Confluencia Elemental. 3 La partida

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Capítulo 3: La partida

La situación era peor de lo que en un

principio había imaginado. Remmus iba a

intentar deshacerse del señor Aravera por meter

las narices donde no le llamaban, y ya de paso

de nosotros dos. Por un delito de manipulación

de maná que ni siquiera habíamos cometido.

La escalofriante pregunta entonces era…

deshacerse de nosotros ¿cómo? ¿Nos llevarían

amablemente hasta el exterior de la isla en un

sofisticado barco? Era más lógico pensar que

nos lanzarían al océano en mitad del camino.

Me puse realmente nervioso mientras los

guardas nos empujaban como a dos muebles

inertes hacia la puerta del despacho de

Remmus.

Los guardas utilizaron una pequeña llave

dorada sobre la cerradura central, lo que

provocó que la enorme puerta metálica se

dividiera en dos grandes bloques de acero, que

viajaron cada uno a un lado permitiéndonos el

paso.

Debí imaginar lo que veríamos allí.

Nos encontrábamos en una gran habitación

cuadrada, decorada con exquisitez. En el centro

había un escritorio repleto de papeles y

manuscritos donde Remmus debía organizar el

eficaz control de la isla, bajo las sombras y la

protección de la cámara acorazada. Las

paredes estaban empapeladas de un elegante

rojo granate, y las estanterías de los

alrededores repletas de libros que en otras

circunstancias hubiera suplicado por poder leer.

No fue hasta que la gran puerta principal se

cerró cuando pude diferenciar la figura

inconsciente de un hombre adulto, bastante

delgado, sentado en el suelo y encadenado por

las muñecas a una anilla incrustada en la pared.

Su cabello, de un gris muy luminoso, denotaba

que en su juventud había lucido un tono rubio

dorado. Sus ojos eran tan azules como los de su

hija.

El señor Aravera, aunque notablemente

exhausto, se puso de pie instantáneamente al

percatarse de nuestra presencia. Con el rostro

descompuesto solo pudo musitar:

—No…

—¡¡Papá!! —estalló Noa mientras intentaba

deshacerse del guarda, sin éxito

—No…no deberíais estar aquí, no, no –

musitó mientras apenas podía mirarnos a la

cara.

Los guardas nos encadenaron a la misma

anilla que sujetaba a Aravera, y sin mediar

palabra abandonaron la habitación.

Noa y su padre consiguieron de alguna forma

abrazarse, y la sala permaneció en silencio

durante algunos minutos, interrumpida

exclusivamente por algún llanto aislado de ella, o

un nuevo intento de negar la situación de John

Aravera.

Cuando creí que les había dejado tiempo

suficiente, no pude esperar más.

—¿De qué va todo esto, señor Aravera? –

intervine rompiendo el momento fraternal.

Con el rostro cabizbajo, comenzó a arrancar

palabras con más libertad:

—Para empezar, todo esto es culpa mía.

Que vosotros estéis aquí lo es —sus ojos

adquirieron un ligero brillo, que rápidamente

fulminó frotándose con las manos. Hundirse

delante de su hija no era una buena idea.

—¿Qué fue exactamente lo que ocurrió? —

me apresuré a preguntar.

—Tenemos poco tiempo, pero os lo

resumiré. Como sabréis, yo soy, o al menos era,

uno de los encargados jefes de la seguridad de

las minas. Las minas no son un sitio al que

pueda acceder cualquier persona, ya sabéis que

la exposición continuada al maná resulta

perjudicial, por lo que cabía esperar que este

fuera un trabajo atareado. Nunca fue así. Mi

trabajo consistía en revisar de tanto en tanto las

instalaciones y comprobar que algunos de mis

guardas hicieran su trabajo.

»Cuando tuvieron lugar las primeras muertes

y quise investigar la toxicidad de la sustancia, se

hizo evidente que Remmus escondía mucho

sobre la mina. Él es el verdadero encargado de

llevar la seguridad, la contabilidad, todo sobre

este lugar.

