Con Eliza

Pude percibir tu aroma de mujer sensual y ardiente, te invité una cerveza, y a tus amigas también, pero la verdad es que solo tenía ojos para ti.

Con Eliza

Te había visto caminar por el malecón muy cerca del mercado, yo me había hospedado en el hotel Emporio, iba en mi camioneta, pero no pude resistir voltear a mirarte. Llevabas puesto un short cortito de mezclilla que se entallaba a tu cuerpo dejando ver tus hermosas piernas, zapatillas negras y una pequeña blusa negra que hacia juego con tu largo cabello dorado.

Por voltear a verte casi ocasiono un accidente con otro vehículo que se estacionó delante de mí. Baje rápidamente y deje la camioneta al valet parking, pero ya no pude saber en que lugar te habías metido. Sin mayores esperanzas de volver a verte me dirigí al hotel para registrarme. Subí a la habitación y descanse un poco, ya con un poco de hambre salí para degustar un poco de la suculenta comida veracruzana. Caminé hacia la zona de restaurantes que se encuentra en el centro de la ciudad.

Me instalé en una mesa fuera a la sombra de los arcos y fue entonces que te volví a ver, ibas con unas amigas, también bonitas, pero de ninguna manera se comparaban contigo. Fue tanta mi emoción por volver a verte que al darte vuelta hacia mí nuestras miradas se cruzaron. Una sonrisa mutua y te acercaste para preguntarme si podían sentarse ya que no había más lugar disponible. Por supuesto que acepté.

Iniciamos una charla banal que me permitió apreciarte. Me hundí en tus ojos y miré con cuidado tu boca de labios carnosos tras los que brillaba una blanca sonrisa. Aprecié tus hombros desnudos, que se adivinaban suaves y se veían mórbidos, tu esbelto talle y la apetecible figura de tus caderas. Observé los bien cuidados dedos de tus pies y las turgentes formas de tus pantorrillas que ahora tenía cerca.

Pude percibir tu aroma de mujer sensual y ardiente, te invité una cerveza, y a tus amigas también, pero la verdad es que solo tenía ojos para ti. Me mirabas mirarte y sonreías. A pesar de estar sentada tu cuerpo se balanceaba suavemente y tu lengua mojaba los labios a cada sorbo de la fría bebida, te veías sensual como prometiendo lo que podría venir después.

Así bebimos y las invite a comer algo, reíamos como grandes amigos, comimos entre confidencias mutuas, te llamas Eliza, yo Fernando, tú 19, yo 37, tú soltera, yo libre, tú vives aquí, yo estoy de descanso. Te invito a bailar y tú aceptas.

La noche ya caía y nos dirigimos a un salón para bailar. Que suerte había tenido, la chica que cualquier hombre puede soñar y estaba aquí, conmigo… tus amigas prefirieron dejarnos, y se perdieron entre la gente seguramente buscando alguna aventura.

Ya estábamos ahí, nos instalamos en una mesa y simplemente tomé tu mano derecha, rodeé tu esbelto talle con la mano izquierda y, te jalé hacia mi, comenzamos a bailar. Desde la primera pieza supe que te tenía. Supiste tú, desde la primera pieza, que yo era tuyo... al menos por esa noche. Noche larga, noche eterna, noche sin fin que apenas daba vuelta por la esquina del cambio de día. No soy un gran bailarín, pero me defiendo. Tú, en cambio, seguías el ritmo con gran sensualidad, derritiéndote en mis brazos. Si mi brazo rodeaba con fuerza tu cintura, sintiendo la firmeza de tu carne joven, tu mano en mi hombro trasmitía mensajes cálidos y seguros, fuertes. A la segunda canción, mi verga estaba rígida, en respuesta al cálido contacto de tus manos en mi cuerpo, a la sensualidad de tus movimientos, a la certeza de que iniciaba un juego de horas que me llevaría a la gloria de tu cuerpo.

