Confluencia Elemental. 2 Las entrañas de Zale
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Capítulo 2: Las entrañas de Zale.
Sumergidos en el bosque, corríamos a toda
velocidad por un tramo que conocíamos a la
perfección gracias a las numerosas excursiones
que habíamos realizado a lo largo de los años.
Esquivábamos árboles y arbustos que con
suerte entorpecerían a los guardas y nos darían
algo de ventaja.
En todo momento, y aunque resultara
engorroso a la hora de movernos, Noa seguía
sujetando mi mano con fuerza. O yo la suya.
Fuera lo que fuera, necesitábamos saber que
nos teníamos el uno al otro.
A los pocos minutos, entré en una especie de
trance al ponerme a pensar en las repercusiones
de todo aquello. Ya no sabía ni donde estaba, ni
a donde nos dirigíamos, aunque ese era el
menor de nuestros problemas en aquellos
momentos.
Los guardas habían disparado contra
nosotros. Los guardas, al servicio del alcalde,
habían intentado acabar con nosotros ¿En qué
clase de problemas se había metido la familia
Aravera?
Llegamos hasta un viejo tronco donde Noa se
detuvo en seco para recuperarse. En la lejanía,
el sonido de los guardas parecía haberse
disipado al fin. Mi amiga apoyó sus manos sobre
las rodillas, con el rostro agachado, intentando
recuperar algo de energía.
—…Eth…Ethan, está bien, a partir de aquí
puedo continuar yo sola —balbuceó.
Acostumbrado a verla con trajes impolutos y
una imagen perfecta, mi amiga realmente
asustaba. Lucía un vestido desgarrado y el
maquillaje que cada mañana le aplicaba su
madre con delicadeza, se difuminaba a través
del recorrido de las lágrimas.
—¿¡Continuar sola!? ¡Has perdido la cabeza!
Estás metida en un buen lío —debí alzar más de
la cuenta el tono de voz, pues al acabar la frase
su rostro mostraba una extraña mezcla de
sorpresa y terror.
—Vete a casa, yo…necesito hablar con mi
padre. Antes de que…Bluvert...
Bluvert. Al principio no presté demasiada
atención a aquel nombre, pero luego recordé a
quien se refería, o mejor dicho, a qué.
Habría sido hace dos o tres años, el viejo
Bluvert era uno de los guardas de las minas,
bastante querido por todo el pueblo. En apenas
unas horas, Bluvert había sido acusado de
manipulación fraudulenta de maná, y sin ningún
juicio ni investigación, separado y exiliado de su
familia, que ni siquiera pudo despedirse de él.
Sin los recursos económicos a los que
estaba acostumbrada, su mujer se suicidó poco
después de una forma horrible. Y es que aunque
Remmus, el alcalde, gozaba de notable
simpatía, cuando su lado más severo salía a la
luz nadie en el pueblo se atrevía a llevarle la
contraria, así que el caso quedó enquistado en
la memoria de todos.
—Mi padre es incapaz, incapaz de cometer
un delito así. Si no hablo con él ahora…se lo
llevarán. Lo tendrán encerrado en la mina, él me
contó que cualquier sospechoso es trasladado
allí. Debo entrar, no puede ser tan difícil.
—Entrar a la mina sin consentimiento es
prácticamente el mismo delito que manipular
maná ¿Quieres que te detengan también? ¿O
algo peor? ¡Los guardas nos han disparado! En
la mina la vigilancia es cinco veces mayor. Debe
haber alguna forma de poder resolver esto…
porque se trata de un malentendido… ¿no? –
pregunté de forma cauta.
Lo había dejado caer suavemente, pero no
sirvió de mucho. Noa era lo suficientemente
avispada como para notar mi enorme
desconfianza.
¿Qué esperaba, después de todo? En unos
segundos había pasado de ser mi inocente y
peculiar amiga a ser una desconocida, capaz de
volverse invisible ante mis ojos. Algo así solo
podía ser fruto de la manipulación de maná.
Ella me miró en silencio, pensativa, buscando
las palabras adecuadas para atenuar el discurso
que estaba por venir.
—Ethan...No es lo que crees, de verdad. Lo
que viste es algo que me pasa desde hace poco
tiempo, al margen de todo esto. Nadie en mi
casa ha obtenido nada de esa sustancia…
nosotros más que ninguna otra persona
sabemos lo que eso conlleva —su tono se volvió
frágil, como si temiera mi reacción a cada una
de sus palabras.
—¿Qué es exactamente lo que te ocurre? —
pregunté tratando de darle algo de confianza.
—Antes, cuando el guarda me ha capturado,
lo has visto. No es algo que pueda controlar.
Tampoco sé cómo ni por qué, pero me vuelvo
invisible a los ojos de los demás en situaciones
así. Sé que algunas personas son capaces de
hacerlo con maná… ¡yo en mi vida lo he
utilizado! No te lo dije justamente por eso, temía
que diera lugar a un malentendido. Pensé que
esto se esfumaría…y en lugar de ello ha ido a
más. Ahora no es solo la invisibilidad, también
aparecen espadas…esto me supera…
—¿Es…espadas? —repetí con cuidado.