—Entonces, ¿en el fondo temía que alguien

le arrebatara el control de la isla? –interrogué.

—Él no teme nada, no va por ahí. Cuando fui

a reclamar más participación en la mina, se me

negó, de forma que empecé a investigar por mi

cuenta. Algunas noches venía, aprovechando la

falta de vigilantes. Zale es un pueblo, pequeño

de forma que conozco a cada guarda del lugar.

Sin embargo, según el calendario de trabajo, los

días que menos vigilados se supone que debían

estar, encontraba nuevos guardas, gente

desconocida que nunca había visto por Zale.

—¡Guardas del exterior! —sinteticé

sorprendido.

—No estoy seguro, puede que simplemente

vivieran allí. Hay zonas de las minas restringidas

incluso para mí, lo cual no tiene ningún sentido

siendo el jefe. Hace algunos días volví a colarme

en una de estas noches de las que os hablo.

Poca vigilancia, que no era ningún casual.

Cuanta menos gente del pueblo supiera lo que

ocurría, mejor. Y es que al parecer se estaba

llevando a cabo una gran movilización de maná.

—Gran movilización… Vaya, supongo que

todo ese maná no fue a parar precisamente a la

barrera —opiné.

—Exacto. Nosotros siempre creímos que

éste era utilizado íntegramente para mantener la

barrera, pero nada más lejos de la realidad.

Escuché a varios de aquellos guardas comentar

entre risas lo sencillo que resultaba engañarnos.

Les oí mientras debatían sobre el porcentaje de

maná que verdaderamente requiere la barrera…

¡Menos del diez por ciento!

—Pero… ¿y el otro noventa? —preguntó

Noa desconcertada.

—La cosa es sencilla: Remmus mantiene un

pacto con uno de los dos grandes imperios del

exterior. ¡Es el encargado de suministrar el

maná que ellos utilizan en la guerra! El maná es

un arma letal cuando se trata de suministrar

energía o crear materia.

—¡Pero eso no tiene ningún sentido! Si ese

Imperio necesita el maná para ganar una guerra,

y son ellos los que controlan el pueblo a través

de Remmus, ¿Por qué no invaden directamente

Zale, y extraen todo el maná con su maquinaria?

—advertí confuso.

—Primero, porque la barrera les impediría

entrar. Remmus la mantiene porque de esa

forma el maná le pertenece. Si nos invadieran el

imperio tomaría todo el maná, no podría

negociar con ellos. Y segundo y más importante,

porque formamos parte del proceso de

fabricación del maná. Esta sección la leí en

varios documentos clasificados que no acabé de

comprender: Al parecer, el maná que extraemos

de las raíces no tiene ninguna utilidad, está

vacío, y de ahí su coloración transparente. Al

contacto con los humanos, la sustancia va

cambiando su color, volviéndose cada vez más

dorada, más poderosa. Es entonces cuando

puede ser utilizada como arma mágica. A

cambio de ello, la persona va perdiendo poco a

poco vitalidad…

—¿¡Están intercambiando nuestra salud por

maná…!? –balbuceé estupefacto.

—Ese es el secreto de las minas. La

toxicidad forma parte de la producción de maná.

En mi última noche aquí, Remmus supo lo que

había descubierto y se dispuso a capturarme.

Los guardas lo consiguieron en mitad de la

selva, mientras volvía a toda prisa.

Tras contar toda la historia, John respiró algo

aliviado. Comprensible, teniendo en cuenta que

dar a conocer la verdad era lo que había

intentado sin éxito durante los últimos días.

¿Las malas noticias? Ahora ya tenía

absolutamente claro que Remmus se iba a

encargar de que nosotros tres fuéramos los

únicos en saberlo. Y de que el secreto se

perdiera con nosotros en mitad del océano.

