Confesiones exhibicionistas.

Remedios, la esposa de un amigo mío, me confiesa su primera experiencia en el exhibicionismo durante una tarde de compras con su hija.

CONFESIONES EXHIBICIONISTAS.

Mientras esperamos la llegada de su esposo y buen amigo mío para iniciar una cena en su casa, Remedios me confiesa su primera experiencia exhibicionista. Tras decirle que pienso publicar su confesión en esta página, me anima a hacerlo y añade una breve presentación sobre sí misma antes de su historia.

Me llamo Remedios y tengo 43 años. Estoy felizmente casada y soy madre de Griselda, mi hija de 19 años. Mi vida sexual con mi marido es plenamente satisfactoria: tenemos buen y variado sexo varias veces por semana y de vez en cuando solemos introducir innovaciones en nuestros juegos para no caer en la rutina.

Mi físico es normal, no soy exuberante, pero tengo todavía un cuerpo bonito, al menos eso me sigue diciendo mi esposo. Yo también me sigo viendo guapa, la verdad. Por eso aún no logro comprender lo que me pasó hace unas semanas durante una tarde de compras con mi hija.

Se acercaba su cumpleaños y mi marido Emilio y yo le dimos dinero para que se comprase lo que quisiera. Mi hija nos comentó que lo emplearía en ropa y en algunos complementos. Nos pareció perfecto y me tocó acompañar a Griselda aquel sábado por la tarde en el que ocurrieron los hechos. Iba en papel de “consejera”, según mi propia hija. Pensé que no estaría mal pasar una tarde las dos juntas, pues últimamente por nuestras obligaciones no nos veíamos mucho.

Salimos de casa sobre las 18.00, cuando ya casi oscurecía. Griselda es una chica muy guapa, con una cara y unos ojos marrones almendra preciosos. Iba vestida de “sport”: una camiseta roja de mangas largas, unos jeans azules claros muy ceñidos que marcaban toda su figura y unas zapatillas de deporte rojas a juego con la camiseta.

Yo me había puesto una blusa blanca, una faldita corta negra y unas medias-pantys también negras pero no muy gruesas, sino bastante finas y transparentes. Me miré al espejo antes de salir y, realmente, me vi espléndida.

Mi hija y yo nos dirigimos a la parada del autobús cercana a casa. Durante el corto trayecto a pie nos cruzamos con un par de hombres que venían caminando juntos. Al pasar a nuestra altura comprobé cómo sus miradas se clavaban en el rostro de Griselda primero, luego en sus pechos que, medianos, se marcaban bajo la roja camiseta ajustada. Cuando terminamos de cruzarnos con ellos, giré un poco la cabeza y comprobé cómo aquellos hombres se habían vuelto para mirarle el culo a mi hija. Ella seguía hablando conmigo ajena a todo o sin darle la más minima importancia. Yo trataba de continuar el diálogo, pero mi mente estaba en lo que acababa de ocurrir. Y no sé por qué motivo empecé a sentir cierta envidia de mi hija, de su belleza, de su lozanía, de la facilidad y capacidad que había tenido para atraer la atención de aquellos individuos de mediana edad, mientras que a mí me habían ignorado por completo. Jamás había sentido esa sensación antes, mi autoestima siempre había sido buena, pero ese día algo cambió. No es que me considere vanidosa y quiera acaparar las miradas masculinas, pero a una siempre le gusta sentirse de vez en cuando observada y, por qué no, deseada.

Al llegar a la parada del bus había, entre otras personas, varios chicos esperando. De nuevo fue Griselda la que se llevó todas las atenciones de los jóvenes. Incluso llegué a ver y oír cómo dos de ellos murmuraban algo y luego miraban de arriba a abajo a mi hija.

Tras subir al vehículo, Griselda y yo nos sentamos en dos de los escasos asientos que quedaban libres. Dos de los cuatro jóvenes ocuparon los dos asientos vacíos que había frente a nosotras y el resto de los chicos se quedó de pie junto a sus amigos agarrados a una barra del bus. Los jóvenes que se habían sentado frente a nosotras eran los mismos que habían murmurado en la parada.

