Con todos ustedes....¡el increíble bebé barbudo!

Moonlight nos habla en el Ejercicio de una primer experiencia real que cuenta en homenaje a la amistad.

“Los que ven tu futuro desperdicia'o por tu cresta

Por tus pantalones rotos o por tu forma de vestir

No van a cambiar tu forma de sentir

Los que creen que nuestra generación huele a cerveza

Y que no somos capaces de vivir en sociedad

No sé en qué coño se empeñan pero mira cómo está el percal”

(Poncho K – “Destrucción”)

Ahora que estamos en Carnavales, recuerdo una anécdota que aconteció hace tres años por estas fechas. Esta historia está basada en deshechos reales y en gente de corte alternativo e indie, opaco reflejo del inconformismo, que consume los fines de semana a paso de cubata y cerveza, por lo que cualquier parecido con la realidad, es mera premeditación.

–Hey, Santi, podrías ir tú de guardia civil y yo de preso.

–¿Por qué tengo que ir yo de madero?

–Porque yo ya tengo el disfraz de preso.

–¿Dónde se ha visto un madero con las barbas que tengo yo? Dame a mí el disfraz de preso y vas tú de guarra civil, que a ti ni siquiera te sale pelo en la cara; por lo menos hasta que seas un hombre hecho y derecho –le dije a mi amigo Rober, que me saca una cabeza y un cuerpo, dándome dos palmadas en el pecho–. Además, ¿de dónde coño saco yo un uniforme de madero?

–Lo compras en una tienda de disfraces, que alguno habrá.

Nuestra amiga Marta organizaba una fiesta de disfraces en su casa, en Madrid centro,  un piso que compartía con tres compañeras gallegas, de Santiago, y Rober quería que fuéramos él con el disfraz guay y yo con el de capullo. Y, como todo un capullo, me encontraba en una juguetería buscando un disfraz que no encontraba por ninguna parte cuando me llamó por teléfono.

–Oye, no te compres ya el disfraz de guardia civil, que mi madre me ha pillado uno de escocés.

–¿Entonces me puedes dejar el de preso?

–No, era mentira, no tengo ningún disfraz de preso, pero es que no quería ir de madero.

–Grrrrrrr.

Así que nada, seguí buscando algo que se ajustara a mi paupérrimo presupuesto y, por fin, encontré un disfraz baratito que, actualmente, aparte de estar más fuera de lugar en mi armario que Camps en el Carrefour comprándose un traje, solo coge polvo. Si alguien está interesado, lo vendo por treinta euros.

Y ahí estaba aquel sábado por la tarde, frente al espejo de mi habitación, preparándome para la fiesta y vestido para matar... de risa a quien me viera. Mi indumentaria carnavalesca consistía en un pijama de dos piezas de color rosa fosforito, con el que parecía un chicle de fresa; la parte de arriba caía a medio muslo y la de abajo me llegaba por debajo de las rodillas. Llevaba bolsillos de colorines, un babero blanco incorporado, volantitos de encaje en mangas y perneras, y, ¿cómo no?, una cofia, gorrito a juego que se ataba por debajo de la barbilla con un lacito y, sí, también con el precioso volantito de los cojones. Lo de poner el sufijo -ito no es porque fueran prendas pequeñas, sino porque así suena menos atroz. Venga, lo vendo por dos pavos o la mejor oferta.

Era un tejido más fino que un pepino, por lo que tuve que ponerme dos camisetas, manga larga y manga corta, unos leggins pirata que me prestó mi prima y unas medias de cuando jugaba al fútbol sala con el C.P. Henares, blancas con dos rayitas en la parte superior lilas, para más recochineo, que me dieron un uniforme que tuve que devolver cuando me echaron, pero las medias no. Bueno, realmente no me echaron, fue una traición de un compañero, pero eso ahora no tiene nada que ver,  aunque sería una buena historia para un relato erótico, porque me jodió de lo lindo. Pensé en quitarme las gafotas para darle más realismo a mi imagen infante, pero un bebé con barba ya es  demasiado irreal como para intentar arreglarlo. Que fuese rasurarme el pubis o el pecho... bueno, quizás, a lo mejor, pero no pensaba afeitarme la cara, lo que después produciría mofas y bromas haciendo referencia al hecho de ser un bebé barbudo.

