Con mi maestra de letras

Idalia una joven acude a casa de su profesora de letras de la unversidad para pedirle que no la supenda en esa materia, a cambio esta le exigirá que mantenga una relación sexual con ella.

Idalia una joven acude a casa de su profesora de letras de la unversidad para pedirle que no la supenda en esa materia, a cambio esta le exigirá que mantenga una relación sexual con ella.

Cuando la joven termina y se va algo habra cambiado y le hará ver la vida de otra forma...Más llena.

-¡A la gran puta! -dije mientras veía mi libreta de notas -¡esta vieja cabrona me dejó la materia!.

Una sensación de rabia me fue invadiendo, sensación que después se convirtió en aflicción al pensar que mi mamá me iba a dar una paliza cuando yo le entregara mi libreta con una materia reprobada.

Me llamo Idalia de la Paz Castellanos Martínez. Cuando me ocurrió lo que les voy a contar tenía apenas 17 años, vivía en una populosa colonia de San Miguel y acababa de terminar primer año de bachillerato en el Instituto Nacional. Ya sé que les parecerá increíble que una mujer les cuente algo muy íntimo a personas a quienes no conoce siquiera, porque no sé quien o cuántas personas van a leer estas páginas, pero les aseguro que lo que les voy a relatar es verídico, lo estoy escribiendo mientras hojeo los apuntes que ese día escribí en mi diario. Por cierto que es lo primero que escribo en mi vida, por eso pido disculpas si en adelante cometo errores de ortografía o de sintaxis, no soy miembro de la Real Academia de la Lengua Española como notarán mientras lean mi relato.

Dejando de lado la modestia, siempre he sido muy bonita. Mi único defecto quizás, es que soy un poco bajita, mido un metro sesenta centímetros, pero eso sí, lo demás de mi cuerpo lo compensa, y con creces: tengo nalgas redondas y grandes en proporción a mi cuerpo, mis pechos, aunque no son grandes, sí son firmes y redonditos y mis piernas son hermosas a decir por todos los hombres que me miran. Me encanta mi cuerpo, es más, creo que estoy enamorada de mi misma (es una broma, me fascina decir esto).

Pero no soy malcriada, es más, esas eran las primeras malas palabras que pronunciaba en toda mi vida y las últimas que mencioné. Lo juro.

Desde pequeña tuve una estricta educación cristiana porque mi familia pertenece a una iglesia protestante rígida.

No recuerdo con exactitud qué fecha fue, pero era la mañana de un día de noviembre de 1988, año durante el cual todo me había salido muy bien. Pero ése día quizás me levanté con el pie izquierdo. Después de bañarme, tomé un desayuno ligero; me puse mi uniforme de colegio, pulcro (creo que así se dice) y bien planchadito y me fui muy contenta al Instituto.

Antes que nos entregaran las libretas estuve platicando con mis compañeras, sobre cómo nos iba en las vacaciones, qué más haríamos durante éstas y en fin, de muchas cosas de colegialas, sin sospechar que en pocos momentos me iban a dar una fatal noticia. La cólera y la indignación invadió mis pensamientos cuando mi maestra guía me dio la libreta. ¿Cómo era posible que hubiera dejado la asignatura de Letras I, si en los dos primeros trimestres la aprobé y con buenas notas?. Aparte que es una de las asignaturas menos dificultosas del año. ¡Imagínense! Aprobar Contabilidad, Matemáticas y Mecanografía y reprobar Letras I. ¡Ah, no. Yo tenía que hablar con esa vieja tal por cual y ponerla en su lugar!. Ese era un asunto que debía arreglar ese mismo día, sin demora, antes que se enfriara el asunto.

Me dirigí a la Sala de Profesores -un saloncito que se encuentra a la par de la Dirección del colegio- a preguntar por ella. Un profesor que se encontraba allí me dijo que ese día la Sra. de Garay -mi profesora, la malvada del cuento- no se presentó a trabajar. La razón era que, como ese año no fue maestra guía en ninguna sección, no tenía libretas de notas que entregar. "

Averigüé la dirección de la Sra. de Garay con una compañera que creo es vecina suya todavía y me dirigí hacia allá. Eran las ocho y media de la mañana.

Mientras iba en el bus, mi mente comenzó a repasar todo lo que me había pasado en aquel año con la profesora.

Cuando conocí a la Sra. de Garay me dio la impresión de que era de aquellas mujeres corpulentas y macizas que se ven seguras de sí mismas más por su cuerpazo que por su cerebro. Con el tiempo me iría quitando esa idea poco a poco al darme cuenta de lo inteligente y competente que era. En escasas oportunidades platicamos sobre algo, las veces en que nos dirigimos la palabra fue cuando en clase ella me preguntaba algo sobre algún tema y yo le respondía (si es que sabía la respuesta). A lo que quiero referirme es que jamás entablé alguna amistad con ella como para pedirle un favor tan grande como el que iba a pedirle; era por eso que yo iba muy preocupada, y porque de seguro me había reprobado la materia con premeditación además, porque comencé a pensar sin ningún fundamento que yo le había caído mal o porque se sentía inferior a mi.

Minutos después, mientras me revolcaba con mi maestra en la sala de su casa me daría cuenta que estaba equivocada en esto.

