Con el padre de mi novio Carlos
Sentí una complicidad con él que nunca había sentido con Carlos, quizá el secreto y la traición unen más que nada; dos almas gemelas, dos almas ardientes que no querían verse atrapadas en las convenciones formales: nuera y suegro anhelándose de por vida sin jamás consumar. Yo no quería eso.
DESCUBRIENDO A MIFUTURO SUEGRO
Sonó el interfono. Bajé corriendo las escaleras con mi bolsa de viaje. Carlos esperaba sacudiendo las alfombrillas junto al coche, su más preciada posesión y con la que yo debería competir el resto de mi vida. Él decía que era una herramienta imprescindible -cierto pues era comercial- pero sé que había más amor que convención entre ellos. Nos besamos; yo, apasionadamente, intentando violar su boca con mi lengua.
-¿Qué te pasa? -parecía aturdido
-Te echaba en falta... ¿Tú no?
-Claro, cómo no...
-No tanto como yo, seguro.
Sus padres me habían invitado a su casa de la playa. Llevábamos saliendo un tiempo razonable y consideraron que era el momento de conocernos. A todos les pareció una idea genial, incluso a los míos que ya conocían a Carlos desde fecha reciente y se morían por sus huesos, básicamente porque era el primer tipo con el que salía en serio.
Guapete y simpático, trabajaba para una empresa farmacéutica. Un bombón para cualquier suegra y un rival más que aceptable para un suegro. Yo era más loca que él, vaga en los estudios y pedía a gritos que alguien me ayudara a sentar cabeza.
Hubiese preferido una cena en el algún restaurante como el Pinot Noir, snob y pijotero dónde no pondría a nadie en evidencia -mi especialidad-, con camareros y sommeliers revoloteando sobre platos enormes y raciones diminutas con las que era imposible ponerse grosera mojando pan; y copas tan finas y largas que te invitaban a ponerte el vino en colirio y no a sorberlo impúdicamente. Dos días a pensión completa en casa de los futuros suegros me parecía excesivo, pero no quería decepcionar a nadie. Me esforzaría.
Eran los últimos días de vacaciones coincidentes para los cuatro pero laborables en la zona. Estábamos a finales de agosto, con un tiempo precioso y un brisa que mantenía a raya el calor. Estaba mimosa con Carlos; detenidos en los semáforos, le acariciaba la nuca y él se retorcía de placer como un gato consentido.
No sé por qué lo imaginé ya maduro, y la verdad es que no me desagradó la idea. Carlos tenía las facciones grandes y marcadas, y a los tipos así los años les sientan como a los buenos caldos. «Cuando tenga esa edad estará en su punto, yo seré una menopáusica fondona y sus ojos se irán tras las jovencitas de culos prietos que no le harán asco ninguno», pensé. Me resigné ante el cruel destino. La ciudad quedó atrás, ya no se veía el mar y circulábamos entre bosques de pinos piñoneros achaparrados como setas gigantes...
-¿Dijiste "La casa de la playa", no?
-¿Y?
-Pues eso. Que vamos en dirección contraria.
-No exactamente. Circulamos en paralelo. La llamamos "La casa de la playa", aunque esté a unos tres kilómetros del mar... ¿Ocurre algo?
-Sólo que estoy un poco nerviosa -contesté con una respiración larga y profunda, contrariada por la confusión.
Él me apretó la mano, gesto que agradecí.
Llegamos a la casita en cuestión. Todo el nerviosismo contenido afloraba y el estómago se me anudó con un amago de náusea. ¿Les caería bien? ¿Iba vestida muy pendón? Quizás sí, pero era verano y no iba a vestirme como una monja. En el jardín, hileras de enanos de cemento alineados cual guerreros de Xian dieron conformidad a mi indumentaria. La casa era sencilla pero cuidada y le hice los correspondientes cumplidos a su madre que nos recibió atenta y que, entre besos, nos mandó sentar en el jardín.
Cuando la buena mujer servía limonada apareció su padre. Subido a unas enormes botas pringadas de estiércol y enfundado en un peto vaquero sin camiseta, parecía un jardinero en su momento de descanso. Mostraba su rotundez morena, su vello pectoral entreverado de canas y sudor, y su gorra de visera escondiendo vete a saber que deliciosos desastres capilares. Unos tiernos y paternales besos arrastraron sus feromonas a mis mejillas.
Era tal como había imaginado a Carlos en el coche mientras fantaseaba con su madurez. Una clonación en la cuarentena, saludablemente curtida al sol y al aire: menos pelo en las sienes y más canoso, alguna arruga en la frente que sugería carácter y una mandíbula ancha que indicaba viril determinación. Y algo de lo que carecía Carlos y que -supuse- jamás tendría: una mirada directa con un brillo intenso y malicioso que obligaba a desviar la propia. Por si fuera poco, hablaba con una voz ronca y cálida que me recordaba a la de un actor de doblaje, una de esas voces familiares que identificamos con alguna película cuyo título olvidamos.
Tras sentarnos de nuevo, sus carnosos labios ciñeron el borde del vaso y bombeó el líquido con su poderosa nuez. Así se mantuvo hasta que el hielo tintineó en el fondo vacío y entonces lo dejó groseramente sobre la mesa, no porque esa fuera su intención -interpreté-, sino porque su robustez le impedía mostrarse de otra forma.