El torrente de información no me dejó aclarar

desde un primer momento lo que los objetivos

de Remmus suponían. Mi padre, gran amigo del

alcalde según tenía entendido, había muerto a

consecuencia de las minas, ¿asesinado por su

compañero? Mi madre, mano derecha de la

organización de la alcaldía, tampoco conocía lo

que Remmus tramaba. En las minas se estaba

llevando a cabo una verdadera masacre de

gente para alimentar el poder militar de un

pueblo del exterior. ¿Qué clase de personas

tolerarían eso?

Después de todo, el exterior era un lugar

despreciable.

—Bien, ahora escuchadme, necesitamos

escapar de este sitio. Volver a Zale no es una

opción, una cárcel donde acabarían

encontrándonos, así que tenemos que salir, al

exterior. A través de los documentos pude

descubrir que una de las zonas inferiores de la

mina está comunicada subterráneamente con

una población externa. Desde ese conducto se

realizan los envíos de maná.

—Ni hablar —zanjé—. ¡Eso es una locura!

¿Y qué pasará con nuestras familias? No

podemos simplemente huir.

—Remmus no hará daño a más personas de

las necesarias. Puede que sea un tipo frívolo,

pero es inteligente y sabe que ir a por nuestras

familias levantará demasiadas sospechas en el

resto del pueblo. Ellas no saben nada,

probablemente les dirán que sufrimos algún tipo

de accidente, o que hemos sido expulsados. Huir

es lo único que podemos hacer.

—Un buen plan si no fuera porque estamos

esposados y encerrados en esta habitación.

Para empezar, necesitaríamos algo con lo que

quitarnos estas esposas —mi paciencia

descendía, aunque utilizar la ironía no serviría de

mucho.

Mientras, Noa parecía haber finalizado su

ataque de incredulidad e intentaba aportar algo

de luz al problema:

—¿Algo así como una espada?

—¿Tienes una? —preguntamos a la vez,

extrañados.

—No, aún no —inmediatamente la joven

cerró los ojos concentrada.

—Oh Noa…no deberías…—añadí sabiendo

lo que iba a ocurrir.

—¿No lleváis nada afilado encima?

Necesitamos algo, y rápido —intervino Aravera.

—¿Esto servirá?

Y sucedió. Tras una breve ráfaga de luz,

entre sus manos Noa sostenía una espada de

medio metro. El arma brillaba incandescente,

con un color amarillo transparente que la alejaba

de cualquier espada común.

—¿¡Dé…dónde la has sacado?! –exclamó su

padre.

Yo no podía dejar de mirar el arma. Su

tamaño era similar a uno de los brazos de Noa,

así era imposible que la llevase escondida.

Tampoco la podía haber encontrado en la sala,

puesto que un objeto tan brillante hubiera

llamado la atención.

El rostro del señor Aravera reflejó un

profundo horror:

—Maná… ¿Has…has estado en contacto

con maná?

—¡No! No tiene nada que ver con eso padre.

Es algo que me pasa desde hace tiempo…estos

dos poderes…

—Como antes con el guarda —dije,

intentando aportar algo de coherencia, lo cual

era imposible.

—¿Qué es lo que pasó?

—Tu hija se hizo…invisible durante un

instante mientras uno de los guardas intentaba

retenerla.

—¿Cómo dices? —repitió anonadado.

—Me ha pasado antes en situaciones así —

reveló ella—. Y no fue lo único que empecé a

notar. Bastaba con encontrarme en una situación

de riesgo para que espadas de ese extraño

material comenzaran a aparecer alrededor de

mí. Me asusté tanto…Sabía que si lo contaba

podría meter en problemas a toda la familia.

Nos acusarían…

—Manipulación de maná –concluyó John—.

Has debido tener contacto con algún material de

las minas hija. Oh, esto es horrible.

—Debiste decirlo antes...—sentencié sin

aportar demasiado a la causa.

Su padre estaba convencido de que el maná

de las minas era responsable directa o

indirectamente de esos fenómenos, pero yo no

estaba tan seguro. Hasta donde sabía, Noa no

había pisado las minas en los últimos meses, ni

había estado en contacto con la sustancia.