Casi iba que sin darme cuenta, el bus se detuvo en la parada, iba tan absorta que no sentí el camino y tuve que bajarme apresuradamente y casi me caigo del bus porque éste ya arrancaba. Tomé la calle principal buscando la dirección que me habían dado. No fue difícil dar con ella. La casa era una de esas construidas para la gente de clase media, apenas la rescataba de la monotonía del urbanismo un jardincito exterior con rosas rojas. Me dio la impresión de tener un no sé qué que le daba un toque diferente. Sólo unas horas después me daría cuenta que la hembra voraz que la habitaba le daba ese detalle especial.

Toqué a la puerta con suavidad. Nadie respondió. Por un momento pensé que quizá nadie se encontraba en la casa. Un deseo de huir no sé de qué me invadió, pensando que Dios había dispuesto que la casa estuviera vacía, para mi bien, pero...

Escuché dentro un ruido como si alguien lavara algún trapo y luego el hierro de un trapeador que cayó al piso. No me cabía duda de que había alguien en la casa, y que si no era la profesora, por lo menos podía dejarle un mensaje con la persona que estuviera. Así que intenté de nuevo, ahora con más fuerza y escuché la inconfundible voz de mi maestra quien contestó desde dentro. Esa voz que por las noches cuando me encuentro a solas, aún resuena en mis oídos igual que una llamada de hembra en celo, de mujer insaciable, plena de lujuria y de deseo.

-¡Ya voy, un momentito, por favor!

Tuve que esperar muy poco tiempo, mi maestra abrió la puerta y casi de inmediato y por unos momentos noté en su rostro un gesto muy ambiguo: el de una profunda sorpresa y un agrado infinito. –

"¡Imaginaciones mías!"- pensé. Sin embargo al verme frente a frente con mi maestra el corazón me golpeó los pulmones con violencia, no sé por qué.

Dinora del Carmen Ayala de Garay salió a recibirme en una especie de "disfraz de ama de casa" y un trapeador en la mano. ¡Se veía tan distinta, en sandalias y sin los vestidos formales con los que asistía a dar clases! Llevaba puesta una rala blusa blanca de botones, desmangada a filo de tijeras, amarrada justo por debajo donde termina su busto y un mínimo, viejo y desteñido pantaloncito de gruesa lona color celeste claro, pero sucio, muy sucio, era uno de ésos que en la actualidad son tan populares entre las adolescentes y que son conocidos como "hot-pants" o "hot-jeans". Era obvio que se encontraba haciendo limpieza en casa, pues casi la poquedad de su ropa estaba mojada. En esa forma llamaban mucho la atención sus senos que se adherían a la humedad de la tela que apenas los disimulaba bajo su desvergonzada transparencia, su vientre embellecido por la suave depresión de su ombligo y los troncos hermosos de sus muslos. Su cabello un poco desordenado no lucía el peinado que siempre llevaba al colegio, es más, parecía que acababa de levantarse y, por lo que pude deducir, aún no se había bañado. Pero aún así, tan estrafalaria como andaba, se veía tan atractiva y sensual como siempre.

Cuando salimos de nuestro asombro -porque creo que ambas quedamos grandemente sorprendidas- pudimos saludarnos:

-Buenos días, Sra. de Garay- dije.

-Buenos días, pasa adelante y siéntate -me dijo-, sólo termino de hacer la limpieza y te atiendo.

Una exagerada timidez me acompañó desde la puerta mientras entraba y me senté en el sofá que me ofreció, la profesora cerró tras de mí la puerta que daba a la calle. No sé por qué un escalofrío recorrió toda mi espalda al escuchar el portazo, como una presentimiento de lo que estaba a punto de suceder. A medida que ella dirigía sus pasos hacia adentro de la casa a terminar sus quehaceres, me fue imposible evitar que mi mirada siguiera el balanceo de sus magníficas nalgas al caminar, oprimidas bajo la pequeña prenda de lona, como tampoco pude evitar el fijarme en la forma de sus muslos rollizos y bien formados, sin una seña de celulitis como suele vérseles a las mujeres que los tienen tanto o más gruesos como ella. "¡Dios mío!, ¡Qué trasero que tiene esta vieja!" -dije para mí. Pero una emoción muy íntima me hizo reaccionar, fue como si de repente sintiera un hormigueo y una sensación de ardor en las manos por deslizarlas sobre los contornos de aquellas carnes morenas sólo por el gusto de comprobar su firmeza.

-¡Idalia!, ¿Qué te pasa? -me recriminé en voz baja, y para tratar de distraerme comencé a examinar los títulos y diplomas que adornaban la sala de aquella casa. Adentro, el hierro del trapeador se afilaba contra el piso de ladrillo.

Mi maestra regresó casi a los cinco minutos.

-¿Quieres algo de tomar?, ¿una gaseosa? -dijo al pasar por la cocina.

-No, señora, muchas gracias -le respondí.

Ella se sirvió algo, refresco creo, y se presentó a la sala. Se sentó a mi lado, casi rozándome los hombros, muy cerca; terminó su bebida, dejó el vaso en la mesita y fue directo al grano:

-Dime, ¿Qué se te ofrece, Idalia? -y deshizo su cola, cayendo sus cabellos cortos sobre sus hombros de una forma muy sensual y femenina.

En ese momento, no se porqué no me resultó extraño que recordara tan bien mi nombre, es más, me sonó tan familiar, como si ya antes me hubiera tratado de esa forma. Esto me dio un poco más de confianza en mí misma y esperanza de que me iba a ayudar.

