Confesiones de una mujer casada (2)
Un extraño sueño me llevo a comportarme como una puta en la vida real.
CONFESIONES DE UNA MUJER CASADA
II - PARTE
Me desperté sobresaltada y con un estado de ansiedad evidente. Era una extraña y contrapuesta mezcla de miedo y excitación sexual provocada por el sueño que acababa de experimentar, el cual, había sido tan profundo y real que podía recordarlo con todo lujo de detalles. Advertí que mi marido ya se había marchado de casa a trabajar, pero todavía era noche cerrada, por lo que deberían ser más de las seis y menos de las seis y media de la mañana. Pese a tener la ventana abierta de par en par, la persiana subida hasta arriba (ya estábamos en plena canícula veraniega en Madrid), y a yacer sobre las sábanas con un diminuto tanga como única prenda de abrigo, mi cuerpo estaba cubierto de sudor. Entonces me desparramé, boca arriba, sobre la amplia cama de matrimonio y comencé a recordar el extraño sueño que me había despertado en esa situación de estrés, como quien tras ver una película la rebobina y la vuelve a visionar con más interés.
El sueño comenzó conduciendo yo sola el vehículo de mi marido por una carretera comarcal muy poco transitada en plena noche. El motor comenzó a fallar repentinamente producto de una presunta e inoportuna avería. Estacioné como pude en el arcén, conecté las luces de emergencia y me dispuse a telefonear a mi marido, pero lamentablemente mi móvil tenía la batería totalmente agotada. Entonces comprendí que la única posibilidad de solventar aquel cúmulo de infortunios pasaba por esperar a que alguna alma caritativa, que circulase casualmente por aquellos andurriales, tuviese a bien socorrerme. Encendí un cigarrillo y aguardé sentada en el interior del coche.
Al cabo de media hora una luz muy lejana destelló en el espejo retrovisor, por lo que descendí del vehículo y me coloqué al borde de la calzada. A medida que aquella luz se iba acercando pude ver que se trataba de un imponente camión, tipo "trailer". Cuando ya estaba a escasos metros de mi posición comencé a agitar los brazos en señal de auxilio. El camión fue reduciendo su velocidad hasta detenerse unos metros más adelante, momento en el que caminé a su encuentro. Rodeé el enorme trailer por el lado del acompañante y, poco antes de llegar a la altura de la cabina del conductor, pude ver que tenía la puerta abierta. Dentro, un corpulento camionero me preguntó amablemente que me había sucedido. Al explicarle lo de la supuesta avería el hombre se bajó del camión y echó un vistazo al motor de mi coche. Lamentablemente me explicó que la reparación era complicada y además, obviamente, no tenía las piezas necesarias. Luego se ofreció a llevarme hasta la ciudad.
Un poco más aliviada procedí a cerrar con llave mi automóvil tras lo cual ambos subimos al camión. Rafael (así se presentó aquel hombre) era un tipo calvo, con barba canosa de varios días, corpulento todo él y con una prominente barriga. Además la cabina desprendía un hedor a sudor insoportable, pero parecía buena persona y eso me dio la confianza necesaria para aceptar su hospitalidad. Pero mi intuición me falló estrepitosamente, ya que a los quince minutos de marcha, aproximadamente, Rafael detuvo el vehículo en el arcén y con una mirada inquietante me anunció que el favor no iba a salirme gratis. También me dijo que tenía dos opciones, bajarme allí mismo del camión y buscarme la vida, lo cual evidentemente no era buena idea, o aceptar que me llevara a la ciudad a cambio de mis favores sexuales.
Horrorizada, en un primer momento, coloqué mi mano sobre el picaporte de la puerta decidida a adoptar la primera de las opciones, pero enseguida comprendí que tendría que escoger la segunda opción si quería llegar a salvo a la ciudad. Finalmente le comuniqué mi decisión de aceptar ésta última. Rafael, sin mediar palabra, conectó las luces de emergencia, accionó los seguros bloqueando las puertas y cerró herméticamente ambas ventanillas, manteniendo el motor a ralentí para poder encender, al mínimo, el aire acondicionado. Luego cubrió toda la superficie acristalada de la cabina con unas cortinas que llevaba dispuestas al efecto y me ordenó que me quitara toda la ropa. Mientras yo obedecía sumisa y "acojonada", él desplegó la litera dispuesta tras los asientos y comenzó a desprenderse de su ropa sin dejar de mirarme.
