Con quien quieras

En aquellos años, Silvia no consentía bajo ninguna excusa una ducha mutua. Nunca, a pesar de conocer que, enjabonar su cuerpo luctuoso y dejar que ella enjabonara el mío constituía uno de mis más irresistibles y fácilmente ejecutables morbos. No la vería nunca gozar acariciando sus senos desde atr

Con quien quieras

  • ¿Con quién quiera? ¿Hablas en serio querida?

El “querida” no pudo brotar más mordaz y agresivo.

Ella asintió tragando saliva, compungida, hundida, doblegada, arrinconada emocionalmente, con cientos de lágrimas, todas brillantes, todas gordas como marsopas, escapándose carrillo abajo, precipitándose desde la mandíbula contra el entarimado.

  • Pero no me dejes. No me dejes por favor. No me dejes amor mío.

Silvia tenía razones sobradas para ofrecerse tan condescendiente, sumisa, masoquista y desesperada.

Razones acumuladas con forma de años, impuestos uno sobre otro sobre nuestro cansino matrimonio.

Años sumados a esa irritante actitud celosa y dictatorial que impuso sobre nuestra relación, al poco de nacer nuestro primero hijo.

Una actitud insostenible, juramentada contra cualquier mirada femenina hacia mi persona a la par que taxativamente censuradora de todo acercamiento coital que no estuviera debidamente planeado.

Silvia no soportaba la cercanía de una vagina ajena, aun parapetada tras telas y prejuicios.

Pero tampoco consentía mis labios cerca de su vello púbico o mis deseos para copular fuera del permisible sábado, siempre que lo tolerara el cansancio y los niños.

Y ello, conjurado con tantas otras cosas, acabó convirtiendo nuestra vida sexual en algo declinante, esporádico, practicado bajo una desesperante falta de imaginación y curiosidad.

No solo ella fue la culpable.

Atosigados por el TAE, sitiados por los gastos escolares, el recibo del seguro, la ropa invernal de los niños, la coordinación del horario laboral con las clases de inglés o las continuas injerencias de nuestros respectivos suegros, en cuanto disponíamos de diez minutos propios, estos eran invertidos en dormir bien o en mirarnos con ojos cansinos, orillados tras un incómodo silencio.

Comenzábamos a precipitarnos por el peligroso sendero del cotidiano.

En semejantes circunstancias, lo que sucedió, sencillamente fue cuestión de tiempo.

No obstante, la única sorpresa en todo este evento, había sido que fuera Silvia la primera en morder el anzuelo.

Y fue una sorpresa porque entre los dos, era mi vida anterior, con agenda telefónica oculta la que había favorecido el surgimiento de algunas tentaciones.

La condición de emparejado azuza todavía más la excitación que una aventura pasajera provoca.

Eso lo sabemos nosotros.

Eso lo saben ellas.

Una realidad que incentivó alguna que otra oportunidad.

Tantas como excusas extraje para esquivarlas.

O el dietario no encajaba o las expectativas de hasta dónde íbamos a llegar tampoco.

O el peligro a ser descubiertos era excesivo

o el temor a perder a hijos y amor asexuado terminaba impuesto.

O tú buscabas una sola noche y ella el amor eterno, o, como se dio ante la más descarada, faltaba un preservativo justo en ese momento en que piensas lanzarte al río.

Si, pude haber sido el primero.

Pero fuera por amor, por dejadez, por poca inspiración o suspicacia….no lo fui.

Silvia en cambió, que seguramente solo tuvo en toda su vida marital una tentación, gozó de ella al máximo.

  • No lo amo. Lo juro – cuando se derrumbó, intercalaba machaconamente la misma frase, una y otra vez cada dos minutos de relato.
  • No te pregunto lo que sientes, sino lo que hiciste.

Estaba enfadado.

Soy humano.

Es la reacción de laboratorio cuando cinco minutos antes, tu mujer te confiesa un desliz mientras Homer Simpson repite capítulo televisivo.

Lo irónico es que el peligro no surgió de manera inesperada, como una súbita aparición con forma de nuevo vecino portentosamente constituido o un compañero de trabajo de los de contrato temporal que trabajan con vaqueros ceñidos y sin ninguna camisa que les oculte su torso musculado.