Por fortuna, el coche estaba aparcado en la puerta de casa. Cogí la autopista R-3, entré en Madrid dejando a un lado el Pirulí, interlocutor de la luna, que es la torre de telecomunicaciones desde la que se emite la televisión española; rodeé la imperturbable e iluminada Puerta de Alcalá, que ahí está, ahí está viendo pasar el tiempo y, siguiendo el Parque del Retiro, giré en el esquinazo donde este acaba y encontré un sitio donde dejar el coche en la Avenida Menéndez Pelayo, que, normalmente en finde, siempre hay algún hueco.

Marta vive en la Calle Gotera, que está ahí al lado, pero yo soy muy torpe, así que tuve que preguntar a más de un transeúnte. Digo que se llama Gotera para preservar la intimidad de Marta, porque en realidad vive en la Calle Gomera, pero no quiero decirlo. “Perdone, ¿podría indicarme la Calle Gotera?” Nadie la conocía, no sé si verdaderamente por desconocimiento o por perder de vista cuanto antes a un loco que lleva unos pantalones rosa fosforito, y eso que, al bajar del coche, no tuve cojones para ponerme el gorrito, que lo guardé es un bolsillo de mi chupa negra estilo Terminator. De hecho, cuando ya caminaba por la acera de mi amiga, pasó el típico Seat Ibiza tuneado de los pijos de Pachá, desde el que oí: “Mira ese, qué pantalones”. ¿Qué pasa? ¿Solo es Carnavales en Tenerife y en Río de Janeiro, aunque yo no me río de nadie (joder, qué chispa)? Igual que unos años atrás, cuando Rober, Juje y yo nos disfrazamos de tías un día antes y fuimos al Krim, una sala de Coslada. Bueno, Juje y yo íbamos de mujeres; Rober, con esos hombros, iba de travelo. El caso es que éramos los únicos tres gilipollas disfrazados de toda la discoteca. Bueno, no tan gilipollas, que, por ello, las copas nos salieron gratis, pero antes, el cabrón del guarda del parking me confundió con una tía de verdad. ¿Qué coño le hace a la gente la luna llena en Carnavales? En fin, qué recuerdos más... qué recuerdos más tristes, jeje.

Podría haberme ahorrado 971 palabras, si hubiera empezado el relato por el momento en que llegué a la fiesta. Me abrió la puerta Rober, que el cacho mamón me dijo: “Si todo el mundo por Madrid va igual”. Sí, y una polla; él se cambió en el dormitorio de Marta.

Llevaba el tradicional kilt escocés de cuadros rojos sin un tartán concreto, mal llamado falda  escocesa, porque, para empezar, es más parecido a un pareo que a una falda. El resto de su atuendo lo componían una americana negra, una camisa blanca con pajarita, unas calzas blancas y un glengarry en la cabeza a juego con el kilt, adornado con una pluma amarilla. Solo le faltaba el sporran.

Tras dejar mi abrigo en unas perchas que había en el recibidor, a cuya mano izquierda se encontraba la habitación de Marta, seguí los pasos del cosmopolita Braveheart por el pasillo, en el que había tres puertas que pertenecían a la cocina, cuarto de baño y aseo; y desembocaba en un salón repleto de gente que conocía y gente que no conocía. Había un rey, una bruja piruja, una bailarina de la danza del vientre, una reina mora, una geisha, un currito de la construcción, Catwoman, un grupo de vaqueras, de quienes algunas balas, en forma de anillas de pistones, terminaron, no sé cómo, en mi bolsillo verde... Me puse un cubata, charlé con la gente, conocí a unas chicas muy majas... lo típico.

