser en ese momento cuando caí en la cuenta de que no tenía ni un triste preservativo. Meses esperando aquel momento y todo podía irse al traste por un detalle tan poco romántico. En otras circunstancias, se lo habría comentado y habríamos buscado una farmacia o una máquina expendedora, pero algo me decía que si nos deteníamos ya nada sería igual. Ella no querría parar ni por un momento, a juzgar porque ni tan siquiera hacía ademán de quitarse la ropa, a pesar de lo incómoda que era su situación, con la blusa medio desabrochada, sus pechos asomando en parte por encima del sujetador, la falda subida, y las medias y las bragas levemente bajadas. Pero estaba totalmente entregada, me besaba intensamente, me lamía el pecho, me masturbaba cada vez con más rapidez, y movía las caderas pidiéndome más. Su mano se movía tan deprisa que iba a conseguir que yo explotase irremediablemente, de manera que me liberé y me agaché para continuar castigando su clítoris con la lengua. Sin darla descanso, la volví de espaldas violentamente, para descubrir un trasero pequeño y prieto que era, sin duda, el mejor de sus atributos. Me recree unos instantes en él para después disponerme a penetrarla, pero ella, entre jadeos, acertó a decir:

-¡Ponte un preservativo, Alfredo, por favor!

-Eso no va a ser posible, pero no te preocupes, tendré mucho cuidado -respondí mientras jugaba todas mis cartas posibles: mordía su cuello, frotaba sus pezones erectos, introducía mi lengua en su boca, acariciaba su clítoris. Aproveché la postura para liberarla de la blusa y el sujetador sin dejar de estimularla. Ella fue claudicando y un par de minutos después me permitía introducirme con suavidad en su vagina. Era muy estrecha, pero la humedad y el calor eran de tal magnitud que mi pene entró prácticamente sin empujarlo. Ella manifestó su placer desde que sintió el glande en su vulva:

-¡Oh, sí! ¡Dios mío, qué gusto! ¡Hacía tanto tiempo! ¡Por favor, dame más, lléname del todo!

Era lo que tanto había ansiado desde hacía meses. Estaba tan excitado que no tardé en sentir nuevamente que me iba. Me detuve y me incliné para volver a utilizar la boca; ella se zafó y se volvió hacia mí, agachándose para comerse mi pene, supliendo su evidente inexperiencia con una dosis considerable de entusiasmo. La dejé hacer durante un buen rato, para luego apartarla y tumbarla boca arriba en el suelo. La postura del misionero iba a ser muy complicada sin quitarle las medias, de manera que, sin perder tiempo con las prendas, alcé sus piernas hasta ponérselas sobre mis hombros, dejándome así el camino libre. Volví a penetrarla, y esa postura le produjo un placer insospechado. Gritaba ensordecedoramente, tanto que se tapaba la boca para apagar sus aullidos. Enloquecida, movía las caderas en todas direcciones, y yo la embestía cada vez con más fuerza, hasta que me retiré para descargarme fuera, sobre ella.

-¿Te has corrido? -Le pregunté mientras retiraba sus piernas de mis hombros, acariciándolas.

-No, pero no importa, de verdad. Me ha gustado mucho -respondió. Se sorprendió gratamente al comprobar que volvía a la carga sin pausa. Porque a pesar de mi abundante eyaculación, que se fue toda a sus senos, yo sentía que podría mantener la erección. Tal era mi nivel de excitación. La incorporé para introducir el miembro nuevamente en su boca, lo cual ella aceptó encantada, ofreciéndome otra dulce mamada. Por un momento pensé en probar el sexo anal, pero rechacé la idea enseguida, por cuanto era evidente que por detrás era virgen. En lugar de eso, la tendí totalmente en el suelo, de espaldas a mí, me coloqué en cuclillas sobre ella y alcé su trasero lo justo para entrar en ella nuevamente.

La postura, aunque agotadora, era tremendamente placentera para ella a juzgar por sus jadeos, por lo que traté de mantenerla el máximo tiempo posible. Cuando ya no pude más, me fui hacia atrás cogiéndola de las caderas, hasta ponernos los dos de rodillas al estilo perro. Mientras se la metía con dureza, manoseaba sus pechos, empapados todavía con mi semen, y frotaba su erecto clítoris, lo cual la hacía gemir de satisfacción. Logré mantener así un buen ritmo durante unos minutos, llevando a Clara al borde del clímax, pero finalmente no pude más y tuve que sacar mi pene, en el momento justo para expulsar mi segunda corrida, que fue a parar al interior de uno de sus muslos, de donde resbaló hasta depositarse en las medias y las braguitas que todavía llevaba por las rodillas.

-¡Por Dios, Alfredo! ¡No pares ahora! ¡Haz que me corra! -exclamó ella. Yo reaccioné penetrándola de nuevo, pero mi erección ya no duró lo suficiente para hacer que ella llegase. Estaba algo contrariado, porque no parecía capaz de satisfacerla plenamente. Tras un momento de vacilación, y antes de que pudiese continuar, ella ya se había subido la ropa interior y se estaba incorporando.