El origen provino de un fruto largamente madurado que llevaba colgando, sin que ella ni yo lo sospecháramos, desde los tiempos del instituto.

Bernardo no era, según ella, un tipo con atractivo.

Pero era amigo de toda la vida.

Uno de los que, invisiblemente, con maquiavélica paciencia, con aparente indiferencia, practica la tortura rusa del gota a gota sobre la cabeza….”que guapa te veo….estas irresistible….que bien te conservas….que maravillosa estás….que bien te queda ese vestido…. ¿llevas peinado nuevo?”

No es que fuera un obsesionado de Silvia al estilo psicótico.

Tras sus halagos, no se parapetaba amor alguno.

El goteaba sobre todas las testas femeninas, y la que cayera, pues caída estaba.

Ignoro si previamente su estrategia había resultado exitosa.

Pero con Silvia desde luego, clavó el dardo en el mismo centro.

El hábito del rebaño les llevaba a agruparse, cada miércoles en torno a una cervecita con tapa ligera, rodeándose de las caras conocidas con las que compartieron testosterona y granos.

El jolgorio animó a dos, tres, cuatro rondas de cerveza.

A la quinta, los más animados, iniciaron el confesorio picante, los rubores cómplices, las risas picajosas.

Al cabo de un par de horas, uno tras otro fueron recordando sus obligaciones; un hijo con fiebre, otro con los deberes medio hechos, una cita con el abogado que gestionaba su divorcio, otra para cambiar las bombillas fundidas del cuarto de baño.

Las despedidas se sucedieron, hasta que, finalmente, resultaron ser Bernardo y Silvia quienes quedaron a solas, dispuestos a arañarle unos sorbos y segundos más a su ración de cebada.

Y entre sorbo y sorbo, Silvia, por lo común retraída hasta la autorepresión, terminó poniendo palabras a su profunda insatisfacción sexual.

  • Entre polvo y polvo, se nos distraen meses enteros.
  • ¡Joder Silvia! Pues estas para hacértelo todos los días. Muy salvajemente además.

Mi esposa se rio, escondiendo la barbilla, hundiendo el cuello en su camisa con ese gesto fariseo que muestran aquellas que se ruborizan, recibiendo aquello que en realidad anhelan.

El comentario, liberado con aparente banalidad, una picardía más sin consecuencia, no hubiera prendido llama de no ser porque Silvia, borracha, necesitada o desconocida, lo recibió con la mente abierta.

Para cuando a la mañana siguiente interrumpió al despertador, ya era tarde.

Se levantó, preparó las tostadas, se duchó, me saludó con un inapetente bostezo…pero su mente, nuevamente clausurada, guardaba en esta ocasión el recuerdo del confesado deseo de Bernardo.

Y el recuerdo, como lince al acecho, aguardaba atento, dispuesto a acariciar su reprimida libidinosidad.

No noté nada extraño en su comportamiento.

A esas alturas, como un camión viejo, continuábamos ruta sin detenernos para contemplar el paisaje.

Porque en la parte más intangible de Silvia, en su escondrijo más arrinconado, paraba algo, un tesoro desconocido que no había gozado durante más de once años.

Un tesoro que, quebrando su apariencia pétrea, la torturaba internamente sin que su rostro exhibiera debilidad alguna.

Pero la realidad era que sus goznes, sus bastiones, iban uno a otro deshaciéndose como si en lugar de hierro forjado, fueran papel de gramaje bajo, sumergido en agua.

Silvia no se desgranaba ante un macho egregio, ni ante un miembro venoso, tenso y desproporcionado.

Silvia se derretía ante la posibilidad.

Ella jamás gozó, a lo largo de su encorsetada vida sexual, de otra novedad que no fuera la que comenzó a proporcionarle nuestro noviazgo.

Y desde entonces, la posibilidad de sostener los bríos de otros hombres entre sus piernas, quedó cercenada por la rigidez moral de una sociedad que acataba sin cuestionamientos.

La soltera recatada y la casada fiel.

Así fue, así es y así sería hasta la amargura eterna.

Silvia fue muy cruel consigo misma.

Nunca se consideró una mujer hermosa.

Tampoco fea desde luego.

