Con el ruido de las sirenas como fondo

Y luego de tantos años, le confesé mi amor.

Julio siempre había sido un hombre calmado, pacífico, pero esa noche perdió los estribos. No se si llegó a casa más temprano de lo acostumbrado o es que a mí se me fue el tiempo recordando. Me encontró sentado en la sala, con la fotografía de Fabián en las piernas y la mente distraída en el pasado. Estaba tan sumergido en los viejos tiempos, esos que aunque no mejores se habían negado a marcharse, que no me percaté de su presencia hasta que de un manotazo mandó al suelo el retrato.

Levanté la cabeza y me topé con su mirada, llena de rabia como nunca antes. Me asusté un poco, pero no por esa furia reflejada en sus ojos sino por el motivo que la provocaba, razón que aquella noche estaba equivocada. Me puse de pie para explicarle, pero él me regresó al sofá de un puñetazo en la nariz, uno en el que descargó todos esos resentimientos que se acumularon con el paso de los años, por mi indiferencia, por su dolor al verme no olvidar. En varias ocasiones le había pedido que me pegara y siempre se negó. Él no iba con la idea de que el dolor físico puede ser tan excitante como la ternura, como una suave caricia. Nunca se atrevió siquiera a levantarme la mano. Nunca hasta esa noche. Por vez primera sentí el coraje de sus nudillos estrellarse contra mi rostro y el golpe me lastimó más de lo que yo creí, pero no en la superficie. Me caló adentro, hasta muy hondo, tan hondo que por poco no salgo de ese abismo, del de la culpa, del de saberme merecedor a su castigo, del de estar seguro que él era quien más sufría en aquel momento.

Luego de unos segundos que me parecieron eternos, pues durante ellos conté todas y cada una de las veces que aquella escena había sido representada, no con el golpe pero sí con el dolor, volví a mirarlo. Un hilillo de sangre escurría por mi fosa nasal derecha y uno de lágrimas por cada mejilla. Por un instante el color de sus ojos volvió a ser azul amor, pero sólo por un instante. Estoy seguro de que por su cabeza cruzó la idea de limpiar mi cara y pedirle perdón a mi alma, más, concentrándose en el punto de que me había sorprendido contemplando la fotografía de Fabián por enésima vez, logró contenerse y ocultar su arrepentimiento debajo de su rabia, con la que volvió a dispararme una y otra vez hasta dejar la marca de sus puños por todo mi cuerpo.

No opuse resistencia alguna. Como si fuera un muñeco recibí todos sus golpes, los cuales incluso dejé de sentir. La tormenta que me sacudía por dentro era tan fuerte, que no dejaba a mis sentidos ocuparse de la superficie. No me quejé ni imploré piedad. Me limité a llorar bajito y a esperar a que todos esos años de amor no correspondido terminaran de cubrirme con su amargura, esa que yo mismo había provocado, esa que yo mismo había alimentado al responder con una vacía sonrisa a sus "te quiero" y sus "te amo". Aguanté su desahogó hasta que finalmente, no por ganas sino por falta ya de fuerzas, paró.

Quise levantarme y decirle las verdaderas razones por las que miraba esa foto que él tanto odiaba, pero no pude. Las piernas no me respondieron. Intenté entonces hablar desde la posición en que me encontraba, tirado entre el suelo y el sillón, pero mi boca estaba inundada de sangre y lo único que conseguí fue escupirla. Él se fue rumbo a la recámara sin prestarme más atención y una impotencia enorme me invadió. Fue cuando comprendí lo que él debió haber sentido cada vez que se pensaba no querido, cada noche que, mientras me hacía el amor, me imaginaba imaginándome que no era él quien estaba a mi lado sino el otro, ese de quien desde un principio supo su existencia, esa que poco a poco ya no pudo soportar. Fue cuando entendí que en verdad lo amaba, pero que tal vez ya era demasiado tarde.