A medida que Rafael se iba quitando prendas, el mal olor a sudor rancio fue impregnando la atmósfera del reducido habitáculo, pero lo peor aun estaba por llegar, ya que cuando se descalzó sus mugrientas deportivas un tremendo hedor a pies estuvo a punto de hacerme vomitar. El hombre era muy grande y estaba bastante gordo. Su tórax, arrebatado de pelos negros ensortijados, lucia una prominente barriga y michelines por todas partes. Aquella alfombra tupida de rizos negros se extendía también por su espalda, pubis y piernas. Yo siempre había oído que los hombres gordos tenían el pene pequeño, pero obviamente se trataba tan solo de habladurías porque Rafael mostraba un miembro, ya semi-erecto, de dimensiones considerables, tanto en longitud como en grosor.
Cuando los dos ya estábamos completamente desnudos, de nuevo sin decir ni pío, Rafael me sujetó la cabeza con una de sus enormes manazas, obligándome a que me recostara sobre su pubis y le chupara la polla. Cuando su miembro se fue acercando a mi rostro, mi nariz apercibió un nuevo olor, no menos repugnante que los anteriores, procedente de los restos de orina acumulados en su glande, pero no me quedó más remedio que abrir la boca y engullir hasta el fondo aquel trozo de carne maloliente. Antes de que mi paladar se acostumbrara al sabor salado y agrio de su capullo, tuve que reprimir dos o tres arcadas. Luego comencé a mamársela al ritmo que marcaba su mano en mi coronilla. En pocos segundos aquel rabo se fue endureciendo y aumentando de tamaño paulatinamente, hasta alcanzar una tremenda erección.
Cuando el hombre lo estimó oportuno, y solo entonces, liberó la presión de mi cabeza y me obligó a incorporarme. Luego situó una de mis manos sobre su miembro y me ordenó que le masturbara cogiéndolo por el glande, mientras él manoseaba mis hermosas tetas. Más tarde me asió la cara con sus dos manos y me metió la lengua hasta la campanilla. Era una lengua gorda, cubierta de abundante y espesa saliva, que escrutaba cada rincón de mis encías y se enroscaba rabiosamente con mi propia lengua, al mismo tiempo que sus carnosos labios chupaban con fruición los míos y su garganta emitía sollozos de placer provocados por el roce de mi mano en su capullo.
Después me cogió por un brazo y nos pasamos a la litera. Era un armazón, tipo somier, con un colchón de 1,50 m. x 2,00 m. cubierto con una harapienta sábana, presuntamente de color blanco en su origen, que presentaba además innumerables manchas amarillentas de esperma reseco, al igual que la almohada. Rafael me colocó a cuatro patas, situándose él de rodillas por detrás de mis nalgas y entre mis piernas. Ante mi estupor, sorbió su nariz varias veces enérgicamente, acto seguido carraspeó con estruendo su garganta y finalmente escupió una abundantísima mezcla de saliva y mocos en la palma de una de sus manos. Me separó las nalgas con su mano libre y me lubricó el ano con la viscosa mezcla depositada en su otra mano. Después apuntó su glande en el mencionado agujero y empujó con fuerza hasta penetrármelo sin miramientos. Cuando su considerable polla se me había insertado integra en los intestinos empezó a meterla y sacarla a buen ritmo.
Un dolor agudísimo me desgarraba por dentro, teniendo en cuanta el tamaño de su cilindro perforador y que además yo era virgen en esos menesteres, pero incomprensiblemente mi esfínter se fue acoplando al taladro y poco a poco el dolor se fue tornando en placer, todo ello aderezado por los dedos de Rafael frotándome el clítoris.
Al cabo de dos o tres minutos me sacó su estaca del ano y, conservando la misma posición, me taladró el coño con bastante facilidad, producto de los restos de su lubricante natural y de mis jugos vaginales, que para entonces ya habían echo acto de presencia. Una vez que me la hubo clavado hasta las pelotas, comenzó a follarme a un ritmo frenético, utilizando mis tetas como punto de apoyo. No me lo podía creer, pero lo cierto es que Rafael me estaba violando despiadadamente y como respuesta yo me estaba corriendo de gusto. Cuando me sobrevino el segundo orgasmo consecutivo no pude reprimirme y comencé a gritar de placer.
Rafael sudaba como un cerdo y el ambiente del habitáculo era casi irrespirable, pero yo deseaba que siguiera follándome de esa forma tan brutal. No me importaba que se corriera en mis entrañas, ya que no había tenido la delicadeza de ponerse un condón, porque yo soy estéril (como ya conté en mi primer relato), pero eso no iba a suceder, ya que las intenciones de Rafael eran otras. Cuando comprendió que su polla no iba a aguantar más, cesó su glorioso bombeo de golpe. Ocupó mi posición en la litera, pero tendido boca arriba, y situándome recostada entre sus piernas, me ordenó que siguiera con la boca.