—Olvídalo…—me pidió cabizbaja.
Luego levantó el rostro para examinar mi
reacción. No tenía nada que temer, a mí ya me
tenía ganado. Lo que no entendía era el
secretismo entre nosotros. Si me había ocultado
algo como aquello, ¿no podría estar obviando
más partes de la historia?
—Está bien. Si no confiara en ti no estaría
aquí a punto de ser fusilado. Pero los guardas
buscan a tu padre, algo ha debido ocurrir.
—¡No! Mi padre no sería capaz. He de llegar
hasta él, no puedo perder más tiempo. Tendrás
que confiar en mí —concluyó tajante.
Asentí despacio, y ella me devolvió una
sonrisa de complicidad. Estábamos cansados,
desanimados, destruidos…y dispuestos a llegar
hasta el final del asunto.
Retomamos de nuevo el camino por el
bosque, y sin ser conscientes, el sol dio paso a
la vigorosa iluminación de una imponente luna
llena. Nos permitiría pasar más desapercibidos,
aunque nuestro campo de visión se hubiera
reducido drásticamente.
El viento en Zale soplaba cada vez con más
fuerza, en aquel entorno oscuro y salvaje por el
que discurríamos.
A los quince minutos la chica con poderes
descansaba de nuevo sobre el tronco de un
árbol inerte, por lo que aproveché para barajar
con detenimiento nuestras opciones.
Habíamos esquivado a los guardas, eso
estaba claro. Si volvía y dejaba a Noa a su
merced, probablemente no llegaría ni a la mitad
del camino a través de la selva. Si la forzaba a
volver conmigo, bastaría con que se volviera
invisible y echara a correr, si era capaz de ello.
Si la acompañaba y finalmente estaba metida en
algún asunto turbio, probablemente me
acusarían de cómplice y sería exiliado…al
exterior de la barrera.
El exterior. Durante una fracción de segundo
la idea me pareció tan siniestramente atractiva...
¡No podía ni siquiera tantearlo! Traté de
recordar la guerra, intenté entrar en razón.
—Puede que no sea capaz de hacerme
invisible, pero al menos conozco esta selva.
Sígueme —susurré más colaborativo.
—No tienes por qué hacerlo —retomó Noa
de nuevo—. Si algo te ocurriera por mi culpa, no
podría perdonarme…
—Si algo me ocurriera, sería porque yo he
decidido quedarme. No hay más que hablar —
respondí sin dar lugar a la réplica.
Aunque conocía la mayoría de plantas y
arbustos que no debíamos ni siquiera rozar, la
única luz que nos guiaba no era suficiente para
garantizar nuestra seguridad.
Nunca me había adentrado tanto en el boque
interior de la isla, básicamente porque nadie ni
nada podía acercarse a la base del gran árbol,
donde se hallaban las excavaciones en las que
se extraía el maná.
Únicamente había ido a visitarlas en los
viajes de la escuela, y recordaba
desagradablemente los pasadizos subterráneos,
oscuros, con un extraño olor suave, frutal, un
olor seductor y prohibido, el del maná.
A medida que avanzábamos por el bosque,
los árboles y arbustos se volvían cada vez más
extraños, algunos con formas rectas estrictas,
otros con ramas en espirales perfectas. De no
ser por la falta luz, me pareció que algunos
lucían colores azulados, rosados…demasiado
exóticos para ser naturales.
—Mi padre dice que es por el gran árbol.
Las raíces, que son de donde se extrae el
maná, viajan por debajo de la tierra y alteran la
vegetación superficial.
—Tu padre sabía mucho sobre el maná —
respondí sin dobles intenciones.
Comprendí que el comentario había sido
desafortunado cuando un silencio incómodo se
adueñó del resto del camino.
Caminamos durante un rato hasta que al fin
llegamos al límite entre la zona legal y la
“prohibida”; el bosque más cercano al árbol, al
que ningún habitante de Zale debía acceder.
Unas pequeñas y tristes zanjas, más propias
de una granja que de un complejo como aquel,
se distribuían en línea acompañadas de
brillantes carteles. Pancartas que ya habíamos
visto a lo largo de todo el camino por el bosque.
“Prohibido el paso a cualquier persona no
autorizada, el incumplimiento de esta norma
conlleva una pena de…”. No seguí leyendo,
muchas veces la ignorancia podía ser tu mejor
aliada.
Las zanjas eran de una madera vieja y
carcomida por el paso de los años, que no
llegaba ni al metro de altura. Resultaba extraño
que un lugar tan restringido tuviera un muro tan
inofensivo.
Sospechosamente inofensivo, así que decidí
comprobar si saltar aquel pequeño obstáculo
era del todo seguro.
En las inmediaciones no se veían ningún tipo
de cámaras, cables, o cualquier aparato
peligroso ¿Dónde estaba el truco?
Noa se dispuso a saltar el muro convencida.
—Quieta, valiente –ordené.
Me miró sorprendida y accedió a la petición,
volviendo a mi lado.
—¿Qué ocurre? —quiso saber ella.
—Eso trato de averiguar.