Sin poder moverme, sin poder ponerme en pie, lo miré marcharse del departamento con una maleta. Quise gritarle "no te vayas", "no me abandones", pero la sangre, los mocos y las lágrimas apenas y me permitían el respirar. Lo observé salir de mi vida sin yo hacer nada para impedirlo. Lo observé cruzar la puerta por última vez. A nuestra cama, a dormir yo entre sus brazos… nunca regresó.


Habían pasado ya dos años desde que Fabián, argumentando que las cosas ya no eran lo mismo, le había puesto fin a nuestra relación, cuando, por primera vez, Julio y yo tuvimos sexo.

Trabajábamos juntos en el área administrativa de una transnacional, a la que había entrado luego de finalmente rendirme en mi intento de ser escritor en un país donde la gente poco o nada lee. Muy a mi pesar, pero con el agradecimiento de mi estómago, harto de probar nada más tortillas y chile, obtuve el puesto a pesar de la que yo consideré mi peor entrevista. Y no es que no lo haya sido, en verdad que mis respuestas y actitud fueron todo menos adecuadas, pero, para fortuna de mis tripas, fue el mismo Julio quien me interrogó y, obedeciendo más a sus hormonas que al sentido común, después me contrató. Al principio pensé que estaba loco, pero con el volar de los días me di cuenta de sus verdaderas intenciones al haberme dado el empleo.

Una tarde como cualquier otra, salimos a comer a una fonda cercana a la empresa. Desde mi primer día de trabajo, sin yo entender el porque él prefería estar conmigo que con sus otros compañeros, a quienes obviamente conocía más, habíamos hecho lo mismo, pero en esa ocasión nuestra rutina cambió un poco que en verdad fue mucho. Ordenamos lo de siempre, comimos sin prácticamente decir palabra y, después de pagar, entramos al baño a lavarnos las manos. Fue cuando coloqué mis dedos debajo del chorro de agua, que sucedió ese cambio. Él se paró detrás de mí y yo lo miré por el espejo tan sólo un segundo, pues antes de que memorizara siquiera su gesto, me tomó por la cintura, me dio media vuelta y me besó, así: de una forma tan inesperada que no tuve tiempo de rechazarlo.

No se porque correspondí a ese beso si él era todo lo que físicamente me desagradaba en un hombre: rubio, de ojos azules y cuerpo de gimnasio. No me gustaba y mucho menos sentía algo por él que no fuera compañerismo o agradecimiento por haberme contratado, pero abrí mi boca a su lengua y le permití masajear la mía.

Cuando nos separamos yo me quedé paralizado y él se limitó a sonreír, de oreja a oreja, como si se le hubiera cumplido un sueño. Salimos del restaurante y regresamos a la fábrica, sin decir aún nada, sin siquiera cruzar nuestras miradas. Yo seguía confundido por lo que había ocurrido y él, al ver la duda en mi cara, parecía haberse arrepentido.

Las horas siguientes fueron realmente pesadas, ambos estábamos sumamente tensos y poco avanzamos en nuestros deberes. Tuvimos que quedarnos tiempo extra para terminar los pendientes. Fue entonces, cuando estuvimos solos, que se decidió a hablar.

Me gustas. – Exclamó de manera repentina.

¿Qué? – Le pregunté, fingiendo no haberlo escuchado.

Que me gustas, y mucho. Fue por eso que te besé. Fue por eso que no pude resistir más la tentación que significa tenerte cerca de mí todos los días. Desde aquel día que te entreviste no he dejado de pensar en ti. – Me confesó, esperando obtener alguna respuesta de mi parte.

Yo… no siento lo mismo. Perdóname, pero es la verdad. – Le dije.

Entonces, ¿por qué correspondiste a mi beso? ¿Por qué si no te gusto? – Me cuestionó un tanto alterado.

Porque… no se porque, simplemente lo hice. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. – Me excusé, levantándome de mi asiento y caminando hacia la salida de la oficina.

¿Adónde vas? – Preguntó, al mismo tiempo que me tomaba del brazo.

A mi casa, ya terminé todo lo que tenía que hacer. Por favor, suéltame. – Le pedí.