Ni que decir tiene que para entonces el hedor de su capullo se había multiplicado por diez, pero estaba tan excitada que no solo no me daba ningún asco, sino que comencé a tomar las riendas de aquella orgía. Primero le lamí los huevos a conciencia, a lo que Rafael respondió con varios espasmos de placer. Luego le recorrí el frenillo con la punta de la lengua y le lamí el capullo en círculos. Rafael estaba a punto de reventar, pero esa técnica conseguía retrasar la eyaculación y hacerla más lenta, por lo que el placer sería aun más intenso y duradero. Finalmente comencé a estrujarle delicadamente los huevos con mis manos, al mismo tiempo que engullí totalmente su rabo y se lo masturbé, rozándole lo más suave que pude, exclusivamente con los labios. Apenas unos segundos después un copiosísimo y espeso chorro de lefa me inundó la garganta, seguido de cerca por otras tres o cuatro no menos abundantes erupciones de leche. Como yo estaba boca abajo, dos regueros de semen comenzaron a discurrir raudos por las comisuras de mis labios, momento en el que oí la voz firme y grave de Rafael ordenando que me lo tragara todo.
Esta vez no me costó ningún trabajo obedecerle, porque era justo lo que pensaba hacer independientemente de sus órdenes. Así que comencé a tragar leche tibia y espesa a medida que su capullo la escupía en mi boca. De ésta manera le ordeñé, hasta que la última gota de sus cojones se depositó en mi estómago. Pero a pesar del tremendo placer que le di, Rafael no parecía estar conforme con mi última actitud, ya que se suponía que me estaba forzando contra mi voluntad, por lo que como castigo a mi colaboración final, me sometió al acto más nauseabundo de mi vida: Cuando terminó de correrse, sin permitirme que mi boca se zafara de su polla, me sujetó con fuerza la cabeza y comenzó a orinar. Fue una meada interminable que no tuve mas remedio que beberme por completo. Su sabor salado y su textura líquida y caliente se fueron apoderando de mi paladar hasta tal punto, que cuando me sacó la polla de la boca vomité sin remedio. Entonces Rafael reaccionó propinándome una tremenda bofetada, que fue la que me despertó del sueño.
Los primeros rayos de sol se colaban indiscretamente por mi ventana. El recuerdo de aquel sueño me había provocado una sensación de rabia y repulsión, pero tengo que reconocer que también me había puesto cachonda. Entonces me quité el tanga y me masturbé, haciéndome un dedo hasta correrme. Después de eso volví a quedarme profundamente dormida.
Me desperté hacia las nueve de la mañana. El Sol ya se colaba de pleno por la ventana y, pese a que todavía era temprano ya se notaba el calor. Tal y como estaba, es decir, como Dios me trajo al mundo, me levanté, preparé café y tostadas desayunando en la misma cocina. Luego tomé una larga y tonificante ducha. Mientras el agua discurría por todo mi cuerpo comencé de nuevo a repasar mentalmente algunos pasajes del sueño y me puse otra vez cachonda. Entonces en mi mente comenzó un arduo debate entre mi conciencia "buena" y "mala", en torno a una alocada idea que se acababa de instalar en mi cerebro.
En el mercado de mi barrio, donde suelo hacer la compra a diario, y más concretamente en la pescadería, hay un chaval atendiendo de no más de veinte años que podría ser mi hijo si tenemos en cuenta que yo tengo treinta y ocho. Se llama Manuel, aunque todas las clientas le llamamos Lolo. Es muy guapo, tremendamente atractivo y con un cuerpazo de infarto. Es decir, que está buenísimo. Lo cierto es que Lolo, siempre que voy a comprar allí, me obsequia con miradas lujuriosas y me dedica algún que otro piropo. No esta bien que yo lo diga, pero con mis treinta y ocho años todavía estoy de muy buen ver, y sé que al chaval le pongo "nervioso". Pues bien, la alocada idea a la que me referí anteriormente pasaba por bajar a la pescadería y provocar a Lolo descaradamente. El morbo de la situación reside en ver la reacción de Manuel y, en función de cual sea ésta, dejarme llevar hasta el final, aceptando a priori todas sus posibles consecuencias.
Mi conciencia "buena" me recordaba que soy una mujer casada, y que mi marido no se merece que le ponga los cuernos. Pero mi conciencia "mala" me incitaba a ser una puta, alegando que la vida es muy corta y que tan solo se vive una vez. Ambas conciencias se implicaron en una guerra sin cuartel en la que finalmente salió victoriosa la "mala". Por tanto, cuando salí de la ducha la decisión ya estaba tomada. Sería puta por un día. Lo malo de ello es que puedes caer en la adicción, pero esas cosas nunca se piensan cuando el deseo y el ardor sexual te abrasan las entrañas.