Lancé varias piedras hacia el otro lado de las
zanjas. No hubo chispas ni fuegos artificiales,
como mi mente había confabulado. Pero como
ganarse mi confianza costaba algo más que dos
piedras, se me ocurrió otra idea.
Retrocedí unos metros hacia el bosque y
comencé a buscar en las inmediaciones durante
algunos minutos
—Ethan, me estás asustando —aseveró mi
amiga.
—Creo que un poco de miedo no te vendrá
mal en absoluto, porque yo estoy aterrado.
Aguarda un momento.
Sin querer explicarle demasiado, me adentré
un poco más y finalmente que encontré un pobre
y durmiente conejo en su madriguera. El
perfecto sujeto de pruebas.
Tras capturarlo, volví frente a las vallas de
madera y lo liberé con celeridad. El conejo
comenzó una frenética carrera tratando de
escapar de mí, atravesando en línea recta el
comienzo del terreno prohibido.
Y esta vez, sí hubo sorpresa.
No fueron fuegos artificiales, pero cuando se
encontraba un metro más allá de la zanja, dio
dos pequeños saltos, y paró en seco,
quedándose inmóvil en el suelo.
—¡Ethan! ¿¡Lo has matado!? —exclamó Noa,
que no podía dejar de mirar al pobre animal con
cara de cómplice de asesinato.
—Querida amiga, a este paso los muertos
seremos nosotros.
El conejo, bien muerto o bien inconsciente,
no se había retorcido de dolor, ni sobresaltado,
tan solo se había apagado silenciosamente
¿Sería fruto del maná?
Durante unos minutos imaginé que aquello
debía tratarse de algún tipo de extraña
tecnología o hechizo… hasta que distinguí un
débil reflejo azulón brillante entre los hierbajos
más allá de la zanja. A pocos metros otro, y
otro. Comprendí la trampa.
Cerca de la valla se disponían
estratégicamente pequeñas flores azules
escondidas entre la maleza. Las conocía por
algunos viejos libros de botánica. Se llamaban
robalientos y por las inmediaciones de mi casa
tan solo alcancé a visualizar una de ellas muchos
años atrás.
Su polen, que solo era sintetizado durante la
noche, tenía dos efectos sorprendentes: Por una
parte, era capaz de reducir drásticamente la
concentración de oxígeno en el aire, y por otra,
al ser inhalado o al simple contacto con la piel,
actuaba como un potente somnífero. Así pues,
la víctima caía inmóvil frente a la planta, y al
robar el oxígeno del aire, al poco tiempo moría
asfixiada. Una trampa mortal.
Además, al crear una zona vacía de oxígeno,
ningún incendio podía atravesar la zanja y llegar
hasta el gran árbol o las minas. El polen tenía la
capacidad de quedar suspendido en el aire
durante horas, aun sin la planta.
Fijándome más, aunque a duras penas,
comprobé como el número de robalientos era
mucho mayor de lo que imaginaba. Atravesar la
zona no resultaría nada sencillo. ¿De verdad
hacía falta un mecanismo de seguridad tan
extremo como aquel?
—¿Ves el destello azul? Son robalientos,
aquella flor que vimos una vez en el bosque
¿Recuerdas la pila de cadáveres? La flor del
sueño amargo…—le recordé a Noa.
Aunque frágil y mortal, la belleza de aquella
planta era magnética.
Hacía algunos años, caminando por el
bosque junto a Noa distinguimos una zona del
terreno en la que había varios conejos, ratones,
e incluso pájaros muertos. Al principio pensamos
en un depredador, pero conforme pasaban los
días nuevos animales se sumaban a la masacre.
Finalmente diferenciamos la pequeña flor, un
robaliento.
A la pila de cadáveres se le sumaron algunos
cuervos que también cayeron en la trampa
mientras buscaban carroña, hasta que al fin, la
planta pereció en un mar de carne podrida a su
alrededor.
—Claro que la recuerdo, aquella flor tan
horrible —musitó Noa algo abstraída.
Confiaba en que estuviera pensando cómo
superar aquel obstáculo.
Atravesar la valla con algún tipo de máscara
sería inútil, puesto que al contacto con la piel el
efecto sería el mismo. Cualquier intento de
acercarse a las plantas nos paralizaría, y
aunque termináramos con las flores a distancia,
el polen permanecería en el aire hasta la
mañana siguiente.
La puerta principal a las minas estaría
fuertemente protegida, no era una opción.
Entonces tuve una idea, probablemente
mala, pero la única que se me ocurrió en aquel
momento.
En la parte externa a las zanjas crecían
algunos árboles con numerosas lianas, de forma
que si conseguíamos una podríamos
engancharla a una rama para balancearnos
sobre ella y saltar rápidamente hacia el otro
lado. Entraríamos en contacto con el polen
durante muy poco tiempo, quizás suficiente para
que varios de nuestros músculos quedaran
adormecidos, pero al aterrizar más allá de la
masa de flores no sufriríamos el efecto
asfixiante.
Era la única opción, el aire, así que tras
explicárselo a mi amiga lo aceptó sin más,
porque no teníamos otra opción.
