Confluencia Elemental. 1. Luces y sombras.

“Nunca es demasiado tarde para ser lo que deberías haber sido“. George Elliot.

Este es una historia que los dejara rogando por mas capitulo tras capitulo. Esta maravillosa obra de arte pertenece a el escritor Aaron mel, mi nuevo dios XD, yo solo soy un fan.Si quieren leer la entera despues de que terminen de leer este capitulo, dejare su blog al final del relato junto con su facebook.

CAPÍTULO 1: Luces y sombras.

Sentado sobre la arena, noté de reojo como

la vieja caña de mi madre se retorcía

violentamente unos metros más allá. Pretendía

ignorarla. Al fin y al cabo, pescar no era más

que una excusa para disfrutar del paisaje y la

temperatura que la calurosa playa de Zale me

ofrecía.

Intenté saborear la ligera brisa, mi única

protección contra la infernal irradiación del sol en

verano, pero la caña seguía enloquecida bajo un

convulso baile de supervivencia.

Al final me levanté irritado y puse fin a la

batalla de aquella criatura. Tiré del hilo y un pez

diminuto de un color pálido y olvidable surgió del

agua. Volvió a ella igual de rápido, ni siquiera mi

madre podría cocinar aquello.

Cuando me dispuse a sentarme de nuevo en

la orilla, donde las olas abrazaban pacíficamente

la arena, una voz aguda invadió la playa desde

las alturas, perturbando mi paz:

—¿Ethan? Me rindo. He dejado tu plato de

comida sobre la ventana. Ya sabes cariño, ese

que he estado cocinando durante DOS horas. Si

no pasas a por él rápido, algún animal del

bosque lo hará por ti.

El tono de Alice, mi madre, había pasado de

inocente advertencia a verdadera amenaza en

aquel tercer llamamiento, así que accedí a

regañadientes. Odiaba aquellos días en los que

mi característico mal humor conseguía dominar

mi estúpida cabeza y convertir en molesto cada

pequeño detalle de mi vida.

Tras recoger mis escasas pertenencias,

respiré hondo mientras cruzaba la playa y

ascendía a través de la rocosa pendiente hasta

nuestra pequeña casa de madera, asentada en

lo alto de un solitario acantilado.

Tal vez nuestro hogar no fuera uno de los

más ostentosos de Zale, pero las vistas y la

tranquilidad de las que disfrutábamos no se

podían encontrar en ningún otro lugar.

¿Qué podía decir? La vida en aquel montón

de tierra en mitad del océano era

extremadamente pacífica y monótona a la vez.

Nuestro pueblo principal, Zale, estaba formado

por unos mil habitantes, asentados

mayoritariamente en la costa norte de la isla.

Alice y yo éramos de los pocos habitantes que

vivíamos alejados del núcleo por decisión propia.

Como no podía ser de otra forma, en la isla

todos nos conocíamos a la perfección, pues al

fin y al cabo éramos una gran –y obligatoriafamilia

cuya única posibilidad de supervivencia

dependía de la colaboración mutua.

Aquel día, la intensidad del sol abrasaba sin

piedad hasta el más oscuro rincón de Zale. Las

cigarras lanzaban sus cantos desde lo profundo

del bosque, como una permanente y molesta

sinfonía que invadía toda la costa.

Mientras yo me disponía a entrar a toda

prisa, mi madre salía por la puerta de casa

camino al pueblo, donde trabajaba como

secretaria en el ayuntamiento. Ocuparse del

papeleo de una población que apenas rebasaba

los mil habitantes podía parecer una tarea

sencilla, pero las peculiaridades de la isla y las

pocas ganas de trabajar del resto hacían de ello

una tarea casi heroica.

Se acercó hacia mí, en posición ofensiva:

—No es necesar…—traté de explicar.

Pero no. No me libré de su habitual y

tortuoso beso de despedida.

—¿Mucho trabajo hoy? —quise saber,

tratando de animarla un poco mientras me

sumergía en el creciente frescor de la casa.

—El de todos los días. ¿Qué le vamos a

hacer? Remmus comentó que hoy tendríamos

un día especialmente cargado. Volveré al

anochecer, cascarrabias –anunció en tono

cariñoso—. Confío en que sabrás cuidar de ti

mismo hasta entonces.

Y tras la gran confianza depositada,

desapareció por la puerta tan repleta de energía

como de costumbre.

Sí, describir a una madre era una de las

cosas más subjetivas que un hijo podía hacer,

pero yo estaba convencido de que la mía era lo

más próximo a la perfección.

Era delgada, estatura media, de piel pálida,

con una larga melena oscura y ondulada que

caía sobre sus hombros. Rasgos físicos que

salvo la longitud del cabello —siempre tuve

cierto odio a las melenas masculinas—

compartía conmigo.

Sin embargo, nuestros caracteres eran más

bien opuestos, aunque complementarios: Como

buena secretaria, ella era más alegre,

trabajadora y sociable. Yo desde luego no era

conocido por mi desparpajo o mi desbordante

alegría. Posiblemente ser un amante de la

soledad no estaba bien visto en el pueblo de

Zale, y sabía que circulaban ciertos rumores

sobre mí. “Bicho raro” o “marginado” eran

algunos de ellos…

Al fin y al cabo, me alegraba que aquellos

fueran los únicos rumores.

Y es que la homosexualidad en una población

como aquella era algo difícil de llevar, no tanto si

lo mantenías en secreto. Acostumbrados a la

aparente mayoría heterosexual estadística, la

idea para los habitantes era sencillamente

inconcebible.