Además, sus padres habían podido pagar

durante toda su vida el indulto que le permitía no

trabajar allí.

En el fondo nada de aquello era lo que

realmente me hacía pensar que había sido un

acto involuntario: Mi principal argumento era que

yo mismo, que había sido capaz de…

¿teleportarme? unos minutos atrás. Y desde

luego, no había tocado maná en mi vida.

—De haberlo contado, en el fondo la gente

hubiera pensado que manipulé de alguna forma

maná —continuó justificándose ella—.

Simplemente hice como si no existiera con la

esperanza de que poco a poco desapareciera,

pero no fue así.

—Debes haber entrado en contacto con el

maná, aun sin ser consciente. No hay otra

explicación para esto –insistió Aravera.

—Ya tendremos tiempo de discutir los

detalles, señor Aravera. Ahora debemos

escapar de aquí si quiere que su hija nos cuente

algún día la historia completa.

A pesar de su ligereza, el filo de aquella

espada brillante fue lo suficientemente afilado

como para destrozar las cadenas que nos

retenían.

Una vez liberados, resultó más fácil de lo

esperado burlar la cerradura de la pesada

puerta de entrada. Con la ayuda de la habilidad

de Noa y el ingenio del señor Aravera, unas

ganzúas improvisadas se encargaron del

problema: Consiguieron abrir un cajón sellado en

el que Remmus guardaba una de sus llaves

maestras.

Y así fue como volvimos al punto de inicio.

De nuevo nos encontrábamos en la zona de

seguridad de las minas.

Atravesamos el mismo pasillo para comenzar

a recorrer el camino inverso: Tal y como

habíamos acordado, nuestro objetivo eran los

niveles inferiores, donde se encontraba el

tranvía subterráneo que nos llevaría lejos de

aquella isla.

Todo aquello me daba muy mala espina.

John parecía dispuesto a continuar el camino de

no-retorno que su hija había comenzado. ¿Ya no

había vuelta atrás?

Al ser jefe de seguridad, el señor Aravera

conocía de primera mano todos aquellos

pasadizos, qué camino era el más rápido hacia

el nivel inferior, o cómo evitar algunos de los

puestos de guardia nocturna.

Bajamos y bajamos escaleras hasta que

llegamos a una puerta metálica, que

desentonaba notablemente en la pared de

madera donde estaba incrustada.

El señor Aravera la reconoció de inmediato:

—A partir de aquí hemos de ir con sumo

cuidado. En esta zona es donde se realiza el

intercambio, por lo que está restringida para

todos. Ni siquiera yo he estado nunca.

Presumiblemente la seguridad será mayor que

en los niveles superiores.

De nuevo con la llave maestra, la puerta

metálica que conducía a la zona más

subterránea no supuso mayor problema.

¿Remmus nos había subestimado?

Bastaron algunos pasos en aquella nueva

estancia para evidenciar el notable cambio

arquitectónico a nuestro alrededor. Del suelo

agrietado y primitivo excavado sobre el interior

del árbol habíamos pasado a otro de tipo

metálico y grisáceo, sólido y moderno. Las

paredes iban a conjunto con un tono

blanquecino, y albergaban extraños halógenos

de luz en forma de tubos alargados.

Una puerta separaba la mayor precariedad

de la absoluta extravagancia.

—Estas paredes son similares a las que el

alcalde tiene en su despacho. Deben proteger

de alguna forma de los efectos del maná —

relataba Aravera mientras rozaba una de ellas

con la palma de su mano—. Bien, escuchadme.

Si pretendían sacarnos de la isla hoy es porque

tenían pensado utilizar el tranvía esta misma

noche, lo que se traduce en vigilancia. Remmus

no debe haber descubierto todavía que hemos

conseguido huir de su despacho, así que lo

único que podemos hacer es montarnos en el

tranvía y huir antes de que sean conscientes de

ello.

—Eso suena demasiado peligroso. ¿Cómo

sortearemos los guardas que encontremos? –

preguntó Noa desconfiada.