Griselda y yo hablábamos, pero yo parecía una autómata: le seguía la conversación pero con mi mente en otro sitio y mis ojos observando a los dos jóvenes que teníamos delante. Aunque los chicos conversaban entre ellos y con sus otros amigos, no dejaban de lanzarle miraditas a mi hija. Noté cómo el que estaba sentado en frente de mí se dignó al fin a a mirarme, a contemplar mis piernas cruzadas. Después de unos segundos volvió a mirarlas, esta vez de forma más prolongada. Empecé a sentirme algo halagada, pero en mi mente continuaba ese extraño pensamiento de envidia que me iría a llevar a un descontrol total de mis actos.

El joven subió un poco su mirada recorriendo mis muslos hasta dejarla clavada en la terminación de mi falda. Parecía estar esforzándose por ver lo que se ocultaba bajo mi faldita y que mi cruce de piernas le impedía. La situación empezó a excitarme: ahora me sentía deseada, observada, con el control sobre aquel joven. Hice un primer amago de descruzar las piernas y el chico se puso nervioso. Notaba su ansiedad, su anhelo de ver más, de descubrir lo prohibido. Muy lentamente descrucé mis piernas sin dejar de observar al joven, cuyos ojos seguían fijos en la zona de mi entrepierna e ignorando que estaba a punto de ver más de lo que esperaba: nunca uso braguitas cuando me pongo medias-pantys, es una costumbre que tengo desde que era adolescente. Todavía no se me ha olvidado la expresión de sorpresa en el rostro del chico al descubrir mi sexo recién depilado aquella misma tarde. Las finas medias no eran obstáculo para que contemplase mis labios vaginales y mi rajita que ya comenzaba a humedecerse por el juego que estaba llevando a cabo. Mantuve las piernas descruzadas, abiertas lo suficiente para que el chico siguiera deleitándose con mi coño, pero sin parecer una descarada. Todavía quedaba trayecto, así que aún no iba a dar por concluido el espectáculo. El joven se había interesado por mí a diferencia del resto y ahora se merecía una recompensa. Sin cambiar de postura continué la charla con mi hija. De reojo miraba al afortunado joven, que se había quitado la cazadora que llevaba y se la había puesto sobre su entrepierna. Entre su pantalón y la cazadora había escondido su mano derecha. Con mucho disimulo la estaba moviendo masajeándose su bulto. No sé si lo hacia sobre el pantalón o se había atrevido a meter la mano por dentro y tocar directamente su miembro.

Nadie más parecía darse cuenta de la situación. Tenía a aquel joven manoseándose por mí mientras me miraba el coño y yo no me reconocía a mí misma, mostrando mi intimidad a un desconocido. Pero era incapaz de parar de hacerlo. Todo lo contrario: deseaba seguir con todo aquello, incluso aumentarlo. El bus avanzaba en su trayecto y decidí separar un poco más las piernas para ofrecerle al chico una mejor visión. Con cada minuto que pasaba sentía mi sexo más mojado, notaba cómo mis medias empezaban a empaparse. Tal vez incluso el joven podía llegar a percibir esa humedad en la corta distancia que nos separaba. En su rostro se reflejaba el placer que le estaba proporcionando el ver mi coño y el que él mismo se estaba dando con sus tocamientos.

Me imaginaba cómo tendría que estar esa polla , una verga joven, impetuosa, quizás inexperta, a la que yo había provocado y había llevado seguro a su máxima erección. Me estaban invadiendo unas ganas terribles de ser follada allí mismo. No podía creerme lo que había conseguido con mi exhibición a causa de la envidia. Pero tenía que aguantar. Tendría que esperar a estar en un sitio cerrado para poder masturbarme o a la noche para ser penetrada por mi marido.

Opté por dar por finalizado el espectáculo y volví a cruzar las piernas. Las mantuve así durante el minuto escaso que tardó el bus en llegar a su parada final, que estaba cercana a los grandes almacenes de ropa. Cuando nos levantamos de los asientos, el chico me lanzó una última mirada de agradecimiento por todo lo que acababa de disfrutar. Me fijé en la zona de la bragueta de su pantalón y, pese a que era un jeans de tono oscuro, era más que evidente la mancha que había debido a su eyaculación.