Durante años me pregunté si aquello era

algo que solo me afectaba a mí, algo pasajero

que con el tiempo remitiría y me permitiría llevar

una vida como el resto. La ignorancia y la

desinformación casi fueron mi perdición. Pero

con el tiempo, algunos casos fueron saliendo a

la luz, la mayoría aventuras pasajeras fruto de la

represión, carne de cotilleo maligno y barato. No

era el único. Por eso adopté la postura más

fácil, fingir la norma. Para el resto del pueblo yo

era el hijo introvertido y aburrido de la

secretaria. ¿Qué mal podía hacerme aquello?

No me resultaba duro, pues más allá de lo

físico, los temas amorosos no habían entrado

nunca dentro de mis prioridades. Me había

resignado a pensar que la felicidad era un

camino al que uno podía llegar sin necesidad de

encontrar el amor. Y como muchas veces ni yo

mismo creía aquella mentira, tenía días mejores,

y días peores.

Estaba dispuesto a hacer de aquel uno de

mis días “mejores”, sin lugar a dudas.

Me senté en el pequeño comedor, donde

terminé de saborear un plato demasiado frío,

pero igualmente exquisito. Siempre me había

resultado curiosa aquella extraordinaria habilidad

que poseían ciertas personas, capaces de

transformar un par de hortalizas y condimentos

rancios en un maravilloso plato de comida.

Cocinar formaba parte de la interminable lista de

cosas para las que yo resultaba inútil.

Luego, valorando las escasas opciones, me

dirigí a mi habitación para relajarme un rato.

Por muy mal que sonara, relajarme –o más

concretamente, no hacer nada en absoluto- era

la actividad que más practicaba en la isla.

Habitación era la forma de llamar a mi

particular caverna, compuesta por una cama, un

escritorio sencillo, y una gigantesca estantería

de madera que contenía un montón de

pequeños y variados objetos de todo tipo,

reliquias que por uno u otro motivo en su día me

parecieron interesantes. Desde las flores más

extrañas hasta libros antiguos e imposibles.

Me desparramé sobre la cama mientras

sostenía uno de los viejos libros sobre la historia

de Zale que mi madre había conseguido para

evitar que su hijo se marchitara y muriera de

aburrimiento crónico.

A pesar de que vivir en ella resultara

monótono, la historia detrás de la isla era

sorprendentemente intensa. ¿Cómo no iba uno a

querer saber por qué había sido condenado a

vivir toda su vida dentro de una burbuja mágica

gigante?

A mis veinte años había terminado los

estudios básicos hacía ya dos. Recordaba con

ternura aquellos años, quizás porque entonces

me permitía el lujo de tejer sueños que llevaban

a mi yo del futuro muy lejos de la isla, en busca

de tierras inexploradas y aventuras legendarias.

Cualquier cosa que supusiera un mínimo de

intensidad.

En aquella época me levantaba al son de

cada amanecer, deseando ir a la escuela y

aprender la parte de la historia que los maestros

podían contarnos. Aprender de la isla, del

océano, y especialmente del exterior.

Pero pronto la escuela no fue suficiente para

satisfacer mis voraces deseos. Incluso los

maestros tuvieron que llamar la atención a mi

madre; "demasiadas preguntas", decían. Por

ello tuve que recurrir a la escasa literatura que el

pueblo ofrecía.

Había leído ya un par de veces el ejemplar

que sostenía, aunque era un libro tan viejo,

denso y completo que el repaso era un proceso

necesario si uno quería retener correctamente

toda la información. Además, no iba a ponerme

a pescar de nuevo.

Los primeros capítulos hablaban no solo de

Zale, nuestra isla, sino de la enrevesada historia

del mundo en general.

Antiguamente, el máximo poder al que

cualquier civilización podía aspirar lo otorgaba

una extraña y dorada sustancia por la cual los

grandes imperios llevaban a cabo verdaderas

atrocidades: El maná.

Correctamente manipulado, servía como

fuente de puro poder, puesto que con él se

podía desde manipular los elementos a voluntad

(fuego, agua, tierra, viento, luz y oscuridad)

hasta crear materia de la nada.

Mis inocentes profesores se habían

encargado, (y se seguían encargando en las

sucesivas generaciones) de dar a conocer lo

oscuro y perjudicial que resultaba para todos la

sustancia prohibida. Un material capaz de

sembrar la más extrema miseria allá por donde

pasaba, sumergiendo a pueblos enteros en

espirales de sangre y horror.

Tal y como relataba capítulo a capítulo, en

los sucesivos años, la lucha por acaparar el

máximo maná posible llegó a sembrar tal

devastación que dejó el planeta al borde del

colapso. Sin embargo, y por motivos que se

desconocen, en el último momento se produjo la

caída de Enaria, el imperio más poderoso del

planeta en aquel entonces, y con él, la mayor

parte del maná se extinguió completa y

misteriosamente.

Poco a poco la paz se instauró entre la

flagelada población sobrante, y los imperios se

reestructuraron en tres:

Arcania, en el continente sur, fue el nombre

del nuevo imperio surgido de lo que quedó en pie

del viejo gran imperio de Enaria. El estilo de vida

de este reino destacaba por ser afín a las

costumbres más tradicionales, casi medievales.

