Con la madre y la hija en la misma noche

Pillé a Paula espiándonos mientras su madre y yo follábamos.

Hubo una época en la que estuve follando con una madurita llamada María. En realidad, era una relación bastante esporádica y basada únicamente en el sexo. En los cuatro o cinco meses en los que nos estuvimos viendo, quedaríamos unas ocho veces y, más allá de la típica cordialidad y afecto que puedes sentir por un compañero sexual, no intercambiamos demasiados sentimientos el uno por el otro.

María era una mujer ya entrada en sus cincuenta años, divorciada desde hacía unos diez. medía uno con sesenta y mucho. Su larga melena estaba teñida del típico rubio de señora madura, que contrastaba mucho con su piel del color de la canela. Gozaba de unos pechos generosos y caderas algo anchas que remataban un buen culo.

Tenía una hija, Paula, que era más o menos de mi edad y a la que, por supuesto, no conocía. Me había confesado que le dama morbo acostarse con un joven de la edad de su hija, que pudiera ser amigo suyo. Por supuesto, no era el único dispuesto a satisfacer esa fantasía suya, aunque, por fortuna, me encontraba en el lugar y el momento adecuado.

Era, además, una mujer que disfrutaba de su erotismo, jugueteaba conmigo continuamente. Me mandaba mensajes picantes, a veces me mandaba alguna foto sugerente, otras me llamaba para explicarme con una voz tomada por el deseo lo caliente que estaba y me pedía que fuese por la noche a su casa…En resumen, una maravilla.

La noche de la que os hablo, Paula había salido de fiesta y, en principio, iba a quedarse en casa de su padre, que no estaba en la ciudad. Así que María me invitó a su piso a sabiendas de que nadie nos molestaría.

Cenamos, charlamos un poco y luego nos fuimos al dormitorio.

Nos desnudamos el uno al otro entre besos y caricias. Acariciamos nuestros sexos mientras nos comíamos la boca. Yo disfrutaba al sentir mi lengua dentro de ella. Luego ella, juguetona, me dio la espalda y se echó sobre su costado izquierdo. Yo me pegué a ella, tanto como pude. Desde atrás, posé mis manos sobre su pecho derecho, pellizqué su pezón. Metí el brazo bajo su cuerpo y llegué hasta su otra teta. Ella gimió al sentir mi boca mordisqueando su cuello. Apretó su culo contra mi entrepierna. Yo sentía el calor que emanaba como algo irresistible.

Deslicé mi mano derecha por su vientre, acariciando la piel de su vientre con la yema de mis dedos. Noté como la recorría un escalofrío al llegar a su rajita. Ella abrió las piernas. Yo mordisqueé el lóbulo de su oreja y con mi índice, recorrí lentamente sus labios, húmedos y calientes, hasta su vagina. Deslicé mi pene dentro de ella y volví a subir mi mano hasta encontrar a tientas su clítoris.

María era del tipo de mujer que gozan mucho más estimulando el clítoris, así que esa postura la volvía loca.

Me moví tras ella, con embestidas cortas y profundas. Los dos gemíamos sin poder parar. Yo masturbaba su clítoris al ritmo de mis embestidas, mordía su cuello y me dejaba guiar por sus gemidos para ir más deprisa.

De pronto vi algo.

Un movimiento extraño. Una sombra.

Al buscar su origen, me encontré mirando la puerta del dormitorio, que quedaba justo enfrente de nosotros, en la dirección hacia donde estábamos orientados en aquella postura. Agazapada en las sombras, vi una silueta negra. Algo bajita, más bien delgada. El pelo tan negro como la oscuridad que la rodeaba.

Paula.

Yo me quede petrificado. Ella también. Por un latido, ambos nos miramos con los ojos abiertos, sorprendidos de encontrarnos el uno al otro ahí.

María se quejó con un gemido lastimero y comenzó a mover las caderas contra mí. Por suerte, María tenía la costumbre de no abrir los párpados mientras lo hacíamos, así que Paula estaba a salvo en su escondite de sombras.

Puede ser que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad del pasillo, o quizás es que, al pasar la sorpresa inicial, me fijé en ella con más detalle. El caso es que pude distinguir su figura con mayor claridad. Tenía una de sus manos entre las piernas desnudas, levemente separadas. A sus pies se arremolinaba un jirón de ropa.

Moví de nuevo mis caderas. María gimió placentera al sentirme de nuevo. Paula se mordió el labio inferior, su mano entre las piernas parecía temblar. Volví a moverme, esta vez, acompañando la embestida con un suave frote de mis dedos contra el clítoris de María que lanzó un fuerte gemido.