-Bueno, yo vengo a platicar con usted para pedirle un favor... -Tú dirás -enfatizó.

-Me aparece reprobada su materia y quisiera saber si se puede hacer algo... no sé, cualquier cosa... -estaba demasiado nerviosa y las palabras no asomaban con fluidez a mis labios.

-Veamos, dame tu libreta -me dijo tomándola de mis manos en forma despreocupada. La examinó tan sólo un instante y me dijo:

-Ah, reprobaste el tercer trimestre.

-¿Y eso qué tiene que ver -dije fingiendo extrañeza.

-Que según la Ley de Educación Media, quien lo deja tiene que someterse al examen de reposición.

Eso era precisamente lo que yo no quería: ir a las "Olimpiadas". Todo mundo sabe que un alumno uniformado en vacaciones lo más seguro es que se dirige a su colegio a rendir un examen de reposición. ¡Qué vergüenza sería que mis vecinos me vieran salir de mi casa así, aparte de la "verguiada" que me daría mi mamá. Ya me imaginaba lo rojas que iban a quedarme las nalgas y lo doloroso que iba a ser.

Yo sabía que lo último que dijo era verdad, pero seguí insistiendo:

-Pero usted me puede ayudar, ¿verdad? Con sólo decirle a la secretaria del Bachillerato en Comercio que se equivocó al pasar las notas, ella podría corregirlo y pasarme la materia.

-En algunos casos se puede, pero antes de que se entreguen las libretas... a estas alturas es imposible hacerlo.

-¿Por qué?

-Porque las notas ya están promediadas y revisadas por el Director. Ya no se pueden dar pasos hacia atrás. Lo único que podrías hacer es hablar con él para ver que puede hacer por ti. -Volvió a hacerse la cola en el cabello.

La sola idea de hablar con el Director, un viejo gordo, feo, lascivo y aprovechado, me repugnaba. De seguro que si iba a hablar con él, saldría de su oficina violada hasta por el culo (¡Perdón!, se me salió otra malcriadeza). No, definitivamente era mejor tratar con mi maestra que con él. Yo sabía que la profesora estaba mintiendo por comodismo, -haraganería, pues-. El novio que yo tenía por esos días, una vez tuvo un problema igual y uno de sus profesores lo ayudó sin ningún problema y sin tanto trámite. Así que debía seguir rogando.

-Por favor señora. Yo sé que se puede. ¡Ayúdeme!

-Lo siento, Idalia. Es un proceso muy complicado que lleva mucho tiempo y debe hacerlo sólo el maestro que imparte la materia y en estos días estoy muy ocupada. Discúlpame.

-Entonces, ¿No puede ayudarme?

-Con mucho gusto te ayudaría... pero no puedo por el momento.

-¿De veras no puede ayudarme?

-No.

La respuesta me sonó tan seca, tan tajante que una ráfaga de impotencia y desilusión arrasó la esperanza que hasta ese momento había conservado. Temblándome todo el cuerpo, tal vez por la desesperación o tal vez por la rabia de saber que la maestra pudiendo ayudarme no quería, me puse de pie en un acto involuntario por querer huir, de salir corriendo de aquella casa, pero mis piernas no me respondieron y sólo pude llevarme las manos al rostro porque me puse a llorar como... ¡una niña!

Por reflejo, casi maternal, mi maestra se puso en pie también, dejo mi libreta de notas sobre una mesita, me atrajo hacia sí y me abrazo contra su pecho con mucha ternura. Mi cuerpo se estremeció en lo más profundo al contacto cercano, casi íntimo, con aquel cuerpo húmedo todavía y tan tibio y vigoroso, aquel cuerpo de mujer que ya había vivido y disfrutado todas las experiencias. Al principio las lágrimas entorpecían mi olfato y me impedían percibir el olor de su cuerpo, luego, poco a poco me di cuenta de que éste empezaba a despertar en mí una emoción por completo diferente a las que jamás había experimentado con mujer alguna. Como la Sra. de Garay era bastante más alta que yo, podía sentir el aroma tan rico que manaba de sus senos y como sus pezones punzaban deliciosamente la parte superior de mi busto. Sin querer, entreabrí los ojos y alcancé a ver uno de ellos, oscuro y erecto bajo las solapas de su blusa. Eso me produjo una sensación desconocida y agradable a la vez y, como si se tratase de un tabú, algo prohibido y repugnante, apreté los ojos y traté de negarme a mí misma lo que comenzaba a sentir. Continuaba sollozando y ella mientras tanto acariciaba mis cabellos en un vano intento de consolarme.

-Ya, ya. No te pongas así -decía.

