Confesiones

Una oración para que le pongan un cerebro (o un corazón) a los tíos que me rodean

Debe ser por la visita del Papa a Madrid estos días y por los miles de jóvenes católicos que invaden las calles de mi ciudad con sus gorros y camisetas inconfundibles que me han contagiado un sentimiento religioso que llevaba años sin advertir. Yo, que ni creo ni dejo de creer, acabo de decidir doblegarme a la expiación de mis pecados. Así es, perdóneme padre porque he pecado. Y además, he cometido nada más y nada menos que los siete pecados capitales. Uno por uno, en apenas unos días. Pero si sirve de algo, reconoceré que de alguno sí que me arrepiento.

La fuente de todos ellos, el que más patente ha estado en mi vida estos días ha sido la soberbia. Los que habéis leído mis relatos no os sorprenderéis al haber admitido más de una vez que soy un tío soberbio al que le cuesta hacer halagos, pero al que le encanta sentirse admirado y deseado. Vale, es un pecado, pero no es sólo culpa mía. Yo no pido directamente que me hagan cumplidos. Es más, hoy he retado en mi perfil de Facebook a que alguien me diga algo malo, porque de tanto “eres genial”, “eres un crack” o “me encantas” se me ha olvidado ya mi esencia altiva, caprichosa y egoísta.

Aunque a este punto, como digo, he llegado hoy, pues durante los últimos días he cometido gula y he sido muy avaricioso al intentar rodearme de gente nueva interesada en conocerme, deseosos de hacerme llegar sus alabanzas y de querer saber más cosas de mí para, supuestamente, seguir alimentando una imagen que a priori resultaba enormemente atractiva. Como os podéis imaginar, esto ha sido en parte por la buena acogida que han tenido mis últimos relatos. También, por un concurso en el que he salido muy bien parado (a pesar de no haber ganado nada material) y por una fiesta de una amiga a la que asistí hace un par de días y donde, gracias al alcohol y a mi inherente desparpajo me hice querer muy rápido por su entorno. Tener a tres tías detrás de ti picadas entre sí para ver quién conseguía más es algo que sube el ego a cualquiera. Pero es que al mío no le hacía falta demasiada motivación de por sí.

Y todo este tiempo que describo, envuelto en un permanente estado de lujuria, pues no sólo era el ego lo que se me ha levantado más de la cuenta, sino que la carencia sexual de las últimas semanas me ha llevado a estar empalmado casi todo el día. Y me excuso de nuevo diciendo que no es sólo culpa mía. Aparte de mi innato estado de excitación casi continua, muchos se han dedicado a nutrir falsas esperanzas con la intención de aplacarlo. O sea, que mucho “sí, sí, quedamos mañana y a ver qué surge” o “sí, sí, por las fotos estás muy bien así que cuando quieras quedamos” o “sí tío, invítame a tu piscina para cumplir una de mis fantasías…” y blah, blah, blah.

Y en este punto es donde viene la ira. Y en este punto  es donde reconozco que es sólo culpa mía por seguir fiándome de tipos descerebrados que de algún modo u otro acaban reuniéndose conmigo en este supuestamente infinito mundo virtual, pero que al final tiene de infinito lo que yo de Papa y tiene la misma fiabilidad que un condón de chinchetas. Y hablando de condones, y siguiendo con el tema de la ira, cogí el coche, la cartera y mi enfado y me fui con la intención de pasarme por una zona de cruising. Como digo, estaba harto de falsas promesas, de quedarme con las ganas, de hacer el ridículo con gente que sabe demasiado por mis relatos y que creen tener la llave para acceder a mí, de gente que se emborracha y te tiran los trastos para después decirte que están casados.