En un momento dado, fui a la cocina por una bolsa de hielo. Junto a la ventana, expulsando humos, estaban Chucky, disfrazado de Messi con la camiseta de la selección de Argentina, pantalón corto negro y una peluca con el efecto más desastroso que he visto en mi corta vida, aquella noche más corta de lo habitual; José, vestido de caballero medieval, con su sobrevesta y su almófar; y Iron, que iba de piloto suicida de Fórmula 1, con un mono blanco lleno de marcas comerciales. ¿De verdad suicida? Efectivamente, no tenía casco, pero supongo que no dejan competir a un tío que se está dopando con chocolate... del que no lleva leche pero se fuma.

Ayer, cuando empecé el relato, me sentía más gracioso, las gracietas que se me ocurren hoy dan pena. Mierda, he tenido un cortocircuito, ya no tengo chispa. Steven Tyler, el vocalista de Aerosmith, decía que hubo una época en la que era incapaz de componer si no era con una botella de whisky y unas rayas de coca. Tendré que hacer lo mismo, voy por una Coca... Cola. ¿Lo veis? Es más lamentable que los volantitos de mi disfraz.

El caso es que mis amigos estaban discutiendo sobre fútbol con una de las compañeras de Marta, tres madridistas contra una culé, por lo visto; una culé un poco borde y sobrada, por eso al principio pasé bastante de ella y no me fijé mucho. Era rubia tirando a castaña, de pelo largo y ojos azules, perfilados y pintados de ese mismo color, lo que les daba un tono más luminoso y heterogéneo. No puedo precisar cómo era su vestido, apenas me acuerdo. Solo soy capaz de concretar que era muy amplio y holgado; no sé si se trataba de una túnica o tenía anchas mangas murciélago o poseía varias capas, pero si que os puedo asegurar que, si era un disfraz, la muchacha iba de montón de tela. A pesar de ello, se notaba que debajo había materia prima para crear locura y placer a partes iguales, quizá un placer más grande que otro, porque se suele decir que, lo que tenemos a pares, no son exactamente iguales,  pero bueno, como dice el refrán, a caballo regalado, no le mires las tetas... ¡cómeselas! Eso sí, la falda, de un tejido elástico y negra, como el resto de su vestimenta, era, simplemente, infartante; por encima de medio muslo y adoptando las formas redondas de sus glúteos.

La noche siguió su curso de charla en charla, las horas pasaban inexorables y yo temía aquella en la que tuviera que enfrentarme a la masa hambrienta, a la muchedumbre, tan guapo como iba, porque, cuando terminase la fiesta, íbamos a salir de copas por Gran Vía. Y sí, llegó y tuvimos que irnos, pero le eché coraje, porque soy un tío valiente, y me puse el gorro; con un par.

Pero aún habiendo derrotado quimeras, tras mear contra el viento y haber bebido con valkirias, después de mirar a la cara al gran macho cabrío, que se me cagó en la moqueta, el muy cabrón, y esto va en el sentido más literal, haciendo gala de su conocida impiedad; con lo que nunca he podido enfrentarme, ha sido con esa criatura que utiliza su sensual belleza para ser cruel conmigo, mi particular caballo de Troya, que entra en mí por todo lo grande y ataca desde el mismo corazón de la ciudadela torácica. Que sí, que estoy hablando de las tías, vamos. Si por lo menos la tuviera enorme y revestida de oro macizo como Kiko Rivera... porque, hostias, lo de Paquirrín con las strippers otra explicación no tiene. No, miento, la explicación es Interviú, pero el caso es que se las pasa por la piedra. Debe ser que tiene una cantera, o, mejor dicho, una Cantora. Vale, intentaré dejar de hacer chistes.

Pues yo tan tranquilo, cubata en mano, entro en la cocina para charlar un poco con Chucky, Iron y José, sin más pretensiones que la de ser y estar, y me los encuentro discutiendo otra vez con la piba esta de cuánto mide la trompa de un elefante o yo qué sé qué.

–¿Y tú qué? –me dice quitándome el gorro de la cabeza.

–¿Qué de qué? –le contesto mosqueado.

–¿Cómo se pone esto? –pregunta intentándoselo atar con las manos hasta las cutículas de alcohol.

