Confesión

Una lectora me ha hecho llegar un archivo de audio en el que una amiga suya le confiesa que mantuvo una relación con su hijo. Cree ésta lectora que el material puede servir para pergeñar un relato y ha confiado en mí para que le de forma. He transcrito Los hechos escrupulosamente. La verosimilitud h

Lo que me dispongo a contarles son hechos ciertos y los cuento, creo, para justificarme. Para darles un sentido, y saber si realmente lo tienen, quiero poner  sonido a  las circunstancias que me han llevado a tener sexo con mi hijo y a disfrutar cada día más de esa relación. ¿Suena monstruoso?. Tal vez a muchos así les parezca pero si me conceden el beneficio de poder explicarlo creo que cuando terminen de escucharme otros tantos me habrán absuelto. Empezaré diciendo quien soy: me llamo Adela,  tengo 43 años, soy cuidadora en una residencia municipal de la tercera edad  y vivo y trabajo en un pueblo de la España insular. Mi hijo, el otro protagonista de la historia, se llama Antonio pero todos lo llamamos Toño, trabaja en la cooperativa de agricultores de la zona y en mayo cumplió 22 años. Nuestra vida no ha sido fácil pero para no aburrirlos desde el principio con problemas creo que será mejor que las circunstancias concretas vayan saliendo poco a poco y a medida que les cuento los hechos casuales que nos han llevado a donde ahora estamos.

Regresábamos a nuestra casa el sábado por la tarde después de una pequeña fiesta que organizó el ayuntamiento para todos los ancianos del pueblo, en un parque recreativo de su monte y en la que mi hijo junto con otros jóvenes colaboraron. Llevaba casi todo el día sin poder orinar y ya no aguantaba más. Le pedí a mi hijo que parara cuando pudiese y aunque la carretera no es nada transitada al cabo de unos kilómetros paró detrás de un talud pegado a la misma carretera pero al que se llega recorriendo en paralelo unos metros de antigua calzada. El coche allí queda totalmente oculto. Me bajé precipitadamente y liberé mi vejiga con un alivio enorme. Al subirme al coche fue mi hijo el que también sintió la necesidad de dar salida a los litros de bebida ingerida y medio de lado, pegado a la puerta abierta, se la sacó. Por el espejo retrovisor vi, perdonen el lenguaje, su polla tan crecida que no pude evitar mirarla directamente aún echándome hacia el lado en que se encontraba con tal de no perder detalle de aquel espectáculo. No era la primera vez que se la veía a mi hijo pero desde luego que sí era la primera vez que lo veía empalmado. Me quedé hipnotizada contemplando el tamaño, el grosor y el aspecto amoratado y venoso de aquel bendito trozo de carne. Confieso que cuando se la sacudió al terminar de empapar los matojos mis bragas estaban mojadas.

Cuando arrancó para continuar la marcha le pregunté todavía con el asombro en los ojos que cómo podía caberle todo aquello en los calzoncillos. Me reprochó que lo hubiera mirado y yo le dije que al principio había sido sin querer pero que después no había podido dejar de mirársela de tan tiesa y grande como la tenía. Sonrió y aproveché para preguntarle (realmente tenía curiosidad por conocerla) la razón de que se le hubiera puesto así; quería saber si estaba pensando en algo o alguien, si ya la tenía así desde antes o si se había excitado por algo concreto. Le rogué camino de casa que me lo dijera apelando a mi ignorancia en tales asuntos y a la confianza que nos teníamos. Aquella inesperada visión me había conmovido las entrañas y no iba a parar hasta que me diera una respuesta. Después de muchos titubeos e intentos de salirse por la tangente terminó por decirme que me había estado mirando mientras meaba y que no había podido evitar empalmarse; que no era de palo y que aunque yo era su madre lo que había contemplado lo había puesto a mil. Me sentí halagada, rejuvenecida  y sentí sobre todo algo que no experimentaba hacía más de veinte años, me sentí segura de mí misma; segura como mujer. Pasado ese primer momento, no obstante, creo que para seguir regalándome los oídos objeté que ésta no era la primera vez que me veía orinando y que sin embargo, que yo supiera, antes no se había excitado. Me dijo que estaba equivocada, que era verdad que me había visto muchas veces sentada en la taza pero que ésta era la primera vez que había visto como me salía el chorro. Entonces, le pregunté, ¿me vistes el culete?. El culete y algo más, me dijo. Volví a cargar ¿me vistes el chochete?. Si, respondió, te vi el chochete pero estamos en paz porque tu tampoco te cortaste para mirarme la p..., y como se cortó al pronunciarla y yo lo último que quería es que se sintiera avergonzado acabé por él la frase y pronuncié varias veces la palabra que sin esperarlo me estaba dando tanta satisfacción: polla, te mire la polla, la hermosa polla que te gastas. Y los dos reímos de buena gana.