Antes de decidir a qué zona ir, paré en una farmacia a comprar preservativos. El farmacéutico, bastante guapo por cierto, ha hecho un gracioso y acertado comentario acerca de su uso y la visita de Benedicto que me hizo sentir algo mejor a la salida de la tienda y replantearme el ir a una zona de cruising o no. Total, sería la primera vez. Pero total, también es la primera vez que yo me he encontrado en este estado de imperiosa necesidad, no sé si acentuada, provocada o justificada por el hecho de que acabo de dejar de fumar hace un par de días.

El caso es que no, que no me atreví a ir a buscar una zona de cruising. ¿Viene aquí entonces la pereza? Puede. Pero estando bastante caliente, con una casa para mí solo, una caja de condones y la libido por las nubes, ¿me iba a conformar con una paja? ¿Pero qué me quedaba? ¿Internet de nuevo? ¿Recurrir a un ex? Maldecía mi suerte por el hecho de pensar que hasta hacía tan solo unas horas tenía unas expectativas realmente alentadoras con varios planes y citas que tenían buena pinta y ayudarían a calmar mis más degradados instintos. Con tíos de aquí y de allá, reales y virtuales, guapos y menos guapos, inocentes y pecadores.

Recapitulando: me quedaba la opción de internet, accediendo a alguno de mis perfiles, visitando algún chat…¿Probabilidades de éxito? Muy pocas a pesar de tener, por una vez en mi vida, las cosas claras. Opción B: quedar con alguna amiga e ir a Chueca para ver si pillo de una manera más normal, aunque siempre habrá desequilibrados cerca, no sé si hipnotizados por mi perfume o qué, pero desde luego soy un imán para ellos. ¿Probabilidades de éxito? Pocas, sin más. Opción C: pagar. Tiro de página web, de cajero automático y al menos me alegro la vista sin complicaciones. ¿Patético? Tal vez. No lo descarto. Opción D: un ex. ¿Aún más patético? Quizá. Qué socorrido sería tener a un follamigo de esos.

Pero no, aparece un milagroso plan alternativo enviado por un Dios misericordioso que quiere atajar tanto pecado y me envía a mi particular ángel a través de mi teléfono móvil: “acabo de llegar de Valencia. Nos vemos mañana?” Noooo, yo quiero verte hoy! Ahora mismo! Ya! Obviamente no fui tan sincero pero sí que le persuadí para que nos viéramos ese mismo día y no dilatar más mi agonía. “Ok, dime dirección y en hora y media estoy ahí”. La ira desaparece para volver a dar paso a la lujuria y encender mis ojos y otras partes de mi cuerpo más pudorosas pensando en que por fin se acercaba el momento de echar un polvo. Y además de una manera muy natural, sin dar veinte mil rodeos, sin propuestas que no llevan a ningún sitio.

El enviado de Dios tocó puntual el timbre de mi casa. Al verle aparecer pensé que se había equivocado, pues se me hacía raro que yo le pudiera gustar a un tío como aquel, cuya primera imagen fue muy positiva, favorecida eso sí, por unas gafas de sol muy bien escogidas y un buen gusto por la forma de vestir. Jacobo y yo nos conocimos en una web de contactos gays. Me envió un mensaje una vez, nos dimos el msn y hablamos justo el día antes de que se fuera de vacaciones a la playa, pero citándonos para la vuelta para echar un polvo en mi piscina y cumplir así una fantasía que ambos teníamos en común. Así que en principio no tenía por qué haber complicaciones de ningún tipo, pues las cosas parecían estar claras.

Le ofrecí una Coca Cola, nos sentamos en el porche cinco minutos y Jacobo propuso bañarnos. Yo me quité la camiseta y me dirigí a la entrada de la piscina. Él me dijo que no se había traído bañador. Idiota de mí, le ofrecí uno (en qué estaría yo pensando). Él se quedó a cuadros y me di cuenta de la metedura de pata pues no necesitaba bañador alguno pues había venido a lo que había venido. Intenté arreglarlo, pero volví a cagarla otra vez (esto lo hago siempre, no me sorprende). A pesar de todo, Jacobo no se marchó despavorido y entró en la piscina.

