Confesiones de una mujer casada (1)

Relato de mi primera infidelidad.

CONFESIONES DE UNA MUJER CASADA

I - PARTE

Me llamo Concepción, Conchi para los amigos, y tengo 38 años. Cuando apenas tenía 14 años una operación de apendicitis desafortunada, con perforación de intestino incluida, provocó que el cirujano de turno me tuviera que extirpar las trompas. Así de cruel es la vida, todavía no era mujer y ya estaba estéril para siempre. Cuando cumplí los 16 años conocí a un chico ocho años mayor que yo del que me enamoré hasta la médula. Se llamaba Javier, era un morenazo muy guapo y atractivo, alto, delgado y de complexión atlética. A los dos meses de salir juntos me desvirgó. La experiencia fue maravillosa y a partir de entonces hacíamos el amor todos los fines de semana: dos o tres veces el sábado y una o dos veces el domingo.

Mantuvimos un noviazgo largo e intenso que duró nueve años, tras los cuales contrajimos matrimonio. Evidentemente antes de casarnos le conté mi operación y también que nunca podría darle hijos, pero nuestro amor era tan fuerte que eso no supuso impedimento alguno. Durante los primeros cinco años nuestras relaciones sexuales aumentaron su frecuencia considerablemente. Lo hacíamos todos los días una o dos veces. Reconozco que la fogosidad de Javier me convirtió en una auténtica adicta al sexo.

Coma ya he dicho anteriormente, él es ocho años mayor que yo, por lo que tras diez años de matrimonio la fogosidad de mi marido fue decreciendo paulatinamente. Nuestras relaciones sexuales fueron disminuyendo y a los pocos años tan solo hacíamos el amor una o dos veces por semana. Pero lo peor es que yo seguía con la misma adicción de cuando éramos novios, por lo que comencé a masturbarme para suplir la carencia de Javier.

En los últimos años a Javier le han ascendido en la empresa donde trabaja. Gana mucho más dinero, pero también tiene más responsabilidad y necesita más horas. Sale de casa a las siete de la mañana y no regresa hasta las ocho o las nueve de la noche. Esto ha redundado nuevamente en nuestras relaciones sexuales, y en estos últimos tres años lo hacemos una o dos veces al mes.

Al principio masturbarme me calmaba bastante, pero en mi mente se empezó a forjar la posibilidad de acostarme con otro hombre. Siempre que lo pensaba me asaltaba un tremendo morbo y me excitaba muchísimo, hasta el punto de salir varias veces a la calle dispuesta a follarme al primer macho que se me pusiera a tiro, pero el cargo de conciencia era más fuerte y finalmente mi mente terminaba por olvidar el asunto.

Por otra parte mi vida comenzó a entrar en una monotonía insoportable. Me levanto hacia las nueve de la mañana, desayuno, desempeño las tareas de la casa, me ducho y bajo a la compra. Después termino con las labores de la casa, me preparo algo de comer y me siento enfrente del televisor hasta que llega mi marido. Y así todos los días laborales. Luego el fin de semana es algo más divertido, pero enseguida llega el lunes y vuelta a la monotonía.

Un día, que no tenía ni ganas de bajar a la calle, decidí llamar por teléfono al supermercado de mi barrio y solicitar que me subieran el pedido a casa. Aquello me daba todavía más tiempo para "aburrirme", pero entonces aproveché para hacer limpieza general. Tomé una ducha rápida, me puse unas braguitas y una camiseta enorme, que me llegaba hasta medio muslo y me puse a currar.