Pero su altura modesta, su talle algo destemplado, su rostro dulce pero no sugerente, jamás hacía crujir las cervicales masculinas cuando bamboleaba las cartucheras por el vía pública.

Y ella, sobradamente inteligente, supo sin excesivos dolores, conformarse con semejante realidad.

Un conformismo destrozado ahora que sabía que otro hombre, que no era yo, andaba cacareándole el gallinero.

Un conformismo quebrado por su necesidad de alimentar la curiosidad que la educación, la rutina y los miedos habían durante años sojuzgado.

  • Bernardo….¿lo del otro día?....¿lo decías en serio?

La llamada la hizo en el interior del coche, mientras sobre la carrocería caían las gotas gordas de la primera borrasca del otoño.

Con el motor encendido, aguardaba a que sonara el timbre y los niños quedaran libres del colegio.

Bernardo, también casado, también conforme con su poco éxito histórico entre las féminas, debió de sentir que le temblaban los dedos y le sobraba saliva.

En su caso, la mala fortuna fue que se le rompiera el condón con la más inapropiada cuando apenas sumaba diecinueve años.

Su mujer que no su amor, un prodigio de cicuta, no trabajaba ni pensaba sumar otro hijo a la descendencia ahora que el accidente que tuvo sabía valerse por sí solo.

La vida de semejante ejemplar se centraba en no levantarse antes de las diez y ser sostenida por la gruesa nómina de un marido brillante economista.

  • Si – Bernardo trató de fingir seriedad, firmeza, capacidad de decisión sin necesidad de grados etílicos. Eso que, sabía, humedece las braguitas de una mujer y que, también lo sabía, en realidad no poseía.

Silvia colgó sin dar respuesta, iniciando un silencio pensativo de varios días.

Silencio durante el cual, quiero suponer, alguno de los dos pensaría, si quiera una décima de segundo en las consecuencias que acarrearía lo que su mente proponía, pero sus anillos, recordaban, les estaba vetado.

Un silencio roto la noche en que yo dormitaba en el sofá y los niños hacían lo propio en sus dormitorios.

Silvia respondió al zumbido de la llamada incorporándose de un brinco y bajando la voz mientras se alejaba de dos en dos pasos, rumbo a la aislada cocina.

  • ¿Quién era? – pregunté con los ojos aun cerrados cuando hizo regreso.
  • Nada, mama que quiere que vaya el lunes a ayudarle con la cocina.
  • Ummm no sabía que tu madre tenía un problema con su cocina.
  • Nada importante cariño. Duerme.

Mi suegra no tenía ningún problema con su atiborrada cocina.

Mi suegra tenía forma de Bernardo, poniendo sigilosamente lugar, fecha y sobre todo tres horas.

Silvia acató descuidadamente todas y cada una de las premisas que se supone, advierten a un marido atento de que le van a salir dos soberanos y vigorosos cuernos.

Silvia depiló sus piernas un miércoles, fuera del habitual fin de semana.

Silvia fue a otra peluquería más vanguardista, donde no le conocía gustos ni jeta.

Silvia hizo compras de vestido y lencería apartadas de los tradicionales vaqueros y recatos con los que se cubría.

Silvia se mostraba inapropiadamente nerviosa, con la mordida de uñas y sonrisa tonta estampadas en su cara, consultando compulsivamente reloj y calendario sin que yo, confiado y soso recelara un gramo.

Todo lo que supe lo descubrí a posterior, dos días más tarde cuando mi hasta entonces inmaculada compañera, cayó de rodillas ante mí, lanzando súplicas de perdón, incapaz de ahogar en su corazón la mala conciencia.

Lo confesó como quien vomita tras una noche de intensa borrachera.

Entre arcadas no fingidas y temblores de brazos.

Lo confesó para desahogarse pero también azuzada por el malsano masoquismo de quien sufre el mal de la infidelidad y quiere conocer hasta el más mínimo detalle de lo acontecido.

Confesó que la desnudez de Bernardo no era dionisiaca.

Confesó que compensaba aquella modestia física con unas manos aseadas, suaves, aderezadas con un carácter amable, adulador, tierno, atento de los que hacen sentir a una mujer especial y que esta se deje bajar las bragas con los ojos abiertos y una sonrisa dulce entre los labios.