Esa noche me acosté con la imagen de la polla de mi hijo incrustada en mi cabeza. La llenaba todo. Las pocas veces que me hacía una pajita me tocaba por encima de las bragas, con las piernas cruzadas, casi pidiendo perdón no sabía muy bien a qué o a quién pero con un profundo sentimiento de culpa. Esa noche, sin embargo, el recuerdo de su polla y la conversación que mantuvimos me habían abierto una puerta que creía ya cerrada para toda la existencia. Esa noche con las mejillas al rojo metí mi mano entre las bragas limpias y volví a recorrer como horas antes en la ducha los húmedos labios de mi chochete y me volví a masturbar imaginado que tal vez, en la habitación de al lado, mi hijo con su polla al aire se pajeaba en honor de mi chocho, del mismo chocho que horas antes le había provocado la tremenda empalmada que yo había contemplado.  Me sentía hervir por dentro y en un frenesí desconocido me saqué las bragas para despatarrarme y hundir sin control los dedos en mi anegado coño que pareciera despertar después de un profundo y largo coma. Me corrí y quise volver a correrme bordeando la ensoñación de la polla de mi hijo abriéndose paso entre los labios de mi chocho pero mi mente la rechazaba y sólo le permitía el acceso a la otra ilusión, a la de su polla dentro de mi boca, a la de su polla crispada derramándose en mis manos.

El cambio de humor que supuso la nueva actitud ante mi cuerpo y mi sexualidad no pasó desapercibido. Todo mi entorno, el laboral y el familiar, me encontraban más alegre, menos taciturna y refractaria a la vida. La polla de mi hijo cobraba vida propia en mi imaginación y no podía quitármela de la cabeza. En los momentos más insospechados un flash repentino me hacía mojar las bragas y apenas si podía reprimir el deseo de tocarme.

Ésta etapa de locura en la que apenas podía pasar un día sin masturbarme duró al menos dos semanas. No oculto que estudiaba con atención el bulto en la entrepierna de mi hijo en busca de la evidencia de su excitación y con el fin de provocársela no dudaba, cuidando de no parecer que lo hacía muy a propósito, en mostrarme ligerita de ropa: en bragas y sujetador saliendo del baño camino de la habitación, en camisón cortito y de tela fina después del baño de todas las noches o, las más de las veces, en camisola muy por encima de las rodillas para que a poco que me sentara con los muslos un poco abiertos se me vieran las bragas.

Fue, sin embargo, otra casualidad la que me dio pie para volver a contemplar la polla que me tenía media trastornada. Era sábado por la noche y mi hijo estaba sin coche. En donde vivimos y con el coche en el taller no hay posibilidades de transporte nocturno; para coger el autobús hay que caminar unos 30 minutos hasta la carretera general y por la noche el servicio acaba a las 10. Toño no iba a salir así que improvisé una cena y abrimos una botella de vino. Me puse cómoda (camisola cortita) y después de comer nos arrellenamos  en el sillón para ver un poco la tele. Achispadita como estaba encontré el valor para recordarle lo que le había ocurrido al verme meando días atrás y para decirle, igualmente, que desde entonces no podía quitarme de la cabeza el pedazo de herramienta que le había visto y que me moría de ganas por verla otra vez en la misma condición. Se estuvo riendo un rato y bromeando me dijo que tampoco la cosa era para tanto, que pareciera que nunca hubiera visto una p...,Sí, le dije, terminando la frase, es que yo nunca he visto una polla, y aproveché para aclararle las circunstancias de cómo me quede embarazada de él. Le expliqué que 23 años atrás en los días de celebración de las fiestas en honor a la Virgen del pueblo, un chico apuesto y muy desenvuelto había estado bailando conmigo casi todas las noches y que justo el día en que acababan, mientras los demás miraban los fuegos artificiales, me había llevado detrás de los camiones de la feria y que allí casi me había violado; le conté como me había levantado el traje y empujado contra unas cajas apiladas. Le dije lo aterrorizada que estaba y mi incapacidad para reaccionar. Le conté cómo todavía hoy  recordaba  con horror el daño que me había hecho y que después de aquella noche nunca más habido tenido noticia de aquel malnacido. Esa, le dije, era mi única experiencia sexual y que él estuviera ahora a mi lado la única consecuencia buena de aquella canallada. Tu sabes, continué, que nunca he tenido novios y que a éstas alturas ya no los voy a tener. El único hombre de mi vida eres tu. Así que si tu, cariño mío,  no me la enseñas, le dije, me voy  a morir sin ver ninguna y añadí que creía que no era justo. Accedió pero me dijo que necesitaba alguna ayudita para empalmarse y no dude en preguntarle si le bastaba con que me bajara las bragas.

