Con la amiga de mi mujer

Había encontrado su dirección en la agenda de mi mujer y, sin saber muy bien que hacía, fui para allí. No sabía como ella podía reaccionar al verme, no sabía si estaría sola, no sabía que decirle si la encontraba, no sabía nada.

CON LA AMIGA DE MI MUJER

No supe que estaba haciendo ahí, hasta que me di cuenta que había venido a cogérmela.

María Carmen es una mujer grande, de más de cincuenta años. Es muy amiga de mi esposa. Yo tengo quince años menos que mi mujer. Me gustan las hembras veteranas, si están bien conservadas. El marido de María es un capo de la Prefectura Naval, un pez gordo con el que conviene llevarse bien, un tipo que te puede reventar con facilidad. Y yo me quería coger a la esposa, que además, como dije, era muy amiga de mi mujer, a quien yo quería y con quien me llevaba muy bien, después de cuatro años de casados. María Carmen me reconoció de inmediato y me permitió entrar a su departamento. Es una mujer de un metro setenta de estatura, más o menos. Lleva el pelo corto y peinado al costado. El flequillo rubio le tapa un poco el ojo derecho. A propósito, los ojos son azules. Tiene una nariz fina y apenas respingona. La boca es pequeña, y sonríe con facilidad y elegancia. Llevaba una remera verde, tipo musculosa, por la que asoma una buena porción de sus pechos. Parecen tetas firmes. No veo que use sostén. Igual que la última vez que me la había encontrado, dos días atrás, en una fiesta. Yo estaba con mi mujer y María Carmen lucía un escote igual de generoso. En ese momento no pude evitar clavarle los ojos en los pechos. Ella se dio cuenta y se lo pasó acomodándose el escote, como queriendo taparse las tetas. Ahora volvía a contemplarla. También vestía unas calzas negras que le ceñían nalgas y piernas, descubriendo un físico notable. Llevaba zapatos de taco alto, algo curioso de usar para estar en casa. Le di un beso en la mejilla y su perfume me traspasó. Había encontrado su dirección en la agenda de mi mujer y, sin saber muy bien que hacía, fui para allí. No sabía como ella podía reaccionar al verme, no sabía si estaría sola, no sabía que decirle si la encontraba, no sabía nada. Ahora, sentado en su living, esperando a que me trajera un vaso con algún jugo, había descubierto que estaba sola y eso era todo. No tenía idea de como seguir. Cuando María Carmen me trajo el vaso y se sentó enfrente mío, solo atiné a decirle que había pasado por su casa y se me había ocurrido pasar a saludar. Ella asintió. No parecía creer lo que yo le decía pero tampoco se veía muy incomoda o disgustada. Estaba a la expectativa. Hablamos de banalidades. En realidad, no. Ahora que lo pienso, intercambiamos información valiosa, haciendo como que hablábamos banalidades. Ella me preguntó por mi mujer y yo, en vez de decirle que estaba bien, le conteste que hoy tenía un día muy complicado y que llegaría muy tarde a casa. Yo en cambio, justo tenía toda la tarde libre. Le pregunté por el marido y me dijo que también hoy tenía una serie de reuniones muy importantes, por temas de la Prefectura y que vendría tardisimo. Seguí inquiriendo por sus dos hijos y me contestó que ambos estaban en viaje, con unos amigos, por unos días. Así pues, estabamos solos y con mucho tiempo. Eran las tres de la tarde. La conversación decaía y yo, muy solicito, le advertí que si ella tenía pensado salir, que no se hiciera ningún problema, porque yo me iba. María Carmen se apresuró a contestarme que no iba a ir a ningún lado. Agregó, creo que sin pensarlo, que solo tenía previsto ver televisión tirada en la cama. La palabra "cama" nos hizo enrojecer a los dos, como si fuésemos pendejos; y ambos nos dimos cuenta. Se hizo un silencio tan incomodo como excitante. Ella lo rompió, levantándose bruscamente y anunciando que iba a buscar más jugo. Se dirigió a la cocina, con su vaso en la mano y yo, sin pensarlo, la seguí, también con mi vaso. Entré en la cocina mientras le decía, estúpidamente, que le traía mi vaso. Ella se dio vuelta y extendió su mano para agarrarlo. Al hacerlo, nuestros dedos se tocaron. María Carmen quiso retirar su mano de la mía pero yo se lo impedí. Quedamos parados, uno frente al otro, mirándonos fijamente. Finalmente, decidí que tenía que jugarme y la abracé y la besé en la boca. Al principio se quedo fría, pero sin oponer resistencia. A los pocos segundos, se entregó más y más. Toda falsa urbanidad, todo intento mentiroso de parecer dos seres civilizados se dejó de lado. Eramos dos animales listos a gozar. Nos besamos apasionadamente y ella me rodeo las caderas con sus piernas, mientras nuestras lenguas exploraban. Tras intensos chupones, se soltó de mi cuerpo y entonces aproveché para sacarle la musculosa y confirmar que ningún corpiño cubría ese precioso y excitado par de tetas. Me aboqué a lamerlas, primero con dulzura y luego con furor. Ella gemía de placer. Terminé alzándola en brazos y me la llevé de allí. El dormitorio era amplió y lucia una enorme