Yo creía que lo hacía de forma más delicada, y me hubiese mantenido en esa falsa creencia si un codazo de Carlos no me advirtiera que sorbía como una condenada grosera, absorta en la contemplación de su progenitor.
Mi humor cambió en la medida que me acomodé a mi nueva familia, tan acogedora; y el entorno me pareció muy agradable de no haber sido por la nube de mosquitos que nos ceñía, la promesa de compartir por vía intravenosa tanta hermosura. Al rato, su madre nos avisó de que la mesa ya estaba dispuesta.
En ningún momento me sentí cohibida y la cena transcurrió agradablemente entre el chisporroteo azulado del mosquitero eléctrico y los no menos letales chascarrillos de mi futuro suegro que en sus labios sonaron como las más finas ocurrencias.
Hacía lo mismo que mi padre cuando llevaba a mis amigas a comer quizá por eso me sentí como en casa. Sacar pecho, mostrarse ocurrente. «Miradme, estoy aquí: soy el macho alfa». Me pareció encantador, tierno e infantil. «Hombres», habría dicho mamá. Tras la cena, su padre descorchó el vino dulce que les había traído y con él brindamos.
-Aquí os dejamos tortolitos... Sed buenos... -se despidieron los dos casi a coro con toda la intención (la buena y la mala) tras un rato de tertulia.
-Buenas noches. Hasta mañana, papás -contestamos coreando también.
Tras unos viscerales arrumacos y acunados por la estridencia de los grillos, los tortolitos tomaron el mismo camino en busca de sus nidos que el buen hacer de mamá había dispuesto en habitaciones individuales pero adyacentes, con las camas separadas por un frágil tabique que nos permitiría estar atentos a los suspiros y requerimientos del otro en cualquier momento.
La imagen de su padre me acosaba y no entendía el porqué. No podía sustraerme a ella, a su pensamiento y a esa lógica: Ese hombre que bebía como un camello, comía como un lobo y miraba como un tigre..., cómo debía... HA-CER--E-SO, dios mío... Ciertamente no lo imaginé ronroneando como un tortolito, mi fantasía se desbocó y me estremecí excitada.
Ya en la habitación, cortada por encontrarme en casa ajena y tan cerca del garito matrimonial de sus dueños, me resistí a los requerimientos de mi novio.
-¿Y eso? -preguntó él, sorprendido, pues nunca me había mostrado así; es más, sabía que me excitaba mucho hacerlo en lugares donde existiera una mínima posibilidad de que nos pillaran.
-Ay, Carlos..., no sé... Me ha dado una especie de jet-lag ... como si mi cuerpo necesitara adaptarse a ese nuevo entorno y, la verdad, con tus padres al otro lado del tabique me da un poco de corte. Ya sabes lo escandalosa que me pongo... ¿No te importa, verdad, cielo? Mañana, fijo que se me ha pasado...
-¿ Jet-lag a treinta kilómetros y en coche...? jajajajajajaja..., no dejas de sorprenderme -replicó mientras enterraba una mano en mi coño que ya respondía húmedo.
-No, Carlos, por favor. Ya está bien -contesté apartándolo de mí.
Pero Carlos no cedió ante una excusa tan burda y, tras cerrar la puerta con el pie, me tumbó sobre la cama para violar, sino mi cuerpo, mis ropas que se resistían entre sus manos crispadas por el deseo de poseerme.
Gemí vencida, no por él sino por mi propia calentura. Realmente necesitaba en mí todo su vigor. Al fin y al cabo nos lo habían puesto muy fácil. ¿Quizá era una trampa para medir nuestro autocontrol? Pues lo llevaban claro. Poco encontrarían.
Me dispuse a darle a Carlos lo que se estaba ganando merecidamente. Su lengua volteando en el paladar era como una llave girando en la cerradura de una puerta, y la puerta de la lujuria se abrió de par en par para albergar todo aquello que quisiera meterme. Se desvistió al completo, su verga dura y potente señalándome acusadora como si yo fuera la causa de su estado. ¿Lo era?
Agité mis tetas para calentarlo más si ello fuera posible, le saqué la lengua, me relamí -sabía que eso le ponía como un caballo desbocado-. Mis pezones lo apuntaban y Carlos se derretía mirándolos, hasta que se tumbó sobre mí, los atrapó con sus dientes y tiró de ellos como si fuera a desgarrármelos.
-¡¡Aaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhh... sííííííííí!! -aprobé gustosa.
Sin más protocolos me abrió de piernas y me la hincó hasta el fondo. Fue vigoroso como nunca, bombeó sin piedad, arrancó sollozos gozosamente lastimeros a mi boca mientras me susurraba perrerías que ni me atrevo a escribir... Fue entonces cuando oímos unos chillidos femeninos y agónicos:
-¡¡¡JUAN..., JUAN..., JUAAAAAAAAAAAANNNN... OOOOOOOOOHHHHH QUÉ GUSTOOOOO..., OOOOOOOHHH... SÍÍÍIÍÍIÍÍÍÍÍ... POR FAVOOOOOOOOORRRR... FÓLLAME VIVA..., ASÍÍÍÍÍÍÍÍ... ASÍÍÍÍÍÍÍÍÍ...!!! -eran los aullidos de su madre en la habitación contigua.