Allí me tenían, con las bragas a medio muslo y sujetándome a la altura del ombligo la camisola contemplando como se volvía ante mis ojos más y más grande, más y más venosa, más y más irresistible la polla de mi hijo. No pude contenerme y me arrodillé sobre el sillón para tocarla. Mi chocho estaba literalmente hecho agua. Era más gorda de lo que yo había calibrado y la cabeza estaba morada y brillante. La agarré sin saber muy bien qué hacer con ella pero enseguida acompasé mi mano a la secuencia natural del mete y saca. Le pregunté si era esa la forma en que se tocaba las pajas y aunque pareció que se sorprendía de la pregunta tomó con su mano la muñeca de la mía  para dar un ritmo más pausado a la paja que, efectivamente, le estaba haciendo. Casi me corro cuando le oí decir que si no paraba se iba a correr de inmediato así que apuré el movimiento y ahogada de una emoción que no sabría explicar cuando arqueó la espalda y medio suspiró su polla se convirtió en un surtidor de blanquísima leche que yo, torpemente, quise atajar con mis manos abiertas sobre ella.

Gracias mi vida, gracias le dije al tiempo que lo besaba una y otra vez en la cara, en los ojos, en la frente. Me sentía otra mujer y allí mismo y en aquel momento me prometí que no sería aquella la última vez en que tendría la polla de mi hijo a mi disposición. Al día siguiente, domingo, con toda la mimosería de que soy capaz volví a pedirle que me la enseñara. Que ahora que la conocía de cerca, ya sí que iba a ser imposible  que me obligara a vivir sin ella. Me arrodillé como la vez anterior encima del tresillo y tiré de su pantalón cuando levantó el culo con la espalda apoyada en el respaldo. Quise saber mientras lo masturbaba en quien o qué pensaba cuando se hacía una paja, qué era lo que lo excitaba, quería saberlo todo, quería oírlo confesar sus debilidades: en mi, dijo, que pensaba en mi chocho, que se acordaba de mi  culo en pompa cuando me vio agachada meando, que imaginaba cómo sería el bulto que se me notaba debajo de las bragas cuando me inclinaba  y mientras lo oía pronunciar esas palabras y sentí su mano muy delicadamente hurgar bragas adentro entre los pliegues de mi accesible coño, presa del placer más grande que a esa fecha había experimentado le empecé a chupar la polla que me supo a caramelo, a chocolate, a menta y que cuando explotó en mi garganta hizo explotar también todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo en un orgasmo brutal que me dejó exhausta.

A veces se me acerca en la cocina y me arrima su bulto al culo. El pantalón azul oscuro de mi uniforme envuelve mi trasero de una forma que lo vuelve loco. Me hace apoyar las manos sobre la mesa y me los baja y acto seguido hunde su cara entre los cachetes de mis nalgas aún con las bragas puestas que después va bajando lentamente. Me hace abrir un poco las piernas y así accede a mi chocho con su lengua. Después me da la vuelta y me reclina de espaldas sobre la mesa con las piernas levantadas para completar su ritual. Me come el chocho por detrás  y por delante  y luego yo le devuelvo el placer hasta que se corre en mi boca. Otras veces, la mayoría, soy yo quien lo busco. Desnudo sobre su cama me tumbo a su lado y le hago una paja como a él le gusta; despacio mi mano recorre todo el tronco de su polla y cuando ya está a punto es mi lengua con leves lametazos en su capullo la que termina el trabajo. Para que le sea cómodo y fácil me arrodillo con una pierna a cada lado sobre su cara y su boca recorre todos los rincones de mi agujerito. A veces también lo despierto con una mamada.

Disfruto del sexo con mi hijo y disfruto casi tanto, también, de nuestra  recién ganada intimidad. Después de que aquel cabrón me dejara preñada la vida para mi se convirtió en un calvario. El drama y la vergüenza en mi familia fue terrible pero poca cosa si lo comparo con el repudio de las gentes del pueblo. Más que víctima fui culpable; más que una jovencita asustada fui una puta viciosa. Confinada a vivir con mi hijo en una casa pequeña junto a mis padres y mis cuatro hermanos varones la existencia diaria era dura. La estrechez económica y la ausencia de delicadeza con que me trataban marcaron la melancolía de mi carácter. Cuando desde los servicios sociales del ayuntamiento me ofrecieron el trabajo de cuidadora de ancianos vi abrirse una esperanza, una oportunidad para salir con mi hijo de la casa paterna. No fue, sin embargo, hasta que mi hijo ya con diecisiete años comenzó a trabajar en la Cooperativa, que me planteé muy en serio buscar una casa donde poder vivir los dos solos. Hace tres años encontré una pequeña vivienda apartada del pueblo que necesitaba de algunos arreglos y no llegan a dos los que llevamos viviendo en ella. Ahora cada uno tiene su habitación pero hasta casi los veinte años mi hijo compartía habitación conmigo en casa de mis padres. Mi sexualidad estaba reducida a cero y la de mi hijo, según ahora me confiesa, a pajearse en la ducha aunque  ya entonces, como ahora les contaré, era fuente para la inspiración de su mano.

