Con sexo no hay problemas 2
Hay que evitar que despidan a mi marido. Entrevista con su jefa.
Segundo problema
El saber que la decisión no dependía solo de Arsenio me llevó a la conclusión de que tenía un segundo problemilla que resolver. Así que pasé por el baño a arreglarme lo mejor que pude aunque sospecho que el excitante olor a sexo no lo conseguí disimular.
Intranquila por cómo debía actuar me dirigí al despacho de Gloria. En ese momento ella atendía el teléfono detrás de su mesa. Por señas le indiqué que necesitaba hablar con ella cinco minutos. Me sonrió lobuna y me invitó a sentarme en un sillón que había en una esquina de su amplio despacho. ¿Cinco minutos le había pedido? Con las miradas de hambre que aquella zorra me estaba echando y sin la necesidad de quitarme la ropa interior en dos minutos lo había arreglado todo. Sonreí avergonzada por mis pensamientos.
Cuando colgó tomó asiento en un sofá similar justo enfrente del que yo ocupaba no sin antes plantarme dos húmedos besos en las mejillas muy cerca de la boca. Aunque pareció de lo más natural sospeché que aquella tortillera lo había hecho sabiendo bien lo que se hacía. Después de las advertencias de mi marido sobre aquella puta lesbiana no me extrañó lo más mínimo que pusiera mucha atención cuando crucé elegantemente las piernas. Sabía que lo suyo era abrirme y ofrecerme pero no quería mostrarme demasiado dispuesta.
Ella no se anduvo por las ramas.
– Lo siento... pero si vienes por lo de Bosco me temo que Arsenio y yo ya hemos tomado la decisión.
– Acabo de estar con Arsenio y me ha prometido volver a pensar en ello.
Me miró perversa y sonrió irónica. Supe que aquella zorra acababa de hablar con Arsenio. No sé qué tejemanejes se llevaban entre manos pero el cabrón de Arsenio le había contado lo ocurrido en el despacho.
– Necesito que tú también recapacites sobre tu decisión –dije inocentemente sabiendo que me estaba metiendo en la boca del lobo.
– Bueno... no sé cómo arreglar esto... es algo inusual –añadió compungida.
Intuí lo que quería. Aunque parecía mirarme las rodillas ambas sabíamos que buscaba mirar más allá. Me sentía una experta en manejar voluntades abriéndome de piernas así que, sin pudor, descrucé las piernas y las abrí mostrándole el interior de mis muslos. Sospeché que no había la suficiente luz para que llegara a comprobar que iba sin bragas pero ese detalle no pareció importarle. Mi postura pareció doblegar su actitud intransigente.
– ¡Sígueme! –me ordenó poniéndose en pie.
Obedecí y, para mi sorpresa, me llevó hasta la calle. Entramos en una casa varios portales más abajo. Yo quise preguntarle a casa de quién íbamos pero ella con un gesto imperioso me hizo callar. En ningún momento cruzamos ninguna palabra. Mientras esperábamos el ascensor me acarició las nalgas por encima de la falda. Aquella tortillera sabía que no iba a rechazarla.
Me puse nerviosa: me estaba metiendo en una casa desconocida con una tortillera ansiosa y yo nunca me lo había hecho con una mujer. La inmadurez de Bosco me iba a arrastrar a ser una puta reconocida. Pero aquella cuarentona no precisamente una diosa de la belleza con su atrevimiento me empezó a excitar y sentí como mi coño se humedecía. Dentro del ascensor su atrevimiento llegó a más y su mano reptó debajo de mi falda acariciando el interior de los muslos. Por suerte no descubrió que no llevaba bragas pero no parecía que fuera a tardar mucho en comprobarlo. No me besó pero su cara quedó a pocos centímetros de la mía y me estudiaba para ver si me resistía a algo. Poco se imaginaba que yo no iba a resistirme a nada, como si quería que me follara a su perro.
Descendimos en el último piso y la seguí hasta una casa que abrió con una llave que llevaba en el bolso. El piso estaba oscuro y con un fuerte olor a su perfume. Era evidente que era su casa.
Se acercó a unos grandes ventanales y los abrió llenando de luz la habitación. Mientras lo hacía la pude estudiar detenidamente. No era una mujer fea pero era tan vulgar que era poco atractiva. Lo que sí había que reconocerle era su elegancia en el vestir pero... aunque la mona se vista de seda... Me acercó a la cara sus mejillas excesivamente maquilladas y agarrándome suavemente del pelo se acercó tanto que pude percibir el perfume de su cuerpo.
– Sabes, tortolita, te podía haber llevado a tu piso pero no quiero que cuando folles con tu maridito te corras pensando en mí.