Así pues, Arcania instaba a sus habitantes a

utilizar un candelabro antes que una bombilla

eléctrica, un carro antes que un vehículo

propulsado, o una espada antes que un arma de

fuego. Para ellos, la vía tradicional era la única

que permitía el verdadero desarrollo. Un

argumento tan arcaico como estúpido.

Varios pequeños pueblos formaron Titania, el

segundo gran imperio, en el helado continente

norte. El estilo de vida de este nuevo reino era

radicalmente opuesto, con un gran fervor por la

tecnología, el metal y la energía eléctrica que

tanto escaseaban en nuestra isla.

Y por último el imperio de Kravia, también en

el continente norte, pero alejado al oeste de

Titania. El libro tan solo describía a Kravia como

un pueblo desconfiado y de escasos habitantes,

con una gran capacidad para la autosuficiencia.

Tal parece, siempre según los escritos, que

tras la desaparición del maná los habitantes de

aquel viejo mundo vivieron un periodo de paz que

se prolongó durante varias décadas. Tiempos

desconocidos que permitieron el desarrollo y

crecimiento de las tres civilizaciones

gobernantes.

Así fue, hasta hace poco más de dos

décadas.

Uno de los nuevos Imperios, Titania,

consiguió llevar a cabo un desarrollo exponencial

gracias a la explotación de su forma de vida: La

tecnología.

El libro ilustraba entonces grandes tanques y

otras máquinas de guerra, tan asombrosas

como mortíferas. Cada segmento, cada pieza

de aquellas modernas construcciones metálicas

escondía con la máxima precisión un cañón, un

escudo, o cualquier recurso militar capaz de

borrar tu existencia en una décima de segundo.

Con un nuevo arsenal mecánico, pronto las

ansias de Titania le llevaron a querer extenderse

por el globo y conquistar nuevas tierras, con o

sin la colaboración del resto de la humanidad.

El primero en caer fue Kravia, el más débil

de los tres imperios. El ataque fue súbito y

mortal, pues según el libro bastó una sencilla

lluvia de proyectiles ardientes para extinguir

eternamente cientos de años de historia

kraviana.

Tras ello, Arcania se vio obligada a luchar

por la supervivencia y desplegó todo su

potencial, de forma que una nueva guerra puso

fin al corto período de paz.

Así fue como ante el desolador futuro que

estaba por llegar, un grupo de personas

procedentes del imperio arcano tuvo la “genial”

idea de exiliarse con el fin de huir de la masacre

que estaba por llegar. Para crear su pequeña

utopía, emigraron hacia una recóndita isla en

mitad del océano Mayor, la isla de Zale.

Y ese era el origen de los primeros

habitantes de nuestra querida isla.

Zale contaba con varias ilustraciones a lo

largo de los restantes capítulos, debido a su

nada corriente paisaje. Y es que a pesar del

pequeño diámetro de tierra que representaba,

un gigantesco e imponente árbol la ocupaba casi

por completo. Su altura era mayor a la anchura

de la isla, y las grandes raíces que lo formaban

se extendían e invadían la tierra sin contención

alguna. Las más desafiantes se atrevían,

incluso, a sumergirse en lo profundo del océano

salado.

Tal y como explicaba el libro en los sucesivos

capítulos, la elección de nuestra isla no era

ningún casual: El impulsor de esta migración, un

científico llamado Remmus, había descubierto

por casualidad en uno de sus viajes que a través

de las raíces del árbol se podía extraer la

sustancia prohibida. La misma que casi

consumió al mundo una vez, el maná.

El descubrimiento suponía un tremendo

dilema en el contexto de una guerra, pues en

cuanto cualquiera de los dos imperios fuera

consciente de la presencia de maná, no dudaría

en utilizarlo para exterminar a sus adversarios y

afianzar su poder.

Sabiendo el peligro que suponía una fuente

de poder tan grande, aquel grupo de personas

procedentes de Arcania decidió emigrar a la isla

para comenzar una nueva y solitaria vida,

resolviendo a la vez dos problemas: Por una

parte, vivir alejados del conflicto bélico, y por

otra, proteger el enorme poder del árbol

evitando que cayera en manos equivocadas.

¿Y cómo podrían salvaguardar la isla de los

peligros que estaban por llegar? Resultaba un

lugar fácilmente franqueable desde el océano,

los hogareños no iban a disponer de ningún tipo

de recurso militar, y ante el más sencillo de los

ataques, la isla entera sucumbiría.

Crear una defensa perfecta, aquella fue la

solución. El nuevo pueblo de Zale decidió que

cada mes se extrajera una pequeña parte del

maná de las raíces del árbol para crear y

mantener una barrera cinética que los aislara del

resto del mundo. Nuestra particular y férrea

burbuja. Desde aquel momento la prioridad de

sus habitantes siempre se debía basar en

mantener la barrera, y con ella la integridad del

maná.

Y hasta aquí la versión oficial y resumida del

libro. Mis padres fueron dos de aquellos jóvenes

que buscaron comenzar una nueva vida alejados

de la guerra. No sé si pecaron de inocentes o si

fueron engañados, pero la promesa de un nuevo

mundo repleto de armonía, paz y amor, como

era de esperar, pronto se difuminó.

El primer problema, y más obvio, surgió

cuando tras agotar las reservas iniciales, los

habitantes se vieron obligados a sobrevivir en

unas condiciones penosas a las que no estaban

acostumbrados, donde el alimento escaseaba.

La prosperidad nunca llegó a cuajar, avanzar

sin apenas tecnología resultó más complicado

de lo que se había previsto. Y por si fuera poco,

el nuevo alcalde, Remmus, impuso severas

leyes que restringían el uso del maná, incluso

para la propia supervivencia.