Para la ocasión me alisé mi melena rubia, me pinté los ojos y los labios un poco más de lo habitual y elegí un vestuario apropiado. Como primera medida no me pondría ropa interior de ningún tipo (iría sin sujetador y sin bragas), ya que el clima lo permitía. Con el resto de la ropa debía tener cuidado ya que en el barrio me conoce mucha gente y luego podrían irle con el cotilleo a mi marido. Por tanto me puse un mono vaquero y unas sandalias negras con bastante tacón, que dejaban al aire el noventa por ciento de mis cuidados pies. Con ello conseguí que mi aspecto fuera algo desafiante a la par que discreto y elegante, para no levantar sospechas entre los vecinos.
Cuando llegué al mostrador de la pescadería me coloqué de perfil apoyada sobre el mismo. El bolso me lo colgué al otro lado, para que nadie, excepto Lolo, pudiera advertir que debajo no llevaba sujetador. El apoyo sobre el mostrador era estratégico, ya que conseguí que el canto de éste presionara por debajo de una de mis generosas tetas, haciéndola sobresalir en mas de un tercio de su volumen por el lateral del mono. Luego subí el brazo ligeramente para que Lolo tuviera una vista panorámica y exclusiva, esperando a que me llegara el turno para comprar. Al otro lado del mostrador, además de Lolo, había otro compañero atendiendo, pero estaba al otro extremo y era imposible que tuviera las mismas vistas que Manuel. El muchacho mientras atendía no podía quitar la vista de mi teta. Se estaba poniendo malo por momentos y eso me divertía mucho.
En mi turno, Lolo, sin que yo abriera la boca, dijo en voz alta, para que todo el mundo le oyera y no le diera la más mínima importancia, que el besugo que le había encargado ya lo tenía preparado, pero que tuviera la amabilidad de pasar a la trastienda con él por si prefería otro besugo de los que le habían traído esa misma mañana.
En ese momento entendí que el muchacho, que no era precisamente tonto, se había percatado de mis intenciones, y que yo tendría que aceptar su propuesta o de lo contrario quedar en evidencia delante de todas las personas allí presentes, la mayoría de las cuales me conocían a mí y a mi marido. Había jugado con fuego y ahora estaba a punto de quemarme. Una vez sopesados los pros y los contras de aquella situación, le dije a Lolo que entraría a elegir el besugo con mucho gusto, dándole a continuación las gracias por tener ese detalle. Con ello me aseguré que los vecinos no sospecharían, pero, indirectamente, le había dicho al muchacho que me follara allí mismo. ¿Pero no había bajado a la pescadería para eso?, me pregunté. Manuel ya había abierto la trampilla del mostrador para franquearme el paso. Una vez me situé al otro lado del mostrador, el chaval cerró la trampilla y abrió la puerta de la trastienda cediéndome caballerosamente el paso con una sonrisa encantadora.
En el momento en el que atravesáramos el umbral de la trastienda, y la puerta se cerrará tras de nosotros, la suerte estaría echada y no procederían ya más rodeos, por lo que en cuanto que Lolo cerró la puerta de la trastienda con nosotros dentro me desabroché el peto del mono vaquero y me quedé con las tetas al aire delante de él. Con solo mirarme los pechos desnudos sabiendo que iban a ser suyos, la bragueta de Manuel comenzó a mostrar un bulto duro bajo su mono de trabajo. Luego comenzó a acariciarme las tetas con tal delicadeza y cuidado, que se me erizaron todos los pelos del cuerpo y mi coño se humedeció repentinamente. Entonces me desabroché el pantalón del peto y me lo quité, quedándome completamente desnuda. Lolo, que con ese gesto comprendió perfectamente que no teníamos mucho tiempo, se quitó el mono y los calzoncillos, bloqueó la puerta de la trastienda con un grueso pestillo y me besó como nadie antes lo había hecho.
Luego subí una de mis piernas, poniendo el pié sobre un banco de madera de unos cincuenta centímetros de altura, apoyé mi espalda contra la pared y le pedí que me penetrara. El chaval, que tenía la polla apuntando al cielo, flexionó ligeramente sus rodillas para poder apuntar su pene en mi vagina, y me penetró con una delicadeza desmesurada. Después irguió su cuerpo, colocó una de sus manos por debajo del muslo de mi pierna subida y me echó un polvo que nunca olvidaré. Cuando Manuel estaba a punto de reventar, no sin antes haberme proporcionado hasta tres orgasmos seguidos, que apenas pude manifestar para que nadie nos oyera, le dije que no se preocupara, que pese a no utilizar condón se podía correr en mis entrañas sin ningún tipo de problema. Y así lo hizo. La eyaculación de Lolo fue tan brutal que pude notar como me iba inyectando su leche en mi útero. Después nos fundimos en un largo y apasionado morreo, nos vestimos y salimos con el besugo como si tal cosa.
Si hay algo de lo que estoy segura después de esta experiencia, es de que ser puta proporciona mucho placer, pero causa dependencia.
- FIN -