La verga de Carlos, clavada en mí, perdía fuelle al mismo ritmo que su cara palidecía. Poniéndome en su lugar, debo entender que oír a tu padre y a tu madre inmersos en un polvo tan salvaje y en situación tan especial no puede dejarte indiferente.
Se esforzó, culeó y yo le apreté los huevos sabiendo que eso le encantaba, pero sus envites se apagaron definitivamente y salió de mí, con su verga convertida en una avergonzada y flácida lombriz terrera.
-Lo siento... -susurró tumbándose a mi lado.
-No pasa nada, Carlos, tranquilo -y le ofrecí mi mano con más duelo que erotismo.
Sobraba decir otra cosa escuchando ese rugido masculino y todopoderoso sofocando al de esa hembra que agonizaba en su orgasmo. Cierto que se me hacía difícil identificar en ella a esa señora modosamente vestida con el jarro de limonada en la mano.
Carlos se fue a su habitación tras darme un tierno beso y yo no le rogué que se quedara aunque lo necesitaba desesperadamente. Si me hubiese pasado la noche conmigo y acunado entre sus brazos, quizás esos ronquidos difusos: los de ese supremo oso follador durmiendo a pierna suelta tras su voluptuoso orgasmo, no hubieran minado mis resistencias tan gravemente como lo hicieron. Pero en esa casa los tabiques parecían de papel y con tan reconfortantes resuellos me adormecí.
EL MACHIHEMBRADO
Me despertaron unos martillazos y por un momento pensé que era la resaca bombeando en mi cabeza -¡pero si apenas había bebido!- sin embargo el sonido cada vez se hizo más audible y real. Me enterré bajo la almohada sin resultado.
Si no podía luchar contra él me aliaría con él. Busqué a Carlos en su habitación pero sólo encontré la cama sin hacer. En la cocina tampoco había nadie. Encontré cereales y me serví un tazón al que añadí leche y un plátano troceado, pero los martillazos seguían mientras devoraba el desayuno. Fui al baño con el tazón y preparé la ducha. Había un espejo de cuerpo entero y me desudé frente a él, para revisar, entre otras cosas, que mi pubis siguiera rasurado y sin puntear pues el bañador era tipo tanga y no me gustaba mostrar la alfombrilla.
No soy muy alta pero tengo buenas curvas y unas tetas que, a pesar de sus dimensiones, desafían la ley de la gravedad sin ningún problema. Suerte y desgracia a la vez, ya que si bien atraigo a los hombres, es difícil convencerlos después de que no me voy a prestar a todo. Y yo estaba entregada a Carlos o, en su falta, a su imagen y mis deditos. Con el pelo aún húmedo, me vestí un albornoz blanco muy corto que apenas me llegaba a la ingle.
Me encanta ir sin bragas, que mi entrepierna sienta el frescor de la brisa, o mis nalgas se estremezcan con el contacto de la losa de un banco en un parque. Sólo tengo que moverme modosita y no subirme a los ascensores transparentes de los centros comerciales para que nadie me vea las entrañas.
Pero allí no había rascacielos y sólo los enanos del jardín gozaban del ángulo de visión adecuado para tamaña desfachatez. Salí a investigar cual era el origen de los martillazos. Por eliminación debía ser el padre de Carlos al que encontré en el garaje. Deslumbrada por la luz exterior, apenas vi su silueta en lo alto de un andamio. Al poco, mi vista se adaptó a la penumbra.
De espaldas a mí, alineaba un listón de madera en el techo junto a otros que ya había clavado anteriormente. Vestía un pantalón corto y unas sandalias, y mostraba sin reparo su robustez morena sembrada de delicioso vello. No pude menos que pensar en los aullidos de su mujer la noche anterior y en las prestaciones que debía tener ese hombre. ¿La tendría igual que su hijo?, ¿más larga?, ¿más gorda?. Os parecerá frívolo pero una se pregunta esas cosas siempre; y quien diga que no lo hace, no me lo creo.
Su pelo y sus axilas goteaban sudor que chorreaba por sus flancos y espalda. Su olor combinado con el de la madera tenía el toque de un perfume muy masculino que me hizo estremecer. Su culo se bamboleaba mostrando la parte superior del tajo convenientemente regado por un chorrito de sudor que descendía hacia el canalillo. Me fascinó ese detalle. Siempre me había dado grima ver esas regateras tan ventiladas en lo alto de un andamio o en los bajos fondos de una zanja en plena calle. Estaba asombrada de mi reacción.
Tenía las piernas muy separadas y, de vez en cuando, cambiaba el peso de una a la otra con un movimiento muy sensual. No penséis en el Ballet Ruso, mejor en un remero de galeras. No sé el tiempo que estuve así, supongo que hasta que soltó el martillo para coger otro listón.
-Buenos días.
-Hola..., buenos días... ¿desde cuando estás aquí? -saludó aparentemente sorprendido.
-Nada -mentí-, acabo de llegar. No encuentro a Carlos..., ¿sabe a dónde fue?