-Buscaré una farmacia de guardia y compraré una píldora del día después, por si acaso -dijo mientras se ajustaba el sujetador, ya de pie. Era la Clara del trabajo la que hablaba, no la que había hecho el amor conmigo. Pero, al ver mi cara de perplejidad, sonrió, se inclinó para besarme en los labios y añadió:

-¡Oh, cielo! ¡Ha sido maravilloso! He disfrutado mucho, ya lo habrás notado.

Aunque no dudaba de sus palabras, sabía que se había quedado a medias. Y yo no estaba dispuesto a dejarlo ahí. Ella estaba de espaldas y, utilizando uno de los grandes ventanales como espejo -fuera reinaba ya la oscuridad-, se terminaba de abotonar la blusa y se colocaba el pelo. Yo me acerqué por detrás, ella me vio reflejado en el cristal, sonrió y cerró los ojos mientras yo la abrazaba.

-Me alegra que te hayas vestido, cielo -le susurré al oído-. Así podré darme el gusto de quitarte la ropa otra vez.

Ella se relajó mientras comenzaba a acariciarle todo el cuerpo con delicadeza y le desabrochaba la blusa lentamente. Para cuando la liberé del sujetador ella estaba totalmente excitada de nuevo. Empezó a rozarse conmigo, todavía de espaldas a mí, y descubrió que mi pene estaba erecto de nuevo. Ahogó un grito de exclamación y trató de volverse hacia mí, pero yo se lo impedí. Ella se las arregló para empezar a masturbarme, con tal intensidad que tuve que aprisionar sus muñecas para evitarlo. Tras desabrochar y dejar caer su falda al suelo, introduje la mano por sus medias. Sus braguitas estaban mojadas, tanto por mi semen del acto anterior como por los jugos que volvían a emanar de su ardiente vulva. Me agache para terminar de quitarle las medias y las braguitas. Elle me atraía desesperadamente con sus brazos hacia su entrepierna, que empecé a acariciar. Lamía su clítoris al tiempo que le pasaba un dedo delicadamente por la entrada de la vagina. La deliberada lentitud con la que actuaba la estaba llevando al límite: se agitaba sin control a punto de perder el equilibrio, a punto de explotar.

-¡Métemelo! ¡Métemelo! -Gimió lastimosa. No tuve más remedio que satisfacerla, introduciendo el dedo corazón en su vagina y deslizándolo con rapidez, mientras mi lengua seguía trabajando su clítoris. Momentos después me incorporé, la puse contra la ventana, de espaldas a mí, y la penetré con más violencia de lo que ella se esperaba. Esa circunstancia, unida a la impresión de que su vagina parecía mucho más cerrada que en las ocasiones anteriores la hizo aullar como no lo había hecho hasta ese momento. Tras un buen rato en esa postura decidí darle las riendas. Me eché boca arriba para que ella se pusiese encima, de espaldas a mí. Se introdujo mi miembro poco a poco hasta metérselo por completo, y empezó a moverse. Nuevamente su inexperiencia volvió a aflorar, y tuve que guiar sus movimientos para hacerlos más eficaces. Por mi parte yo permanecí con las caderas quietas, dejándola a ella casi todo el trabajo.

-¡Ah! Nunca lo había hecho en esta postura. ¡Oh! ¡Me gusta! ¡Es increíble! -gemía. Noté que, furtivamente, miraba nuestro reflejo en el cristal y se excitaba aún más. Paulatinamente, fue subiendo el ritmo de sus movimientos y, cuando el aumento era ya materialmente imposible, comencé a moverme yo también.

-¡Oh, Dios mío! ¡Ya me viene! ¡No pares! -No tardó en exclamar. Yo seguí a ese ritmo, y la ayudé acariciando su clítoris, hasta que unos instantes después se corrió entre violentas convulsiones y ensordecedores gritos.

Ella se recostó sobre mí, pero yo no estaba dispuesto a darle tregua. La incorporé y la senté en una mesa, de cara a mí, para volver a penetrarla. La altura de la mesa era la justa para que yo pudiera estar de pie sin demasiadas complicaciones. Alcé sus muslos hasta que la postura me permitió juntarlos. Su vagina opuso entonces mucha más resistencia al movimiento, lo que nos produjo sensaciones fortísimas. Clara gritaba enloquecida:

-¡Más fuerte! ¡Más fuerte! -me exigió. Y lo hice. Durante un par de minutos eternos, tras lo cual ella estalló en un segundo orgasmo más intenso todavía que el anterior, que me arrastró también a mí hasta el final. A duras penas conseguí sacar mi pene antes de correrme sobre su vientre.

Ella se recostó hacia atrás, rendida, mientras yo observaba el cuerpo desnudo que acababa de poseer, y que había sido mi obsesión durante meses. Sabía que ya nada sería igual, que probablemente lo acaecido esa tarde me traería problemas, mas ya pensaría en ello otro día, porque en ese momento estaba en el cielo.