No recuerdo cuánto tiempo me tuvo abrazada, a veces me parece que fueron segundos, a veces horas. Poco a poco mis sollozos se fueron apagando y cuando por fin se separó un poco de mí, me miró fijamente a los ojos. La miré también, y no pude menos que admirar sus grandes ojos café que parecían hablar por sí solos. De pronto me di cuenta que su rostro iba acercándose al mío... ¡iba a besarme!. En ese momento todas mis dudas en cuanto a sus preferencias se me disiparon. Todo estaba tan claro. Pero yo iba a rechazarla de la forma más enérgica que pudiera para hacerle entender que no estaba dispuesta a seguir una aberración tan sólo para pasar una materia, ¡qué falacia!. Pero sus brazos vigorosos aferraron con firmeza mi cintura y volvía sentir sobre mi pecho el piquete de sus pezones endurecidos y sus pechos que se aplastaron sobre los míos y por no dejar de sentirlos, no me retiré. Los labios de la profesora se juntaron con los míos y por un momento su lengua tropezó con mis dientes apretados. Me deje llevar por el impulso y abrí la boca para que aquella penetrara sondeando todo su interior. "Después de todo -pensé en ese instante, mientras su boca se deleitaba de la mía- al cerrar los ojos una no siente ninguna diferencia entre el beso de un hombre y el de una mujer, el contacto de los labios es igual, la humedad, la emoción..."

Soltó mis labios y su boca empezó a besar mi cuello, mis mejillas y mis orejas. Esta vez sus manos ansiosas habían alzado mi falda y acariciaba con frenesí mis nalgas por encima de mi ropa interior. Un escalofrío tensaba todos mis músculos. Jamás nadie me había besado y acariciado de una forma tan apasionada que me hubiera transmitido el deseo que sentía. Pasó poco tiempo en eso, pero el necesario para excitarme al máximo. Al fin se quedó quieta y me miró a los ojos de nuevo. No era necesario que hablara, con ellos lo decían todo. Yo comprendía que ella me ayudaría con mi asignatura, aunque no me le entregara; podía ver en su mirada que estaba feliz y que se conformaría tan sólo con haberme besado.

Yo, por mi parte, me sentía aturdida. Era verdad que también yo deseaba probar aquel cuerpo de mujer madura, de mujer casada, ama de casa y madre de familia. Desde el principio del año mi maestra me atrajo sexualmente, mas nunca quise reconocerlo. Desde aquel momento en que me di cuenta que ella me gustaba, en mi interior se libraba una lucha brutal. El significado de lesbianismo, junto con la discriminación y el rechazo que conlleva, es el mismo para toda la sociedad... y para mí también lo era. Sin embargo, pesaba sobre mí la amenaza del examen de reposición, y lo peor, la golpiza que mi mamá me iba a dar. Fue esto último más que nada lo que en esos momentos hizo decidirme.

Ella continuaba besándome el cuello y acariciando mi espalda. Trató de desabotonar mi blusa con mucha premura, yo detuve sus manos para preguntarle:

-¿No hay nadie más en la casa señora...?

-No te preocupes, estamos solas. Nadie nos va a molestar. Mi esposo va a volver hasta las cuatro de la tarde. -hizo una breve pausa y dijo- Y no me digas "señora", dime Dinora y no me trates de "usted"...

Miré el reloj de pared, eran las nueve y media. Sí, teníamos tiempo de sobra.

-Está bien, señora.

-Dinora -repuso.

-Perdón. Dinora -me corregí.

-Vamos -dijo casi como un ruego- desnúdate.

-¿Toda? -pregunté con un asombro casi pueril. ¡Como si fuera la primera vez que iba a desnudarme en toda mi vida!. Un rubor intenso coloreó mis mejillas por el pudor que me estaba invadiendo. ¿Yo, desnuda por completo frente a otra mujer, quien además era mucho mayor y sobre todo profesora mía?

Esto tendría que haberlo visto yo misma, desde fuera de mí como en un desdoblamiento.

-¡Toda! -exigió mi maestra.

Se sentó en el mismo sofá en que platicábamos momentos antes, con los brazos extendidos en el respaldo y las piernas cruzadas muy femeninamente y se quedó contemplándome, esperando verme cuando me quitara la ropa. Lerda y con todo el nerviosismo de una chiquilla torpe y principiante, fui liberando uno a uno los botones de mi blusa de uniforme y la coloqué con delicadeza en el sillón que estaba a mi derecha. Luego solté mi brassier e iba a ponerlo sobre mi blusa.

-Dámelo -me dijo la Sra. de Garay (seguiré tratándola de señora durante todo el relato, porque delante de ustedes me merece por lo menos ese respeto, aunque ella me hubiese dado la confianza de tutearla, pero cuando me dirigía a ella la llamaba por su nombre).

Obedecí y ella se lo llevó a la nariz, oliéndolo con deleite. En tanto, yo me sentía cautivada contemplando mis pechos que a pesar de ser pequeños, en esos instantes los sentía inflamados, tensos y desafiantes; me parecían más grandes que nunca. Mis pezoncitos se habían erguido sobremanera y apuntaban casi directo al cielo. Pero no, apuntaban hacia mi profesora.

-Sigue -la voz de mi maestra me sacó de mi ilapso.

Zafé el broche de mi falda gris y bajé el zipper y aquella cayó al suelo por sí sola cuando mis dedos la soltaron, dejando descubiertas mis piernas coronadas por una preciosa tanga negra de seda y encaje que yo llevaba entonces. En ese momento me sentí divina, hermosa. Me empezaba a gustar encontrarme frente a mi maestra, casi desnuda a punto de enseñarle todo lo que poseo.