cama. Nos desnudamos uno al otro con apuro de adolescentes. La tenía para mi, tal y como había querido. Por la amplia ventana entraba luz a raudales, luz que iluminaba nuestros cuerpos desnudos y anhelantes. Estabamos en un décimo piso y no nos preocupaba que alguien pudiera mirarnos. Ahora tenía a esa hembra tendida en el lecho, desnuda y mojada por la excitación, y disfruté chupándole la concha hasta llevarla al limite de la locura. El placer de la piel suave, de la humedad y del olor nos transportaba. María Carmen gritaba y pedía más y más lengua. Su delicioso agujero desbordaba flujo. Quise hundirme en ese tajo palpitante y me abalancé sobre ella, con la pija pétrea. María Carmen se abrió, anhelante, y recibió mi ofrenda. Parecí incrustarme en sus entrañas. Mi verga calzó en la húmeda cueva como en un guante. Abrazados a más no poder, le obsequié lanzazo tras lanzazo. Ella se arqueaba para recibir mejor los golpes, para que se le metiera más adentro. Era una hembra potente. No quería apurarme y por eso la pistoneaba con un ritmo regular, sin acelerarme. Nuestro sudor se mezclaba y se derramaba por las sabanas. Nuestros vientres se unían y se soltaban , una y otra vez. Quería verle la cara mientras me la cogía, y luego chuparle la boca y después volver a mirarla y otra vez volver a chuparla. Por fin la llené con mi leche y colapsamos juntos en violentos orgasmos. Luego de un rato, me separé y me tendí a su lado. Lo habíamos hecho. Casi sin conocernos, habíamos terminado cogiendo, sacándonos las ganas que nos aparecieron esa primera de las pocas veces que nos vimos. Aunque en ese entonces ni siquiera supimos que nos teníamos ganas. Dos desconocidos, cogiendo. Un tipo casado, cogiendo con una mujer casada, con hijos y casi veinte años mayor que él. Todo estaba mal. Todo, salvo el placer que sentí al cogérmela. Creo que ella estaba pensando exactamente lo mismo, porque me agarró la pija y no paró de manosearla hasta que estuvo como un fierro. Entonces se puso encima mío y con un suspiro se empaló en mi lanza. Luego arrancó con una violenta cabalgata destinada a ordeñarme hasta la última gota. Mientras se clavaba en mi carne me ofrecía las tetas, para que mis manos las acariciaran hasta cansarse. Galopamos frenéticamente, hasta que un potente chorro de mi leche la golpeó en su centro y María Carmen se desplomó sobre mí, extenuada y feliz por tanto gozo. Sentíamos el placer de lo que está mal. El placer del peligro. El placer de dos extraños que se desnudan y se exploran y se chupan y cogen sin pensar. El vicio de la carne, simplemente. Sin convenciones, reglas ni hipocresía. Las ganas de transgredir, de sacarse el gusto sin importar lo que pase. Dos cuerpos. Nada más que dos cuerpos desnudos, oliéndose, lamiéndose y frotándose. Uno sabe que no podrá llegar al goce total. Uno sabe que, a lo sumo, solo tendrá un rato de furtivo placer. Uno sabe que no puede ganar. Pero igual lo hace. La fascinante excitación de abrirse a un cuerpo desconocido, de explorar y ser explorado. El goce incestuoso de cogerse a una hembra que podía ser tu madre o a un macho que podía ser tu hijo. Algo que no debía hacerse. Por eso mismo, ahora nos acariciabanos y lamíamos, sudados y dichosos. Ella me manoseaba los huevos y yo jugaba con sus tetas. Nos estabamos poniendo a punto para un nuevo match. Los dos sabíamos que, casi con seguridad, no habría un próximo encuentro. Mi verga se puso rígida y puse boca abajo a la hembra para buscar lo imposible. Quería escapar de mi mismo. Huir de esta estrecha realidad. Gozar con completa desnudez. Ensalive su prieto ano con la lengua y después le hundí mi pija en el culo, primero con delicadeza y luego con creciente furia porque, a cada pijazo, sabía, y ella también sabía, que este goce iba a terminar. Nuestros cuerpos se usaron con ardor. Era glorioso coger sin compromisos, sin obligaciones posteriores. Sin pensar en ningún mañana, porque no habría ningún mañana. María Carmen gemía y se arqueaba enloquecida, buscando clavarse todo lo posible. Yo retrocedía y avanzaba en las honduras de su ardiente orto. Prolongue el placer todo lo que pude, hasta que le largue un hirviente chorro de burbujeante crema y quedamos exhaustos y felices, uno encima del otro. Una hora y media después, María Carmen, se abalanzaba hacia mi verga y emprendía una apasionada respiración boca a pija, buscando la reanimación de mi palo. Lo consiguió. Al rato estabamos enzarzados en un salvaje 69, ella con la cabeza enterrada en mi entrepierna y yo devorándole el coño con fervor. Sentía su lengua húmeda y caliente y la succión incesante. Me parecía que se había tragado mi pija hasta el tallo. Le dimos a las lenguas hasta explotar. Se comió mi leche hasta la última gota, mientras yo me bebía su jugo. Cuando nos despedimos, no hubo ninguna promesa de futuros encuentros. No iba a haberlos, no podría haberlos. Después de todo, ella era amiga de mi mujer.

(c) Tauro, tauro_ar_2000@yahoo.com