Confesó la novedad de aquella suite con sabanas de raso aromatizadas, la novedad de aquel cuerpo que olía, se movía, gesticulaba, hablaba, sentía y follaba de manera no tan diferente a la mía….pero cautivadoramente novedosa.

¿Qué me hará?....¿Cómo lo hará?...¿Será brusco?....¿Será un caballero?....¿Se correrá pronto?....¿Le pido que se ponga preservativo?....¿Me lo comerá?....¿Querrá que se la coma?

¡Qué tontería!

Un hombre siempre quiere que se la coman.

Entre la excitación y los nervios, el meollo les duró apenas quince minutos de afanado trueque de flujos.

Pero la sola idea de que aquellos novecientos segundos eran, todos y cada uno, un irresistible oleaje de energía, de luz intensa que removía el molino oxidado de su existencia, consiguió que Silvia se corriera vehementemente…dos veces.

  • La primera debajo de el….-mientras lo revelaba, daba leves hipidos acongojados -…justo al sentir su semen dentro.
  • ¿Y la segunda?

Se calló.

  • La segunda Silvia.
  • La segunda, en la ducha – bajó la cabeza.
  • ¿En la ducha? Vaya, vaya con doña casta.

En aquellos años, Silvia no consentía bajo ninguna excusa una ducha mutua.

Nunca, a pesar de conocer que, enjabonar su cuerpo luctuoso y dejar que ella enjabonara el mío constituía uno de mis más irresistibles y fácilmente ejecutables morbos.

No la vería nunca gozar acariciando sus senos desde atrás por miedo a terminar ambos resbalando, con un hueso quebrado.

Aseguraba que mi habilidad amatoria no era tanta para cumplir semejante proeza.

  • Por lo visto Bernardo si era lo habilidoso que uno no es.
  • Amor yo…
  • Calla. Calla y sigue. Cuéntamelo todo. Todo – insistí, dejando bien claro por la vocalización, que deseaba saber hasta como se había deleitado lamiendo las venas de la polla de Bernardo, sujetándola con una mano mientras con la otra, acariciaba dulcemente su clítoris.

Tras dos horas de despiadado interrogatorio, salí de casa dando un soberano portazo.

Bajando al portal con las muelas y los puños bien prietos, pude escuchar su histriónico llanto.

Y durante un rato largo, hasta que llegué al ajardinado municipal, lo continué machaconamente escuchando.

Vagué sin rumbo, entre suelo quebrado y hayas sin hojas, esquivando bicicletas, runners y cacas de perro hasta que, esos llantos, fueron lentamente transformándose, en sus gritos orgásmicos, taladrando mi mente mientras me la imaginaba, regada por las embestidas de Bernardo.

Un pensamiento lacerante, tortuoso que me llevó incluso a sostener en la pantalla del teléfono, la imagen del número de nuestro abogado con idea de llamar y ordenarle que comenzara a organizar los papeleos de una separación lacrimosa y apestada de odios.

“Tú me hiciste, tu no me diste, tú me dañaste”.

Cuando regresé, cena fría, niños en el primer sueño, Silvia, sin desnervar, saludó tratando de regalar unas caricias que no fueron correspondidas.

  • Dame una sola razón para no divorciarme de ti ahora mismo. Dame una razón para no informar a tu familia sobre a quién te tiraste hace dos días.
  • Con quien quieras amor – fue su respuesta -  Acuéstate con quien quieras pero no me dejes. No me abandones. Solo tú me amas y me soportas. Con quien quieras.
  • ¿Con quién quiera?
  • Sí. Me da igual. Una vez no más. Dos si quieres vengarte. Pero no me dejes. Por mí, por nuestra familia, por la vergüenza, por los hijos. No me dejes. No hubo amor, no hubo amor.

No hubo amor.

Aquel juramento lacrimoso giraba una y otra vez como una peonza en el recreo.

Y lo hizo durante una semana entera, cerrando los ojos ante la pantalla del ordenador, con las retinas quemadas por los balances de cuentas.

Desistí de concentrarme.

Cada vez resultaba más complicado maquillar los ingresos para que alguna de las veinte empresas que gestionaba, tributara engañosamente de menos a Hacienda.