Hacia las doce del mediodía sonó el timbre de la puerta. Debía ser el pedido de la tienda. Al abrir la puerta apareció un chico joven cargado con varias cajas. Aquélla silueta me recordó por un momento el aspecto de Javier cuando le conocí. Moreno, guapo, alto, delgado y fuerte. Mientras que sacaba las cosas de las cajas y las iba depositando sobre la encimera de la cocina, observé que el chaval no me quitaba ojo a las piernas y al generoso escote de la camiseta, por el que sobresalían gran parte de mis abundantes tetas. Cuando por fin terminó de colocar las cosas sobre la encimera, sacó la factura del bolsillo de su camisa y me la extendió para que le pagara. Mientras buscaba el billete apropiado en mi monedero, no pude por menos que fijarme disimuladamente en su bragueta. La vista de mis muslos y mis tetas le había provocado una erección.

Mi calenturienta mente comenzó de nuevo a elucubrar. Era verano y los vecinos de los pisos contiguos se encontraban de vacaciones. Mi marido no regresaba hasta las nueve de la noche y ya me había efectuado la llamada telefónica de rigor. El chico de la tienda estaba muy bueno e indudablemente yo le gustaba. Llevaba más de quince días sin saber lo que era un hombre. Pero por otro lado también estaba mi tremendo cargo de conciencia. Cuando volví a la realidad el chico me estaba dejando las monedas del cambio sobre la encimera y se disponía a marcharse.

De pronto me sobrevino un morbo mucho más intenso que el de otras ocasiones, y pude notar que mis bragas se humedecían y mis pezones se clavaban erectos sobre la camiseta. Sin poder controlar mis actos le agarré la bragueta con una de mis manos y comencé a besarle suavemente en los labios. Paco, que así se llama el repartidor de la tienda, soltó las cajas vacías y me acarició las tetas por encima de la camiseta, al mismo tiempo que entreabría su boca y me metía la lengua hasta la campanilla. Mis manos palpaban su bragueta lascivamente, descubriendo que tenía el rabo como una piedra. Ni que decir tiene que mojé las bragas como si las hubiera metido en un cubo con agua.

Dejé de besarle y me aparté unos centímetros de su cuerpo, los suficientes para permitirme la maniobra de quitarme la camiseta. Mis dos grandes pero todavía erguidas tetas quedaron flotando ante su mirada atónita, con los pezones erectos apuntándole. Luego me puse de rodillas, le desabroché el vaquero y se lo bajé hasta los tobillos. En una segunda pasada hice lo propio con sus calzoncillos. Entonces apareció una polla gorda, venosa, y de unos 20 centímetros de longitud, apuntando directamente al techo. Hacía años que no veía un rabo tan grande y duro. Sin mediar palabra me lo metí en la boca y comencé a chuparlo, al mismo tiempo que mis dos manos le masajeaban delicadamente los huevos.

Cuando llevaba más de cinco minutos chupándole la polla, Paco pareció despertar de su letargo inicial. Me obligó a incorporarme del suelo, se sacó los pantalones y los calzoncillos de sus tobillos, se quitó la camisa y, cogiéndome de la mano me ordenó que le llevara al dormitorio. Me tumbó sobre la cama, me quitó las empapadas bragas y, recostándose entre mis piernas, comenzó a lamerme el coño con la punta de su lengua. Recordé que los pisos contiguos estaban vacíos y no reprimí mis gemidos de placer. Su lengua me recorría la vulva de arriba abajo, deteniéndose de vez en cuando unos segundos en mi abultado clítoris. En menos de dos minutos me arrancó uno de los orgasmos más placenteros de mi experimentada vida sexual.

Después de aquello se arrodilló entre mis muslos abiertos y su polla me penetró el coño con una facilidad pasmosa. A pesar de su tamaño me la metió hasta el fondo, sin que ello me provocara el mínimo dolor. Mis jugos hirvientes permitieron el paso de su rabo sin el menor impedimento. Javier se recostó sobre mis tetas, me metió la lengua en la boca y comenzó a follarme como una locomotora. El segundo orgasmo fue inapeable. Mis gemidos parecían ponerle todavía más cachondo, por lo que cada vez que yo gritaba de placer, Javier aceleraba sus caderas y me embestía como un auténtico toro de lidia.