—Quizás me hayan atrapado, pero sigo

siendo el jefe de seguridad de esta vieja

excavación hija. Antes de entrar en esta sala

activé varias alarmas de los pisos superiores, lo

que entretendrá a los guardas un rato. Sin

embargo…

—…descubrirán que hemos escapado y

vendrán directos hacia aquí —sentencié más

nervioso.

Avanzamos un rato más hasta que el túnel

metálico nos condujo a una gran sala llena de

maquinaria de transporte, sin aparente

presencia de guardas.

En el fondo se posaba una discreta vía que

unos metros más allá se perdía a través de un

portón oscuro; aquella debía ser nuestro puente

de salida. La conexión con el exterior.

Sobre la vía descansaban algunos vagones

vacíos y roñosos. Solo necesitábamos poner en

marcha la maquinaria y salir pitando de la isla.

Como si fuera tan sencillo…aunque pensarlo

más solo conseguiría empeorar las cosas.

No obstante, lo verdaderamente gracioso era

lo fácil que había resultado nuestro camino hacia

un nivel de las minas tan “prohibido” como aquel.

O mejor dicho, la facilidad con la que habíamos

caído en una trampa tan obvia.

Cuando nos encontrábamos en el inicio de la

compleja sala, una avalancha de pasos comenzó

a retumbar desde la distancia. Un grupo de

guardas se acercaban por el pasillo a gran

velocidad.

Los tres nos obervamos, aterrados,

estúpidos, avergonzados. El señor Aravera no

podía evitar mirar a su hija, cargado de culpa,

paralizado por un miedo que acabaría con

nosotros en segundos.

—No es el momento de acobardarse,

debemos movernos —recordé estupefacto ante

la escena.

—Si algo os pasara por mi culpa…—retomó

John cabizbajo.

—Papá, estaremos bien, ¿de acuerdo?

Podemos hacerlo, ¡juntos podemos salir de aquí!

Él la miró en silencio, y luego sonrió con los

ojos vidriosos.

—Podemos hacerlo —repitió al fin,

esperanzado.

Tratando de no perder más el tiempo, John

retomó su papel de líder y nos indicó que lo

siguiéramos hacia las máquinas.

Mientras los pasos se hacían más y más

cercanos, avanzamos entre la inerte maquinaria

sumergiéndonos poco a poco en un aura de

silencio.

Noa y yo conseguimos escondernos entre el

amasijo que formaban dos excavadoras

polvorientas, mientras observábamos como su

padre se refugiaba en el interior de la cabina de

otra, próxima a nosotros.

Aunque yo realmente pensaba que todo

aquello resultaría inútil. Los escondites nos

podrían proporcionar como mucho un par de

¿segundos? ¿Minutos?

Los guardas acababan de llegar a la sala.

—¡Entregaos ahora y no habrá represalias!

—mintió uno de ellos.

Decidí tranquilizarme, respiré hondo. Pensar

en aquello no iba a hacer ningún bien. En su

lugar, creí más conveniente centrar mis

esfuerzos en apaciguar los ánimos y evitar que

Noa, mucho más susceptible, entrara en pánico.

Pero cuando me giré mi amiga no estaba a

mi lado, y no la veía cerca.

Pasaron unos segundos eternos. Mi

respiración se aceleró, mientras me debatía

entre salir y buscarla o quedarme quieto y

confiar en que no hiciera ninguna estupidez. Al

menos tenía que advertir al señor Aravera…

Justo en aquel momento, el disparo de uno

de los fusiles de luz rompió el desgarrador

silencio que invadía la sala.

Me quedé totalmente petrificado.

De reojo observé como el padre de Noa

asomaba la cabeza para visualizar la escena de

lo ocurrido, sin preocuparse por los guardas.

Me armé de valor y lentamente hice lo

mismo.