En nuestro caso, gracias al trabajo de mi

madre como secretaria, podía decir que la

escasez nunca había sido un problema para

nosotros. Pero había tenido que presenciar

como amigos y compañeros pasaban por

épocas agónicas y terribles. ¿Dónde quedaba

entonces aquel proyecto utópico cuando la gente

podía morir de hambre?

Y aunque el aislamiento con el resto del

mundo también era de lo más estricto, una vez

al año nuestro alcalde y un selecto grupo de

personas viajaban al exterior para recaudar

tanto información como recursos: Armamento,

equipos tecnológicos especiales, e incluso

alimentos, ropaje y caprichos especiales que

siempre acababan en los hogares más

enriquecidos de Zale.

El segundo punto oscuro que yo veía, este

de carácter más personal, era el uso racional

del maná. Resultaba irónico que a pesar de

tener un poder capaz de hacer crecer huertos

kilométricos y apaciguar el hambre en Zale,

utilizarlo para tal fin podía suponer la expulsión

permanente de la isla. ¿Quién nos garantizaba

que un día los responsables del maná no

entraran en cólera y nos convirtiera a todos en

ovejas? Dicho poder recaía en Remmus, el

alcalde y fundador de Zale, al que todo el pueblo

adoraba cual líder de una secta ecológica con

su propaganda de “un mundo mejor”.

Y a pesar de que los dos anteriores puntos

eran conflictivos, no eran nada en comparación

con el verdadero agravio de Zale: El coste de

mantener la barrera.

Cuando los primeros habitantes confirmaron

que efectivamente la sustancia extraída de las

raíces era maná, comenzó la construcción de

profundas excavaciones subterráneas, puesto

que la mayoría del árbol enraizaba bajo tierra.

Detestaban el maná, pero sabían que invocar

una barrera era la única forma de mantenerlo a

salvo de cualquier atacante. Así que la

extracción comenzó.

Al principio con notable éxito, pues era un

trabajo bien pagado, y no demasiado

complejo…al menos, hasta que la verdad

comenzó a salir a la luz. Los habitantes de Zale

habían sido demasiado inocentes en sus intentos

por controlar una sustancia como aquella, cuyo

poder sobrepasaba sus límites.

Tras varios meses de trabajo ininterrumpido,

algunos de los mineros empezaron a caer

enfermos, con una serie de síntomas muy

parecidos. Poco a poco sus músculos se

debilitaban, sus arrugas se acentuaban, los

rostros envejecían, hasta que la mayoría,

consumidos y debilitados, acababan muriendo

ante cualquier resfriado o enfermedad banal.

Mi padre, Seth Galian, fue uno de los

primeros habitantes en trabajar en la mina y

murió a los pocos meses de mi nacimiento. Ni

siquiera lo conocí, como es lógico, por eso

nunca sentí demasiado su falta.

Según tenía entendido, fue uno de los casos

más graves, puesto que su salud empeoró muy

rápidamente. Mi madre se sumió en una gran

depresión al pensar que no podría sacarme

adelante, pero Remmus, que era buen amigo de

mi padre, le ofreció el puesto de secretaria. Y

así se ganó su gratitud de por vida.

En pocos meses la alcaldía no pudo ocultar

más la relación entre el contacto con el maná y

la toxicidad. El pueblo empezó a desconfiar del

milagro de la sustancia, pero trabajar en la mina

era obligatorio a partir de los dieciocho años

tanto para hombres como para mujeres. A

menos, claro está, que se pagaran unas tasas

monetarias que te eximían del trabajo, impuesto

que tanto yo como mi madre pagábamos.

No hubo ninguna revuelta, puesto que

trabajar en la mina suponía un sueldo para las

familias. La elección era morir por aquella

enfermedad en años, o morir de hambre en

días.Así pues, aunque mi rutina en la isla era más

bien escasa la historia de la isla era un relato

que me fascinaba. Para el pueblo el tema era

prácticamente tabú, como meter el dedo en la

llaga; alguna tarde había intentado hablar con

algunos ancianos que aun debilitados,

consiguieron sobrevivir a las minas, y no me

dieron más que negativas o malas caras,

tratando de disuadirme.

En cierto modo era comprensible, pues la

elección del pueblo habría tenido que ser más

dura de lo que yo podía imaginar: Seguramente

morir dentro de la barrera en paz era mejor

opción que hacerlo fuera a causa de las

atrocidades de la guerra. Todos tenían la

esperanza de reunir algún día el dinero

necesario para dejar de trabajar en las minas

pagando el impuesto.

¿Y quién era yo para cuestionarlos? La

esperanza era lo único a lo que se podían

aferrar.

Tras terminar de repasar el libro, decidí

dormir un rato bajo el embrujo de las olas

rompiendo contra el acantilado. Con un poco de

suerte, y por muy egoísta que sonara, quizás mi

mente sería capaz de transportarme durante un

par de minutos a cualquier lugar recóndito del

mundo. Llanuras eternas, montañas salvajes,

volcanes colosales…

Pero no. En su lugar, tuve una curiosa

pesadilla en la que un gigantesco grupo de

peces diminutos y de un color olvidable trataron

de asesinarme en el océano.

Me desperté a los pocos minutos,

sobresaltado y algo decepcionado. Nadie

ganaba el pulso a mi mente cuando se trataba

de idear bromas macabras.