Encontrar la liana no nos supuso mayor
problema, pues cerca nuestra posición
encontramos una zona de extrañas palmeras
moradas que las tenían en abundancia.
Realmente escalofriantes.
Atamos dos de ellas a la gruesa rama
horizontal de un árbol –intentando imitar un
columpio— y tras acomodarme encima,
comencé el balanceo.
—Si algo sale mal, no lo intentes, ni te
acerques. Ve a mi casa y espera a mi madre.
Mi comentario dibujó el horror en el rostro de
Noa, aunque estaba seguro de que podría
conseguirlo.
—¡Olvídate de eso! —respondió asustada.
Me empujé hacia delante y hacia atrás con
ayuda de las piernas, y tragué saliva varias
veces.
Cuando ya estaba suficientemente elevado,
inspiré todo el aire que pude y con decisión me
arrojé hacia el otro lado…Con demasiada
decisión.
Enseguida noté como el plan no iba a salir
como había previsto; me había propulsado muy
verticalmente, de forma que mi trayectoria iba a
ser parecida a una ridícula U inversa.
Desde el aire, tan solo pudo observar como
el lugar de aterrizaje que me esperaba era un
aglomerado de tres de aquellas demoníacas
flores azules. Se había acabado. Me esperaba
una muerte escalofriante, asesinado por una flor.
Sonaba tan patético…
Antes de caer escuché vagamente el sordo
grito de Noa. Faltaban pocos metros para
aterrizar. Lo único que se me ocurrió fue
observar desde la impotencia el lugar en el que
se suponía que debía haber aterrizado.
Entonces ocurrió algo que, a buen seguro,
me iba a traer más de un quebradero de
cabeza: Cuando debía faltar cerca de un metro
para estamparme contra los robalientos, noté un
fuerte pinchazo en la cabeza, como si me
hubieran golpeado con un objeto afilado en lo
más profundo de mi cerebro.
Apenas podía respirar. Tras unos segundos
aturdido, en los que no sabía si el veneno de las
plantas comenzaba a hacer efecto, abrí los ojos
poco a poco para descubrirme tumbado en el
lugar de aterrizaje previsto desde un principio,
varios metros más allá de las flores.
Me puse en pie como pude sin comprender
bien dónde estaba ni porqué. Instantáneamente
después escuché el cuerpo de Noa aterrizando
en una zona próxima, alejada también del
veneno.
—¿Ean? ¿¡Ea en!? —Noa me zarandeaba,
agresiva, esperando una respuesta.
Ciertamente aún tenía secuelas de aquel
fuerte dolor de cabeza. Debía haber sido tan
fuerte que me impedía entender con claridad a
mi amiga. Porque no comprendía ni una palabra
de lo que decía.
—¿Qué ha pasado? No…no te entiendo.
—¡E olen! I cara —exclamó gesticulando
exagerada.
No es que no la entendiera, es que apenas
podía mover los músculos de la cara. El polen
debía haber afectado solo a una parte de su
rostro, así que por suerte estaba bien. Tan solo
parecía un extraño zombi tratando de articular
palabra.
—Tranquila, ahora se te pasará. Estás muy
graciosa.
—¡Iota!
Tomando como excusa la parálisis, reímos y
descansamos durante diez escasos minutos en
los que pretendimos que nada de aquello estaba
sucediendo.
Por descontado, el momento resultó tan
surrealista como cabía esperar. Los dos éramos
conscientes de la gravedad de la situación,
quizás por eso sabíamos que una sonrisa era a
lo único que podíamos aferrarnos.
Esperamos hasta que Noa fue capaz de
articular palabras con cierta normalidad:
—Idiota...casi me matas del susto. ¿Lo has
visto? ¡Ha pasado algo alucinante! –exclamó
convencida.
Sorprendentemente, Noa estaba más
excitada que asustada por mi amago de
fallecimiento. No era un buen presagio.
—¿Qué has hecho? Quiero decir, ¿cómo has
evitado que me estrellara contra las flores?
—pregunté extrañado.
—¿Qué he hecho yo? Lo único que hice fue
mirar aterrada como ibas directo a los
robalientos. Un segundo después desapareciste
¡y apareciste como si nada en la zona segura!
Aquello me dejó prácticamente más aturdido
que mi casi asesinato a manos de unas flores de
veinte centímetros. Por si no teníamos
problemas suficientes, ahora de alguna forma yo
había entrado en contacto con el maná y era
capaz de… ¿teletransportarme?
Con suerte en cualquier momento
despertaría de la pesadilla. De lo contrario, los
siguientes veinte años los íbamos a pasar
encerrados en alguna prisión del mundo exterior,
si no nos disparaban antes.
No me costó comprender el motivo cual Noa
estaba tan contenta:
—¡Es lo mismo que me ocurre a mí con la
invisibilidad! —exclamó.
Estaba feliz porque ya no era la única con
poderes malditos. Ahora ese destino la
compartíamos los dos, y eso al parecer
consolaba bastante.