Emergí cauteloso, temiendo lo peor...pero la

imagen que encontré fue radicalmente distinta a

lo que esperaba. Un agujero de lado a lado

atravesaba completamente a uno de los guardas

en el centro de la sala, ante la atónita mirada de

sus compañeros.

Tras caer desplomado, Noa apareció

súbitamente a mi lado, temblando intensamente.

Se tapó la boca horrorizada por lo que acababa

de hacer. ¿Había disparado ella al guarda?

Antes de comprender lo ocurrido, un segundo

guarda desplazado del resto de compañeros

recibía otro chorro de luz en el costado derecho,

esta vez a manos del señor Aravera. Al parecer

Noa había robado y entregado el arma a su

padre. ¿Quién iba a imaginar esos instintos

asesinos en la familia Aravera?

Ya replegados, los dos enemigos restantes

cambiaron su estrategia: El último disparo había

revelado la posición donde se encontraba el

señor Aravera, así que los guardas comenzaron

a acercarse a él.

Sin embargo, éste emergió súbitamente de

su escondite, y con un exceso de valentía dirigió

un nuevo chorro de luz que impactó en el muslo

derecho de uno de los guardas.

Tras visualizarlo todo cual película de terror,

me volví a esconder detrás de la excavadora,

junto a Noa.

Al principio oí el grito de dolor del guarda,

pero luego otro disparo de luz, y silencio

absoluto.

No podía permanecer allí escondido sin

saber que ocurría, así que decidí

silenciosamente subir a través de una de las

excavadoras para tener una perspectiva de toda

la sala. Entonces lo vi fugazmente: el cuarto y

último guarda en pie acababa de marcharse de

la sala y corría por el túnel hacia los niveles

superiores.

—¡Debemos darnos prisa! ¡Irá en busca de

refuerzos! —grité al señor Aravera.

Él asintió y rápidamente abandonó su

posición. Vigilando la entrada de la gran sala en

todo momento, decidió dirigirse hacia una

pequeña habitación anexa, infestada de botones

y otros coloridos paneles.

—Rápido, subid a las vagonetas, yo iré hacia

la sala de control —ordenó.

Acepté la orden, pero no las tenía todas

conmigo. Noa y yo nos dirigimos a las vías, en lo

más profundo de la cámara, mientras Aravera

se alejaba hacia por el camino opuesto. Y es

que los controles no podían estar en peor sitio,

junto a la entrada de la sala de máquinas.

—¿Crees que estará bien? —me preguntó

Noa, que también se debatía entre acatar las

órdenes de su padre o desobedecerlas y

cubrirle las espaldas.

—Sabe lo que hace, no te preocupes —

respondí tratando de aferrarme a mis propias

palabras.

Cuando subimos a una de las vagonetas

comprendí que la situación se nos estaba yendo

de las manos: A través del túnel se podían

escuchar nuevamente los pasos agigantados de

una decena de guardas que se acercaban a

toda prisa. Aravera debía ser rápido, o de lo

contrario…

De repente, el motor de los vagones

comenzó a rechinar, aún sin movimiento. El

mecanismo de escape se había activado.

Visualicé la zona rápidamente y no vi por

ningún sitio a John, temiendo lo peor, porque los

guardas llegarían en cualquier momento y

aquellos vagones ni siquiera habían comenzado

a moverse.

Pero acabé por identificarlo. Aravera se

encontraba en lo alto de una excavadora,

manoseando a toda prisa el cableado bajo los

controles, tratando de ponerla en marcha.

El ruido de las vagonetas se intensificó, de

forma que las palabras que nos gritaba desde la

cabina resultaban imprecisas:

—...bloquearé la entrada, ¡vosotros quedaos

justo donde estáis!

Noa no pudo escuchar bien lo que su padre

decía, porque me agarró del brazo y me rogó

que le tradujera lo que yo había entendido. Fingí

no haberlo escuchado, sería lo mejor. La

entrada a la sala estaba demasiado alejada del

tranvía. Si Aravera la bloqueaba, difícilmente

podría llegar a tiempo a la vagoneta.