-Acompañó a su madre al mecánico. Su coche debe pasar la ITV (Inspección Técnica de Vehículos) mañana y necesitaba unos arreglos.
Me dio la espalda y siguió hablando enfrascado en el trabajo como un peón por horas o un bricolero fanático. Suspiré. Vaya panorama. Carlos de paseo con su madre y sin haberme dejado una nota siquiera, su padre clavando otro puñetero listón y pasando de mí; y la playa no a un tiro de piedra precisamente.
-¿¡QUIERE QUE LE ECHE UNA MANO !? -chillé a grito pelado haciéndole un pulso al martillo.
-Si quieres... -contestó con expresión divertida tras darse la vuelta-: pásame un machihembrado, entonces.
Mi cultura bricolera se limitaba a una mesita que compré por piezas y que claudicó al primer uso. Cuando vio mi cara de pasmo soltó una carcajada que hizo eco en el garaje y parte del jardín.
-Un machihembrado es una madera igual a esas -y me mostró los listones que estaban en una esquina.
No sabía que existieran listones con nombres tan eróticos, pero eso no era objeción para no obedecer a mi nuevo jefe. Fui a por uno y se lo di en mano. El andamio no mediría más de metro veinte de alto y él estaba en cuclillas frente a mí. Se veía muy rico en esa postura, con esos hombros tan anchos..., los pectorales marcados tras un profuso vello... y una leve tripita que nada tenía que ver con el descuido ni los malos hábitos sino con la inevitable ley de la gravedad.
El pantaloncillo le tensaba la entrepierna marcando paquete y parte de un testículo de medidas generosas le salía por el borde. O no se había dado cuenta o lo disimulaba muy bien. Me subían los calores y más que me subieron pensando que él lo notaría. Con un supremo esfuerzo intenté neutralizar mi debilidad por los testículos maduros y desabridos capaces de bombear erecciones y desencadenar orgasmos tan placenteros como los oídos la noche anterior. Entonces hizo girar el listón ante mí:
-Mira, fíjate... Aquí encontramos una hendidura: eso es la hembra; y por el otro está la parte saliente: el macho -dijo en el tono que usaría un profesor con su alumna más lerda.
-Entiendo -contesté ante la evidencia mientras observaba como el segundo cojón, envidioso de su colega, asomaba tras la tela para observarme.
-Y ahora vamos a pegar el macho con la hembra... -continuó disciplinado pero imitando con la voz a un conocido presentador de bricolaje televisivo...
-Lo clavó. Igualito a Koldo A. -reí. Era gracioso el hombre.
Sonrió alagado sin dejar de mirarme con ese brillo en los ojos observado el día anterior. Esa mirada iba del machihembrado a mis tetas que se mostraban tras el escote del albornoz.
Tomó un aparatito en forma de pistola de cuya punta salía un líquido blanco y espeso, y lo chorreó a lo largo de la ranura. Parecía caliente pues humeaba, y entonces me dijo que era silicona termofusible o algo así. Se alzó con rapidez, se dio la vuelta y la hincó en la madera macho que ya esperaba en lo alto.
Con el martillo la encajó hasta el fondo y la aseguró con unas cuantas puntas. Macho y hembra hincados para siempre. Qué fácil lo tenía la madera. No sólo estaba fascinada por su persona sino por sus habilidades; alguien capaz de copular con su mujer de forma tan vigorosa por la noche; y, de día, montarse una orgía con unos listones merecía todos mis respetos.
Yo le alcanzaba los machihembrados y, a cada pasada, se recreaba con un repaso a mis tetas, mientras mí preocupación por sus testículos aumentaba. No aparecían tras la tela desde hacía rato y debía conformarme con verlos insinuándose colgados de una verga morcillona que bamboleaba al ritmo de su propietario. Esa incipiente erección parecía indicativo de lo a gusto que se sentía mi futuro suegro con su nuevo empleado. Prueba es que ya intentó ascenderme de categoría al poco rato:
-Qué te parece si lo intentas tú -sugirió.
-¿Como..., el qué...? -contesté embobada como si me propusiera un viaje a Marte-. ¿Probar qué?
-Eso, clavar madera...
-Jajajajaja... ¿está seguro? No me gustaría estropearle el trabajo. No soy muy mañosa.
-¡Qué vas a estropear...! -contestó mientras me tendía una mano para alzarme- Tu encolarás el machihembrado y yo te indicaré.
Tiró de mí y en un periquete ya estaba arriba. Entonces recordé que no llevaba bragas. La vergüenza ascendió a mis mejillas. Podía salir corriendo al son de: «perdone pero me dejé las bragas, ahora vuelvo», o actuar con naturalidad y dejarme llevar por el morbo de la situación. A saber el tiempo que llevaba sin contemplar un coño joven tan de cerca... Visto así como una caritativa acción no parecía tan impúdico.
Tomé un machihembrado y le metí la silicona en la hendidura de forma irregular como es de esperar en un aprendiz, pero él me alentó en todo momento y, cuando alcé mis brazos para clavar el listón en el techo, él me aconsejó desde abajo :
-Ábrete más de piernas, no fueras a caerte.
Le hice caso, espatarrándome para ganar estabilidad.
