Confesión iniciática
Mi primer orgasmo, por sorpresa, sola en la cama. Tenía una cierta idea de lo que era masturbarme, pero no sabía como podía explotar y el placer que podía llegar a dar.
Seguramente, en mí, lo más inusual que puedo confesar no son episodios concretos, aunque cuando lo pienso estoy bastante llena de, llamémosles anécdotas curiosas, sino el conjunto de mi vida sexual. Es atípica o al menos minoritaria.
Empecemos, soy bisexual y supongo que me di cuanta de ello, en algún sentido, antes de haber tenido sexo con nadie. No es una tendencia en mi caso fruto de experiencias buenas o malas con hombres o mujeres.
Bien, quizás debería haber empezado por la edad, casi 32 en el momento que escribo. Mi usuaria “rocrocroc” son sencillamente tres veces mis iniciales i también el canto de las ranas, que son unos animalillos que me caen muy bien, aunque solo sea porqué comen mosquitos y una servidora vive muy cerca de un río.
No soy enamoradiza, nunca me he enamorado, sí bien mis sentimientos hacia otra persona pueden ser muy fuertes, por carácter o quizás cobardía no he pensado en una unión, ni siquiera temporal. Y esto lo manifiesto lo bastante claro como para que nadie haya intentado ser pareja mía. En contrapartida tengo algunos amigos y amigas sexuales de cuando era adolescente, y jamás he tenido una rotura, enfado o ni siquiera celos respecto a nadie.
En temas de imagen, específicamente las relacionadas con el sexo, creo que no sigo ninguna tendencia. Hay cosas que simplemente no as hago, y otras que realmente me producen sentimientos negativos.
No, no uso ninguna clase de ropa ni complemento específicamente sexy. Cosa que no quiere decir que algunas personas no me hayan manifestado su atracción, por ejemplo por determinados pantalones cortos o camisetas, pero que realmente no me los he puesto con esta intención. Ni me pinto, jamas, ni lápiz se labios, ni sombra de ojos, ni laca de uñas. Nada de nada, no son la imagen que me gusta para mí. Ni peluquería sofisticada: llevo el pelo casi hasta la cintura recogido en cola y, a veces, en una trenza gorda, nunca dos.
Tampoco lencería. En el caso de los sostenes, debido a mi pequeñez mamaria, a menudo no llevo. El tanga lo encuentro incómodo y medias tampoco uso. Pero sobre todo, sobre todo, sobre todo, nunca voy ni he ido con zapatos de talón. No me gustan ni en mí ni en las otras. Para el sexo prefiero —y me gusta mucho— estar desnuda desde el principio. Ciertamente alguna vez lo he practicado con ropa, siempre por motivos de frío.
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No fui ni precoz ni tardía en el sexo. Bastantes de mis compañeras de escuela se iniciaron algo antes que yo. Seguramente en esto tuvo que ver mi descubrimiento del orgasmo.
En aquellos años internet estaba en la cuna y, aunque en casa fuimos de los primeros en tener, era lento —cargar una simple foto podía tardar un minuto y ver un vídeo era casi impensable— y no se me ocurrió buscar más información allí.
Sabía lo que era un orgasmo “según la enciclopedia”, pero de allí a la realidad había un abismo. Ciertamente que desde niña me masturbaba o más bien me tocaba, pero casi era como cualquier otra costumbre corporal que pudiera tener: hacerme un masaje en los muslos, por poner un ejemplo, es una cosa que ya me gustaba y me continúa gustando, pero da un gustito limitado y así nunca me volvería “adicta”. Para mi, tocarme era poner la mano encima de la vulva, moverla plana o, a veces, jugar a estirar y menear los labios mayores. Daba más gusto que otra cosa, claro, pero no lo relacionaba con aquello que los libros decían del orgasmo. El problema es que lo dejaba antes de llegar al punto crítico, no era consciente de que el placer se me dispararía exponencialmente. Sí, estudié una carrera científica e internamente uso estos conceptos como lo más natural del mundo, no solo en plan metáfora.
Hasta que una noche de invierno todo cambió. Llevaba un pijama de color lila, heredado de mi madre a la que le venía pequeño, hecho de una fibra bastante elástica. No llevaba braguitas debajo. Y después de haberme tocado un buen rato por dentro del pijama, quizás porqué algo húmeda me puse, aunque no lo recuerdo, me entré la entrepierna del pantalón entre los labios mayores. Entonces, no sé porqué exactamente, tiré del punto de cintura donde hay el ombligo para arriba, bastante porqué el tejido era elástico, penetrando entonces bastante hondo la ropa en la vulva. Hasta aquí, nada especial. Pero cuando solté, la tela elástica fue volviendo a su posición anterior, y la sensación fue más buena o fuerte de lo habitual.
Repetí, y repetí, seguro que más de cinco minutos pero no lo puedo precisar. Era una sensación viciosa, no podía parar y cada vez me gustaba más.
Hasta que llegó un momento que no me esperaba en absoluto. Al soltar la cintura y empezar a frotar la ropa, la sensación se encendió. La recuerdo como un fuego que se me encendió dentro de los muslos y se expandió rápidamente a la vulva y a la zona de los ovarios. Un fuego en forma de espasmos repetitivos, quizás media docena. Ahora sé que si hubiera continuado con la estimulación hubieran sido más. Pero estaba paralizada por el placer y solo pensaba en él.
—O sea que esto es “El Orgasmo”, en mayúsculas. ¿Y cómo nadie me lo había contado antes? Es mucho mejor de lo que suponía —iba pensando mientras me relajaba.
Me relajaba tanto que me dormí, pero al despertar al día siguiente, no podía pensar en otra cosa. Alguno de mis compañeros de escuela me preguntó que qué me pasaba que estaba tan sonriente. Y yo enrojecí rápidamente sin atinar a dar una excusa.
Sí, pensé en el orgasmo, en que quería más, que me informaría y sobre todo que experimentaría.
Pero esto es solo el principio de una larga historia.