Condenada (3)
Alba y Laura llegan al centro de reconversión, donde serán marcadas como esclavas.
Estuvimos un par de horas en aquella celda, las cuatro, sin saber qué decirnos. Ana y Clara porque se sentían tan afortunadas y aliviadas que no querían herirnos haciéndonos ver su dicha, Laura y yo porque teníamos tanto miedo que ni nos atrevíamos a abrir la boca para imaginar cómo sería nuestra vida. Al final simplemente estuvimos abrazadas todo el tiempo, llorando desconsoladamente. Vinieron a buscarnos a Laura y a mí y nos sacaron de allí. Pensé ya quizá nunca volvería a ver a mis amigas de toda la vida, aunque no era precisamente lo que más me importaba de lo que estaba sucediendo. Nos pusieron unos grilletes en muñecas y tobillos los cuales unieron con una cadena entre sí, limitándonos enormemente el movimiento. Casi a rastras, tirando de nosotras, nos trasladaron a una furgoneta donde nos amarraron a un banco en la parte trasera, impidiendo cualquier posibilidad remota de escape, que en realidad ni se me había pasado por la cabeza. Dos guardias se subieron delante y arrancaron hacia un destino insospechado.
No estábamos solas, al lado nuestro había un hombre en la misma situación que nosotras. No parecía muy alto, tenía un claro problema de sobrepeso y el pelo era un bien escaso en su brillante cabeza. Sin embargo, algo me hacía pensar que no era un ladronzuelo cualquiera, sino alguien bien posicionado hasta entonces que, por algún motivo, había caído hacia los mismos infiernos a los que nos dirigíamos nosotras. Los tres íbamos cabizbajos, levantando la mirada en contadas ocasiones sólo para devolverla al suelo inmediatamente para no observar las lágrimas que cubrían nuestros rostros. ¿Cómo me había ocurrido esto? En dos meses había pasado de disfrutar de privilegios con los que muchos sueñan toda su vida a ser la escoria de la sociedad, todo ello sin imaginarme qué me podría pasar a partir de ahora.
Tras un tiempo indefinido circulando por carretera, llegamos a una zona vallada donde atravesamos varios controles. Entramos en la parte baja de un edificio alto y gris, sin apenas ventanas, que había vislumbrado a duras penas a través de la estrecha rejilla del lateral de la furgoneta. Que ya hubiera caído la noche sólo contribuía a hacer de aquel lugar un recóndito y tenebroso paraje. Nos desengancharon del asiento y nos hicieron bajar, llevándonos hasta una mesa elevada en un estrado presidido por una soldado con rostro severo y adusto. Nos observó de arriba a abajo con cara de disgusto mientras anotaba alguna información en su ordenador.
- Quitaos la ropa, - dijo - seguramente ya no la necesitaréis por mucho tiempo.
Acto seguido, nos retiraron los grilletes y tuvimos que obedecer. Me sentía totalmente avergonzada, rodeada de hombre que mirarían mi cuerpo sin pudor y siendo yo incapaz de ocultar nada. Cuando me bajé la última prenda, instintivamente me llevé la mano hacia el pubis, la cual fue retirada inmediatamente obligándome a permanecer en posición de firmes: espalda recta, brazos en los costados y pecho levantado. Totalmente ridículo teniendo en cuenta mi desnudez, pero empecé a pensar que para los esclavos ciertas cosas no son tan extrañas.
- Alberto Pedrosa, dé un paso al frente - continuó la oficial. - Introdúzcanlo en la jaula y llévenlo al habitáculo 4-34.
La jaula era literalmente eso, una caja forrada de barrotes donde quien se introducía solamente podía permanecer tumbado. Alberto, como parecía que se llamaba aquel hombre, tuvo que meterse con los pies por delante, para que la cabeza quedara junto a la puerta de la misma. La jaula parecía tener las medidas perfectas para que cualquiera que fuera su ocupante pudiese entrar pero limitando de forma evidente sus movimientos. De esta forma, pese a la voluminosa barriga del hombre, éste entraba perfectamente, si bien no podía ni pensar en sentarse. Laura y yo tendríamos más espacio, pero no lo podríamos aprovechar de ningún modo salvo para pegarnos a uno u otro costado.