Si el dueño de una de esas veinte hubiera averiguado donde andaba atareada mi testa, tal vez habría sopesado la posibilidad de buscarse otra gestoría.

Sopesar la posibilidad que Silvia ofrecía era un inesperado martirio.

Porque solo tendría eso, una posibilidad.

Sabía sobradamente que Silvia no soportaría el atravesar dos veces por el trauma de conocer que durante unas horas, otra mujer iba a gozar conmigo, desnudos y a solas.

Su alma, pétrea superficialmente, en el fondo era una hipersensible, adoradora de la seguridad sentimental que proporciona el saber quién te espera en casa cuando vuelves del trabajo.

Por eso debía elegir bien.

Tenía una bala en esta peculiar ruleta rusa y debía acertar de lleno.

Una ruleta rusa, un inesperado combinado de atracción, erotismo, morbo y posibilidades de éxito.

¿Optaría por refrescar una vieja relación?

En ese caso, sin duda, la escogida sería Andrea.

La Andrea alta, morenaza de pelo largo y rizado, católica de misa dominical sacrosanta, casada con todas las bendiciones apostólicas, fiel ama de casa, madre de tres recentales que conservaba la figura ecléctica, poderosa, subyugante que trece años antes, se me folló aquella noche de sábado, en la que ella celebraba su partida durante un año a la ciudad de los rascacielos.

Yo soltero y ella, desde la primera regla, emparejada con quien luego fue su marido.

Un marido borrego de cofradía que aguardaba católicamente ansioso para desflorar, lo que ya andaba mucho sin pétalos.

Andrea, sobria y consciente, sin fingimientos ni alardes, copulaba despiadadamente.

Imprimía a sus caderas un compás deliberadamente inconstante, diseñado para proporcionarse placer egoístamente, al tiempo que enloquecía de más a quien tuviera la buena fortuna de tenerla con un muslo a cada lado de su cintura.

Primero entraba como huno en Roma, penetrándose de una tacada, hasta el fondo, imprimiendo un ritmo que bien pronto te hacía temer una temprana corrida y una larga y avergonzada disculpa ante su cara burlona.

Cuando sentía que la eyaculación andaba cerca, paraba, apretaba sus músculos vaginales, se apretaba a ti hasta hundir sus pechos sobre los pectorales, y mordía ensañadamente un lóbulo casi hasta conseguir que sangrara.

El dolor sustituía al pacer, la concentración desaparecía, el peligro de un derrame temprano se diluía y así, ella, sonriente, sabedora de que en esa república que era tu cama, ella iba a ser la única reina, se alzaba, ponía tus manos en sus pechos, ordenaba que apretaras y regresaba al ritmo enfebrecido.

Andrea solo se dejaba dominar por el Dios al que tan hipócritamente rezaba.

Entre amantes, no gustaba de estar debajo, no gustaba acatar órdenes o normativas.

Solo fue una vez.

Una.

Pero, trece años después, aun hervía la hemoglobina recordando la tersa dureza de sus pezones, la rapidez con que regresaban a su posición inicial cuando los lamías, sintiendo que por encima de ti, su boca gemía, su cuerpo se retorcía y sus manos se aferraban a tus cabellos para obligar a que continuaras con aquel juego.

  • Mordisquéalos…-ordenaba-…mordisquéalos con dulzura.

Andrea acudió a la mañana siguiente al ritual confesorio, cogida dócilmente de la mano de su novio, a quien ponía ojitos y cara de no haber jamás lamido ningún prepucio.

Ignoro si el sacerdote llegó a recibir la confesión descrita de cómo, apenas unas horas antes, exigió que derramara mi semen sobre sus pechos, invirtiendo luego buenos diez minutos en extender por todo su cuerpo el vital líquido hasta pringar toda su piel con él.

Por la faz enfurecida y el rostro agresivo con la que el prelado me fusiló la primera vez que nos cruzamos por la calle, sospecho que sí.

Andrea era una posibilidad conocida y apetecible, avivada constantemente con el guiño de ojo que regalaba las pocas oportunidades que teníamos para el encuentro….en el hipermercado, comprando el pan, en la comunión del hijo de un amigo común.

Un guiño promesa de que en una cama, nos habían quedado muchas cosas por revelar.