Tras arreglarme en apenas segundos para

parecer algo así como humano, decidí que lo

mejor sería abandonar mi casa durante el resto

el día. Crucé la puerta y comprobé satisfecho

como la temperatura de la tarde acompañaba

mucho más que la del mediodía.

Mientras discurría pensativo por el viejo

camino hacia el núcleo de Zale, observé a lo

lejos el denso bosque que proliferaba en el

interior de la isla, sobre la base del gran árbol.

Tras atravesarlo, uno podía llegar hasta las

minas de maná, cuya entrada como era obvio

estaba terminantemente prohibida para todas

aquellas personas ajenas a la extracción o

administración del lugar.

A menos, como no, que se tratara de una

excursión programada y consentida: El maldito

ayuntamiento organizaba cada año un viaje

escolar obligatorio en el que los niños aprendían

que trabajar en la mina “no era tan malo”

después de todo, subrayando que los beneficios

superaban a los perjuicios, y que en el fondo

aquello era un gesto de sacrificio, valentía, y bla

bla bla. Ese había sido mi único y fugaz

contacto con las minas.

Aquel era uno de esos días en los que el

cielo estaba absolutamente despejado, cosa que

me permitía, si me fijaba bien, diferenciar las

pequeñas ondas y distorsiones que la gran

barrera cinética formaba a su través. Según los

más entendidos, el aire y el agua podían

atravesarla, pero rechazaba cualquier ente físico

que intentara hacerlo tanto por fuera, como por

dentro.

Protegidos, y encarcelados a fin de cuentas.

Por eso algunos días, mientras miraba el

horizonte, no podía evitar pensar en cómo sería

vivir en el exterior, sin esa sensación de pasar

todos los días de tu vida encerrado en una gran

prisión. Era egoísta, eso lo sabía bien. A veces

trataba de convencerme de que aquellos

sentimientos no eran más que el fruto de mi

inocente e ignorante juventud.

El camino hasta el pueblo era como la vida

en Zale; llano. Quizás no había seleccionado

acertadamente mi vestimenta, pues mi camisa

de tela, aun desbotonada, comenzaba a

provocarme sudores.

Como ya me había advertido, mi madre

probablemente trabajaría hasta bien entrada la

noche, momento para el que faltaban aún

demasiadas horas. Tenía la tarde entera para

visitar a Noa.

Última hija de una familia compuesta por tres

hermanas mayores, se podía decir que Noa

Aravera era la única persona en la que confiaba

en Zale, a parte de mi madre.

Nos conocíamos desde que éramos apenas

unos críos, pues habíamos compartido clase

durante toda la infancia. Pero durante los inicios

nuestra relación nunca había pasado de un frío

saludo si coincidíamos por la calle, poco más.

Cuando tuve la edad suficiente y Alice me

contó como mi padre había fallecido a causa de

la enfermedad del maná, mi interés por Noa

creció malvada e interesadamente. El padre de

ésta era uno de los encargados jefes de la

seguridad de las minas, así que empecé a forzar

conversaciones con ella, con el fin de obtener

algo de información sobre la enfermedad, o

cualquier cosa desconocida sobre las minas que

la chica pudiera saber.

Y aunque lo intenté, resultó en vano.

Por su apariencia, Noa daba la impresión de

ser una chica débil, típica hija mimada de una

familia enriquecida: Su cabello era de un rubio

liso, perfecto y su piel, pálida y frágil frente al

exuberante sol de nuestra isla. Sus facciones

resultaban tan femeninas como atractivas para

la mayoría de jóvenes en Zale.

Y si así lo pretendía, podía hacerse pasar

por toda una señorita de la nobleza, o la niñita

más tonta del pueblo. Pero la realidad era bien

distinta: en el fondo detestaba la monotonía de

la isla tanto como yo, era muy curiosa, siempre

en busca de cualquier actividad capaz de romper

la rutina y las cadenas que su familia trataba de

imponerle.

Así pues, lo que al principio comenzó como

una relación interesada pronto se transformó en

una verdadera amistad.

Para mi Noa era algo más que una

confesora, era la única persona en la isla que

sabía que pertenecía a ese otro bando, el

oscuro. Nuestra relación se intensificó mucho en

la adolescencia, y pronto ella se me declaró.

Cuando intenté explicarle que no sentía lo mismo

con palabras que no me creía ni yo mismo, lo

dijo: “Eres gay”. No era una pregunta, más bien

una afirmación que obviamente no pude rebatir

por pura vergüenza.

Por muy triste que sonara, fue entonces

cuando descubrí que para algunas personas,

aquello carecía de importancia. Que no

importaba si negro o blanco, si en este lado o en

el opuesto. Que en algunas personas, la bondad

superaba al prejuicio.

Aunque desgraciadamente, Noa era la

excepción de la norma.

No habría habido insultos ni agresiones, pero

estaba seguro de que si el resto de mis

amistades hubiera conocido a mi verdadero yo,

no hubieran hecho más que sentir lástima por mi

“complicada condición”. Y es que la compasión

podía resultar un arma tan dañina como

cualquier puño, así que prefería ahorrarme

dolores de cabeza por gente que no merecía mi

atención.

Pero Noa no solo me conocía a la

perfección, también éramos compatibles en

muchas otras esferas. Probablemente por ser la

hija del jefe de seguridad, compartía conmigo

toda la curiosidad entorno al maná. Incluso a ella

le resultaba extraño que viviendo de ello,

conociéramos tan poco de la prohibida

sustancia. Si con el resto del pueblo el tema era

tabú, en su casa el régimen de silencio era

mucho más estricto.