-¡¡ASÍÍÍÍ... ASÍÍÍÍ...!! -aupó a mis espaldas.
Lo que sentía no era pánico escénico, creo yo, pero si me temblaban las piernas y sudaba profusamente. El albornoz, demasiado tupido para la temperatura reinante se me pegaba al cuerpo. Notaba su mirada clavada en mi culo y pensar en todo el regocijo que podía darle esa visión me provocaba un excitante picor por todo el perineo, desde la vagina hasta el ano. Él animaba como una cheerleader ..., pero el chapoteo que empecé a oír al ratito desmintió que fueran pompones lo que movían sus manos.
-¡¡ASÍÍÍÍ..., ASÍÍÍÍÍ... !! -sibiló entre dientes- aprieta fuerte el machihembrado no fuera a despegarse, así, con los brazos bien arriba.
A esas alturas, mi albornoz había superado la línea de la impudicia y mi culo se mostraba en el límite de la tela a quien quisiera gozarlo visualmente en un radio de diez metros. Tampoco podía soltar la madera, ni para bajar los brazos ni girarme...
-¡¡¡ASÍÍÍÍÍ, NO TE MUEVAS... HASTA QUE YO LO DIGA... NO VAYA A DESPEGARSE... Y A CAERTE ENCIMA…!!! -voceaba con esa voz anhelante de pura paja...
Lo cierto es que la situación era caliente, pues el hombre ya me daba morbo sin más, e imaginarlo pajeándose en mi trasera, con la vista puesta en mi culo y lubricándose por momentos me hacía perder la cabeza de morbo y turbación.
-¡¡¡ASÍÍÍÍÍÍ... ASÍÍÍÍÍÍÍ..., PERO QUÉ BIEN... LO HACES...!!! -ronqueaba mi futuro suegro atragantándose con las babas del placer.
El chapoteo de los jugos eran una evidencia y debía mantenerme en esa postura hasta que se corriera. Cualquier otra opción suponía darme la vuelta, reconocer que la paja no era presunta sino real y que el padre de mi futuro marido se lo hacía en mi culo a las doce horas de conocerme. Por el futuro de la familia, de Carlos y mío: lo que fuera, y yo me esforcé en ello a pesar de que los brazos se me dormían por momentos.
El calor y la tensión destilaban gotas de sudor por mis ingles empapándome la zona genital que ya estaba húmeda por la delicada situación. La entrepierna recogía esos flujos que destilaban piernas abajo...
-¡¡¡AAAAAAAHHHH..., SUPREMO..., SÍÍÍÍÍ...!!! -calificó definitivamente convencido de mi cualidades carpinteras, infinitamente superiores -por sus palabras- a las de cualquier otro aprendiz que hubiese conocido.
Entonces lo noté. Primero en el muslo derecho, después en el pie izquierdo. De haber sido una chica decente me hubiera dado la vuelta para decirle lo cerdo que era y, de paso, hincarle el machihembrado en la cabeza. Pero no. Al contrario: me sentí decepcionada tras soportar un calvario tan duro... Quizá no hubiera apuntado bien o no alcanzado, o creyera inadecuado correrse en el coño de su futura nuera; y así, los furtivos pingajos pudieran pasar por goterones de sudor... Decidí tomármelo como un caballeroso detalle, y tan encantada quedé que no vi caer la silicona fundente desde el machihembrado hasta mis tetas.
Chillé como una loca al sentir la quemadura en el canalillo, pero no atinaba que podía ser hasta que frente a mi vi un hilo fino como de araña, tensado del techo a mis tetas. Solté el machihembrado y empecé a sacudir las manos; yo sí: como una cheerleader.
-¡¡¡NO TE TOQUES!!! -gritó mi futuro suegro acertadamente pues la silicona hubiera pringado mis dedos como lava ardiendo.
Me tomó por la cintura y me bajó del andamio mientras yo le señalaba con el dedo el canalillo entre aspavientos.
Con el apuro no sé en que momento escondería tras la bragueta su chorra pringosa. Lo cierto es que acabé allí, tumbada en el sofá del salón, con mis tetas salidas de madre mostrándose impúdicas con todo su volumen. Mi futuro suegro volvió de la cocina sin resuello y soltó el hielo en un plato decorativo que había en la mesilla. Yo las mantenía separadas y soplaba el canalillo. La silicona ya se había despegado, pero me dolía y no paraba de bufar.
-Lo siento..., lo siento..., lo siento... -suplicaba el hombre mientras me ofrecía un cubito de hielo que yo deslicé entre mis tetas- no debería haberte pedido eso...
-No es culpa suya -contesté sin tener muy claro si con "eso"se refería a la parte laboral o a la parte lúdica del asunto.
Dos rojeces se extendían simétricas, una en cada teta. Los dos soplábamos mirándonos con esa fraternidad que sólo se ve entre extraños en las grandes catástrofes.
-Deberíamos ir a Urgencias, creo que tengo pomada en el botiquín pero no sé si bastaría...
-No..., ni hablar -corté pensando en el lío que se podía montar con las idas y venidas.
No insistió. La idea del hospital le hacía menos gracia que a mí.