En la otra mano, sopesaba la posibilidad del morbo puro, estereotipado si pero puro.

Y eso, lo representaba, sin cuestionamiento, ese ser mucho más joven, mucho más vital y sobre todo mucho más enloquecido que Susana era.

Llevaba once años soportando a esta damisela emperifollada, engreída, magistrada en todas las sapiencias, con una solución para cada problema cuya sola presencia resultaba tan poco constructiva como irritante.

Semejante pizpireta metomentodo, paraba no obstante tras una piel bien represada, de cuerpo bamboleante y seductor, ligeramente sobrado de esos kilos de más que definen a una mujer de verdad, perfecta, frente a las que aparecen tan falsas e informáticamente compuestas en las revistas.

Su desparpajo incluía el llevar una vida disipada, sin aparentes esclavitudes sentimentales y laborales a lo que se añadía, esa terrible y excitante manía de descalzarse en cuanto pisaba tarima de confianza, caminando para mi desespero, con sus maravillosos pies desnudos y a la vista.

Su postrera hazaña había sido justificar el tatuaje céltico que se había grabado en la espalda como una manifestación de su libertad frente a la opresión de la cultura varonil católica.

No le explique mis dudas sobre el origen de tal borrón de tinta, más japonés que bárbaro y de lo dudosos que me resultaban sus argumentos.

No se lo expliqué porque mientras hablaba, imaginaba contemplar ese tatuaje justo al lado del ombligo, mientras se contraía recibiendo las embestidas de mi polla…arriba abajo, arriba abajo, preguntándole mientras se corría, si tan malo le parecía en ese momento todo lo masculino.

Además Susana era empedernidamente soltera, empedernidamente independiente, empedernidamente promiscua y empedernidamente inclinada a desvelar los detalles de su bien nutrida vida sexual.

Su última conquista duradera (y duradera para ella era sumar los cuatro meses) era un chaval anarquista con rastras meticulosamente recogidas, cuya apariencia fibrosa y enflaquecida, parecía ocultar una prodigioso vigor y resistencia.

  • Me hace poner los ojos en blanco – confesaba.

El chico, quien creo recordar se llamaba Ramón, trabó cierta buena relación conmigo.

La suficiente para confesarme, tras pagarle unas zapatillas nuevas pues las suyas tenían más apaños que el motor de una furgoneta hippie, que le resultaba muy difícil equilibrarse al ritmo amatorio de su ex.

  • Le gusta a diario, largos y variados. Se aburre en cuanto repites postura. No puedes bajar de veinte minutos de sexo duro y el cunnilingus debe dejarla exhausta antes de empezar. Eso si – miraba a un lado y otro – Nunca me hicieron un nudo tan habilidoso con los tobillos en mis caderas. Era un clímax absoluto.

Sí.

Susana era un apetecible objetivo.

Una de esas personas repelentes en la calle, insaciables en la cama que, oyéndola hablar, no sabes si abofetearla para que calle, o besarla para que te folle.

El único inconveniente resultaba ser la costumbre que tenía de asistir a todas las cenas navideñas.

Susana era mi cuñada.

Un morbo más, sin duda, que no me hacía desestimarla sin fisuras.

Quedaba Tomasa.

Tomasa era de esos seres que, desaparecidos durante meses, en cuanto regresaba a tu vida con forma de intrascendente cruce con saludo…”Buenos días”….”Hola ¿Qué tal?”….pasabas el resto de la jornada intentando averiguar si bajo su etérea falda paraba tanga, braga o….nada.

Tomasa solo tuvo dos malas suertes en su cuarentona vida.

Una imposible de revertir.

Con dos padres poco imaginativos, nacer un 10 de octubre significaba poner semejante nombre extrayéndolo de un aterrador santoral.

La otra fue su marido.

Tomasa, de hogar pobre como pulga de rata, optó por salir de tantos ahogos de la única manera que pudo siendo inteligente y bella; casarse con un buen hacendado.

Nos hubo ni un miligramo de amor en el evento.

Ella lo aceptaba porque con esas salía de tener que componer mil números y milagros para asegurarse el pan y el de sus progenitores, amén de conseguir su anhelo de poder estudiar carrera universitaria.

A él, siendo desde niño paralítico de cintura para abajo, no le quedaba otro remedio.