Antes que pudiera seguir, sin decirme nada y sin levantarse del sofá me haló hacia ella y comenzó a jugarme los senos con sus labios y su lengua. Yo hubiera deseado tener pechos enormes para que ella pudiera hundir su cara entre ellos, que se perdiera entre dos globos de carne inmensos. Para no perder el equilibrio, tuve que posar una rodilla sobre el sillón y los antebrazos sobre sus hombros. La Sra. de Garay lamía mis pechos y mi vientre con desesperación, yo me estremecía cada vez más. Por momentos cerraba los ojos y me imaginaba si un hombre sería capaz de hacerme vibrar así, pero al abrirlos y verla a ella, me excitaba mucho más. Me despojó de mi tanguita con sus dientes con tanta destreza como si lo hubiera hecho con sus manos y me quedé desnuda, sólo las calcetas y los zapatos cubrían algo de mi cuerpo. Ahora mis dos rodillas estaban sobre el sofá. Sus manos recorrían mi cuerpo desnudo... mi espalda... mis pechos... mis nalgas... mis piernas.

Introdujo el dedo más grande de su mano derecha en mi boca y me dijo que lo empapara en saliva. Lo hice, pero no imaginé siquiera el propósito de aquella extraña petición y cuando el dedo salió de mi boca, chorreante de saliva, no adiviné su trayectoria hasta segundos después, cuando sentí que algo romo y húmedo punzaba en mi ano tratando de introducirse en él. Debido a la lubricación, la falange entró completa con poca dificultad en mi recto lo que me produjo un delicioso dolor. Me retorcí hacia atrás, tanto que me hubiese ido de espaldas si la Sra. de Garay no me hubiera asido con fuerza. Una de mis manos sujetó su muñeca en un intento de liberarme del dedo y de su acto tan atrevido, pero fue imposible dada la fuerza de mi maestra.

Pasada la sensación dolorosa, lo que vino fue un placer que no puedo explicar con palabras. La excitación por la nueva experiencia de sentir un objeto extraño dentro de mi culo me encendió como ninguna otra cosa hasta ese momento. Y para rematarme, la Sra. de Garay empezó a mover el dedo, hurgando y sondeando lo más profundo que podía.

Mi maestra había profanado una región que jamás antes cualquier otra persona se había atrevido a tocarme siquiera; de esta forma pues, fui desvirgada por segunda vez en mi vida. No recuerdo que fue lo que dije en esos momentos, pero de los gemidos que emitía sí: fueron los primeros gemidos que una mujer me hacía proferir. Cuando al fin sacó su dedo sentí como si mi ano hubiese quedado laxo, sin vigor para contraerse, y una sensación de gran alivio y a la vez unas inmensas ganas de sentirlo otra vez dentro de mí.

En este punto, la Sra. de Garay me quitó los zapatos y las calcetas y se despojó de lo único que simbólicamente nos separaba ya: su ropa.

Deshizo el nudo de su blusa y con pocos cuidados la lanzó tras el sofá. Al hacer esto, sus pechos morenos coronados por dos oscuros pezones rabiosamente erguidos, quedaron liberados de la tensión a la que estaban sometidos y se esparcieron un poco sobre su tórax y se sacudieron con un excitante temblor. Luego se quitó el hot-jeans que fue seguido de inmediato por su tanga roja. Me quedé sorprendida de lo rápido que lo hizo. En pocos segundos, una mujer mayor que yo, casi con el doble de mi edad, me había mostrado sus encantos más íntimos y me los ponía a un suspiro de distancia para que yo me sirviera de ellos. Puedo decir que desde ese momento comencé a ver de manera diferente a una mujer desnuda: con deseo. La Sra. de Garay era una mujer de 31 años, de estatura mediana, bonita y con un cuerpo, (digo cuerpo, aunque en realidad debería decir ¡cuerazo!) muy bien formado; esto último yo ya lo había notado desde hace mucho tiempo, pero jamás había visto todo el conjunto a flor de piel.

Ahora estábamos desnudas, frente a frente, a solas, sin ninguna vergüenza y sin ningún prejuicio, observándonos mutuamente y dispuestas a hacernos el amor. Sin ropas, se veía un poco más "rellena" de lo que era en realidad, pero a pesar de ello, no perdía ni por un momento esa femineidad que tanto me atraía; sus hombros parecían más anchos, como de militar o levantadora de pesas, sus senos más grandes y sus muslos más redondos y por lo tanto más apetecibles. Pero sobre todo me llamaban la atención sus pechos. Ya yo había visto el pecho de hombres, pechos velludos, planos, atléticos, pero era la primera vez que veía unos femeninos, así, abultados, voluminosos, al descubierto y tan cerca de mis manos que podía acariciarlos con sólo alzarlas. Me atraía su redondez, su temblor al moverse ella, sus pezones oscuros y erectos. No sé que me pasa desde entonces cada vez si veo una mujer con senos grandes, es como una ansia incontenible por acariciarlos y besarlos, tomarlos entre mis manos y estrujarlos hasta hacerlos reventar, pero me detengo, me aguanto las ganas.

La Sra. de Garay era mucho más corpulenta que yo, la diferencia entre nosotras era muy evidente e imaginé que yo llevaba mucha desventaja en aquella carnicería sensual que estábamos a punto librar.