La siguiente fue Laura y a continuación me toco a mí. Mi habitáculo era el 4-36, así que estaría junto a Laura. Me agaché y fui echándome hacia atrás, hasta que la puerta que estaba delante mío se cerró con un resorte automático. El espacio debía de medir unos dos metros de largo pues a mis pies aún había un gran hueco hasta tocar la pared opuesta. El suelo, que desde fuera parecía duro como cual roca, en realidad estaba ligerísimamente acolchado. Es decir, no era ni remotamente semejante a una cama en comodidad, pero al menos no era absolutamente pétreo. Se parecía más bien a un tatami, aunque incluso era más rígido que el tradicional japonés.
- Descansad lo que podáis, pues mañana seréis marcados y convertidos oficialmente en esclavos - la sentencia me hizo temblar de pavor. - Llevadlos al almacén general - añadió la mujer.
Con una carretilla elevadora de las que comúnmente se utilizan para llevar palés, nos colocaron en un carrito motorizado, encima unos de otros, tocándome a mí en la parte superior. El vehículo arrancó y atravesamos varias puertas hasta que llegamos a una enorme sala que por sí sola medía varios metros de altura. Gracias a que estaba arriba de la peculiar torre que formábamos, pude ver más fácilmente todo a mi alrededor. En una gigantesca pared ubicada en el lado contrario a la puerta de la jaula se organizaba una hilera de agujeros rectangulares que se introducían en la misma. Ocupaban varios niveles y llegaban hasta el techo de la estancia. Lo que más me llamó la atención fue que muchos de ellos no estaban vacíos, sino que contenían jaulas similares a la mía, ocupadas por personas que nos miraban fijamente. La comprensión fue instantánea: nos compadecían por lo que nos estaba pasando, lo mismo que a ellos.
Pude ver una serie de números que seguro identificaban los diferentes habitáculos. Cuando nos situamos frente al 36, un gancho de grandes proporciones bajo desde el cielo y asió los barrotes superiores de mi jaula. La escena era irónica y cómica al mismo tiempo, casi parecía un premio de las típicas máquinas de las ferias. El gancho me elevó hasta la cuarta fila y me colocó frente al que sería mi hogar durante ni siquiera sabía cuánto tiempo. Otro brazo mecánico salió de dentro del habitáculo y agarró la jaula por donde se situaban mis pies, comenzando a introducirme allí al tiempo que el garfio del techo se soltaba. Estaba totalmente encerrada, rodeada por cuatro paredes oscuras y mi única ventana hacia la luz era la puerta de mi jaula. Lo que veía en frente mío era sencillamente la nada, una inescrutable pared negra de donde pendían varias pasarelas que seguro utilizarían para observarnos. El gancho a mis pies no se abrió, así que intuí que era una medida adicional para que la jaula no pudiera desplazarse y terminar cayendo.
Miré como pude hacia abajo y me quedé contemplando cómo Laura sufría el mismo proceso. Ella se giró con dificultad y dirigió sus ojos directamente hacia los míos, haciéndome saber su miedo ante lo que estaba ocurriendo, el mismo que yo estaba sintiendo. La separación entre las jaulas era seguro de más de dos metros en cualquiera de las direcciones, así que aunque consiguiéramos sacar completamente nuestros brazos entre los barrotes y lográramos estirarlos al máximo la una hacia la otra, no podríamos ni rozarnos. Se ve que lo tenían todo absolutamente estudiado.
Tras colocar al hombre como habían hecho con nosotras dos, los soldados abandonaron el lugar. Las luces se apagaron y el silencio se hizo. Adiviné que hablar estaría terminantemente prohibido, así que me quede callada, con los ojos cerrados, tratando de conciliar el sueño que difícilmente me alcanzaría.