Es inconcebible que aquellas palabras me excitaran. Comenzó a besuquearme la cara y sentí como su carmín me manchaba las mejillas. Poco a poco llegaba hasta mi boca y cuando tropezó con ella, sentí la necesidad de que me besara profundamente pero ella prefirió lamer mis labios, las mejillas... toda mi cara. Yo me sentía desfallecer.
Cuando se lengua penetró decidida en la boca, me empezó a desnudar. Con maestría me bajó la cremallera trasera del vestido y lo dejó caer al suelo. Asombrada comprobó que iba totalmente desnuda.
– Vaya, vaya, me ha tocado en suerte la mayor de la putas.
– Soy lo que quieras pero empieza a tocarme el chocho.
Me excitaba usar palabras que, en circunstancias normales, ni se me habrían pasado por la cabeza pronunciar en voz alta.
Me besó el cuello y el hombro mientras ponía la palma de su mano encima de cada teta y comenzó a besar mis pezones.
– ¿Quieres que te toque el chocho? Eres una jovencita muy decidida... o eres una auténtica zorra. ¿Que eres?
Ni lo sabía, ni me importaba. El corazón se me salía del pecho. Ver aquella boca morderme el pecho y lamer mis pezones me excitó humedeciéndome aún más. Deseaba que sucediera y como si ella lo supiera, agarró con ambas manos las tetas por debajo y las encaminó a su boca. No pude disimular mi excitación y moví mi cabeza, provocando un ondulante movimiento de mi cabellera. Recliné ligeramente mi cabeza hacia atrás y susurré cuánto me gustaba.
Aquella loba hambrienta desocupó una mano para dedicarse a mi coño. Yo, para no perder tiempo me dediqué a buscar el broche de la suya. Me quitó las manos de su falda, en un gesto autoritario.
Allí estaba yo, desnuda totalmente salvo aquellos zapatos negros de tacón y aquellas medias también negras. Ella me observaba protegida vestida con su traje elegante.
– Date la vuelta –ordenó.
La obedecí girándome lentamente. Me obligó a girar un par de veces. Yo obedecí sin atreverme a levantar la mirada del suelo. Me hizo parar y mirarla. Lentamente se desprendió del traje y más lentamente aún se fue desabrochando los botones de la blusa. En ropa interior se acercó hasta mí sonriendo despectiva. Llevaba un excitante sujetador de media copa que dejaba sus tetas prácticamente al aire y se podían vislumbrar el nacimiento de sus pezones. Las bragas eran un tanga blanco de seda trasparente y pude comprobar que una espesa pelambrera le protegía el coño. Inconscientemente alargué mis manos para tocar la seda y de un manotazo me hizo desistir. Como yo, portaba una medias negras que le llegaban hasta prácticamente la entrepierna y unos zapatos también negros de tacón.
Los pequeños pezones oscuros que se adivinaban tras la delicada tela del sostén me atrajeron de forma salvaje y ejercieron sobre mí una increíble atracción.
– Ven, puta golosa.
Temerosa me acerqué hacia ella pero sabiendo que era ella la que dirigía las acciones, yo solo tenía que obedecer.
– ¡Quítame las bragas!
La obedecí sin rechistar y me arrodillé frente a ella para hacerlo. Se las desprendí de los tobillos y dejé la prenda en el suelo aunque me hubiera encantado llevármela a la nariz para comprobar sus olores. Me quise levantar pero ella me lo impidió poniendo su mano en mi hombro.
– Ponte a cuatro patas como una puta perra y sígueme.
Ni se me ocurrió protestar y la seguí pese al dolor de las rodillas. Me llevó por un largo pasillo y entramos en una habitación oscura. Me hizo parar y abrió las persianas de dos grandes ventanales. La luz iluminó una gran estancia discretamente amueblada.
Sin dejar que me moviera de donde estaba, se acercó a mí por detrás. Sentí que se arrodillaba y como me separaba las nalgas con sus manos. Me sentí abochornada por mostrarle mi mayor intimidad sin ningún tipo de pudor y a la par estaba cachonda deseando que hiciera conmigo lo que quisiera.
Me empujó la espalda hasta que apoyé la cabeza sobre el suelo.
– Pon las manos sobre la nuca.
Me sentía indefensa en aquella postura pero, aunque hubiera podido defenderme, nada hubiera hecho: era suya. Estaba totalmente entregada.
Nuevamente sus manos separaron mis nalgas y sentí su lengua, caliente, penetrar en mi ano. Me estaba volviendo loca. Me retorcía contra el suelo y, sin calcular las consecuencias, quité las manos de mi cabeza para acariciarme los pezones y estimularme el clítoris. Ella al apercibirse me dio un fuerte cachete en las nalgas.