—Oooh, sí. Me encanta —dijo en un susurro que se mezclaba con gemidos rotos por el deseo.

Paula asintió al escuchar a su madre.

Recobré el ritmo con el que estaba trabajando antes de ver a Paula. Ella y yo nos mirábamos a los ojos mientras yo daba placer a su madre. No dejaba de morder su labio inferior, salvo para pasar su lengua sobre ellos en un gesto lascivo conmigo como único objetivo.

Estaba tan absorto con la mirada de Paula que me sorprendió cuando, de pronto, María tensó todos los músculos de su cuerpo. Ahogó un largo gemido. Su brazo me buscaba desesperado para pegar mi cuerpo al suyo.

—Diooooos. Síi.

Moví con mas fuerza mi mano, empapada con la humedad de María hasta que, con una larga exhalación, María tuvo un orgasmo que me empeñé en alargar tanto como pude. Paula cerró los ojos al ver como su madre se corría. Su boca emitió un largo suspiro. Su mano no dejaba de tiritar entre sus piernas.

María se quedo unos instantes extasiada. Yo, inmóvil, sonreía a Paula con complicidad. Podía ver en su cara que estaba ciega de excitación. Abrió la boca. Con gestos exagerados para que yo pudiese leer los labios, formuló una petición:

—A lo perrito.

Obedecí.

Tan pronto como se hubo recuperado, guie a María para que se pusiese a cuatro, con la cabeza mirando hacia el cabecero de la cama. Así Paula nos vería de perfil. Una buena vista.

Me situé detrás de ella y, sujetándola firmemente, de las caderas, apreté mi pene contra su coño. Entró con un sonido húmedo. Sentí en mi pene el tacto cálido del interior de María.

Comencé a moverme tras ella. María agachó la espalda, y me ofreció una panorámica grandiosa de su culo. Miré hacia Paula. Había dejado de masturbarse un instante. En cuanto volví a cruzar mi mirada con la suya, se despojó de la camiseta. Luego del sujetador. Vi como sus pechos se quedaban desnudos frente a mí. Ella los apretó con ambas manos y me ofreció un gesto obsceno con la lengua. Luego volvió a descender su mano a su entrepierna y comenzó a masturbarse de nuevo, disfrutando del bamboleo de las tetas de su madre al ritmo de mis embestidas.

—Así, joder —me dijo con los labios.

Yo apreté el culo de María y di un suave azote, que respondió con un gemido. Paula dejó escapar un suspiro.

—Fóllatela, fóllatela —decía.

Los gemidos de María y el chapoteo que escapaba de nuestros sexos ahogaban los susurros de Paula.

Vi que se apoyó sobre la pared del pasillo. Comenzaba a temblar levemente. Parecía que mantener los ojos abiertos para disfrutar de la escena que le estaba ofreciendo fuese un esfuerzo titánico.

Yo también estaba a punto de correrme, pero me pregunté si Paula sabía lo morbosa que era su madre. Decidí enseñárselo.

Me aparté de María y, con un gesto rápido, me quité el preservativo. María, que ya conocía mis gustos, se dio la vuelta en un suspiro. Yo me puse sobre ella, masturbándome frente a su cara, pero con mi rostro vuelto hacia la hija que nos espiaba desde el pasillo. Paula, con los ojos abiertos, no podía dejar de temblar. Su mano se movía rápidamente, escuché que desde ella nacía un sonido húmedo, un chapoteo dulce que me hizo salivar. Llevó su mano libre a la boca y ahogó sus propios gemidos.

Me corrí sobre la cara de María, como me gustaba hacer -y a ella también, por cierto- mientras disfrutaba de la visión de Paula corriéndose. María recibió mi semen como una ducha, con la cara todavía en un rictus de excitación. Cuando terminé, nos quedamos un instante en silencio mientras ella apartaba los regueros más molestos de su cara.

—Joder, como me has puesto —se quejó con algo de sorna.

—Lo siento —respondí encogiéndome de hombros—. Es que…

—Anda que ya te vale. —Me dio una palmadita cómplice en el muslo para que me quitase de encima—.  Me voy a duchar, ¿te vienes?

—No, luego. Voy a descansar un rato —dije.

Se encaminó hacia el baño que tenía en la misma habitación y cerró la puerta tras ella. Tan pronto como desapareció por la puerta, volví mis ojos hacia el pasillo.

Nada.