Todos apreciábamos al marido.

Casarse con pacto de poner el dinero a cambio de no recibir nunca una demanda de divorcio y consentirle ciertos carnales caprichos, era aceptar mucho.

Tomasa había gozado y echo gozar a casi todos los varones de su vecindario, con indiferencia de que fueran solteros y casados.

En su historial se contaban un estereotipado bombero, un seminarista, el camarero de su bar de toda la vida, dos turistas alemanes, un motero poco higiénico y un par de alucinados estudiantes de instituto, uno de los cuales, rozaba la edad legal para penetrar a una hembra.

De ella, viviendo como se vivía en un pueblo de dieciocho mil cristianos, mil musulmanes, ochocientos ortodoxos, un par de perdidos budistas y veinte mil ateos, se mentía y tergiversaba con todo.

Todo lo malo provenía por boca fémina, desacostumbrada hipócritamente a que una de ellas hiciera lo que todas las demás deseaban.

Todo lo bueno, nacía de los hombres que se habían beneficiado de su lujuria, de los que estaban en tránsito de hacerlo y de los que, como yo, soñaban una mañana levantarse sintiendo que los labios de Tomasa, cubrían mi erecto miembro.

Fermín, un amigo común al que ninguna mujer había conseguido domar, reconoció que encamarse todo un verano con ella había sido una de sus experiencias más afortunadas.

  • Cuando topas con una mujer así, necesitas meses para conseguir olvidarla. Te pasas los restos comparando lo que te hacía ella con lo que te hace la siguiente.

Cuando hablaba, Fermín lo hacía bajando el tono.

Puede que todo el mundo supiera en el pueblo sobre Tomasa y su libertina vida conyugal, pero su marido, un ser al que todos adoraban por su buen hacer como periodista y amabilidad como persona, no merecía el que se le humillara, jactándose en público, voz alta y gesto pedante, de haber sodomizado el rimbombante trasero de su media naranja.

  • Le gusta todo, lo prueba todo, te pide todo, exige todo. ¿Sabes el ascensor del Clínico?

Asentí con la cabeza.

  • Pues hasta la octava plaza cogió mi mano, la puso bajo su falda, echó a un lado la braguita y estaba acuoso como día de otoño. ¡Y ni tan siquiera la había tocado!

Tomasa desde luego, resultaba ser una apuesta segura.

A poco que terciara buena conversación, buena disposición, atracción mutua, discreción, respeto, lujuria, sitio y hueco de agenda, ella sería la elegida para mi pequeña aventura consentida.

Y mientras, Silvia penaba como fantasma inglés, cadena y bola de hierro incluida, aguardando tan impaciente como temerosa mi decisión.

Su triste silencio, apenas se rompía para jurarme, por enésima, la carencia de sentimientos en su desliz.

La zozobra, supuestamente gozosa, tuvo su punto y final el mismo día en que comenzaba el invierno.

  • Pero…¿Por qué? ¿Podrías haber elegido a otra? No me hagas esto cariño.
  • Quiero a esa y punto. Además, tú iniciaste este jueguecito sin avisarme, follándote a otro a traición. Y yo, te recuerdo, aun no me he divorciado por ello. De momento – advertí.

Escogí el día ocho de enero porque la meteorología avisaba de una copiosa nevada.

Adoro la climatología gélida, observada a salvo, tras un ventanal de doble acristalado y la calefacción desperdiciando calorías.

Es el regusto de saberse vital, enérgico y a salvo de cualquier inclemencia.

Dentro del cuarto de baño no caía un solo copo de nieve.

En su lugar, estaba envuelto por la neblina brotada del prolongadísimo chorro de agua hirviente, contemplando aquel cautivador culo en pompa que tan lujuriosamente se me entregaba.

  • Agárrate fuerte  - ordené.

Ella extendió sus brazos, expandiendo sus dedos con uñas pintarrajeadas de ojos sobre el alicatado azulado, irguiendo su espalda hasta facilitar al máximo la entrada y movimiento del miembro.

El ritmo, completamente subyugado a mí, iba a ser despiadado.

  • Fuerte, fuerte -  avisé – Fuerte y duro.