– ¿Quién te ha dado permiso para que te toques, zorra? –gritó mientras seguía castigando mis nalgas.
Quise suplicar que me permitiera tocarme pero el dolor de mi culo me hacía sollozar y apenas podía hablar. Ella siguió castigándome de forma metódica intercambiando golpes en una nalga y en la otra y, poco a poco, como naciendo en el interior de mi vientre sentí que aquel dolor iba a hacer que me corriera. ¡No era posible!, ¡no era una puta masoquista!... ¿o sí?
Parece que adivinó lo que estaba a punto de ocurrir y detuvo el castigo. No quería que tuviera un orgasmo, me quería hacer sufrir. Por unos segundos me acarició las nalgas dejando que me calmara. Luego tomó uno de mis manos y la condujo hasta mi coño. Tomando un par de dedos entre los suyos me forzó a metérmelos dentro de mi propio sexo. Busqué mi placer con ahínco. Cuando sentí que me corría, ella nuevamente lo adivinó y me hizo sacar los dedos.
– Haz conmigo lo que quieras pero deja que me corra, so puta –grité desaforada.
Aquello la enfureció y se puso violentamente de pie. Se enfrentó a mí y tirando de mi pelo con rabia me hizo enderezarme pero sin dejar de estar de rodillas.
– ¿Me has llamado puta?
Quise disculparme pero no me dio tiempo y su mano se lanzó salvaje abofeteándome el rostro un par de veces.
– Las manos en la nuca, zorra –gritó.
Obedecí rauda.
Nuevamente me golpeó en la cara con la palma de su mano y además me lanzó un par de azotes a los pechos que me hicieron llorar más de miedo que de dolor.
– ¿Me has llamado puta, zorra?
– Perdóname, Gloria.
– ¿Quién te ha dado permiso para tutearme, zorra? Hábleme de usted.
– Perdóneme, señora, no fue mi intención.
Con rabia me empujó sobre el suelo y nuevamente me encontré con el pecho sobre el suelo, las manos en la nuca y apoyada incómoda sobre los codos. Sentí que se ponía detrás de mí y me volvía a abrir las nalgas. De nuevo su lengua buscó mi ano pero esta vez bajó hasta encontrar mis labios vaginales. Mientras me succionaba el coño me penetró por el culo con un par de dedos que agitaba violentamente de dentro afuera.
No pude evitar empezar a moverme sincronizándome con las arremetidas de sus dedos. Era lo más humillante del mundo estar allí con toda mi educación desnuda y agitando el culo para que me masturbaran por el ano. Gloria me permitió moverme aunque, de vez en cuando, sacaba sus dedos de mi intimidad y me azotaba las nalgas. Sentía que aquellos golpes me excitaban aún más, los necesitaba para seguir disfrutando. Me importaba un carajo estar comportándome como una auténtica guarra, la reina de las guarras.
Seguía deseando correrme pero, a la par, deseaba que aquel placer/dolor no acabara nunca. Al final me ensartaba en sus dedos de forma tan salvaje que ella supo que me iba a correr y ésta vez me dejó hacerlo. Sustituyó su lengua por un par de dedos que masturbaban mi coño al igual que otros tantos lo hacían en mi ano y exploté como la ninfómana que era gritando sin pudor el placer que sentía. Como ocurrió con Arsenio me corrí de forma tal que parecía que orinaba y Gloria gozosa recibió mi silbante líquido directamente en la boca mientras seguía castigándome las nalgas. Cuando terminé caí desfallecida sobre el suelo. Me costaba hasta respirar.
Dulcemente Gloria me acariciaba las nalgas y la entrepierna secando mis humedades hasta que, poco a poco, me relajé. Una somnolencia placentera me invadió, cuando estaba a punto de dormirme oí que se movía y lentamente abrí los ojos. Se había sentado frente a mí con las piernas una a cada lado de mi cabeza. Frente a mis ojos quedó su coño y pese a la espesa pelambrera que lo protegía pude comprobar sus excitados labios vaginales rojos por el deseo. Sonriente alargué mi mano y le empecé a acariciar el clítoris. Tenía que corresponderla llevándola al mismo mundo de placer al que ella me había trasportado. Lentamente repté hasta tener su coño al alcance de mi lengua y delicadamente empecé a lamerla. Ella se dejó caer sobre el suelo y se abrió sin pudor de piernas facilitándome el acceso a su coño.
¡A la mierda Bosco y sus problemas!, ¡a la mierda la hipoteca, el coche y las deudas! Yo no estaba allí para resolver problemas, estaba allí para darle placer a mi hembra, mi dueña, mi... lo que ella quisiera que fuera.