María encendió el agua de la ducha. Yo aproveche para escabullirme fuera del dormitorio. Vi que la puerta de la habitación de Paula estaba entreabierta. Me colé dentro sin poder pensar en otra cosa.

Estaba a oscuras, pero pude distinguir una silueta tumbada en la cama. Las piernas abiertas, desnuda, ofreciéndome un tesoro. Solo un suspiro al aparecer yo me confirmó que era consciente de mi presencia.

Sin mediar palabra, me acerqué hacia la cama y enterré mi cabeza entre sus piernas. Paula me recibió con un gemido. Sus dedos se deslizaron por mi pelo, apretó mi cabeza contra ella y sus piernas se abrieron un poquito más.

Me pregunté si compartiría los gustos de su madre. Llevé mi lengua hasta su clítoris. Ella tembló al sentirme. Sonreí para mis adentros: ‹‹de tal palo, tal astilla››. Estaba húmedo, aún mojado por su reciente orgasmo. Tan sensible, que una sola caricia con la punta de mi lengua, provocaba en ella una reacción exagerada.

Jugueteé con mi índice y mi corazón en su vagina, mientras ella se retorcía debajo de mi boca. Sus suaves gemidos aún me dejaban escuchar el agua cayendo de la ducha de María. Introduje mis dedos y palpé la rugosidad de su interior mientras movía mi lengua en círculos amplios.

Supongo que ambos sabíamos que no teníamos mucho tiempo, porque nos esmeramos en terminar rápido. Ella, igual que su madre, se corrió con un largo espasmo que invadió su cuerpo. En cuanto terminó, se quedó como un títere al que hubiesen cortado los hilos. Subí mi boca dando pequeños besos por su vientre y mordisqueando uno de sus pezones al llegar a sus pechos. Ella dejó escapar una risita. Alargó su mano hasta mi pene, lo agarró suavemente con dos dedos e hizo un par de movimientos.

Creo que quiso decirme algo, tal vez besarme, pero el sonido de la ducha de su madre se detuvo de pronto. Ambos abrimos los ojos como platos y nos separamos el uno del otro. Di un salto para salir de la habitación.

Volví a escabullirme de la cama de una mujer, por segunda vez aquella noche, para regresar a la habitación de María.

—¿Dónde estabas? —Llevaba puesto el albornoz abierto y se secaba el pelo.

—Había ido a por agua —mentí.

—¿Y beber agua te ha puesto así? —Señaló con la mirada a mi pene mientras sonreía.

Lógicamente, después de comerme el coño de su hija, había vuelto a ponerse erecto.

—La juventud, ya sabes —me encogí de hombros.

—Anda ven. —Se despojó del albornoz, se tumbó en la cama y me invitó a hacerlo junto a ella—. Pero no te la chupo, que me acabo de duchar y no quiero mancharme.

—Vale.

Comenzó a masturbarme. Movía su mano lentamente, arriba y abajo. Debió ver que estaba demasiado seco, porque se puso sobre mí, con su boca a escasos centímetros de mi glande y dejó escapar un reguero de saliva tibia que me hizo gemir.

Qué injusticia, ¿verdad? Había sido su hija la que me había puesto así y era María quien tenía que apagar aquel fuego. Miré de reojo al pasillo, pero no había nadie. Apreté las tetas de María pensando en las de Paula, que apenas había podido disfrutar, pero se me antojaban suaves, turgentes. Quizás algo más pequeñas que las de su madre, pero sin duda, espectaculares.

Me corrí al cabo de poco tiempo, mientras me comía la boca de María pensando en su hija.

—Joder, si que estabas caliente —dijo María al ver la cantidad que había echado y lo apasionado que estaba.

—Uff, sí. Es que me pones mucho —dije mientras recobraba el aliento.

Me vestí de nuevo y, como habíamos quedado que no me quedase a dormir, me despedí de ella. Insistí en que no me acompañase a la puerta. Nos dimos un beso en los labios y ella se quedó tumbada sobre la cama, con una sonrisa en los labios. Al cruzar el pasillo, miré dentro de la habitación de Paula.

Vacía.

Se había esfumado. Como yo poco antes, se había escabullido en la oscuridad, supongo que a casa de su padre, donde había quedado en ir aquella noche. Me encogí de hombros y, tras enfundarme en el abrigo que había dejado en el perchero del recibidor, salí al rellano.

Al salir a la calle y encaminarme a la parada de metro, encontré algo raro en el bolsillos del abrigo.

Algo que no debía estar ahí.

Un trozo de papel donde alguien había apuntado nueve números y una escueta nota:

“Te debo una. Llámame mañana.

Paula”.