Confesiones de una viuda

Una viuda cincuentona confiesa sus infidelidades ante la foto de su difunto marido, y cómo la han follado esos otros hombres.

Adela y yo nos conocíamos desde la más tierna infancia. Fuimos vecinos hasta que mis padres trasladaron la familia al anillo industrial de Barcelona. Ella se casó a los veinte años enamorada de Arturo, un comerciante que le sacaba doce años. Yo caí en las garras de Luisa cinco años más tarde. Nos veíamos ocasionalmente en vacaciones. Aprovechábamos esos pocos instantes para ponernos al día sobre nuestras vidas. A pesar de la distancia y del tiempo, siempre mantuvimos vivo el recuerdo y el cariño de la niñez. Un cariño que nos llevó a intentar juegos de adultos que la inocencia nunca nos permitió descubrir.

Siempre supimos el uno del otro a través de amigos y familiares. Adela me pareció siempre una niña preciosa, una muchacha encantadora y una mujer excitante. Mis insinuaciones siempre cayeron en el cesto de una intimidad amistosa exenta de lujuria.

Me llamó cuando se enteró de mi separación. Lloró por el daño que me hizo la marcha de Luisa de mi vida. Yo la llamé cuando supe de la muerte de su marido, dejándola sola a los cincuenta y tres años. No pude acompañarla en el funeral.

La visité en su piso a la afueras de Madrid unos meses más tarde. Ambos teníamos muchas ganas de vernos. Me recibió en bata y con cara de no haber pegado ojo en toda la noche. Nos besamos en las mejillas y nos abrazamos con fuerza durante varios minutos.

Mientras tomábamos un café se desahogó conmigo. Me contó lo feliz que había sido con Arturo. Los sueños que había hecho realidad, el cariño y la pasión que no habían desaparecido en más de treinta años y el amor que sentían el uno por el otro. Sin embargo, Adela tenía un pesar que la había atormentado desde que murió Arturo. Había pasado toda la noche confesándose ante la foto de su difunto marido.

-       Tenía que contárselo.- Empezó a decirme entre sollozos- Ya sé que no me podía escuchar, pero yo necesitaba desahogarme, decirle que le he sido infiel, que siempre ha habido otros hombres. No uno ni dos, varios. No sabría decir cuántos. Algunos de una sola ocasión; otros me obsesionaron durante semanas e incluso meses.

-       ¿Me resulta difícil creerte? ¿Por qué ahora?

-        Anoche me acosté y no podía dormir. No era la primera vez que me pasaba, pero otras veces, finalmente, caía rendida al cabo de una hora. Tenía una presión en las sienes y sentía la necesidad de desahogarme. Esos hombres pasaban ante mis ojos provocándome, incitándome con sus pollas tiesas, pero no me atrevía a mirarlas. Me senté en la cama y puse la foto de Arturo ante mi. Le hablé directamente, con claridad.

Te he sido infiel, le dije. Siempre. Desde el primer día, desde el viaje de novios en Punta Cana. En mi defensa, o para justificarme, le dije que no fue premeditado. Simplemente la situación me envolvía y me empujaba como un cordero al sacrificio. Sólo que yo disfrutaba cada vez mas. Empecé con el camarero de la piscina del hotel Aquel camarero negro tan atento y tan amable, le dije. Un día se bajó las bermudas y me enseñó su polla. Desde entonces no pude quitármelo de la cabeza. Me volvía loca chupándosela; me abrasaba las entrañas con su polla dentro. ¿No sé cómo no se dio cuenta? Pasé de ser una muchacha recatada a comportarme en la cama como una auténtica zorra.