-Ahora te toca a ti llevar la iniciativa – me animó. –Yo soy muy cortado. Y además tú llevas el bañador puesto.

Yo me eché a reír. Se había juntado con uno bueno en lo que a nervios y timidez se refiere. Era cierto que no estábamos en igualdad de condiciones y decidí pasar de la vergüenza y deshacerme del bañador. Jacobo seguía insistiendo en que diera yo el primer paso, pero me costaba (y a él a pesar de que se le veía mucho más lanzado) y estuvimos un largo rato charlando desnudos en la piscina sin que ocurriera nada. Tuve que salir al baño y al volver ya sí que era el momento. Tras otro aviso me acerqué a sus labios y le besé. No fue un beso largo ni apasionado. Fue más bien un gesto para romper el hielo. Pero Jacobo no quería que lo rompiera de aquella manera. Quería que le comiera la polla sin más dilación.

Hacerlo bajo el agua me resultaba difícil. De aquella manera fue mi primer contacto con su cipote, pero mi gran ineptitud en temas de respiración y la poca capacidad pulmonar apenas lo mantuvieron en mi boca unos segundos. Él intentó enseñarme una teoría que yo ya había escuchado mil veces: “que si respira por aquí, que si mantén no sé qué…” Menos mal que pasó a la práctica, se sumergió en el agua y me comió la polla como nunca antes lo habían hecho. Aguantó bastante bien el tipo y se lo agradecí, pues resultaba aún más placentera que una mamada normal. Así tuve que hacérsela yo por la ya citada imposibilidad mía de mantenerme bajo el agua.

A parte de todo eso, es una piscina cubierta en la que no hay bordillos, y en la que la escalera de obra queda prácticamente tapada e inutilizable. Allí fue donde lo intentamos al principio. Se tumbó boca arriba a lo largo de un peldaño y me lancé a comérsela. Su polla no era muy grande ni muy gorda, pero a mí no me importaba. El tío, que aunque sin su ropa de marca y sus gafas de sol ya no parecía tan guaperas, sí que me resultaba atractivo con su tripita y su cara de niño bueno. La sal del agua, el olor a algas y el ya de por sí extraño sabor de la polla de Jacobo se mezclaban además con mi saliva creando un aroma que aún recuerdo y que me mantuvo aferrado a su verga un buen rato.

-Tienes buen aguante – celebraba Jacobo.

Yo no podía decir nada, pues estaba bien ocupado lamiendo su glande morado, jugando con su pellejo, deslizando mi lengua a lo largo del tronco hasta llegar a los peludos y duros huevos que difícilmente podía meterme en la boca, pero que sí provocaban en Jacobo más de un sonoro gemido. Abandonó la incómoda postura antes de que yo me cansara de comérsela. Volvimos a despegarnos maquinando y buscando nuevas posturas en las que las pollas quedaran fuera del agua. Un sesentaynueve tal y como quería Jacobo era imposible y la única manera era haciendo el pino. Lo intentó varias veces, pero su equilibrio fallaba. En una de ellas pudo mantenerlo algo y me acerqué para comérsela mientras sujetaba sus piernas y su boca buscaba mi polla bajo el agua. Esta situación tan excitante y morbosa no duró más que unos segundos.

Había que seguir pensando, y mientras tanto, me acercaba para besarle en los labios, algo que a mí me excita sobremanera, pero que a Jacobo no parecía entusiasmarle, ya que aunque no me quitaba la cara, en ningún momento él acercaba sus labios a los míos. Pensamos en la típica postura del “muerto”, o sea, flotando boca arriba mientras el otro le sujetaba para no hundirse y trabajaba con su boca la polla erguida por encima del nivel del agua. La verdad es que funcionó, y con el movimiento de ir caminando despacio a lo ancho de la piscina resultaba bastante gracioso y hasta romántico. De hecho, y no sé por qué, tal postura que repetimos varias veces cambiándonos los roles se quedó con el nombre de “Romeo”. “Bueno, qué, hacemos el Romeo?” decíamos riendo.