—¡Es genial! —ironicé—. De alguna forma
ahora yo también he debido entrar en contacto
con esa substancia…y no solo tienes tú un gran
problema, ahora somos dos. Sigamos hasta las
minas de maná y hablemos con tu padre para
solucionar esto de una vez por todas.
Asintió animada y nos pusimos rápidamente
en marcha. Al menos la noche era cálida, y el
viento que se había levantado podría
enmascarar el sonido de nuestros pasos.
El siguiente objetivo era colarnos en los
túneles de la excavación, que se distribuían a
partes iguales por el subsuelo y a través de las
entrañas del gran árbol. Solo se podía acceder
por dos entradas fuertemente vigiladas.
Aún no sabía cómo pretendíamos entrar.
Desde luego, si Noa hubiera sido capaz de
controlar la invisibilidad el plan no habría
resultado complicado.
Ella se adelantó y recitó las instrucciones:
—A estas horas de la noche probablemente
solo nos molesten uno o dos guardas cerca de
la entrada a las minas. Los distraeremos de
alguna forma y entr…
—¡¡Alto ahí!! –interrumpió una voz extraña.
Solo pude observar su figura durante una
fracción de segundo antes de comenzar la
carrera. Un guarda armado con un fusil del
tamaño de una motosierra comenzó a correr
tras nosotros, enloquecido, y a alertar al resto
de la brigada con molestos gritos.
Sumidos en el caos, corrimos al mayor ritmo
que soportamos hacia el interior del bosque.
Cogidos de la mano, apartamos más ramas
y esquivamos más arbustos de los que
podíamos asimilar. Quizás por ello no fuimos
conscientes de que en apenas unos minutos
habíamos llegado al tronco del árbol de Zale. No
tuvimos más remedio que parar en seco cuando
nos dimos de frente con el muro de madera
gigantesco.
Visualicé nuestro alrededor, desesperado. La
entrada ni siquiera era visible. Sumergidos en lo
más oscuro del bosque, nos encontrábamos
acorralados por el caos que formaban nuestros
persecutores.
—¡Tenemos que bordear el árbol! Debe
haber algún acceso —exhalé entre
palpitaciones.
A mi espalda, Noa asintió como pudo,
incapaz ya de articular palabra. Sabiendo que
probablemente era nuestra única posibilidad,
comenzamos una última carrera, pegados al
grosor de la base del árbol.
Mientras, uno de los guardas había
conseguido sacar provecho de nuestra flaqueza
y nos seguía a toda prisa, avanzando por el
bosque de una forma más eficiente y rápida que
la nuestra.
—¡¡Quietos los dos!! ¡Ahora! –exigió desde la
distancia.
A pesar de que su voz denotaba
una avanzada edad, su velocidad y aguante eran
exageradamente eficaces. ¿Qué demonios
ocurría?
Pero no tenía tiempo para reflexiones.
Tomando a Noa de la mano, y con todo el
cansancio acumulado, nuestra velocidad
empezaba a ser insuficiente.
Justo cuando se hizo el silencio durante
algunos segundos y creí que el guarda había
dejado de ser una amenaza, un rayo de luz
mantenida rozó mi hombro derecho.
Noa profirió un grito ahogado, mientras
señalaba la dirección del disparo. Aquel haz de
energía había quemado y desintegrado cualquier
obstáculo que se había interpuesto en varios
metros.
—¿Maná? –pregunté atónito.
Mis reflexiones en voz alta duraron poco. Una
nueva ráfaga de disparos invadió el espesor las
ramas, deseando alcanzarnos.
Continuamos bordeando la base del gran
árbol como pudimos, pero mi amiga tiraba cada
vez con más fuerza de mi brazo, dejándose
arrastrar.
Por suerte, la cadencia de los disparos fue
disminuyendo hasta que dejamos de escuchar
ninguno. Al parecer, le habíamos sacado…
¿ventaja?
De repente, y sin previo aviso, ella paró la
marcha. La improvisada idea que había tenido
de descansar unos segundos bajo unos arbustos
fue tan pésima como cabía esperar. En poco
tiempo un segundo guarda nos había
sorprendido y ahora eran dos los haces de luz.
—No puedo…seguir —balbuceó
entrecortada—. Ethan, escapa tú mientras yo
intento utilizar la invisibilidad —balbuceó poco
convencida.
—¿¡Intentas!? —repetí confuso.
—¡Vete si no quieres que nos capturen a los
dos! Al menos así podrás intentar hablar con
ellos. No quiero perder la oportunidad, debemos
arreglar esto…
Esta vez fui yo quien agarró su mano,
tratando de iniciar una última carrera. El
segundo guarda debía ser más joven, pues
estaba cada vez más próximo. Teniendo en
cuenta que intentaban calcinarnos, ni siquiera me
había planteado la orden de Noa.
Hablar serviría de poco.
Finalmente, y tras seguir rodeando la base
del árbol, ocurrió lo previsible. Desde el lado
hacia el que nos dirigíamos, divisé en la
distancia a dos nuevos guardas armados con
aquellos extraños rifles.
Nos iban a rodear, a menos que volviéramos
de nuevo al bosque y nos alejáramos de nuestro
objetivo. ¿Pero qué posibilidades teníamos allí?