Y pese a todo, la mayor preocupación de la

familia Aravera no era que tratáramos de

meternos donde no nos llamaban, o

quebrantáramos un par de leyes, no. A ellos lo

que les molestaba realmente era que su

perfecta hija pequeña pasara tanto tiempo con

un chico de dudosa reputación como yo. Les

aterraba que en el fondo mantuviéramos una

tórrida e intensa relación amorosa.

En resumen, como sus hermanas no tenían

mucho que hacer en aquella isla y en el fondo se

sentían tan vacías y aburridas como yo, hacían

lo único que aún no estaba prohibido en la isla;

utilizar su imaginación para crear situaciones

imposibles.

Continué andando a través del carcomido

sendero, atravesando ya los numerosos campos

de hortalizas que proliferaban los entornos de

Zale. Vegetales que, en condiciones normales,

suponían casi la totalidad de nuestras reservas

alimenticias.

—¡Ey, Ethan! ¿Cómo va? —me asaltó una

voz masculina desde uno de los campos

contiguos.

Me protegí la cara con una mano para evadir

la momentánea ceguera solar y divisé la figura

de Ulyses, un viejo compañero del colegio. El

joven me miraba sonriente mientras sostenía una

pesada herramienta de trabajo que no supe

identificar.

Su maltrecha camisa blanca, enrollada

alrededor de su hombro, dejaba expuesto al sol

su torso desnudo. Aun mezclado con sudor y

tierra, relucía excesivamente para alguien tan

“oscuro” como yo.

A pesar de tener mi edad, Ulyses

aparentaba ya ser todo un hombre. Siempre

supuse que aquello se debía al tremendo

esfuerzo físico que suponía su trabajo en el

campo, pero era obvio que la genética también

había decidido acompañarle.

Procuré no apartar la vista de sus corrientes

ojos marrones, y simulé algo de desinterés en la

conversación.

—Supongo que bien, aunque con estas

temperaturas no sé si llegare hasta el pueblo.

¿Cómo está tu familia? —pregunté.

Y así, nos entretuvimos unos minutos más

hablando de banalidades que no eran más que

producto de la cortesía, al menos por mi parte.

Ulyses era un buen chico, no muy inteligente,

aunque noble y bastante atractivo. Así eran el

ochenta por ciento de los jóvenes de mi edad en

Zale. Y con una frialdad encomiable, yo sabía

que no iba a tener nada con ninguno de ellos. Lo

que fuera con tal de no levantar una ola de odio.

Tras escuchar las dificultades que la familia

de Ulyses parecía estar pasando, me despedí

de él animado y retomé la marcha. Pasé algunos

minutos más entretenido maldiciendo el calor de

Zale, hasta que el aglomerado de casas se alzó

sobre el horizonte tan apagado como de

costumbre.

Formado por un centenar de hogares

desordenados, Zale también se encontraba junto

a la costa, puesto que junto a la agricultura, la

pesca era fundamental para subsistir. Desde

luego, había que reconocer que toda la belleza

de la que gozaba la isla desaparecía

súbitamente cuando uno ponía los pies en aquel

pueblo.

En sus despobladas calles, la pobreza era la

gran protagonista. A pesar de tener trabajo

asegurado en las minas, el sueldo resultaba

irrisorio si se pretendía mantener una familia

entera, por lo que muchos niños se dedicaban a

mendigar hasta cumplir los dieciocho. Robar no

era lo habitual, puesto que cualquier delito

suponía una rebaja del sueldo en la familia del

infante implicado, así que la pobreza se

mantenía siempre en un orden inquietante.

Atravesé veloz la densidad de Zale,

saludando a propios y extraños durante

demasiado tiempo.

—¡Vaya Ethan! ¡Hacía eones que no te veía

por el pueblo! Cada día te pareces más a tu

padre…—opinó Albania desde su puesto

ambulante de fruta al verme pasar.

Concretamente, habían pasado cuatro días

desde la última vez que la había visto, y al

parecer, cada día era más parecido a mi padre

que el anterior.

—¡Jovencito! A ver cuando le arreglas a la

tía Marga su máquina de café —quiso saber la

anciana como siempre que nos cruzábamos.

Y ni era pariente mía, ni existía ninguna

máquina de café. Tan solo un historial de

excesiva exposición al maná y algo de

demencia.

Pese a todo, resultaba conmovedor observar

como la gente de la isla siempre trataba de

mostrar una sonrisa, incluso en los peores

momentos. Y es que como dije, en el fondo no

éramos más que una gran y delicada familia que

trataba de sobrevivir en un territorio inhóspito.

La casa de los Aravera destacaba ya desde

la distancia, pintada de un color amarillo muy

pálido y alejada del resto de hogares. Era una

de las contadas estructuras de piedra, situada

en las afueras de Zale.

El sueldo de su padre les permitía no solo

vivir cómodamente, también contratar los

servicios de algunas personas que trabajaban

para ellos en tareas menores. Todo un

esperpento.

Atravesé el acaramelado e innecesario jardín

de flores que rodeaba a todo el complejo, y

llegué hasta la puerta.

Tras tocar varias veces, esperé paciente.

Fue el “mayordomo” quien atendió la llamada

unos segundos después:

—Señor Galian, buenos días. Informaré de

su presencia a la señorita de inmediato.