Me confiesa mientras se la chupo que desde hacía años se hacía el dormido en la habitación que compartíamos esperando verme cuando me cambiaba. No era mucho, me dice, lo que podía ver pero se daba por satisfecho si de refilón me veía una teta o si del bulto de mi entrepierna expuesta al inclinarme llegaban a escaparse algunos pelos. De hecho nunca me había desnudado delante de él. Si que es cierto, como dice, que me quedaba en bragas y que, dándole la espalda, me quitaba el sostén para ponerme el pijama. Cuando nos mudamos a nuestra casa relaje mucho más el pudor porque la sensación de estar expuesta únicamente a su mirada no me produjo reparo alguno, pero en aquellos tiempos de vida en casa de mis padres a eso, a estar en bragas y de espaldas, fue a lo más que llegué. Y sin embargo lo excitaba, igual que se excitaba rebuscando en mis bragas sucias. Con unas de ellas en el bolsillo se encerraba en el baño para pajearse mientras se las llevaba a la nariz; me confesó, incluso,  que quitaba con cuidado los pelos que encontraba trabados en la felpa y que se los llevaba a la boca. Cuando lo oigo decirme estas cosas siento que el placer que me da se multiplica por cinco. Me gusta que me coma el chocho pero me gusta igualmente  oírle confesar la atracción sexual que le despierta mi cuerpo. Mi inseguridad de años necesita sus palabras y mi cuerpo necesita sus caricias y no podría renunciar ni a las unas ni a las otras.

Me contó y ahora yo os lo cuento a vosotros, la excitación que le produjo verme desnuda por vez primera. Fue, me cuenta, ya en nuestra casa y ocurrió mientras me duchaba. Se ve que había cerrado mal las cortinas de la bañera y por el hueco que quedaba él, que había entrado a buscar su colonia, pudo verme de lado mientras me caía el agua sobre la cara. Le impactó sobremanera el relieve y la negrura de mi felpudo y estuvo con esa imagen machacándosela hasta el día en que la sustituyó apenas hace unos meses por la fotografía mental de mi chocho bien expuesto liberando entre sus labios el liquido que oprimía mi vejiga. Me confiesa que se priva por bajarme las bragas y asistir a la paulatina aparición de mi culo y que cuando contempla desde atrás todo mi chocho le cuesta imaginar algo que pueda igualar ese instante de revelación.

Esa obsesión, precisamente, ocasionó el único momento de tensión que ha tenido nuestra relación. Quedó en nada pero pudo tener consecuencias. En ocasiones antes de ducharme me lavo y aplico una mascarilla a mi pelo. Estaba inclinada aplicando champú a mi cabeza cuando llego por detrás mi hijo. Tenía, como luego me contó, el culo en pompa y las bragas casi metidas en la raja tapando apenas una nalga y vino ciego a sobarme. Hundió su rostro en mi culo y pese a que protesté porque no me había lavado aún, me incrustó la lengua en toda la raja. Con los ojos cerrados, la cabeza enjabonada e inclinada estaba a merced de un placer que debilitaba mis piernas y cuando paró para instantes después volver a deslizarme las bragas a un lado no me percaté a tiempo de que me iba a meter, como así hizo, su tiesa y preciosa polla. Creí morirme de gusto con aquella cosa dentro pero al instante, casi como respuesta instintiva ante una amenaza, me vinieron a la mente tales peligros que cobré la presencia de ánimo suficiente para pedirle que por favor, por favor, por favor la sacara. ¡Sácala Toño¡ ¡Sácala por lo que más quieras¡, fueron mis palabras y, por fortuna, la sacó apenas después de unas embestidas y sin que se escapara ni una gota de su leche en mi interior.

Días después aclaradas las circunstancias, y condón por medio, me la clavó casi en la misma posición pero mis palabras fueron ya muy otras; no ya para que parara sino para que, muy al contrario,  siguiera y siguiera. Para prescindir de los preservativos y no alertar a las indiscretas gentes del pueblo comprando píldoras he acudido a un ginecólogo en la capital que me ha colocado un DIU. Vivimos con total discreción; el uno para el otro y no como pareja sino como folliamigos. Yo ejerzo de madre y él en todo es mi hijo pero si nos apetece echar un polvo, pues nos rendimos a la contundencia de los cuerpos; a la efervescencia del suyo y a la urgencia, porque se me ha escapado mucha vida, del mío.