Y peor aún, si volvíamos a casa tal cual estaban
las cosas ¿qué ocurriría con nosotros?
Paré en seco, tratando de pensar en algo,
una idea, cualquier cosa que nos alejara del
fusilamiento. Mientras, Noa descansaba sobre
sus rodillas, ajena a lo que estaba por llegar.
—Estamos rod...—traté de decir.
Pero un sonoro estruendo me interrumpió y
captó toda nuestra atención desde la irregular
pared de madera que formaba el árbol.
Asustados, nos giramos para contemplar el
gran agujero que se había abierto de la nada,
formando un túnel oscuro que se dirigía al
misterioso interior del árbol.
Cuando uno de los disparos prácticamente
me rozó la mano, comprendí que era tarde
incluso para escapar hacia el bosque. Aquel
túnel, que podía ser la trampa más obvia, era el
único camino por el que podíamos seguir.
—¡Por aquí! –anunció Noa.
Ya tendríamos tiempo para pensar si aquel
túnel iba a ser nuestra particular tumba.
Cualquier cosa parecía mejor que morir
abrasados por los proyectiles de luz.
Noa tomó mi mano y me arrastró sin mediar
palabra hacia lo más profundo del árbol.
Tras acceder a través de la pared, el tronco
se reestructuró en pocos segundos y la
improvisada entrada desapareció como si nunca
hubiera existido.
—¿¡Pero qué...!? —pregunté atónito,
palpando la sólida pared donde segundos atrás
se encontraba el túnel.
—Quizás alguien lo ha hecho desde el
interior del árbol...o quizás las leyendas...
—¿Las leyendas...? —pregunté.
—Ya sabes Ethan, siempre se ha dicho que
de alguna forma el árbol de Zale está...vivo.
—¡Venga ya! ¿Árboles vivientes? ¡No quiero
saber más, de verdad que no! ¿Es que no lo
ves? Podríamos haber muerto ahí fuera,
¡muerto! Debemos acabar cuanto antes con
toda esta locura.
Mi amiga no tuvo más remedio que acceder
a mi petición de silencio, por lo que pasamos a
inspeccionar, aterrorizados, el lugar en el que
nos habíamos adentrado; nos encontrábamos en
una cámara amplia, con estanterías repletas de
viejas herramientas metálicas, oxidadas y
abandonadas.
Por suerte, nuestra principal preocupación
había desaparecido; no parecía haber nadie en
la sala.
Las paredes, techo y suelo, bastante
irregulares, habían sido excavadas directamente
sobre la madera del tronco. La iluminación era
escasa, algunas bombillas colgantes de un tono
amarillo muy apagado, casi extinto.
Por lo que sabía, las excavaciones de maná
normalmente se llevaban a cabo en las raíces
profundas, bajo tierra. En las zonas más
superiores, diversos cuarteles y salas de
seguridad se disponían por el interior del árbol.
A través de salas huecas como aquella a la que
habíamos ido a parar, un entramado de túneles
lo conectaba todo entre sí.
Desde nuestra sala tan solo había dos
salidas por las que continuar el camino, una
ascendente, y otro descendente.
Noa, en quien debía poner toda mi confianza
al haber estado más veces que yo en la mina,
inspeccionó durante algunos segundos el
terreno:
—Hace años que no vengo a la mina, no sé
exactamente donde estamos. Los túneles
inferiores llevan a las raíces donde se extrae el
maná. Y hacia arriba están los despachos;
cuánto más arriba mayor es el cargo. El
despacho de mi padre está en el penúltimo nivel,
debe estar allí o en el último, el de Remmus.
—¿Y qué planeas hacer?
—¿Cómo? —contestó desorientada.
—Quiero decir, nos presentamos allí
después de que varios guardas hayan intentado
matarnos y, ¿cómo planeas arreglar esto?
—Solo necesito hablar con mi padre. Él nos
confirmará que se trata de un error, un
malentendido, fruto de mala suerte, lo que sea.
Luego aclararemos entre todos este lío —sus
palabras carecían de cualquier convicción.
Realmente no tenía ningún plan, debíamos
improvisar, y eso era malo, muy malo—.
Aclararemos el malentendido y volveremos a
nuestras vidas de siempre.
Ni siquiera se había planteado la posibilidad
de que su padre, el señor John Aravera, hubiera
utilizado realmente maná. ¿Acaso no era lo más
probable? Ya no sabía qué pensar.
No obstante, desde mi reciente episodio con
la teleportación me era mucho más fácil
ponerme de su parte, puesto que yo sí estaba
convencido de que, al menos voluntariamente,
no había obtenido maná jamás.
Y sin embargo había podido ser capaz de
algo sobrenatural. Quizás si entre los tres le
explicábamos a Remmus que había sido todo un
malentendido…nos concedería el beneficio de la
duda.
Decidimos pues comenzar la marcha hacia
los niveles superiores, con la esperanza que
dentro de las minas la presencia de guardas no
fuera tan numerosa. En el exterior aún debían
estar buscándonos, pero aquella ventaja no
duraría mucho más.