Me acostó con delicadeza en el sofá y se colocó sobre mí. Su boca atrapó la mía con más lujuria y me besó largo, largo. Bajó por mi cuerpo besando mi cuello, mis pechos, mi vientre, la cara interna de mis muslos... hasta que llegó a mi sexo, bañado en las secreciones que ella misma me había provocado con sus caricias y sus manoseos. Intuí que estaba a punto hacerme el amor oral, pero lo que me tomó por sorpresa fue que ni siquiera me lo limpió y su boca se apoderó de él con una sabrosa succión. ¡Qué rico! Fue una de las sensaciones más placentera que me había provocado. Explorada por su lengua, mi vagina se contraía de una forma tan deliciosa haciéndome gemir una y otra vez... pasó un buen rato en eso. Luego fue introduciendo un dedo en ella y volví a estremecerme con gran placer. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que mi vagina fue explorada.

-¿Te gusta, mi amor? -me preguntó.

-Si -dije secamente.

-¡Uhm! -dijo- estás bien estrecha. Vas a gozar mucho de esto.

-¡Sí, sí! -dije esta vez.

-Ahora estoy metiéndote otro dedo, ¿lo sientes?

-¡Ajá!

De verdad, el dedo índice y medio de su mano derecha había invadido mi cavidad vaginal. Era delicioso.

-Bien, hoy voy a introducirte otros dos dedos...

Esta vez, mi vagina se ensanchó al máximo cuando las falanges se deslizaron dentro de mí, y me hicieron sentir un intenso dolor. Grité.

La Sra. de Garay sacó sus dedos en forma apresurada.

-¡Oh, discúlpame! no quise lastimarte.

Pero de nuevo, sin saber por qué escondidos anhelos, la complací de nuevo en sus deseos sin cuidarme de mi bienestar físico.

-No, no te detengas. Yo también lo estoy deseando... ¡Hazme tuya en la forma que quieras!.

Me besó en los labios con ternura y abrazándome, recostó su mejilla izquierda sobre mi abdomen, visualizando así su mano derecha que bajaba hasta mi vulva para tener un mejor control sobre aquella. El dedo empezó a introducirse en mi vagina mientras la Sra. de Garay decía:

-Comencemos de nuevo, mi amor. Ahora estoy metiéndote otro dedo.. ahora va el tercero... bien, ahí va el otro... Ahora toda la mano...

La sensación se hizo exagerada cuando los cuatro dedos traspasaron el umbral de mi vulva. Pasado el primer momento sucedió lo mismo que pasó con mi ano, sentí un enorme placer.

-¿Qué sientes? -preguntaba.

-Rico.

-¿Y ahora? -y revolvía los dedos una y otra vez dentro de mi sexo.

-También. ¡Ah, ah, ah! -gemía yo.

-¿Y hoy? -y movió los dedos hacia un punto que me produjo mucho placer.

-¡¡Aahhyy!!, ¡Sabroso! -dije casi gritando.

-Te estoy acariciando el clítoris -y tomándome una mano hizo que me lo tocara. Pude sentir como el placer se acrecentaba cuando me lo toqué y luego no pude dejar de hacerlo porque mis dedos no respondían mis órdenes y se restregaban contra mi sexo con insistencia, en pocas palabras me estaba masturbando yo misma.

La Sra. de Garay separó de mi vulva mi mano con la que yo me satisfacía, mojó los dedos de una de sus manos con su saliva y con ellos jugó con mi clítoris por largo rato. Otro dedo había irrumpido en mi ano de nuevo. El placer se me subía al cerebro en oleadas cada vez más frecuentes y continuas. Ella se dio cuenta de esto y volvió a chuparme el sexo para que yo alcanzara el orgasmo por medio de su boca y su lengua. Hasta que un escalofrío sorprendente recorrió como relámpago mi espalda, me estiré al máximo con una sacudida violenta y lancé un gemido largo y deleitable. Usando sólo las manos y la boca, mi maestra me había provocado un orgasmo incomparable e infinito. Uno de los maravillosos de mi vida.

Quedé exhausta sobre el sillón, el cuerpo laxo y la respiración agitada. Y la Sra. de Garay sobre mí, cansada también, resoplando sus pulmones y temblando, como una locomotora de vapor a la que se le desbarata toda su maquinaria. ¡No sé como pude aguantar ciento cuarenta libras encima mío por tanto tiempo, porque entonces yo sólo pesaba apenas unas noventa y cinco libras!.

Pasados unos minutos, cuando las fuerzas empezaron a regresar a mis músculos, sentí algo así como la necesidad de besar todo su cuerpo, de penetrarla como fuera y por donde pudiera, en fin, de hacerla mía. No sé como pude, pero logré que la Sra. de Garay quedara debajo de mí.

Nunca imaginé que mis besos pudieran hacer estremecer de tal forma a una persona. Ya su boca no era desconocida para mis labios; mi lengua había recorrido cada centímetro de su interior y se enroscaba con la suya en una batalla húmeda y estimulante. Bajé hasta sus senos de los cuales se posesionó mi boca hambrienta. Me excitaba mucho que mi maestra gimiera en voz alta cuando lamía sus mamas o mordía sus pezones. Me entró una furia tremenda por sus pechos y los atrapé entre mis manos estrujándolos con vigor, como a mí me gusta. La Sra. de Garay gritó e intentó retirar mis manos.

-No te preocupes, ay. -dijo tratando de sobarse un poco.