–Dame mi gorro.

–¿Y tú qué dices? –me vacila otra vez.

–Que me des mi puto gorro, coño.

–Joder, qué borde, ¿no?

–Dame mi puto gorro –digo vocalizando lentamente sílaba tras sílaba.

–Esta es mi casa, ¿eh?, y si quiero te echo –me amenaza.

–Me importa una mierda que sea tu casa –porque yo estaba invitado por Marta.

–Joder, qué borde eres, chaval.

–La borde eres tú, que es quien me quiere echar de su casa.

–Vamos a dejar de discutir, ¿vale? –se rindió cambiando su tono de voz a uno más apacible–. ¿Somos amigos?

–Si me das mi gorro.

Antes de continuar, debo decir que mi temperamento de marmota y mi empecinamiento ciego con mi gorro, no me dejaban ver lo que estaba pasando, que parecía estar bastante claro para mis colegas, y sus risas poco me ayudaban pues me empezaban a poner nervioso. ¿Por qué coño se descojanaban? ¿De mí? A ver...

–¿Que quieres que haga para que seamos amigos? –sé que suena a relato erótico facilón, pero va en serio, me lo estaba poniendo a huevo, pero yo seguía erre que erre de retortijón enfrascado con la  puta disputa por mi gorrito.

–Que me des mi gorro de una jodida vez.

Se me acercó Iron y me dijo al oído: “Tío, ¿no ves que está borracha? Dile que te la chupe”. Me parecía que pedirle eso era un disparo fallido, así que aposté por algo más factible.

–Vale, está bien. Dame un beso –reconozco que los besos son mi debilidad, pero no me gustó, pues fue un beso rápido amortiguado por mi barba–. Así no, tiene que ser en la boca, si no no tiene gracia –y este fue mejor, pero, como iba en ascenso gradualmente, íbamos a ver qué había en la cima–. Que no, tiene que ser un beso de los buenos, con pasión, con gancho... con lengua.

–¿Así? –abrió la boca para pronunciar tan solo una palabra y ya no la cerró.

Pasó sus brazos por detrás de mi cuello y, cuando sus labios entraron en contacto con los míos, por esa rendija por donde salió el acento de la I, presumible antesala de un interés en hacer algo bien; se materializó la presencia de su lengua, que sentí colarse en mi boca y danzar por ella como Pedro por su casa, con mi permiso concedido, por supuesto. Primero mi lengua se enrolló en la suya, poco después, llevada por la emoción, se enredó en sus cuerdas vocales. Exploramos los recovecos de nuestras bocas, alumbramos cada rincón, nos reconocimos las caries, saboreamos nuestra saliva y nos emborrachamos con nuestros alientos.

–¿Qué tal? –me preguntó con una sonrisa de encías visibles.

–Pues... la verdad –dije recuperando el aliento, que se había quedado adherido a su paladar– es que no ha estado nada mal, nada, nada mal, pero –miré a Iron, que estaba expectante y sus risas mordaces ahora eran sonrisas de perplejidad, como las de Chucky y José, que lo estaba flipando más que yo–...

–¿Sí? –se impacientaba ella.

–Si quieres que seamos amigos, muy buenos amigos –y enfaticé “muy”–... Si me la chupas seré tu mejor amigo –le solté a bocajarro.

Como imaginé, salió apresurada de la cocina. Lo que no imaginé, fue que lo hiciera agarrándome de la muñeca. Cruzamos el salón abriéndonos paso entre vaqueras, reinas moras y escoceses, hasta que llegamos al que, supuse, era su dormitorio. Intentó abrir, pero estaba trancada.

–¿Qué pasa aquí? –se preguntó.

–No puedes pasar –dijo Marta a nuestras espaldas–. Están dentro Fulanito y Menganito.