La cosa no daba para más, pero a ninguno parecía importarnos, pues estábamos pasando un rato a gusto. Estábamos ya muy arrugados por llevar tanto tiempo en el agua, y aunque ninguno se había corrido tampoco teníamos prisa. También se daba el hecho de que ninguno queríamos penetración. A él no le gustaba porque las pocas veces que intentó que se la metieran acabó vomitando. A mí en aquel momento tampoco me atraía por el tema de que en el agua iba a costar demasiado ya que la fricción es menor. Pero el caso es que en un momento bastante bonito en el que Jacobo me agarró de la cintura y me atrajo hasta él y yo le rodeé por el cuello, pude sentir la punta de su hinchado cipote refregándose en mi ano, quedándose en la puerta queriendo llamar al placer, pero sabiendo que de ahí no pasaría y disfrutando entonces de un suave roce. Aquella situación hubiera mejorado si al mismo tiempo nos hubiéramos estado besando, pero como dije antes, Jacobo no buscaba besos y yo tampoco iba a robárselos.

Quedaba entonces aún más claro que aquello no pasaría de un encuentro puramente sexual. Pero que además tuviera detalles como esos que narraba de la postura “Romeo” o de permanecer abrazados que quitaran algo de frialdad a la situación estaba muy bien. Y a mí me venía muy bien pues aunque ya dije que estaba muy necesitado de sexo, una caricia nunca sobra, aunque venga de un desconocido que tiene la punta de su polla en la puerta de tu agujero más recóndito preguntándote si le dejarás que se corra en tu boca. Pero no, no se lo permití. Creo que ya el hecho de correrse bajo el agua era lo suficientemente morboso, novedoso y excitante como para renunciar a ello.

Sí que es verdad que se la mamé durante un rato en la postura del principio apoyado sobre un escalón hasta que se corriera, y que le mantenía a veces la polla bajo el agua alcanzando su glande con mi lengua para que aquello le excitara más y que finalmente cuando avisó de que se iba alejé mi boca y le ayudé con mi mano. Cuando vi restos de su leche flotando sobre el agua volví a su polla con la intención de que Jacobo se estremeciera y agudizara sus gemidos. Pero no se dejó. Se incorporó y nos quedamos otro rato en la piscina (ya llevábamos tres horas!) A mí me dolían los huevos y a punto estuve de pedirle que me ayudara a correrme, pero no lo hice. Él tampoco mencionó nada.

Aprovechando la coyuntura de que le sonó el teléfono salimos de la piscina. Jacobo se vistió, le ofrecí comer algo, aceptó y al rato se marchó dándome un pico y confirmando una segunda cita para el día siguiente. Pero al día siguiente le surgió algo. Y al siguiente ya ni contestó al teléfono. Yo ya no insistí (faltaría más) y me quedaría con las ganas de saber el porqué.

Y entonces aparece la ira otra vez, por la impotencia y frustración de querer saber y no poder. La lujuria ya desaparece. La gula y la avaricia han sido saciadas. La soberbia se pone en entredicho por la confusión de sentimientos que pudieran rondar en un momento como ese y desmoronarse en un momento de flaqueza. Y entonces siento envidia. Envidia por Jacobo y por todos los que son como él, capaces de jugar con la gente, de cambiar el chip de una manera tan asombrosamente rápida, de tener la capacidad de tergiversar cualquier comentario, de halagar a un tío que de repente se convierte aparentemente en la peor persona del mundo, de chupársela a alguien que parece ser que no te gusta. En definitiva, envidia por no ser como la mayoría de los tíos que me rodean. Quizá debería cambiar yo, pero qué pereza a estas alturas.

Amén.