En una quebradita descubriste mi excitación y te gustó, con mi pierna entre las tuyas, estrechando tu cuerpo con el mío, sintiéndome, permitiéndome sentirte, moviéndote suavemente. No tenías prisa. Yo tampoco. Me asomaba con descaro al milagro de su escote, que dejaba ver, sobre todo desde arriba, tan cerca, una generosa porción de tus pechos, morenos, firmes, redondos, de una suavidad prometida, de momento solo adivinada, porque no había prisa. La noche era joven. Fueron seis, siete quizá las canciones que así bailamos, todas de sabor latino y tropical, pasando por la clásica rumba, el sabor de la salsa, el viejo mambo y nuestra quebradita. Fueron largos minutos de contacto, de roce de nuestros cuerpos, de sentir tu hombro desnudo, de calibrar tu cintura, de sentir tu respiración en mi pecho. Cada una de las terminales nerviosas de mi cuerpo, por una u otra vía, recibía el estímulo de tu baile, del sensual ritmo que llevabas y que hacía estremecer con cada roce de tu cuerpo, de tu piel, de tu respiración agitada, de tu calor….

Una cosa llevó a la otra, nuestros cuerpos lo deseaban, nuestras almas también, nos fundimos en un fuerte y tierno beso, apasionado y largo, un beso en el que pudimos entregarnos todo el fuego que ardía en el fondo de nuestros cuerpos. La savia candente que me hizo probar de tus mieles que luego podría saborear de tu sexo. No esperamos más y te dije:

-¿Nos vamos? –. -Vámonos-. Respondiste. Afuera del lugar había una fila de taxis, uno de los cuales nos llevó al hotel. Nos besamos por todo el camino como dos enamorados y nos seguimos besando al entrar a la habitación. Aunque parezca anticlimático –no lo es-, en honor a la verdad debo decir que nos interrumpimos, porque ella necesitaba entrar al baño. Mientras me fui despojando de la ropa.

La esperé sentado en la sala de la habitación. Ella salió del baño y, con lento paso, flexible y grácil, como felina al acecho, se acercó a mí. Admiré tu porte y la fineza de tu cara. Mi fijé en la elegancia del tobillo, la sutil curva del empeine, la delicada línea de la pantorrilla y te deseé con mayor fuerza y con la certeza de que estaba a minutos de hacerte mía. Te sentaste y tomaste un trago del tequila que me había servido. Lo que yo tomé fue tu mano, besé tus dedos, tus manos... tus brazos, tu cuello… me estaba perdiendo en el foso más sublime del placer que es tu cuerpo.

Te levantaste para ponerte junto a mi, mi cabeza a la altura de tu estómago, tus voluptuosas piernas entre mis rodillas. Una de mis manos buscó la posición natural que se le ofrecía, acariciando las nalgas, sintiéndolas por primera vez en la larga noche, aún sobre tu pequeño short, mientras la otra seguía subiendo para tocarte por debajo de la blusa esos turgentes senos. No tenía prisa. Recorrí lentamente la curva de tu pantorrilla con las yemas de mis dedos y, más lentamente aún, fui subiendo por el muslo, apreciando la textura, su consistencia, su calor. Te fui desnudando con lentitud para saborear con arte cada uno de los espacios que ofrecía tu cuerpo, no cambiamos de postura y con ello la pasión crecía cada vez más. Sería largo, muy largo de contar, cómo descubrí tu estómago y exploré con la lengua tu ombligo; liberé tus senos de la opresión de tu blusa. Cayó también al suelo tu short, y pude ver esa hermosa tanga que apenas cubría tu maravilloso monte de Venus. Sápida a azúcar y sal, plena de saúco, dulce como la miel, firme como el ardor, eras la mujer de la noche. Carne justa y generosa, mezcla precisa de sangres y sabores, mujer de puerto, mujer de fuego.

Te levanté en vilo, hacia la cama, para hacerte mía, para hacerme tuyo, siempre, para siempre, para la eternidad de esa noche, ya de madrugada... Y después, para qué mas detalles Ya sabéis: copas, risas, excesos... ¿cómo pueden caber tantos besos en una canción? Mujer sabia, luego de tres asaltos, en los que me porté dignamente, exigiste dormir en tu cama, a la que te llevé. Cuánto hubiera dado por retenerte aún más y dormir estrechándote contra mi cuerpo, pero insististe en volver a tu casa y no hubo modo. Cuatro de la mañana, en la puerta de mi habitación, vestido, eufórico y feliz... había que bajar al lobby para buscar una cerveza, buscar algo que me permitiera no extrañarte, buscar algo más que me permitiera guardar para siempre en la memoria el diamante encontrado esa noche. Guardarte para siempre conmigo Eliza.