Confesiones sicalípticas de un abuelo. Cap. 3 y 4

Mis remenbranzas

Capítulo III

Mis erecciones pensando en Isabelita

La recuerdo con mucha alegría, pues alegría es lo que me producía mi vecina Isabelita. Era (y me figuro que lo será siendo) una preciosidad de niña, hoy mujer: delgadita, alta, morena con el pelo largo, y una carita de muñequita. Todavía siento en mis brazos su talle, el día que en la cocina de mi casa, en un momento que nos quedamos solos, bailamos una melodía imaginaria.

Mi hermana María, mayor que yo, era amiga de la hermana mayor de Isabelita; y como nuestras respectivas casas, se comunicaban a través de un patio de luz interior, las relaciones familiares eran bastante frecuentes.

Tendríamos la misma edad, mes más o menos, aproximadamente unos trece años en el tiempo de este relato. Año 1954

Ya se me había pasado el síndrome de Carmencita, pues como digo antes, no vivía en el barrio, y la dejé de ver después de "aquello" tan bonito. Pero si me dejó un bello recuerdo, que como ven, todavía perdura. Allá donde estés Carmencita, te mando un beso.

Isabelita era ahora "la niña de mis ojos", pero no sé si por apocado o por miedoso, no me atrevía a insinuarme, no era capaz de hacer mis pensamientos hacia ella realidad.

Debo aclarar, que, los niños de aquellos años, salvo excepciones, estábamos bajo la influencia de aquel régimen "tan espiritual" que pretendía elevar a los jóvenes a través del alma hacia Dios. La separación de niños y niñas en los colegios era una muestra evidente para evitar las tentaciones del sexo; puesto que pecar contra el sexto mandamiento fuera del matrimonio, era uno de los pecados mortales que te mandaba al Infierno sin remisión, en caso de pecar y no arrepentirte. Por eso no es de extrañar, que cuando a un joven de la época le preguntaban:

-¿Y tú, para que te quieres casar?

La respuesta inmediata era:

-¡Para follar!

Quizás aquel sistema tan excesivo a reprimir toda actividad sexual fuera del matrimonio, fue el que me privó de saborear las mieles de aquellas niñas, que hoy me doy cuenta que me lo pedían casi a gritos, pero a mis trece o catorce añitos, ni me enteraba. Y voy a contar porqué.

Era un niño bastante mono; delgadito, muy alto para la época. Mediría por los menos un metro setenta y cinco centímetros, morenito y con cierto aire de galán. Pero con un concepto totalmente equivocado del pensamiento femenino: tenía la absurda creencia, que todas las mujeres venían al mundo para ser esposas y madres ejemplares, como mi madre y mi hermana.

¡Pero que gilipollas era!

Recuerdo mil detalles de mujeres solteras y casadas, que me lo pedían casi a gritos, y como digo antes, yo sin enterarme por culpa de ese concepto. También debo de aclarar, que mis inclinaciones sexuales iban encaminadas por la senda del espíritu. Me explico:

Hacer el amor (como se decía entonces) sólo lo concebía a través de una atracción más bien espiritual que material. No concebía el follar por follar, no entraba en mis parámetros sexuales. Con esta mentalidad, no es de extrañar, que desestimara aquellas que no entraban en mis conceptos sobre el sexo.

¡Bien! Isabelita para mi era todo deseo y candor, pero como era tan gilipollas, la respetaba tanto, que sólo satisfacía mis deseos de sexo con ella, en la soledad de mi habitación y entre mis sábanas blancas.

Capítulo IV

Isabelita me invitó a su casa a merendar

Lo que más recuerdo de aquel momento, es que mis labios estaban plagados de calenturas que me daban un aspecto nada indicado para besar a una chica; por eso me sorprendió que Isabelita me invitara a merendar chocolate con picatostes que dijo haber hecho para mi.

Fue por la tarde, pero cual no sería mi sorpresa que no estaba sola, estaban con unas amiguitas del barrio. No puedo precisar cuantas eran, pero por lo menos cuatro.

No supe que hacer al encontrarme allí con aquellas niñas de más o menos de mi edad: entre los trece y los quince años.

Y hoy, al cabo de más de cincuenta años de aquello, estando más claro que el agua la intención de aquellas niñas, todavía me resisto a creer, que, en el año 1954, en plena represión sexual, unas niñas, pudieran urdir semejante lance con un niño, y precisamente conmigo.

Una de las chicas, que por más esfuerzo que hago en recordar su nombre no me viene a la memoria, pero si recuerdo que siempre tenía la carita colorada, al igual que las piernas por la parte de los tobillos. Rubita y bastante mona; que me consta que me miraba con muy buenos ojos, y que le gustaba hablar de picardías conmigo, fue la primera que se quitó el vestido, para quedarse en enaguas, porque antes las niñas llevaban esa prenda debajo del vestido.

La estoy viendo ahora exactamente igual que la veía a la sazón. Unos brazos y hombros redondeados, las piernas algo gorditas y como digo, y coloraditas por los tobillos. Sin duda, era el cuerpo más desarrollado de todas, porque me fijé muy detalladamente, que llevaba un sostén que le dejaba casi al descubierto unas tetitas más desarrolladas que incipientes.

Y como un servidor no había visto entonces ninguna teta femenina, ni tan siquiera las de mi hermana, me produjo una cierta impresión, ya que no suponía que una niña en esa guisa, tuviera ese cuerpo de mujer, cuando estaba harto de verla como a una niña, con su faldita, sus calcetines, y su blusa o jersey todos los días que jugábamos al rescate niños y niñas juntos, o las niñas al "corro de la patata".

Recuerdo también que estaba un poco contrariado, porque la presencia de tanta niña, sinceramente me aturdía. Y además, que mi ilusión era la de estar a solas con Isabelita. Pero ¡leche! Que aquel pedazo de cuerpo de la de la carita y los tobillos colorados, me empezaba a ponerme en tensión los miembros de mi cuerpo, (sobre todo uno muy particularmente), cuando se quitó la combinación y se me quedó en braguitas y sostén; mientras las otras niñas empezaban también el "baile del destape".

¡Joder... joder...joder...! Cada vez que lo recuerdo, me proviene una sensación de frustración tremenda, ya que aquello que parecía iba a ser una desenfreno, quedó en agua de borrajas, por lo que sucedió al momento.

Una llamada inesperada a la puerta fue lo que me hizo saltar por la ventana del patio (estaba a ras del suelo) y salir de naja por otra ventana que daba al corredor de los pisos.

Era otra amiguita de Isabelita que quería jugar con ellas. Lo que nunca supe, es si estaba al tanto de lo que allí acontecía, o fue simplemente a charlar.

-¿Y como acabó aquello?

Pues acabó, que este estólido no volvió a la "escena del crimen" porque del susto... ¡Menudo era el padre de Isabelita! casi se "giña" en los calzoncillos.