Pero si una cosa tenía clara, era que no iba

a dejar que existiera la mínima posibilidad de

que no saliéramos los tres de allí con vida, así

que salté en el vagón y ordené con todas mis

fuerzas a Noa que no se moviera.

Cuando llegué corriendo a la mitad de la

sala, una de las excavadoras bloqueaba ya la

entrada a la sala de máquinas, pero no encontré

a Aravera.

Mientras, los guardas ya habían llegado al

improvisado tapón y disparaban rayos de luz

contra la excavadora para apartarla de su

camino.

La maquinaria debía ser menos resistente de

lo que Aravera había imaginado, porque tras

varios rayos brillantes estaba prácticamente

hecha añicos.

Observé desde la distancia como los

vagones iniciaban lentamente su marcha, pero

seguía sin encontrarle.

Entonces un grito ensordecedor inundó la

sala;—

¡¡SUBID A LA ESTÚPIDA VAGONETA!! —

vociferó.

Me quedé aturdido durante varios segundos.

El señor Aravera estaba encima de una

segunda excavadora, y se dirigía hacia la misma

entrada donde los guardas acababan de

conseguir abrirse paso entre el tapón.

No tenía intención de escapar con nosotros.

Retomé la marcha hacia los vagones casi de

forma autómata, siguiendo las órdenes

desesperadas de Aravera, como si aquel fuera

su último y más sincero deseo. Entretener a los

guardas con una segunda excavadora era lo

único que nos daría unos segundos para

escapar, y él lo sabía.

Mientras me alejaba de él ara siempre, pude

escuchar sus últimas palabras.

—Huiré por otra ruta, ella no debe hundirse.

Y por favor, ¡asegúrate de que esté a salvo!

¡Permaneced juntos, siempre, pase lo que pase!

Asentí acalorado, sin saber cómo afrontar la

situación. No estaba lejos de los vagones, que

aceleraban cada vez a mayor intensidad. Los

dos primeros ya habían atravesado el oscuro

túnel.

Tras un veloz salto, conseguí subir al vagón

donde Noa vigilaba asustada. Uno de los

últimos.

—¡Noa, escúchame! —ordené.

Pero ella no podía apartar su mirada en la

excavadora dirigida por su padre, que

comenzaba a recibir los primeros proyectiles de

luz.

Comprendí entonces el último y sabio

consejo de Aravera; “ella no debe hundirse”.

Probablemente no existía ninguna ruta

alternativa, pero era la única forma de sembrar

la mínima esperanza en su hija. Hacerla creer

que su padre, pese al imposible, podría escapar

con vida.

—Tu padre ha encontrado otra salida cerca

de la sala de control, ¡pronto nos reuniremos con

él! Me ha ordenado que permanezcamos aquí.

Debemos hacerlo si queremos salir vivos de

esta.—

Si ha encontrado otra salida, ¿por qué no

escapamos por ella nosotros también? –

preguntó descompuesta.

Improvisé como pude:

—Esa salida no lo llevará fuera de la isla,

dónde los guardas seguirán buscándole. ¡Pero él

puede esconderse! Nosotros estaremos fuera

de peligro pronto, y tras pedir ayuda volveremos

y nos reencontraremos con nuestras familias,

¿de acuerdo?

Ella me miró derrotada, sin saber ya en que

creer.

Desde la distancia, pudimos observar los

últimos haces de luz, que prácticamente ya

habían hecho trizas la segunda máquina,

incendiada en una bola de fuego incandescente.

No diferencié al señor Aravera, y sabía que

aquello probablemente iba a ser demasiado

para él.

Noa estalló en un profundo llanto, mientras

dirigía sus últimos gritos de pánico. La envolví

con mis brazos, tratando de calmarla y

contenerla, mientras nuestro vagón atravesaba

el arco donde se iniciaba el túnel.

Finalmente nos sumergimos en la silenciosa

oscuridad, a salvo, abandonando para siempre

nuestras vidas tal y como las conocíamos.