Coños hirsutos o El Tashen de Van Gogh

...Una maraña densa de vello se alzaba bajo mis uñas, rizado como las nubes del pintor, denso como sus empastes, ardiente como sus cielos veraniegos. Atravesé el vello para alcanzar...

Era marzo. Un mes frío de hace bastantes años y acaba de llegar hasta un semáforo cerrado, acorralado por una lluvia torrencial que había aparecido de repente y que, a los incautos como yo, recién pasada la pubertad, había pillado de improviso y a destiempo.

Estaba encogido, aterido por el frío y el agua. Bajo mi brazo derecho portaba con celo mi último tesoro: un volumen enorme con reproducciones de Van Gogh, de Tashen, recién sacado de la biblioteca. Había superado interminables reservas precedentes de otros tantos usuarios enamorados y su bienestar era mi máxima obsesión. Sin más ropa que un ridículo anorak y una capucha renuente a permanecer en su sitio, por quien más sufría era por mi adorado libro, víctima inocente de aquella lluvia traicionera.

Absorto como estaba en la salvaguarda de mi libro (demasiado grande para ocultarlo bajo el anorak) no me percaté hasta unos segundos más tarde, esperando a que el semáforo se abriese, que la lluvia ya no me alcanzaba. Alcé la mirada y me vi bajo el abrigo del paraguas que una joven portaba.

—Van Gogh —comentó la desconocida, sonriéndome mientras esperábamos a que pudiésemos avanzar.

La interrogué arrugando la frente.

—Estudio Bellas Artes —se explicó para luego amonestarme—. Es un pecado permitir que se moje un Tashen.

—Lo siento —repliqué, sinceramente afligido y agradecido.

El semáforo cambió a verde y los paraguas adyacentes se pusieron en marcha veloces, excepto el nuestro. Yo, reprendido por la joven, no me atrevía a andar por miedo a dejar el volumen a merced del aguacero. Y ella disfrutaba con mi azoramiento.

Soltó una carcajada disfrutando de mi embarazo. El semáforo volvió a cerrarse.

—Ven, vamos a tomar un café —me ofreció.

Caminé a su lado sin mejor opción y temiendo otra severa (para mí lo era) amonestación si la contradecía. La sacaba media cabeza y ella a mí unos cuantos hervores. Sonreía divertida al ver mi titubeo en el caminar intentando desentrañar nuestro destino. No cruzamos más que palabras triviales; supongo que nuestro mutuo celo por la preservación de aquel volumen de Van Gogh era suficiente confianza.

Me llevó hasta un bar lejos del centro. Ahora ya no se llama igual; cambiaron los dueños y con ellos se marchó la esencia, aunque persistió el bar. Ahora tienen un plasma enorme donde el fútbol es omnipresente, con mucho espacio, mucha luz y pocas mesas. El de antes estaba dominado por una luz tenue, poblado de numerosos recovecos donde cabía una mesa, dos sillas solapadas y no más; rincones resguardados e iluminados con velas eléctricas de luz escasa. Decenas de cuadros diminutos de colores oscuros y marcos poderosos dominaban las paredes del bar y en el recoveco donde nos refugiamos esa tarde las paredes estaban alfombradas con decenas de fotos antiguas de doncellas del siglo pasado posando en paños menores o paños ausentes, mostrando la crudeza de sus carnes pálidas y sus pubis y axilas hirsutos. Los contrastes de los boscosos coños azabaches sobre los muslos cerúleos eran deliciosamente turbadores.

Abrimos el volumen sobre la pequeña mesa, parapetados por aquellas paredes estrechas y oscuras, y cuando el camarero trajo los cafés tuvimos que descender el enorme libro hasta nuestros muslos, apoyando el lomo en el borde de la mesa.

Se llamaba Colette y, salvo el nombre y un acento muy lejano, poco más tenía de francesa. Me fue señalando con lentitud los detalles de cada cuadro, nombrando los colores empleados (jamás el negro), repasando con sus dedos los trazos del pintor, removiendo con la punta de sus uñas los empastes de los que tanto gustaba Van Gogh. Me miraba a los ojos y percibía en ellos el ardor del pintor y los destellos de pasión y locura que catalizaron su genio.