A través de los túneles, las pequeñas
bombillas iluminaban sucios caminos y
pasadizos, algunos infestados de polvo, todos
desiertos. Siempre se trabajaba de día, y se
aprovechaba la noche para utilizar el maná y
alimentar el poder de la barrera, así que en
principio a esas horas no debíamos tener
problemas.
Caminamos durante varios minutos, tiempo
que malgastamos principalmente en subir
escaleras, muchas escaleras. Bloques
ascendentes con estructuras débiles y
carcomidas que chirriaban a nuestro paso. Un
perfecto reflejo de las penosas condiciones
laborales de las minas.
Tras evitar varios pasillos y tomar a ciegas
alguna que otra ruta alternativa, por fin llegamos
a un pasadizo en el que la madera iba
desapareciendo poco a poco para dar lugar a un
suelo de mármol grisáceo y elegante que no
pegaba en absoluto con el estilo de aquel sitio:
Los niveles superiores.
Desde el techo, la luz eléctrica funcionaba
eficaz y poderosa, permitiéndonos observar con
claridad el ancho pasillo frente a nosotros. A lo
largo de su recorrido, y de forma intermitente,
se distribuían una serie de puertas blanquecinas
que daban acceso a los distintos despachos.
La calma y el silencio que reinaba en aquel
momento, interrumpida tan solo por nuestra
elevada frecuencia respiratoria, resultaba
inquietante.
—Este es el comienzo de la zona de
seguridad. Deben tener a mi padre en una de
estas habitaciones –confió Noa.
Pero tras una inspección más o menos
profunda, comprobamos como la mayoría se
encontraban cerradas a cal y canto. Todas,
menos un pequeño cuarto de limpieza carente
de interés.
Justo antes de interrogar a mi amiga sobre
cuál sería el siguiente movimiento, escuchamos
el difuso sonido de unos pasos acercándose
desde la distancia.
Noa, aterrada, me dedicó una mirada
fulminante en busca de indicaciones.
—Mantengamos la calma, y escondámonos
ahí —susurré señalando el pequeño cuarto de
limpieza.
Ella se tapó al instante la boca con las dos
manos, más asustada, mientras yo trataba de
serenarme por los dos.
Avanzamos sin apenas hacer ruido y tras
acceder a aquella pocilga oscura, cerré la
puerta muy despacio, con la máxima precisión.
Cualquier movimiento erróneo podía suponer el
final. Una vez dentro, aguardamos un momento
hasta que la diminuta rejilla en la puerta nos
permitió ver al vigilante. No era joven, y por su
forma de andar, tambaleándose de lado a lado,
supuse que tampoco tendría una gran forma
física.
Permanecimos en la oscuridad un instante,
manteniendo la mirada entre nosotros bajo la
penumbra. El guarda peinó la zona demasiado
rápido, y tras titubear ligeramente, decidió creer
que allí no había nadie.
Pero cuando parecía que el trabajo estaba
hecho, Noa dio un pequeño paso hacia atrás,
que movió uno de los cubos de limpieza del
suelo de la habitación. Un chirrido insignificante
que sonó ensordecedor bajo aquel manto de
mudez.
Mi corazón se aceleró tanto que comencé a
sentir cada palpitación como un verdadero
latigazo.
Como era de esperar, observé al guarda
dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó el vigilante,
poco convencido.
Solo pude escuchar el leve sonido de su
mano sobre el paño. Decidí que lo mejor sería
aprovechar el factor sorpresa, así que abrí la
puerta a toda velocidad, estampándola contra su
cara.
Emergí del cuarto para tratar de
inmovilizarlo. Él retrocedió unos pasos, y
aturdido, dirigió su mano hacia una pequeña
pistola que guardaba en su pantorrilla.
Mi segundo placaje tumbó a aquel pobre
hombre en el suelo y lanzó su pistola más allá de
su alcance. Aunque era más corpulento que yo,
sus movimientos eran torpes y poco
coordinados.
Tras hacerme con la pistola, un golpe seco
en la sien le dejó inconsciente antes de que
pudiera levantarse de nuevo.
—¿¡Está muerto?! –gritó Noa al ver al
hombre inconsciente.
—Enhorabuena, ya no tiene sentido haber
burlado al guarda. Ese grito ha tenido hasta eco.
¡Baja la voz! Solo está inconsciente –dije entre
susurros—. Recuperará la consciencia en pocos
minutos, entonces llamará al resto de guardas y
lamentaremos haberlo dejado así.
Apresurémonos.
Las puertas cerradas ya no eran un
problema con un juego de llaves que habíamos
robado al guarda. Estuvimos un rato de aquí
para allá, abriéndolas y cerrándolas, en balde.
En las salas no había más que viejos
escritorios y armarios llenos de papeles, incluido
el despacho de Aravera. Ni siquiera había sido
saqueado, todo permanecía bajo un orden
perfecto.
—Solo queda un lugar…—tanteó Noa.
—El despacho de Remmus. Esto va a ser
peligroso —advertí.
—Si quieres marcharte ahora, lo entenderé
perfectamente.
