Con la misma moneda

El dolor, la incomunicación, la indiferencia

Con la misma moneda

Capítulo 1

A mediados de febrero

—¡Qué hijo de puta!

Mayte coge una de las manos de Patricia entre las suyas. No se puede creer lo que su amiga le acaba de contar. Siempre había sospechado algo pero eso, ¡es tan fuerte!

Patricia oculta sus enrojecidos ojos tras unas grandes gafas de sol. Han quedado en una cafetería donde no es probable que se puedan encontrar con nadie, así podrán hablar con tranquilidad y su deplorable aspecto no suscitará ningún comentario. Porque está muy desmejorada: Ojeras, sin apenas maquillarse, hoy no se ha cuidado como es habitual, no está para esas cosas, hoy su vida se ha hecho añicos.

—¿Y sabes lo peor de todo? —dice con la voz ronca—, que lo sabía y no quería verlo. Tantas cenas de trabajo, tantos mensajes a deshora, y la costumbre de levantarse de la mesa para contestar los mensajes. No era normal, tenía que haberlo visto.

—Cálmate, no puedes seguir así.

—¿Cómo quieres que me calme? Esto me supera.

Agita la cabeza despacio como si no se creyese lo que le está sucediendo.

No se lo puede creer. Un mazazo más en su vida cuando apenas se empezaba a recuperar de la pérdida del bebé que, once meses atrás, no logró superar la rara enfermedad congénita que le diagnosticaron al nacer. Un bebé deseado por ambos y de pronto se fue llevándose algo más que su vida.

A partir de entonces Tony cambió. Si durante la enfermedad se sintió sola, tras la muerte del niño él se refugió en el trabajo. Podía ser peor, le decían todos, podía haber caído en el alcohol, otros matrimonios acaban separándose por cosas así, debía tener paciencia.

¿Y ella, quién pensaba en ella? ¿por qué no podía salir corriendo y huir como hacía él?

Y esperó, y tuvo paciencia, once meses de paciencia, un año mirando hacia otro lado, viendo cosas que no encajaban, un año de oídos sordos, de no querer ver.

—Se dejó el móvil en la mesita de noche, últimamente lo tenía muy controlado pero esa noche llegó tarde, yo ya estaba acostada, me dio una de esas excusas ambiguas que apenas escuché, se dio cuenta de que no me la creía, estaba incómodo y se fue a dar una ducha, supongo que para quitarse el olor a esa guarra. Se olvidó de cogerlo. Entonces sonó un mensaje, luego otro y otro. No lo dudé, lo cogí y los leí. Tenías que haberlo visto era… asqueroso. Cuando salió de la ducha y me vio con el teléfono en la mano se quedó pálido. Vete de aquí, le dije. Se marchó de la habitación sin decir una palabra.

—¿No te dijo nada?

—Ni una palabra.

—¡Qué cobarde!

º º º º º

Patricia pasó la noche en vela, no fue capaz de echar una lágrima hasta que, cerca ya del amanecer, decidió vestirse. Era sábado, ojalá fuera laborable, así hubiera podido evadirse en el trabajo.

Al abrir el cajón del armario vio los patucos. Notó un temblor en el pecho, casi imperceptible, que cobraba intensidad tan rápidamente que tuvo que sujetarse a una de las baldas. La respiración agitada se volvió un estertor incontrolado, las rodillas dejaron de sujetarla y cayó al suelo arrastrando la madera, la ropa, unas cajas. El llanto surgió desgarrador rompiéndole el alma. ¡Hugo, Hugo!

La puerta se abrió de par en par y sintió que invadían su espacio. No le hizo falta mirarle, extendió su brazo con la mano abierta.

—¡Vete, vete!

Salió cuidando de no hacer ruido.

Veinte minutos más tarde Patricia entró en el salón. Él estaba de pie mirando a través de la cristalera. Se volvió.

—Quiero que te vayas.

Tony acusó el golpe, agachó la cabeza.

—Patri, no. —suplicó.

—¿Sabes una cosa? Llevo once meses sola pensando que estás destrozado, tan destrozado como yo, imaginándote hundido intentando escapar del dolor drogándote con tu trabajo en lugar de refugiarte en mí. Porque no hablas, no me has dado la oportunidad de ayudarte y no me has ayudado a superar la muerte de nuestro hijo. Me has dejado sola, jamás me has preguntado cómo estoy, nunca, ni una palabra, encerrado en tu silencio intentando aparentar que no ha pasado nada.

Patricia caminó hacia él, quería conseguir que levantase la mirada, que dejase de evitarla.

—Qué engañada me tenías. Tú estabas en otra historia, has pasado página. Tu mujer, triste y deprimida ya no te interesa, ¿es eso, verdad?

—Patri…

—¡Deja de llamarme Patri!

Caminó hasta la puerta del salón.

—Quiero que te vayas.

—Espera, déjame que te lo explique.

—Quiero que te vayas. Ya.

º º º º º

—Pero no se ha ido.

—No, no se ha ido. Estaba con la maleta en la puerta y lo detuve. Es un irresponsable, no piensa. Su madre acaba de salir de un infarto, ¿te imaginas lo que supondría esto? Pero no, como siempre tengo que ser yo quien piense en todo.

—¿Y cómo lo estáis llevando?

—Tony duerme en la habitación pequeña. Nos evitamos, procuramos coincidir lo justo.

—Pero así no puedes seguir mucho tiempo.

—¡Ya lo sé, y qué quieres que haga!