-Se lo agradezco pero no merece tanta molestia. Hace cosa de un año me pincharon la antitetánica y de momento parece que el hielo funciona. Aunque mejor vamos a mi habitación o pondremos el sofá perdido de agua.
«Vamos», había dicho. ¿Me traicionó el subconsciente? Subía las escaleras sintiendo su presencia y el tintineo del hielo tras de mí. Empecé a pensar si él, yo, o los dos a la vez habíamos tramando esa situación queriéndolo en el fondo y que todas esas incidencias ninguna relación tuvieran con el azar.
Me ayudó a tumbarme en la cama pues yo tenía las manos ocupadas manteniendo separadas las tetas. Se sentó a mi lado.
-Mantenlas así mientras yo te lo froto.
«Ainnngsss», suspiré mentalmente. Y allí estaba yo, con esas manos enormes deslizando el hielo en mi regatera mientras mis pezones turgían con el frío como dos clavijas. Desvié la mirada, aquello era demasiado.
-¿Estás mejor? -preguntó casi como un susurro.
-Sí, gracias -le contesté- pero ese va a ser nuestro pequeño secreto. ¿No es cierto?
-Mis labios sellados -contestó cómplice.
Cada vez estaba más cerca de mí. Desvié la mirada de nuevo. Su mano frotaba el cubito, pero su aliento acelerado quemaba como el infierno. Inevitablemente sus manos rozaban mi piel y, en un momento dado, soltó el hielo para secarse las manos con la sábana. Sentí la yema de un dedo rozarme la aureola de un pezón y yo gemí en mi boca y en mis pensamientos.
«Carlos, cabrón, ¿por qué me has dejado sola en eso?». Si el ardor de la silicona aún me quemaba en la piel, su dedo lo hacía en mi alma y eso era mucho más peligroso que el fuego más voraz...
Se agachó definitivamente y lo lamió rodeándolo con la lengua. Me estremecí viendo su cabeza inclinada tan cerca y oliendo su pelo empapado en sudor. Lo mordió y yo gemí. Con la otra mano no descuidaba la escaldada regatera empapándola con hielo. Le dio un descanso para llevar la mano al otro pezón que pellizcó hábilmente. Gemía sintiendo como mis ubres sucumbían a sus manos, mientras su boca les propinaba jugosos mordiscos...
-Tu lengua me quema... -susurré.
-Ayer noche te oí -contestó dándose una pausa y con esa mirada cabrona pero tierna en sus ojos...
-Yo también...
Entonces se agachó de nuevo y pasó la lengua entre las tetas. Creí morir. Su saliva era una suave quemazón que nada tenía que ver con el ardor de la quemadura. Me desabrochó el albornoz al completo y mi cuerpo quedó expuesto a su letal mirada y a sus peores intenciones. Sin dejar de sobarme las tetas, deslizó su boca por mi estómago y bajó hasta la ingle. Allí mordisqueó mis hinchados labios hasta que tomó mis piernas, las separó y hundió su cabeza entre mis muslos, y allí se aplicó chupeteando mi recalentada baya, el centro de gravedad de mi placer.
Tantas habilidades tuvieron su efecto mientras doblaba mis piernas y así poderme degustar mejor. Alternaba los lametones con hábiles inserciones con la punta de su carnoso apéndice. Descargas de placer corrieron por mi cuerpo deshaciéndome como esa peligrosa silicona termofusible y, tras tan vigorosos legüetazos, me licué como ella, ardiente, inundando su boca con mis flujos mientras apretaba su cabeza contra mí.
Hubiera deseado dejarlo ahí, considerar que todo había sido un desafortunado accidente y que ya, corridos los dos, podíamos olvidarnos de todo. Pero no sabía cómo parar y creo que él tampoco porque, sin mediar palabra y tras quitarse los pantalones y los calzoncillos, giró sobre si mismo para construir con su cuerpo no un sólido cobertizo para proteger el mío, sino un antro de perdición para corromper mi carne al completo.
Sus brazos y piernas, como poderosas columnas, alentaban mi calentura que ya nada tenía que ver con la febrícula de la herida. Quedó sobre mi cabeza un espléndido panorama:
Los huevos, que en el garaje se habían mostrado tímidos sacando furtivamente sus rojos pellejos tras la tela del pantalón, se mostraban descarados y bien sujetos a la base de esa verga, tortuosa geografía de la carne altiva y predispuesta a hincarse sin reparo. Del glande pringaban las excrecencias del reciente pajote propinado a la salud de mi culo.
Ese paisaje de masculinidad suprema me turbó de tal manera, que me aferré a su cintura como pude pues era más propia de los flancos de un toro que de un humano y alcé la cabeza para chuparle los colgajos que albergué entre paladar y lengua.
Escupí algunos pelos -inconvenientes de la pasión desbocada que no permite cribar el grano de la paja-, me delecté con tan sabrosos caramelos y los chupé voraz, pero al contrario de esos dulces, cuanto más chupaba, más engordaban y más tirantes se mostraban en mi boca. Él, agradecido, no dejó en ningún momento de trabajarme el coño con todos sus argumentos. Y yo no descuidé su vara que agité furiosa, y digo furiosa porque me daba rabia haber gozado tan poco con la que se había propinado el traidor en el garaje a mi salud.