Joder, para una vez que me van a hacer una mamada espontánea, resulta que Fulanito y Menganito están en nuestra fiesta. Yo quería conocerlos. O sea, todo el mundo conoce a Fulano y Mengano, pero ¿alguien sabe quiénes son? ¿Qué aspecto tienen? También están Zutano y Perengano, pero estos dos son menos famosos, no tienen el mismo carisma, y, si os fijáis, mucha gente le pone sus nombres a desconocidos: “Bah, Fulano y Mengano”. Nunca me imaginé que fueran gays, aunque, claro, siempre van juntos y, en estos tiempos que corren, parece ser que la homosexualidad es glamourosa, aunque soy el menos indicado para hablar de glamour, que yo iba disfrazado de piruleta.

Me llevó a otra de las habitaciones, claramente femenina por su decoración y porque olía bien. Bueno, también porque mi amiga no tenía compañeros, las cuatro eran chicas. Corrió el pestillo de la puerta produciendo un sonido que eclosionó con fuerza en mis sienes, que sentía palpitar. Me di la vuelta y, en ese momento, me empujó a la cama con fuerza, la cual estaba contra la pared para aprovechar el espacio. A mi derecha, la almohada mullida y encima un libro, ¿qué es eso?; a mi izquierda, un sujetador rosa colgando a los pies de la cama a juego con mi traje de perturbado, porque no hay que estar demasiado cuerdo para ponerse semejante disfraz; y a mi espalda, el gotelé. Sin embargo, todo esto pasaba desapercibido para mí. Me encontraba flotando en una nube producto de mi propia excitación condensada, nada había alrededor.

Se acercó con lentitud al borde del catre mientras mi mirada se perdía piernas arriba, hasta que sus muslos, a los que sus manos iban unidas, frotándolos, desaparecían por el tubo de la minifalda. Sus pasos eran suaves, como pisando algodones, y su mirada felina pronosticaba borrasca y tramontana.

Se subió en el camastro y separó sus piernas para colocarse a horcajadas sobre las mías. El escaso tejido elástico que cubría su pelvis, se alzó lo suficiente como para ver que su ropa interior era violeta, por lo menos la inferior. Pude comprobar la profundidad de sus ojos azules, cuyos contornos se veían tintados de un verde tenue. Eran una poza cristalina que refrescaba la burbuja caldeada que se había formado en aquella habitación aislándonos de la realidad de la fiesta, las voces y el mundo exterior. No sabía ni cómo se llamaba la cervatilla, Marta me lo dijo al día siguiente por teléfono, pero Carmen me abdució como no pensé que una tía que iba de guay por la vida podría hacer, aunque, quizás, lo que había juzgado solo era un muro de contención.

No tardé en percibir el olor de su aliento en el vano de mi boca, así que decidí ser hospitalario y dejar que su lengua volviera a honrarme con su presencia y su sabor en mis papilas gustativas. Nos comimos los morros, desatamos la estampida de lujuria, y pronto se dispuso a repartir una mezcla de su saliva y la mía por mi cuello y mi clavícula, previo mordisco en el lóbulo de mi oreja, pendiente incluido. Llevé mis manos a sus nalgas cálidas para participar más activamente de la pasión, comprobando que lo violeta era un tanga, y me recreé amasando esas dos masas dúctiles. De algo me tenía que servir un año currando en Telepizza.

Mientras ella conseguía que mi respiración tuviera sonido de suspiros, sus dedos buscaron el bajo de mi camiseta del disfraz para introducirse por debajo de ella, pero encontró un obstáculo: otra camiseta. Busco el bajo de esta y se topó con otro obstáculo: otra camiseta. Busco el bajo de esta y, por fin, me marcó la piel con las yemas de sus dedos. Arrastró mis prendas hacia arriba con sus antebrazos descubriendo mi torso. Los pelillos de mi pecho aparecieron alborozados y contentos, y, tras remolonear un poco en mis pezones, Carmen comenzó a allanar con lametones el camino hacia el sur, dejando su rastro por mi abdomen, esculpido por la naturaleza como una tableta de... de turrón blando.