—¡Mándale a la mierda, joder! Te ha puesto los cuernos mientras tú…

Mayte se calló, recordaba muy bien la muerte del bebé, lo jodidamente que lo había pasado Patricia, el cambio tan radical que había dado. Su amiga era una mujer alegre, desenfada, sexy; y llevaba un año sumida en una guerra contra el mundo. Había logrado sobreponerse, era fuerte y a los pocos días se reincorporó a su puesto a pesar de que contaba con el apoyo de la empresa para tomarse el tiempo que necesitase, no en vano era una de las ejecutivas más brillante y con más futuro en la empresa a pesar de su juventud. Estaba claro que volcarse en el trabajo era su manera de no hundirse, y vaya si lo hizo. En apariencia era la misma de antes pero su carácter cambió, se volvió seria, distante, más dura a la hora de marcar objetivos y resolver conflictos. Solo con ella volvía a ser la de siempre.

—Son todos unos cabrones, habría que colgarlos por los huevos. —explotó.

Patricia no pudo por menos que sonreír ante el radical arranque de su amiga, una amarga sonrisa. Mayte pronto cumpliría un año de divorcio tras descubrir a su marido liado con su secretaria.

Pidieron otro café.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó ya más calmada.

Patricia parecía desolada.

—No lo sé, es todo tan inesperado. Ya, ya sé, se veía venir, pero…

—Una nunca cree que sea cierto, lo sé.

Principios del mes de abril

—No se lo merece.

—¿Y qué quieres que haga? El terapeuta dice que tenemos que probar, ya llevamos diez sesiones y no te imaginas las cosas que nos hemos dicho.

—Que habrás dicho tú, porque no creo que él tenga mucho que decir.

—No seas así, ha reconocido cosas… no sé, Mayte, creo que nos merecemos una oportunidad, los dos hemos sufrido mucho.

—¿Te estás escuchando? ¿Dónde estaba Tony mientras…?

—Déjalo, por favor, así no me ayudas.

Pasó la tarde sin poder concentrarse, puede que Mayte tuviera razón y la idea de Rodrigo, el terapeuta, no fuera tan buena como le había parecido en la consulta. En realidad toda la sesión la sobrepasó pero habían avanzado tanto y estaban todos tan ilusionados —Tony, sus padres, sus cuñados— que no quiso poner pegas.

º º º º º

—Ahora quiero que os levantéis y os pongáis uno frente al otro, así, un poco más cerca. Quiero que os miréis, no dejéis de miraros. Ahora tú, Patricia, quiero que acaricies a Tony, comienza por el rostro y sigue por donde te apetezca, cuando quieras, sin prisa. No te preocupes por mí, yo no juzgo, soy vuestro terapeuta.

Le costó empezar, notaba una especie de rechazo que le impedía tocarlo. Tuvo que escuchar por segunda vez a Rodrigo insistiéndole y entonces consiguió llegar con la mano a la mejilla de su marido; le vio entornar los ojos y le pareció distinguir un gesto de tristeza, eso le animó a continuar lo que ya era una tímida caricia; Tony inclinó el cuello hacia la mano y ella la retiró instintivamente.

—Vamos, ibas bien.

Volvió a comenzar. No se sentía cómoda teniendo a un espectador. Recorrió la mejilla hasta tropezar con el lóbulo de la oreja, retrocedió, bajó al cuello y se desplazó por el hombro, notó que le había cambiado el ritmo de la respiración, tenía ganas de llorar.

—Ahora tú, Tony, acaríciala.

—No.

—Patricia: es un ejercicio de pareja, ambos tenéis que…

—Todavía no, Rodrigo, por favor.

—Démosle tiempo.

—No me tienes que dar nada. Estoy hablando con Rodrigo.

—De acuerdo, sigue a tu ritmo.

—Ya no, lo siento.

Patricia se alejó, el clima se había roto.

Dos días después volvieron, estaba mentalizada a superar el rechazo. Tony estaba dándolo todo en casa. Comenzaron, era la primera vez que le iba a permitir que la tocara y sintió un escalofrío cuando le rozó la mejilla. «Cabrón», pensó, era un lamento. «Por qué me has hecho esto», pensamientos que ya habían aparecido en las sesiones. Bajó hasta su hombro desnudo y cruzó por encima del tirante de la blusa. Tenía un nudo en la garganta. «Le sigo queriendo», pensó.

—Quiero que no os pongáis trabas, acariciaos como lo que sois, un matrimonio, un hombre y una mujer.

Bajaba por su brazo y se le erizó la piel, le vio bajar los ojos, le estaba mirando los pechos. «Hijo de puta, ¿así se los miras a la tía que te follas?». A pesar de todo se estaba excitando; sus ojos se cruzaron, conocía esa mirada casi infantil como si quisiera pedirle permiso, con la mano subiendo y bajando por su brazo. «Quieres tocarme, lo sé, y buscas una señal que no te voy a dar».

—Chicos, tenéis que dar un paso, sois adultos, que no os corte mi presencia.

Patricia seguía con la mano apoyada en su pecho, a veces en el cuello y él pasó a su cintura. «Cobarde». Se movió por su espalda hasta la nuca, jugaba con su cabello y bajaba hasta los riñones.

—Vamos a hacer una cosa. Tony, quítate la camisa; Patricia, quítate la blusa.

—¿Cómo dices?

—Me has oído, quítate la blusa, ¿tienes algún problema en quedarte en sujetador delante de mí?

—No es eso.

—Entonces hazlo, sabes que es necesario. Hazlo.