Mi futuro suegro pareaba sus gruñidos de gusto con los míos, augurando una interesante relación familiar con buen entendimiento alternativo. Viendo que sus huevos no aflojarían su carga en mi boca por si solos, opté por el método clásico y los solté, pegándose desconfiados a su verga como gatos a su dueña; y me encaré con ese mango duro y venoso cuya madurez era más propia de los chorizos viejos, duros y curados con la sal y el aire de la sierra, que la de los plátanos, de madurez más aromática aunque frágil y blanda. Lo relamí bien y engullí todo lo que pude sin remilgos.
Se arqueó sibilante como una serpiente golpeada, pero no tuve piedad de él siendo la piedad en el sexo la cualidad menos valorada, y le propiné jugosos lametones, mordisquitos y succiones mantenidas que le aflojaron abundante precum como a una tierna vara de quince años. Aunque quede bien, decir que la albergué toda sería una falacia (:→) pues sus medidas lo hacían imposible si no quería quedarme muda de por vida. Pero si le dio uso de coño a mi boca y dejé que me la follara hasta donde alcanzara a meterme.
Y así estábamos: yo relamiendo y chupando, y él sacando y metiendo; cuando observé esos muslos y brazos, esas supremas columnas estremecerse, y pensé que ese templo de carne se derrumbaría sobre mí como le pasó a Sansón y a los cabrones filisteos.
Aulló con la furia que había mostrado la noche pasada cabalgando a mi futura suegra y el semen inundó mi boca al ritmo de sus gemidos y ronqueras. Chupé y chupé, y, saciada de tragar, la saqué para chorrearlo en mis tetas que lo recibieron como un bálsamo curativo, y sobre las heridas lo extendí con la palma de la mano mientras con la otra apuraba vigorosamente la verga ordeñada.
Desahogado y cumplido, mi futuro suegro volvió a la faena, pues con el gemir y boquear había desatendido mis orificios que lo esperaban anhelantes. Yo, maravillada de la resistencia de tamaño semental, colgué mis piernas de sus hombros enlazados en ese loco 69, mientras sentía penetrados y lamidos mi coño y ano con todos su ardides, labios, dientes, lengua, dedos -incluso creo que su poderosa nariz- para arrancarme un nuevo orgasmo que gocé arqueada y con un gusto supremo pero algo triste, viendo toda esa generosa hombría relamida y vencida sobre mi cabeza..
Fue entonces cuando oímos el chirriar de la verja y el coche de Carlos entrar en el jardín...
SILICONA EN MIS TETAS
Al tiempo que aparcaban el vehículo me despegué de su padre con todo el dolor de mi corazón y el de mis tetas; que aún habiendo recibido sus buenas raciones de hielo, babas y semen terapéutico, notaban las secuelas de la ardiente silicona termofusible en el canalillo.
Hicimos eso que hacen los amantes furtivos, correr como desesperados y esperar a que nada en nuestro entorno delatara nuestras puteriles prácticas. Lo más difícil fue el olor, que en el caso que nos incumbe era de hembra en celo y puro macho corrido. Cierto que nos habíamos confiado demasiado.
Lo alenté a que se largara aunque no hay mucho que insistir a los hombres en esas situaciones y pronto oí esos vigorosos martillazos en el garaje que sugerían paz doméstica y fidelidad a ultranza, todo lo que necesitábamos. Para asegurarme saqué mi mejor perfume, uno de esos que precisan hipoteca y aval para su compra y vacié medio bote en el entorno inmediato. Rociadas las sábanas y mi persona al completo me metí en la cama de nuevo simulando dormir.
Mi novio entró para preguntarme, pero yo le mandé al carajo -el motivo-: por tenerme tan abandonada y le rogué que ni se acercara y que me dejara dormir alegando que me dolía la cabeza. Se largó a purgar la culpa arrastrándose como los reptiles mientras yo me aplicaba en resetear mi vida para levantarme como si nada, ducharme de nuevo y aparecer lo más fresca posible. Me puse el bikini y un pareo encima y salí de nuevo al jardín donde estaban Carlos y su madre tirados en las tumbonas.
-¿Ya has desayunado, bonita? -preguntó su madre.
-Ya es muy tarde, gracias -pero no dije: «mejor espero a la comida», porque me pareció de mala educación.
Lo cierto es que había desayunado y muy bien. Había catado el marisco pero aún quedaba por degustar el mar al completo, por eso me alegré cuando Carlos propuso:
-¿Que os parece un arroz en el chiringuito de la Paca? -equivalente a decir: «vamos a comer a la playa»
La propuesta fue aceptada por unanimidad y al poco nos fuimos a comer. Nos montamos los cuatro en el coche de Carlos y partimos. Hacía un día perfecto la brisa entraba violentamente por la ventanilla. Mi pelo, aún húmedo, se secaba a costa de ondear en los morros de mi futuro suegro sentado en la trasera, mientras yo hacía mechones con él y lo ahuecaba con los dedos para que secara cuanto antes.
Entonces sentí eso tan extraño que me hizo reflexionar: no me sentía culpable de ponerle los cuernos a Carlos, sino de ponérselos a su padre. Mi cabeza me decía que el compromiso era con Carlos; pero su padre, con sus feromonas atormentando mi olfato y sus básicas actitudes de hombre de las cavernas, sacaba lo más primario de mí, la feminidad más arcaica y trasnochada.