Fui bajando poco a poco hasta que llegué a su región inguinal. Ella abrió las piernas casi a ciento ochenta grados para mostrarme su vulva, abierta, mojada, abultada e inmensa. Pude percibir entonces el penetrante olor que emanaban las secreciones de su sexo, aquel olor que me alborota cada vez que me acerco a una mujer. Quedé como extasiada por un momento al observar la gran cavidad que la profesora tenía en medio de las piernas, parecía que sus labios mayores se abrían y cerraban clamando por mi lengua. ¿Qué iba a hacer con aquella cosa, hasta cierto punto desconocida para mí? ¿Cómo debía hacerle para satisfacer a la profesora de la misma manera como ella me había satisfecho?. No tenía experiencia en aquello y tenía muchas dudas.

Pero ante esto, el instinto se impuso.

¡Ay, no!, ¡Qué emoción sentí al ver su enorme torta tan cerca de mi cara! No pude resistir el impulso de probar aquella carnosidad roja y literalmente sumergí mi rostro en la enorme rajadura, húmeda y palpitante. La Sra. de Garay quiso revolver su cuerpo pletórico, pero yo la sujeté con fuerza por los muslos. Yo quería con desesperación que mi lengua penetrara hasta lo más hondo de su vagina, lamiendo las paredes, musculosas y oscilantes. Busqué su clítoris, arriba de la entrada de su vagina, tal como ella me lo explicó hacía unos momentos y cuando creí encontrarlo, lo lamí y lo chupé cuanto quise.

Esto la hacía erizarse como una loca, así como yo me revolcaba minutos antes. Es increíble que una chica tan pequeña y frágil como yo estuviera dominando sexualmente a aquel poderoso conjunto de curvas que me aventajaba por mucho en años, peso y experiencia.

-¡Espera, mi amor, vamos a cambar de posición -me dijo después de unos minutos. Y se volteó de espaldas a mi, las rodillas en el sofá y los antebrazos en el respaldo de éste, las piernas abiertas en un ángulo recto, mostrándome sus nalgas morenas y amplias como de yegua.

-Vamos, amor... ¡Bésame el culo! -me pidió.

El negro orificio de su ano se contraía como si quería succionar algo y más abajo podía apreciar la rajadura velluda que me esperaba. Con el canto de una mano me sequé un poco mis labios y mis mejillas que estaban empapados por una mezcla de mi saliva y sus secreciones vaginales y sin pensarlo mucho metí mi cara en medio de sus nalgotas inmensas en busca del hoyito y lo empecé a lamer por todo su contorno. Por unos momentos no encontraba la forma de colocarme para seguir lamiéndole la vulva. Pero se me ocurrió algo.

Pasé la cabeza por debajo de sus piernas, boca arriba y quedé en una posición tal que pronto me dí cuenta que sus dos orificios perineales estaban bajo control de mis manos. Mojé un dedo con saliva y lo fui introduciendo en el culo de la Sra. de Garay; se estremeció un poco pero no como yo esperaba.

Yo quería que se sacudiera, que gritara igual que yo cuando ella me lo hizo a mí. Gemía con encanto y sensualidad, eso sí, pero no era suficiente para mí. Como el dedo entró con poca dificultad y encajaba con holgura, era obvio que la Sra. de Garay ya antes había tenido sexo anal varias veces y que entre los penes que había alojado en su ardiente recto con seguridad habrían algunos muy, muy gruesos, y que yo quizá sólo le estaba haciendo cosquillas. ¿Y si le metía algo más grueso? Tal vez, pero, ¿Qué cosa?.

No tenía nada a mi alcance y además yo no sentiría el mismo placer si le metiera algo inanimado, algo que no formara parte de mi propio cuerpo. De pronto recordé lo que ella había hecho con mi vagina y se me ocurrió meterle otro dedo... ¿Y por qué no otros dos... o tres?... ¡Sí, buena idea!. Saqué el dedo y empapé los dedos índice y medio de ambas manos y metí el dedo de nuevo en su culo, sólo para abrirle paso a los otros tres que le seguirían. Uno a uno fueron entrando en el conducto anal de la Sra. de Garay que se revolvía cada vez que su ano se ensanchaba más y más. Ya no era el diminuto orificio de momentos antes, sino un inmenso agujero tensado por la fuerza que ejercían mis falanges sobre sus paredes.

Ahora sí se estremecía como yo quería.

-¡Aaahhhyyy! -gritaba- ¡Qué rico!, ¡Así, así! No pares. no pares...

Mientras mis dedos seguían atenazados por el ano de la Sra. de Garay, mi boca continuaba aprisionando su vulva. De pronto comenzó a revolverse como no lo había hecho hasta entonces y a gemir con tanto escándalo que deben haberse enterado todos los vecinos de la cuadra.

Su vagina empezó a contraerse con más rapidez y a manar con cierta abundancia un líquido hialino y ligeramente ácido, pero que por el éxtasis del momento me supo a miel. Me dí cuenta que le había ocasionado uno de los orgasmos más fabulosos que aquella hembra formidable y experta había conseguido.

Cuando saqué los dedos de su trasero, la Sra. de Garay se desplomó boca abajo sobre el sofá y yo me recosté amorosamente sobre su espalda ancha y desnuda; mientras nos descansábamos le acariciaba todo el cuerpo, con lentitud, disfrutando ambas cada caricia. Yo podía sentir que aquel cuerpo sudoroso, aquella mujer de carnes espléndidas y curvas pletóricas que estaba debajo de mí me pertenecía por completo.