Yo continuaba con la calentura que la situación me había provocado y sentía aún mi coño húmedo. Tras caminar unos minutos, llegué con Griselda al centro comercial. Subimos a la segunda planta, donde estaba la ropa para mujeres y, mientras mi hija empezaba a mirar prendas, cogí un par de pantalones y una falda y le dije a Griselda que iba a los probadores para ver cómo me quedaban y que luego la ayudaría, si necesitaba mi opinión para escoger su ropa. Por supuesto que mi intención no era realmente probarme esas prendas, sino poder tener al fin un poco de intimidad para apagar el fuego que ardía en mi sexo. Llegué a la zona de probadores y me encontré con que varios estaban ocupados, algunos con los acompañantes esperando fuera. Al fondo vi que quedaban dos libres y entré en uno de ellos. En el de al lado un hombre de unos 45 años esperaba pacientemente a que su mujer terminase de probarse varias prendas. No lo dudé mucho: era una buena oportunidad para volver a exhibirme, para captar de nuevo miradas masculinas. Corrí la cortina pero dejando una pequeña abertura, sin ser una cosa descarada, pero lo suficiente como para que el hombre pudiera verme desde su posición. Una vez dentro del probador me coloqué de forma que el desconocido tuviera un buen ángulo de visión en cuanto se percatara de mi “descuido” con la cortinilla. Pasaron unos instantes hasta que por fin el hombre echó un primer vistazo hacia dentro del habitáculo en el que me encontraba. El primer paso ya estaba dado: se había percatado de que podría verme durante el cambio de ropa.

Comencé a desabrocharme la blusa botón a botón: el primero ya lo tenía abierto, así que abrí el segundo y luego el tercero. Mi sujetador blanco quedó ya parcialmente a la vista. Terminé de desabrocharme la blusa y aparecieron mis dos tetas medianas cubiertas por el sostén. A través del espejo veía cómo el hombre no perdía ya detalle de mis movimientos y posturas. Incrédulo contempló a continuación cómo me llevaba las manos a la espalda y soltaba el cierre de mi prenda íntima. Dejé caer el sujetador al suelo y me giré por completo para que el mirón pudiera verme de frente. Lo observé de reojo y tenía su vista clavada en mis tetas desnudas. Empecé a acariciarme los pezones con la yema de los dedos, a tirar suavemente de ellos hacia delante y a friccionarlos. La mezcla entre el placer que yo misma me estaba dando y un cierto nerviosismo y morbo por el lugar y el cómo lo estaba llevando a cabo no hacían sino aumentar el grado de mi excitación. Vi cómo el individuo no tardó mucho en meter su mano derecha en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón negro y comenzaba a masajear su bulto. De pronto se oyó a su esposa preguntarle cómo le quedaba la prenda que se estaba probando. Algo nervioso y con prisas le respondió que muy bien. Tras unos segundos de paréntesis volvió a dirigir su mirada hacia mi probador. En ese momento empecé a quitarme la falda. Lentamente la fui bajando desde mi cintura hasta mi bajo vientre. Si la bajaba un poco más, mi sexo cubierto sólo por las finas medias-pantys quedaría ya a la vista del desconocido. Perdí el pudor por completo y miré por primera vez de forma directa a los ojos del hombre: nuestras miradas se encontraron, cómplices en el juego. Deslicé hacia abajo la faldita unos centímetros más y dejé mi coño expuesto al individuo. Otra vez la misma cara de sorpresa en él que un rato antes en la cara del joven del bus. De nuevo el contemplar contra lo esperado mi sexo sin cubrir por unas braguitas causaba asombro. Observé entonces cómo los movimientos dentro del bolsillo del pantalón aumentaban de velocidad. Me encontraba completamente desnuda sólo cubierta por los transparentes pantys. Me puse de espaldas al hombre para que pudiera contemplar también mi culo. Con el pretexto de apartar un poco los zapatos, me agaché ofreciéndole durante unos instantes la imagen de mi trasero en pompa y abierto. Ya no aguantaba más: me metí la mano entre las medias y mi piel, la fui bajando hasta mi sexo y empecé a acariciarlo con mis dedos. No dejaba de mirar al individuo, que se había acercado todo lo que podía al espacio abierto en la cortina, pero sin descuidar el probador en el que todavía seguía su esposa. Se veía ya a la perfección el enorme bulto que se le había formado bajo el pantalón y que aquel desconocido continuaba masajeando.