Eso no es verdad. Aún te falta algo. – Aseguró.

¿Ah si? ¿Qué? – Lo cuestioné, mirándolo fijamente a los ojos.

Esto. – Dijo antes de volver a besarme.

Cuando sentí sus labios pegarse a los míos por segunda vez, hice exactamente lo mismo que la primera: dejarle el paso libre a su lengua, que comenzó a jugar con la mía, excitándome sin yo quererlo, haciendo reaccionar a mis manos sin yo desearlo.

Era como si no fuera yo al que Julio abrazaba, como si fueran esas ganas contenidas durante tanto tiempo y ese esperar a Fabián los que actuaran en mi lugar, buscando venganza contra no se quién y sabrá Dios porque. En mi mente revoloteaban miles de dudas, pero mis músculos estaban decididos: a moverse en contra de mi voluntad, a recorrer aquel cuerpo perfecto, a arrancar los botones de sus prendas hasta llegar a su miembro y engullirlo entero, para luego darle la espalda y dejarlo entrar en mi cuerpo y en mi vida, pero no en mi corazón, pues mientras mi piel gozaba con cada una de las embestidas, éste me reprochaba el disfrutar, éste me reclamaba mi debilidad, el ya no resistir el solo estar.

Los minutos pasaron y él siguió en mi interior moviéndose, arrebatándome sonidos de placer y de locura, recordándome a alguien más y despertando la amargura, esa que años después estallaría contra mi rostro, esa que luego de tanto esperar y no obtener terminaría por cansarlo, terminaría de mí alejándolo, pidiendo yo el estar como aquella vez primera: abrazados después de la fatiga, sudorosos y oliendo a sexo.

Los minutos pasaron y quedamos ahí: en la oficina tendidos. Nuestros cuerpos sobre el piso derramados, él aún muy dentro mío y yo soñando con haberme venido, con que fuera otro, ese que desde hace tanto ya no estaba, quien lo hubiera conseguido. Sus brazos rodeaban mi pecho y mis nalgas rozaban su pubis. Su respiración acariciaba mi nuca y mi indiferencia fingía disfrutarlo, simulaba no estarse reclamando el haber llegado hasta ese punto, ya de difícil retorno.

Hice el intento por levantarme, pero él me detuvo. Me apretó fuerte contra su cuerpo y me pidió que no me fuera. Me suplicó que le hiciera el amor y yo, al ver la ternura en sus ojos y el cariño en sus labios, no me atreví a decirle que eso era imposible, que yo no lo quería y mucho menos sabía porque me había dejado arrastrar por mis bajos instintos, esos que creía reprimidos, esos que para molestarme me jugaban chueco.

Cambiamos de posición, él me dio la espalda, luego algo más y yo poco negado. Derramé esos meses de abstinencia en sus intestinos, pensando él que era algo más que eso, estando él equivocado y yo sintiéndome un desgraciado, uno satisfecho.

Te quiero. – Me dijo antes de besarme por última vez esa noche, a las puertas de mi casa.

Hasta mañana. – Me despedí, sonriendo falsamente.

A partir de entonces nuestros encuentros se fueron multiplicando, en número para mí y en importancia para él. Julio quiso muchas veces ponerle título a la relación, pero de una u otra forma fui logrando posponer ese momento, a sabiendas de lo incómodo que resultaría. Más nada es para siempre y llegó el día en que ya no pude evitarlo. Me pidió que me mudara con él y yo, sorprendiéndome incluso a mí mismo, lo hice, no sin antes enterarlo de mi situación: de mi viejo amor, de mi no olvidar y de nada prometer. Así empezamos a vivir juntos: él perdiendo poco a poco la paciencia, llenándose día con día de resentimientos, y yo queriendo aprender a verlo como algo más que un trozo de carne o una compañía para esas noches de depresión. Así comenzamos a amanecer en la misma cama: él cada vez menos feliz de ver mi cara, y yo pidiéndole a la vida que la suya fuera de otro. Así dio inicio lo que una noche trágica habría de terminar: él resignado a no obtener de mí amor, cansado de luchar contra la sombra de alguien que no ve, y yo negándome a dejarlo entrar, deseándolo hacer cuando ya no hay oportunidad.