Para no volver a tropezar como con las camisetas y no perder más tiempo, no fuera a ser que el incendio de nuestras entrañas menguase, bajó de golpe mis pantalones, leggins y bóxer, dejándolos enredados en mis rodillas, cuando me ordenó tumbarme en la cama a lo largo y levantar el trasero, y ¿quién era yo para contradecir a la heroína de mi deseo asfixiado después de cuatro meses sin airearlo? Mi erección era abrumadora y emocionante. Eso sí que era el Pirulí, ya te digo. No emitía canales, pero más alta definición no podía tener aquello. Antes de dejarme hacer, la imité y la desnudé tirando de su falda hacia arriba, sacándole el vestido completo por la cabeza y descubriendo un elegante tanga, de color violeta, como ya he indicado, y con diminutos brillantes en el elástico superior y en las dos tiras que salían a cada lado para ajustarse a sus caderas y, en el centro de la prenda, dibujaban un corazón; y un suje del mismo conjunto con las incrustaciones en las partes superiores de las copas, que a duras penas retenían sus pechos generosos. Por mucha tela que hubieran llevado encima durante toda la noche, donde hay calidad se sabe.

Sentada sobre sus talones entre mis piernas, primero acarició mi pene con la palma de la mano abierta, sintiendo una rigidez más propia del hormigón que de un músculo humano, para, poco después, cerrar el puño apresándola y dando tirones hacia arriba. Al principio lo hacía con cierta brusquedad, pero esta fue suavizándose y adquiriendo un ritmo constante, hasta que su lengua dio un largo y húmedo lametón desde mi periné hasta el purpúreo glande. A partir de entonces, empecé a disfrutar del lado más amable y atento de la compañera de piso de Marta.

Enredaba mis dedos en su pelo y le acariciaba un brazo, agradeciéndole la dulzura que esa noche me estaba ofreciendo fumando la pipa de la paz. Me hacía sentir cosquillas en la tripa, no solo fuera por el roce de su cabello, que iba y venia con el movimiento que hacía su cabeza en el recorrido de  la punta de mi pene a la base del mismo, que realizaba con una comitiva de saliva; también una jauría indomada en mi interior. Se retira el pelo a un lado y veo como sus fauces devoran casi en su totalidad el mástil en el que colgaremos la bandera blanca.

Prendida de mi polla, con avaricia y un instinto poseído por la vehemencia, ejerce presión con los labios y le pone empeño, aparte de algún leve roce de sus dientes. Sé que falta poco, que la excitación es demasiada y que las sensaciones de placer se agolpan en mi cabeza pidiendo a gritos ser liberadas. Levanto la cabeza y sus ojos azules, entrando por mis pupilas a remover mi cerebro, me dan el último empujón para venirme entre jadeos y convulsiones de mi bajo vientre.

Quizás penséis que fui un poco cabrón al no avisarle del inminente orgasmo y el consiguiente torrente de espesa ilusión, pero es que la muchacha parecía desnutrida y, por las ansias empleadas en llevarme al clímax, yo diría que estaba bastante hambrienta.

Con una sonrisa de satisfacción, se incorporó pasándose el dorso de la mano por esa boca que me había absorbido hasta la reserva, y extendió el brazo ofreciéndome su mano.

–¿Amigos?

–Amigos –contesté estrechándola.

La otra mano la llevé a su entrepierna, pero antes de incursionarme bajo la lycra, ella me detuvo. “Hoy no es un buen día”, me dijo. La verdad es que no me hubiese importado empujar el támpax, pero a ver luego como se lo sacaba de la traquea.

Tengo que decir que esa fue mi mejor noche de los últimos cuatro meses, desde que volviese de mis vacaciones en Valencia con una Supernena, y si esa primera noche con Carmen fue la mejor... la segunda fue brutal.

Sirva este escrito como homenaje a Santi, mi infatigable compañero de viaje; a Carmen, por donde quiera que sus pasos la guíen; y a la gente gracias con la que disfruté la fiesta, motivos, cada uno de ellos, por los que no escribir un relato muy porno. No puedo recurrir a detalles, yo nunca estuve en esa habitación, pero escoged una verdad para finalizar este cuento; porque sin corazón no podemos vivir... porque la vida es sueño.