A los pocos segundos, coincidiendo con mi tercer orgasmo, el chaval comenzó a resoplar como un poseso. Un calor intenso me recorría las entrañas. Se estaba corriendo de gusto y me estaba inyectando toda su leche en el útero. ¡DIOS MIO, QUE POLVO!.

Cuando todo terminó, nuestros cuerpos sudados se unieron en un abrazo, al mismo tiempo que nos besábamos como dos adolescentes en celo. Luego nos separamos y permanecimos tumbados en la cama, uno al lado del otro, durante algunos segundos. Entonces me giré de costado y le acaricié el pecho. Tenía unos abdominales perfectos. Luego comencé a lamerle y mordisquearle los pezones, lo que le provocó una nueva erección. ¡DIVINA JUVENTUD!, pensé. No hacia no dos minutos que se había corrido y ya tenía otra vez la polla lista para la "guerra".

Me recosté sobre su pubis y se la empecé a comer de nuevo. Esta vez me fijé en más detalles de su potente miembro. Tenía el capullo descomunalmente gordo. Toda longitud del pene estaba plagada de venas hinchadas y sus cojones eran gordos y muy duros. Le sujeté la polla con una me mis manos y le lamí los huevos por debajo. Javier se estremecía de gusto. Luego la punta de mi lengua comenzó a juguetear con su frenillo y su glande. Después me la metía entera en la boca, para lo cual alojaba su enorme capullo en mi garganta. Me daba la sensación de que a aquel chico no se la habían mamado nunca, porque se le ponían los ojos en blanco de placer, lo que me animó a chupársela durante más de diez minutos.

Más tarde me coloqué a horcajadas sobre él. Javier entonces apuntó su rabo en mi chocho, ayudado por sus manos, y me la volvió a clavar. Me senté sobre su pubis hasta notar sus hinchadas pelotas en mis nalgas. En aquella posición la penetración era más profunda, y notaba su rabo por dentro, más arriba de mi ombligo. En esta posición comencé a cabalgarle la polla. Él me cogió las tetas con sus dos manos y apretaba firmemente. Esta vez encadené dos interminables orgasmos seguidos, que me hicieron retorcerme de placer y chillar más que nunca.

Cuando terminé de correrme de gusto, me quedé unos segundos quieta con todo aquello clavado en mis entrañas. Le miré fijamente a los ojos y le pregunté si alguna vez había eyaculado en la boca de una chica. Él me dijo que no, pero que le encantaría que yo lo hiciera. Entonces me salí de su estaca, me recosté entre sus piernas y empecé a masturbarle rápidamente con ambas manos, mientras mantenía su capullo dentro de mi boca. En menos de un minuto su glande comenzó a escupirme leche en la garganta. Sus chorros de semen eran calientes, espesos y muy copiosos. A medida que su leche salía, me la iba tragando con gusto, excepto los dos últimos chorros, no por ello de menos cantidad, los cuales saboreé un rato antes de tragármelos, mirándole a los ojos lascivamente y apretando sus huevos con mis manos, para ordeñarle hasta la última gota de su exquisito elixir blanco.

Antes de que se fuera le invité a ducharse conmigo, e irremediablemente me volvió a follar en la ducha. En esta última vez también se corrió dentro de mi coño. Yo pensaba que en esa tercera eyaculación, en menos de dos horas, la cantidad de semen se vería notablemente disminuida, pero ante mi sorpresa, cuando me la sacó, dos regueros de lefa me recorrieron los muslos hasta llegar a mis tobillos. ¡AQUEL TIPO ERA UNA VERDADERA MÁQUINA DE FOLLAR Y FABRICAR SEMEN!.

Cuando Javier abandonó mi domicilio me quedé un rato pensativa, dudando entre si aquello había estado bien o mal. Pero me dejó tan complacida que mi pensamiento final fue: ¡QUE COÑO, QUE ME QUITEN LO BAILAO!. Ahora supongo que mi sed de sexo, después de aquélla grata experiencia, lo podré apagar con algo más que mis manos.

  • FIN -