En cuanto mis piernas reaccionaron salí del departamento en busca de Julio. Habían pasado ya cerca de veinte minutos, pero tenía la esperanza de encontrarlo en el lugar en el que se refugiaba cuando estaba triste o deprimido. Con mucha dificultad y a paso lento, caminé hasta el parque donde, según lo que me había platicado, jugaba cuando niño y, efectivamente, ahí estaba: sentado en una banca y con la cabeza hundida entre las piernas, en clara señal de estar llorando.

Me le acerqué tratando de hacer el menor ruido posible. No quería que al descubrir mi presencia saliera corriendo, pues de hacerlo y en el estado en el que me encontraba, no podría darle alcance. Afortunadamente no me sintió hasta que me senté a su lado. Entonces me miró y volvió a golpearme, ya no con sus puños sino con sus ojos, con el coraje y la furia que pensé ya no reflejarían.

Que bueno que te encontré. Necesito decirte algo. – Exclamé con una alegría exagerada, intentando contagiarlo.

¿Qué quieres decirme? ¿Qué no me amas? ¿Qué sigues queriendo a ese idiota a pesar de todo lo que he hecho para ganarme tu cariño? – Me preguntó, tratando de contener el llanto.

No, no es eso. Lo que quiero decirte es que… - Quise explicarle, pero él me interrumpió.

Cállate, por favor. No quiero escuchar una palabra más de ti. Estoy cansado de tus excusas, de tus estupideces. He llegado a mi límite, no puedo seguir más con éste juego, porque eso es lo que ha sido para ti: un simple juego, una farsa. Ahórrate tus explicaciones, no las necesito. Ya no. – Afirmó antes de levantarse y alejarse a toda prisa, olvidando su maleta.

Espera. Julio, por favor no te vayas. Yo te… - No pude seguir hablando, el mundo se me vino encima.

El cuerpo de Julio salió volando por los aires y, luego de alcanzar una altura aproximada de cinco metros, se estrelló contra el pavimento. La excesiva velocidad a la que transitaba el automóvil y su imprudencia al cruzar la calle, se combinaron para producir el accidente. Sin asimilar muy bien lo que acababa de ver y como si el dolor físico hubiera escapado de mi cuerpo, corrí hasta donde se encontraba tendido el cuerpo del hombre al que amaba. Me arrodillé a su lado y recargué su cabeza en mi brazo. La sangre brotaba de sus orejas, nariz y boca. Su vista estaba medio perdida. Mi corazón destrozado.

E… e… - Intentó decir mi nombre, pero le resultaba sumamente complicado.

No hables, no hagas esfuerzos. – Le rogué.

¿Me… me… me a… me amas? – Me preguntó y comencé a llorar, al ver que ni en sus últimos minutos perdía la esperanza, al darme cuenta de que, incluso en su lecho de muerte, lo único que pedía era que yo, indigno de su amor, le correspondiera.

Claro que te amo. Es lo que trataba de decirte. Si me encontraste viendo la fotografía de Fabián, fue porque iba a romperla, porque ya no la necesito, porque ya no lo quiero. A quien quiero es a ti. No puedes irte ahora que finalmente lo sé. – Le imploré.

Bésame. – Me pidió y así lo hice.

Nuestros labios se juntaron y Julio empezó a llorar al igual que yo. Cuando derramó diez lágrimas su beso fue perdiendo fuerza. Para las cincuenta dejó de mover su lengua y para las cien… su corazón se detuvo. Murió entre ruidos de sirenas y miradas de testigos, en mis brazos y yo finalmente amándolo. Murió dejándome con éste corazón que al fin latía por él, llevándose unos recuerdos y olvidando otros. Murió esperando volver a encontrarnos en la otra vida, y yo… deseando que pronto llegue ese momento.