De nuevo su mujer lo interrumpió brevemente y cuando volvió a mirarme, yo me había metido ya un dedo dentro de mi coño mojado y había comenzado a penetrarme. Giraba mi dedo dentro, lo doblaba haciendo el movimiento como si me rascase. Un solo dedo ya no me era suficiente: necesitaba más, estaba ardiendo. Introduje en mi sexo un segundo dedo, luego un tercero. Tenía más de la mitad de la mano dentro y no paraba de moverla. Mis pantys estaban mojados, mi mano empapada, llena de flujos y líquido blanco. Dejé de mirar por unos segundos al individuo y, cuando quise volver a hacerlo, se había tomado la licencia de descorrer la cortina, entrar en mi probador y volver a cerrarla. No dije nada, ni me opuse. Se abrió la cremallera del pantalón, sacó a duras penas su enorme miembro hinchado y duro, avanzó un paso más y se detuvo ante mí, con la polla a escasos centímetros de mi cuerpo. Empezó a agitársela a una gran velocidad, recorriendo una y otra vez toda la superficie, rozando su rosado glande. Las venas se le marcaban en el pene como si fuesen a estallar de un momento a otro. Estuvo así un minuto, hasta que paró de forma repentina. Vi cómo la polla le palpitaba, le daba pequeños latigazos hacia arriba, luego hacia abajo y otra vez hacia arriba. El olor a sexo y a sudor comenzó a inundar el pequeño espacio en el que nos encontrábamos. Sabía que aquel hombre no podría estar mucho más tiempo allí o sería descubierto, mejor dicho, seríamos descubiertos, por su mujer. Interpreté ese parón en su masturbación ese quedarse quieto con su polla empalmada apuntándome directamente como un ofrecimiento a que fuese yo la que continuase machacándosela. Con mi mano derecha le agarré de golpe su miembro y comencé a pajear al desconocido. Con la izquierda me frotaba el clítoris buscando mi ansiado orgasmo. El intenso aroma que procedía de aquella polla me penetraba por la nariz y me volvía todavía más salvaje. Sus testículos bailaban al ritmo de los movimientos de mi mano sobre el pene. Le escupí un par de veces sobre la verga para que mi mano se deslizara con mayor facilidad y para que sintiera mi saliva hirviendo sobre la piel.

Tras varios enérgicos y violentos movimientos con mi mano, al desconocido se le escapó un tenue gemido. No me dio tiempo a más: el semen comenzó a salir disparado del agujerito del glande y fue estrellándose sin pausa en mis pechos y en mi vientre. El caliente y espeso líquido blanco empezó a bajar desde mi estómago hasta el inicio de los pantys. Con mi mano abierta comencé a darme palmadas sobre mi coño para después volverme a meter un par de dedos y penetrarme de forma alocada bajo la atenta mirada del hombre, de cuya polla goteaban los últimos restos de leche. Me masturbé duro metiendo y sacando los dedos con todas mis ganas hasta que noté un estallido de placer en mi interior alcanzando el orgasmo. Terminé con toda la entrepierna de las medias chorreando para mayor satisfacción de aquel individuo. Éste no quiso arriesgarse más y con rapidez se metió la polla por dentro del pantalón, se subió la cremallera, descorrió por completo la cortina sin importarle lo más mínimo que alguien más me pudiese ver, me dedicó una sonrisa picarona y volvió a cerrar de golpe la cortina. Saqué de mi bolso un kleenex para limpiarme un poco el semen que tenía sobre mi cuerpo y secarme mi propia humedad, me vestí precipitadamente y cogí las prendas que ni me había probado. En el suelo del probador quedaron restos de esperma del individuo, de mis flujos y el kleenex sucio.

Al salir del habitáculo, me dirigí de nuevo hacia la zona en la que se encontraba mi hija que, ajena a todo, estaba ya terminando de seleccionar las prendas que iba a probarse antes de comprarlas