Sin contar a Noa, aquel hombre era el único

en la casa que no me detestaba. Mayordomo

era una palabra ridícula que la familia utilizaba

para referirse a él. Como si yo llamara

secretaria a mi madre en vez de por su nombre.

U obesa-acomodada a cualquiera de las tres

hermanas de mi amiga. Seguro que eso no les

gustaría.

Se llamaba Luciano, y con el sueldo por los

servicios mantenía a su mujer e hijo a duras

penas, aunque siempre se esforzaba por

agradar a todo el mundo y daba gracias por no

trabajar en las minas. Me agradaba porque se le

veía un hombre honrado, y muy paciente con la

familia.

La única pega era que siempre me llamaba

por el apellido de mi padre, Galian, algo que me

hacía sentir sorprendentemente incómodo.

Esperé durante varios minutos como de

costumbre tras el impresionante portón blanco.

Dos, tres, cinco minutos…

Pronto se hizo evidente que algo no andaba

bien. Desde el exterior podía oír un jaleo poco

común dentro de la casa, acostumbrada al

orden y al silencio estricto.

Varias personas gritaban. Entre tanto jaleo

no lograba entender claramente la conversación.

“Minas” y “maná” fueron dos palabras que me

creí escuchar, lo cual no era un buen presagio.

Al instante la figura de una mujer

redondeada, rubia y de baja estatura se asomó

por la muerta. Como siempre, con los labios

exageradamente pintados de un color rojo

intenso y nada favorecedor. Pintalabios, uno de

los múltiples (y completamente innecesarios)

caprichos que los Aravera conseguían del

exterior en los viajes anuales.

Era Patricia, la tercera de las cuatro

hermanas, la más pequeña sin contar a Noa.

Patricia tenía un carácter irritable y mi presencia

le desagradaba profundamente, aunque por

cortesía siempre intentaba disimularlo.

Aquella vez no fue así:

—Este no es un buen momento para una de

tus visitas, engendro —me ladró asomada a la

puerta, esperando que la frase fuera suficiente

para ahuyentarme.

La palabra engendro resonó en mi mente…

pero no iba a darle razones para odiarme.

Pese a todo, aquel adjetivo no era propio de

ella. Su rostro parecía cansado, estaba

exageradamente nerviosa. Cuando se dispuso a

cerrar la puerta, interpuse bruscamente el pie:

—Déjame al menos hablar con Noa –exigí.

Entonces comprendí que no eran gritos lo

que oía desde el interior, eran sollozos

ahogados de una mujer. Seguramente de Adela,

la madre de Noa.

—Te he dicho que este no es un buen

mom…

—No era una pregunta, Patricia.

Mi sequedad sorprendió a la hermana, pero

me estaba impacientando con la extraña

situación. Se quedó paralizada unos segundos y

se retiró hacia el interior de la casa con el rostro

hundido. ¿Quizás me había excedido? En el

fondo sabía que era una pobre chica con baja

autoestima, que era lo que se decía siempre en

aquellos casos.

Pocos segundos después, Noa aparecía

tímidamente por la puerta:

—Ethan…Salgo en un momento, demos un

paseo por la playa, no aguantaré estar

encerrada más tiempo —comentó en voz baja.

Noa no estaba muy diferente a lo que

acostumbraba, solo un poco más seria de lo

habitual. Sin embargo, yo sabía que era casi tan

buena como yo escondiendo sus emociones.

Aguardé de nuevo hasta que nos

reencontramos y salimos de la casa.

Caminamos durante un rato por la arena de la

costa este, donde a aquellas horas la brisa

corría a sus anchas entre la arena. Aquella

playa era menos extensa que la contigua a mi

casa, aunque igual de acogedora.

Introducir temas de este tipo no era mi

especialidad, pero la madre de Noa no era de

las que lloraba ante cualquier banalidad.

—¿Va todo bien? –pregunté al fin. Ella

miraba al horizonte mientras paseábamos,

distraída—. Sabes que puedes contarme lo que

sea.—

Va todo…bien. Espero que así sea —

espetó forzando una artificial sonrisa—. Es mi

padre, lleva varios días en las minas y no

sabemos nada de él. Ha pasado antes, pero

nunca más de tres días seguidos. Ninguno de

los trabajadores dice haberlo visto, no sabemos

nada —finalmente me miró a los ojos,

preocupada.

—Es normal que ante cualquier imprevisto

tenga que permanecer allí más tiempo, al fin y al

cabo es el jefe de seguridad.

—Nadie…lo ha visto en todo este tiempo —

como no, mis palabras de consuelo no surtían

efecto—. Además…ayer fue el aniversario de mi

madre y él prometió que estaría. No sé qué

pensar...ya sabes que en mi casa son los reyes

del melodrama. La cabeza me iba a estallar en

cualquier momento, mi hermana Patricia ha

descrito ya unas veinte posibles causas de

muerte en las minas.

—Ahora no podemos hacer mucho, pero te

puedo asegurar que cualquier incidente

importante en las minas pasa por el alcalde, y al

mismo tiempo por mi madre. Si hubiera habido

algún problema, ella lo sabría.

A pesar de intentar demostrar lo contrario,

también me parecía extraña la ausencia del

señor Aravera. La familia de Noa era bastante

tradicional, y los aniversarios eran una especie

de rito que celebraban todos juntos casi por

obligación.

La templada temperatura de la tarde hizo el

paseo por la playa algo más agradable, aunque

la incomodidad fue creciendo a medida que mis

intentos de apoyo no daban resultado. Así que,

derrotado, decidí poner en práctica mi último

recurso; hablar de cualquier otro tema para

distraerla un poco.