Mis dedos fueron siguiendo los suyos, surcando, arremolinándose y confluyendo a veces para terminar juntándose siempre en el borde de la página. Los dedos fueron relevados por nuestros labios que ocultaban cual biombos nuestra lenguas saciar la boca ajena.

Auspiciados por la tenue luz que nos iluminaba y con el volumen como biombo para ocultar nuestras manos, la arremangué la falda para hundir con frenesí los dedos en la carne tibia de sus muslos. Colette me sacó los faldones de la camisa aún húmeda de la lluvia y, al igual que mi mano, reptó con sus dedos por mi pecho. Los dos íbamos en busca del significado oculto de aquellos meandros de color denso que Van Gogh había pintado para nosotros.

Se ensañaba con mis pezones a la vez que yo invadía con mis torpes dedos el interior del elástico de sus bragas. Una maraña densa de vello se alzaba bajo mis uñas, rizado como las nubes del pintor, denso como sus empastes, ardiente como sus cielos veraniegos. Atravesé el vello para alcanzar su jugosa abertura entreabierta. Su mano descendió en busca de mi entrepierna mientras nuestras lenguas seguían bombeando saliva en el paladar ajeno. Desabrochó el cinturón y reptó culebreando en busca de mi verga tiesa bajo los calzoncillos, empuñándola dentro de los vaqueros empapados y agitándola dentro de los límites que el pantalón dejaba.

La pequeña mesa, en cuyo borde el volumen abierto de Tashen vibraba al son de los temblores de nuestras rodillas, ocultando nuestras impudicias al público, comenzó a acusar nuestros movimientos acalorados haciendo tintinear las tazas sobre los platillos, derramándose el café sobre ellos.

Acallábamos los gemidos con nuestros labios y aquellos que escapaban los creíamos ilusamente confinados dentro de aquel cubículo, con las doncellas de coños hirsutos como únicas observadoras, al abrigo de las tinieblas, como si la falta de luz también acallase nuestros jadeos.

Contemplé extasiado su mirada errática y sus labios bisbiseando plegarias, mientras agitaba cual mariposa sus muslos presa del entusiasmo que mis dedos infames la procuraban, escarbando sin descanso. Y cuando sus gemidos ahogados mutaron en los jadeos roncos del éxtasis, apretó sus piernas entre sí con fiereza, tratando de absorber mis dedos para no dejar escapar el goce arrancado, siseando insultos y juramentos vanos.

Cuando los ecos de su orgasmo la devolvieron a su silla, avivó el frotamiento de mi verga, besándome el mentón, gozando con el trémulo palpitar de mis labios, ensimismada en mi mirada suplicante, al igual que yo había hecho antes con la suya. Al final, mientras su aliento cruel sobre mis labios me enloquecía, descargué, entre espasmos de garganta, la simiente espesa y pegajosa en el interior de mis calzoncillos, filtrándose entre sus dedos exhaustos.

Cada uno limpiamos los dedos ajenos con saliva para luego beber el café frío, recobrando la compostura y colocándonos las ropas.

Cuando salimos del bar había escampado. Los teléfonos móviles aún tardarían en llegar y solo me dijo que solía dejarse ver por ahí. Cada uno volvimos a nuestras vidas y juntos las interrumpíamos de vez en cuando colocando unos paréntesis en ellas cada vez que nos encontrábamos. Jamás supe de ella más de lo que quiso desvelar o yo intuir delante de un Tashen (requisito ineludible para nuestros encuentros) en aquel rinconcito de un bar que ya no existe.

Coincidimos varias veces más como digo, y aunque hubo otros lúbricos desenlaces, siempre estuvieron contenidos en aquellas paredes forradas de mujeres que ya no existían y que, paradójicamente, anticiparon el funesto destino del bar.