Después, con el muchacho escuálido del tercero. Sí, aquel jovencito que estaba en los huesos. Se frotaba conmigo en el ascensor siempre que podía. Yo le dejaba. Simulaba que no me enteraba. Más por caridad que por otra cosa. Hasta que un día colocó su bulto duro entre mis nalgas y empujó con insistencia. Me mojé. Involuntariamente, pero se me empaparon las bragas. Me dijo al oído que me iba a reventar el culo. Lo dijo sin contemplación, con esas mismas palabras. Desde aquel día me excitaba sentirme dominada como una sumisa. ¿Por eso cambié de idea y le pedí a Arturo que me follara por el culo?. La polla de ese joven fue la que me hizo sangrar las primeras veces y la que me provocaba escozores y dolor hasta que me quedó bien dilatado.

Hubo también un hombre mayor, -unos setenta años debía tener- que se cogía el paquete cada vez que me cruzaba con él. O tal vez eran varios y a mi me parecían siempre el mismo. Un día me dijo que me la iba a meter en la boca, hasta la campanilla, y luego me la llenaría de leche. Era deliciosa, espesa, caliente y con un punto de amargor. A veces me la echaba en la cara y luego me obligaba a recogerla con los dedos y bebérmela. Ese me sometió a sus caprichos durante varios años, hasta que dejé de verle.

Le pregunté a Arturo que si no le llamó la atención que de pronto me gustara apagar la luz del comedor por la noche y apoyarme en la ventana y mirar a la calle mientras me la metía. ¿Cómo me iba a responder?. Le dije que me lo enseñó el director de contabilidad de mi oficina. Me follaba el coño y el culo. Me amasaba y estrujaba las tetas y tiraba de mis pezones provocándome una mezcla de dolor y placer que anulaban mi voluntad y mi cuerpo se convulsionaba como el de una posesa. Arturo también lo disfrutó. Aquel cabrón de jefe me llevó a ser un coño dispuesto a cualquier cosa.

Otro que hizo mella en mi, lo conocimos el fin de semana que fuimos al Delta del Ebro. Probamos las ostras por primera vez en aquella visita al vivero y a las bateas. El guía me susurró al oído que lo más parecido a una ostra es el coño de una mujer. Quería que me sentase sobre su cara y me lamería el chocho y el culo. Esa postura me mantenía completamente abierta y la lengua me entraba hasta el útero.  Me corría varias veces con esas lamidas y no sabía dónde tenía más placer, si en el coño o en el culo.

Hubo muchos más. No sabría decirte cuántos. Aventuras de un día. Me cruzaba con ellos en la calle, en el autobús o en el supermercado. Sus miradas lujuriosas provocaban en mi coño una reacción instintiva, incontrolable. Se me empapaban las bragas y mi vagina aspiraba hacia dentro con fuerza. Las bragas se me metían hacia dentro y a veces me bastaba con cruzar las piernas en el autobús para provocarme un orgasmo.

Se lo expliqué con mucho detalle ante su mirada imperturbable. ¿Qué podía yo esperar de una foto? Cuando acabé de confesarle todo,  tenía la sábana empapada, pero no quise masturbarme. Hubiese sido como decirle que no me importaban sus sentimientos.

Tampoco quise decirle nada de todos las corridas que han manado de mi coño con vecinos, con algunos de sus compañeros de trabajo, o con los maridos de algunas amigas. Aunque podría habérselo dicho porque, al fin y al cabo…, todas mis infidelidades sólo fueron fantasías.

-       Entonces, ¿todo eso ha pasado sólo en tu imaginación? No entiendo por qué te atormentaba. Y me tranquiliza saber que no has follado con todos esos hombres. Me sentiría celoso que lo hubieses hecho con tantos y a mi no me hagas ni caso.

-       Sí. Han sido sólo fantasías. Mi imaginación estaba con esos hombres que yo quería follarme, pero mi cuerpo estaba con él.

-       Ahora podrás realizar esas fantasías y no le estarás engañando.

-       No sé si me atreveré. No paro de darle vueltas. Necesito calor humano en mi cama, pero no sé cómo será eso abrirme de piernas ante un desconocido.

-       Aquí estoy yo para que despejes tus dudas.

-       ¡Qué cosas tienes!