—¿Es que acaso no te he contado todavía el

fantástico sueño que he tenido hoy? —pregunté

en un brote de ironía.

—¿Sobre maná? —golpeó Noa.

—Frío frío…

—Entonces debió ser un sueño estupendo —

reconoció cabizbaja.

Aunque con un esfuerzo titánico, finalmente la

onírica historia de los diminutos peces asesinos

surtió efecto y consiguió amenizar el rodeo.

Cuando faltaba menos de una hora para la

puesta de sol, decidimos volver. Entrada la

noche tendría tiempo de preguntarle a mi madre

si verdaderamente había ocurrido algo en la

mina, lo cual era harto improbable.

Caminamos un rato, ya más relajados,

distraídos, demasiado inocentes. Tanto, que

cuando visualizamos a lo lejos la casa de Noa,

no supimos reaccionar.

Contuvimos el aliento, atónitos.

Una decena de hombres, algunos armados,

se repartían por las inmediaciones a toda prisa.

Pude diferenciar desde la lejanía la figura del

alcalde entrando al hogar, junto a una mujer de

pelo oscuro y ondulado; mi madre.

Parecía que el asunto finalmente era serio,

hombres armados y el alcalde no eran nunca

buenas noticias. ¿Qué podía haber sucedido?

Cuando me giré para intentar suavizar la

noticia, era tarde. Noa llevaba un rato corriendo

muy exaltada y en solitario hacia la casa.

La seguí lo más rápido que pude, aunque

cuando la alcancé en la puerta, dos guardas

impasibles, que parecían dos gorilas, nos

bloquearon el paso al interior.

—¡¡Dejadme entrar!! ¡Mamá! ¿¡Qué ha

pasado!? —gritaba Noa hacia dentro de la casa,

mientras uno de los dos guardas se abalanzaba

sobre ella en la puerta ante mi atónita mirada.

Pero el jaleo allí dentro era tal, que ni

siquiera Remmus o mi madre nos podrían

escuchar.

—¿Está usted emparentada con la familia

Aravera? Le debo pedir entonces que me

acompañe al interior de la casa –el guarda

agarró violentamente a Noa por una de las

muñecas, con el rostro impasible—. Su padre se

ha visto implicado en un delito por manipulación

fraudulenta de maná. Todos los familiares serán

investigados durante los próximos días, como

sabrá, la utilización fraudulenta de man…

—¡¡Suélteme!! ¡Mi padre jamás haría algo

así! –espetó ella.

La figura de Noa se retorcía ante las garras

del guarda, que intentaban atraparla y llevarla al

interior.

La tensión aumentó exponencialmente

cuando el otro guarda me dedicó una mirada de

desaprobación. Había decidido posar su mano

en una de las fundas de su cinturón, justo donde

reposaba lo que parecía un arma de fuego.

Estaba literalmente congelado, sin poder

articular palabra, mientras Noa seguía gritando

desesperada. ¿Qué demonios podía hacer?

Justo cuando me iba a decidir entre calmar la

situación o ayudarla a escapar de aquella locura,

lo más extraño sucedió. Todo ante mis ojos, en

una ridícula fracción de segundo.

Sin más, su delicada figura desapareció

súbitamente. Se había vuelto… ¿invisible?

La escena se volvió ridículamente confusa:

Definitivamente el matón seguía agarrando con

sus manos algo, pero algo que se había vuelto

transparente a la vista. A los ojos de ambos, allí

no había nada.

Tras vacilar un momento, el guarda recibió un

golpe en la parte más débil de cualquier hombre

y abrió la palma de la mano.

El cuerpo de Noa volvió a hacerse visible a

mi lado, mientras yo aún permanecía en shock.

Aquello no era nada bueno.

Me agarró del brazo y entre gritos

comenzamos a correr hacia el frondoso bosque

interior de la isla, alejándonos de la casa.

Comprendí rápido el porqué: Antes de poder

darme cuenta, el guarda ya se había levantado y

alertado a tres matones más, que corrían hacia

nosotros a toda prisa.

Manteníamos cierta ventaja, pero mis pasos

no eran en absoluto firmes. ¿Cómo demonios se

podía haber torcido tanto la situación en apenas

unos minutos? No estaba completamente

decidido a huir. Escapar podía empeorar mucho

las cosas, debíamos ser cautos.

¿Qué debíamos hacer? Ya habíamos dejado

atrás la zona residencial y nos disponíamos a

entrar en la profundidad del bosque.

Pronto no habría vuelta atrás.

—¡Noa, escúchame! Tal vez sea mejor que

volvamos a la casa y resolvamos esto con una

larga conversación, seguro que se trata de un

malenten… —el ruido sordo de un disparo en la

lejanía me dejó absolutamente petrificado.

Aquello no podía ser un malentendido, era

algo grave que necesitaba de armas de fuego.

La inyección de adrenalina consiguió

recuperarme y ambos aceleramos nuestros

pasos ya dentro del bosque, donde

probablemente no podrían seguir nuestro ritmo.

No quería pensar las consecuencias de

nuestra pequeña insurrección, porque si lo

hacía, probablemente no iba a ser capaz de

mover un solo músculo.

Las leyes de Zale, la severidad de

Remmus…me aterraba la idea de reflexionar un

instante y asimilar lo que aquello

verdaderamente suponía: El comienzo del fin.

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