—Créeme, después de haber quebrantado
dieciocho leyes distintas, una más no supondrá
mucho cambio —confesé.
—Gracias por esto, Ethan.
—De gracias nada, ahora ambos somos el
equipo de bichos raros con poderes. Los dos
vamos a llegar al final de esto, juntos.
Salimos del despacho de John Aravera, para
ascender a través de los últimos escalones, que
conducían hacia un corto pasillo sin salida.
En el fondo, descansaba una imponente
puerta metálica, completamente distinta a todo
lo que habíamos visto hasta entonces. Aquello
parecía una cámara acorazada.
Su decoración era exquisita, repleta de
pequeños símbolos tribales que le daban cierto
toque místico y elitista.
Nos acercamos con cautela, y tratamos de
encajar alguna de las llaves del guarda en una
diminuta cerradura central.
Ninguna de ellas encajaba.
—Este es el despacho del alcalde, una gran
puerta blindada…—comenzó a relatar Noa.
—Una gran puerta blindada que me protege
del maná, jovencita.
Ambos dimos un disparatado salto, y nos
giramos asustados. El alcalde nos miraba a
pocos metros, muy serio, dirigiendo sus manos
hacia la espalda. Junto a él, tres guardas nos
apuntaban con rifles de luz.
Yo estaba absolutamente petrificado, y no
sabía cómo tratar de reconducir aquel
catastrófico malentendido.
—Señor Remmus, qué bien que esté usted
aquí, ¡debe escucharme! –arrancó mi amiga.
Noa dio algunos pasos hacia él, tratando de
mostrarse colaboradora. Sin embargo, Remmus
no se inmutó ni un ápice. Su rostro permanecía
demasiado extraño, distante, y nos dirigía una
mirada entre el desprecio y la lástima.
Alguna vez había hablado con aquel viejo,
que estaba acostumbrado a tratar con la gente
del pueblo con la falsa simpatía propia de un
poderoso político. Normalmente su cara
denotaba, o al menos aparentaba calidez. Ahora
era demasiado fría.
Pese a todo, Noa continuó arrastrándose.
—Ha sido todo un terrible malentendido. He
venido hasta aquí porque estoy convencida de la
inocencia de mi padre, él jamás sería capaz…
—…de realizar los actos de los que se le
acusa. Estamos de acuerdo señorita, su padre
es inocente.
Aquello nos pilló completamente por
sorpresa. Nos relajamos al instante. Al final todo
se iba a poder arreglar de una forma más…
¿sencilla? de lo esperado. Sabía bien que
tendríamos que habernos quedado en casa de
Noa desde el principio y resolverlo todo
hablando.
Pero el rostro de Remmus seguía
exactamente igual, de un aspecto casi siniestro,
mientras los tres guardas apuntaban y
observaban a la chica, poco compasivos.
–No obstante, me temo que no puedo dejarle
marchar. Ni a él, ni a ustedes dos. Trataré de
explicarles los motivos; el maná es un tema
complicado, no debieron verse implicados. El
señor Aravera quiso obtener información más
allá de lo que su rango le permitía saber.
Digamos que este es el precio de su codicia, y
ustedes los daños colaterales. Guardas,
quítenles las armas y llévenlos a mi despacho.
Los tres se abalanzaron sobre nosotros
mientras seguíamos estupefactos por las
palabras de Remmus. Él mismo acaba de
reconocer que el señor Aravera era inocente
¿Qué clase de información habría llegado a
conocer para ser objetivo de una trampa como
aquella?
—¡Mi padre es el jefe de las minas, es su
obligación conocer cada detalle de este lugar!
¿¡Quién se ha creído qué es para detenerlo!? —
fue lo único que pudo gritar Noa mientras los
guardas nos colocaban gruesas esposas.
—Soy el encargado de mantener esta isla a
salvo. Además, usted más que cualquier otra
persona, sabe que el acceso a las excavaciones
está terminantemente prohibido para cualquier
ciudadano.
No hay excepciones, señorita Aravera
Luego me miró y añadió con un tono
demasiado engreído:
—Su madre se sentirá tan decepcionada…
Aquello fue la gota que colmó el vaso de
aquel estúpido juego psicológico. ¿Encima
pretendía hacerme sentir culpable? Estallé
furioso, a la defensiva:
—Por la información que ha debido descubrir
su padre, parece que no hemos sido los únicos
en infringir la ley. La ley que tú mismo has
dictado. Has debido hacer algo bastante grave,
¿no Remmus? –dije atrapado entre las garras
de uno de los guardas.
El comentario cumplió su objetivo y borró
súbitamente la engreída media sonrisa en su
rostro.
—Vaya. Solo está empeorando las cosas –
espetó más altivo. Sabía que aquel viejo no
soltaría prenda, pero debía intentarlo. Luego
miró hacia los dos guardas—. Llevadlos con
Aravera, así al menos podrán despedirse.
—¿¡Desp..?! ¿Qué crees que estás
haciendo? ¡REMMUS! —repliqué enfurecido.
Pero él ya se estaba alejando de nosotros,
caminando bajo una oscura tranquilidad a través
del resplandeciente pasillo.
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