Cadera y glúteo chocaban entrelazando el sonido de la carne con los gemidos, los gritos, los casi desmayos.

  • ¿Te gusta eh?
  • Sigue, sigue, por favorrrr sigue – suplicaba mientras, girada la cabeza para contemplarme, hablaba con los ojos.

Y lo que hablaba era una súplica silenciosa: “No te pares, no te pares. Si te paras enloquezco, ¡Como puede gustarme tanto esto!”

Aferrando las manos a las cartucheras aun podía taladrar con mayor profundidad, con el ángulo más salvaje, intensificando el goce por la novedad, por el indefinible abismo que estábamos cruzando.

Entre los ocho metros cuadrados de baño sonó un manotazo.

  • Ayyy oggg oggg

Era el veinteavo que recibía.

Sus glúteos, doloridos daban fe de ello.

  • ¿Quieres otro? – mi vocalización, apurada, probaba que no conseguiría aguantar mucho ante semejante exhibición de puro y primigenio sexo.
  • Sí. Más duro. Me lo merezco.
  • No te oigo.
  • Si, si, si dame otra más pero noooooo no paresssssss

Ella entornó los ojos, hundiendo su moflete contra la pared, recibiendo directamente en la espalda el chorro de agua cálida.

Chorro que se deslizaba, hacia los costados, escurriéndose hasta topar con el ombligo y gotear, lentamente sobre su bien procurado vello público.

Alguna gotita lamía su clítoris causándole un temblor de rodillas que

por un instante, entremezclado sintiendo la polla bien adentro, le hizo temer que por el puro regusto perdiera el conocimiento

  • Como la siento, como la siento…..

Chapoteaba la piel, chapoteaban los cuerpos, chapoteaba hasta el pestañeo.

Pero sobre todo, chapoteaba la humedad de su coñito.

La decencia no existía.

Los miramientos estaban extintos.

Su puta madre hacia desaparecer los remilgos más estúpidos.

Cuerpos desnudos, polla firme, coño húmedo y todos dándose lo que llevan tiempo tentando.

No cerré los ojos.

Quería verlo.

Iba a verlo.

Los gritos se apoderaron del piso, del rellano, del bloque entero, acompasados, acrecentados hasta que, finalmente, el divino estertor nos hizo hundirnos, alcanzar el supino, culminar sin vergüenza, condones ni arrepentimientos.

Caímos derrengados.

Los tres.

Tras deshacer el nudo, desde la bañera, Silvia, temerosa, agotada y acuclillada, pareció redescubrir aquella locura.

El agua deshizo sus cabellos sobre su blanco rostro.

Un rostro que primero miró a Bernardo y luego a mí.

Bernardo, quien había alcanzado su culmen sexual inundando de semen la vagina de mi mujer, devolvió la mirada e imitó el gesto girándola luego hacia mí.

Porque yo, en ese momento, era, desnudo, sentado cómodamente, con un vaso de vino ya bebido a un costado y mi puño diestro aferrando mi polla aun liberando hilillos de semen, el verdadero amo.

Los tres respirábamos jadeantes, los tres éramos incapaces de ocultar la rojiza piel, prueba ya no solo del calor que se desvivía por agobiarnos, sino el indescriptible placer que acabábamos de proporcionarnos.

Me incorporé.

Me aproximé.

Bernardo, que accedió por temor a que su mujer supiera de su fugaz aventura con la mía, pareció por un momento pensar que tenía más razones para sentir miedo de mí que de su histérica esposa.

Me arrodillé y, con mi mano aun goteante de lefa, cogí el rostro de mi mujer apretándola con mimo, pero con firmeza.

Observé su cuerpo….la lorza que abombaba su tripa, sus muslos gruesos pero sin mácula, sus pies y el semen de Bernardo goteando desde su coñito para caer y disolverse en el agua.

Solo se escuchaba eso….la ducha.

Sus pechos, apetecibles pechos, se alzaban arriba y abajo demostrando que su ritmo cardiaco no bajaba de noventa.

  • No quiero a otra mujer en mi cama que no seas tú. Lo de otro hombre….es otra cosa.

Esta vez, el rubor de ella no sería por placer, sino por la vergüenza del alago y la morbosa e inquietante tentación de averiguar, hasta donde le llevaría el siguiente paso.