En mi mente repasaba todo lo que me ocurrió ese día y me sentía feliz, satisfecha. Recordé que temprano, llevada por la cólera traté de prostituta a mi maestra. Ahora me daba cuenta de que no era una puta, sino más bien insaciable.

Sobre el otro sillón estaba aún mi blusa que parecía deseosa de que me la pusiera para acariciarme; mi pequeño brassier, mi tanga y mi falda yacían en el suelo.

Yo tenía una curiosidad que ahora me parece estúpida:

-Dinora...

-¿Qué, mi amor?

-¿Te gustó?

-Mucho, ¿Y a ti?

-También

Y volvió la cabeza para besarme con suavidad.

-¿Ya lo habías hecho antes con una mujer? -me preguntó.

-No.

-Yo tampoco, eres la primera. No sé por qué es que me atreví a hacerlo... quizás por que me gustaste mucho desde el primer día que te vi.

-Tú también me gustabas desde hace mucho tiempo -le confesé.

-¿De veras? ¿y por qué nunca me lo dijiste?

-Por muchas cosas. Tú eres mi profesora y como yo te veía muy seria; además pensé que sería una emoción pasajera.

-Pues, ya ves que no fue así. ¡Ay, Idalia, cuánto tiempo perdimos.

Después de unos segundos de silencio, prosiguió:

-¿Sabes qué me gustó más? -preguntó.

-No...

-Cuando me metiste los dedos ahí... atrás.

-A mí me encantó hacerlo.

-¿Cuántos fueron?

-Cuatro.

-¡¿Cuatro?! -exclamó- Con razón...

-¿Por qué?

-Porque nunca me habían entrado tantos. ¡Me mataste!

Luego de un rato, como que recordó algo y preguntó de repente:

-¿Qué hora es?

-Las diez y cinco -dije viendo mi reloj de muñeca.

-Tengo que bañarme para ir a traer la niña al colegio.

-Está bien, yo ya me voy -dije.

Me levante de encima de ella y ya había tomado mi tanguita para vestirme, cuando de improviso me tomó de una mano y me condujo al baño. Hicimos el amor otra vez mientras nos bañábamos. Era deliciosa acariciar su piel mojada y enjabonar por detrás sus pechos que se ponían resbaladizos por la espuma.

Luego de bañarnos, por diversión intercambiamos las ropas que andábamos antes de hacer el amor. Yo me veía chistosa con la blusa blanca de amarrar y el hot-jeans que casi se me caía, a ella en cambio la falda le quedó de mini y la blusa le ciñó tanto que su busto parecía a punto de reventar. Se veía muy sexi. Luego yo la vestí y ella a mí. Fue algo divertido y excitante.

Cuando salí de aquella casa, dos horas después de haber entrado, veía el mundo de una manera distinta. Ese día supe que tenía opciones nuevas cuando decidiera con quien pasar el resto de mi vida.

La Sra. de Garay me ayudó sobremanera. Pasé Letras I con notas excelentes ese año.

A partir de ese día, la Sra. de Garay me llamaba siempre que se encontraba sola, y yo no falte ni una sola vez. Fui su amante por mucho tiempo sin que su esposo sospechara siquiera. Me enseñó muchas cosas más. Me enseñó muchas posiciones al hacer el amor, cómo lograr el orgasmo con sólo acariciarme los pechos y cómo lograr yo misma mi satisfacción anal, entre otras cosas.

Quiero aclarar que no me considero lesbiana ni bisexual, simplemente que en algún tiempo se me despertó un deseo por una mujer y, que no me arrepiento de habérmelo satisfecho. Tampoco estoy exenta de que algún día alguna mujer me vuelva a hacer sentir lo mismo. Por eso me caen mal aquellas personas que aborrecen el lesbianismo por puro prejuicio, sin saber exactamente que sienten en el fondo las mujeres al hacer el amor con una mujer, así como yo lo experimenté una vez.

Después me casé y nunca más volvimos a estar juntas... Fue un rompimiento (si se puede llamar así) por la buena, sin palabras y sin despedidas.

Hace poco la vi después de tantos años. Su piel sigue firme como cuando fue mi mujer por primera vez y su cuerpo es tan poderoso y macizo como entonces. Pude ver que sus ojos aún conservan el ardor y el deseo de esos días. Iba acompañada de su hija, que ahora debe tener unos 16 años. A pesar de ser la primera vez que la vi, y que además lo hice de muy lejos, pude percibir que ha heredado de su madre la fogosidad y la ardentía, incluso la forma de sus curvas y el ritmo de aquel caminar que me volvió loca por mucho tiempo, pero a leguas se nota que le falta la experiencia que aquella le sobra. Es más, creo que aún es virgen. Y sin embargo me sucedió algo curioso: sentí el mismo deseo que sentía por su madre, el deseo de hacer el amor con esa muchachita, de escuchar sus primeros gemidos de mujer, de estrenar su cuerpo virginal, de sentir que aún puedo satisfacer sexualmente a una mujer y que ésta pueda darme satisfacción también.

Pero sobre todo saber qué se siente al hacer el amor con una niña principiante y ver cómo se comporta al estar en desventaja frente a otra, más experimentada; saber qué es lo que una siente al tener el control.

Quién sabe... Tal vez yo pueda enseñarle a esa chiquilla los deleites que un día su madre me enseñó a mí... tal vez...