Deseé sentir su mano en mi pelo, sus dedos hundiéndose entre mechones y acariciar mi pelo cabelludo... Su mano dura y callosa en mis nalgas, pellizcándolas groseramente mientras me susurraba obscenidades... Me estremecí por pensar cosas tan incorrectas..., pero tan excitantes...
Llegamos al chiringuito de la Paca, pero no había sitio, por lo que nos fuimos al de un tal Lluiset donde juntamos dos mesas de dos. El padre de Carlos llevaba un pantalón corto color crudo y una camisa blanca, con ese toque arrugado que tiene el lino y que, junto a su piel bronceada, le daban un aspecto insuperable.
No podía ver su mirada de lobo tras las gafas pero sabía que se recreaba conmigo, por lo que le dediqué mis mejores poses, mis mejores chupadas de langostino mientras él hacía lo propio con almejas y mejillones; y bebí, sí, pero tras chupetearme los dedos, y entonces tomé el vaso y dejé que el tinte oscuro de la sangría se fundiera en mi boca, ofrecida a la oscuridad ciega de sus gafas. Y pensar que todo eso en el Pinot Noir (el restaurante pijo) me hubiera llevado a la guillotina por marrana...
Tras los cafés nos fuimos a la playa. Alquilamos unas tumbonas en la sombra para echar una siesta y hacer la digestión. En ningún momento me quité el pareo y no fue hasta que Carlos y su madre se fueron hacia el agua, que su padre no pudo interesarse por mí.
-Cómo estás..., ¿te duele?
-Me escuece...
-Tranquila, dicen que cuanto más duele menos profunda es la quemadura.
-Pues qué bien. Mejor haber caído en aceite hirviendo. Lo peor es que si me quito el pareo preguntará por las ronchas, pero si no me lo quito le extrañará igual. Y la verdad, es una quemadura un poco rara de justificar.
-Dile que te quemaste con aceite...
-Sí, claro, dándole la vuelta a la tortilla...
-O que te salió una alergia.
-Ya había pensado en ello...
-Tengo aquí la pomada que te prometí -dijo acercándome un tubo que mostraba su mitad prensada.
Me desabroché el pareo. Abrí el tubo y presioné. Un chorrito espeso y blanco cayó sobre la regatera. Con la yema de los dedos lo pasé por la zona afectada... Vi de refilón como miraba fascinado y se le ponía morcillona aunque de momento no asomaban sus testículos, los espías.
-¿Tu interés es puramente sanitario o vas a pajearte como en el garaje?
-Quiero follarte -dijo ajeno a mi insinuación pero muy seguro, como quien pide lo suyo.
No contesté pero no dejé de sobarme el canalillo. El tubito agonizaba bajo la presión de mis dedos. Rosqué la parte vacía y lo dejé a un lado. Seguí con la manipulación.
-¿Qué dices a ello? -insistió.
¿Qué iba a decirle? Le hubiera dicho que los sitios públicos me ponían a cien, que a su lado me sentía perra en celo, que estaba tan caliente que me hubiera dejado follar en el sitio y delante de todos, que me sentía una cabrona porque él era el padre de mi novio y que el hecho de que él fuera un padre tan villano, al contrario de lo que debía esperarse, aún me ponía más. Pero sólo dije:
-Dentro de un rato me daré un chapuzón y tú verás...
Carlos me hacia señas desde el agua y yo le sonreía y agitaba la mano. Su padre se levantó, fue hacia la orilla y se lanzó vigoroso de cabeza. Me pregunté si tomaría Viagra ocasionalmente o, visto lo visto, habitualmente. Había follado vigorosamente con su mujer la noche anterior, se había pajeado tras mi culo (presuntamente), se había corrido en mi boca no hacía tanto; y quería más...
La madre de Carlos volvió al rato y se tumbó a mi lado. Aún no habíamos tenido ocasión de hablar a solas y se suponía que ese era el objetivo del encuentro, sondearme, averiguar quien era esa extraña chica sin aparente oficio ni beneficio con la que su hijo quería encamarse de por vida y darle un par de nietos como mínimo.
Hablamos de cosas banales -no íbamos a intimar al primer minuto- y yo intenté mostrarme tal y como se esperaba de mí: una cabeza de chorlito pero futura buena nuera, y lo hice protegida tras las gafas de sol para no tener que sostenerle la mirada. Al rato y, tras contestar a las señas de Carlos, me disculpé, me quité el pareo y fui hacia el agua como futura buena esposa.
Carlos me salpicó juguetón. Finalmente tiró de mí para sumergirme. Reí, pateé y me agarré a él como una lapa. Jugamos, unas veces como horcas amaestradas; otras, como leones marinos en celo. Bajo el agua veía las piernas de los bañistas y, entre ellas, sus sexos flotando, jugueteando tras los bañadores y me preguntaba cual de ellos pertenecería a su padre. Con las maniobras, las tetas se habían salido y, finalmente, Carlos advirtió las ronchas y mostró su preocupación:
-Qué te pasó...
-No sé... creo que es alergia. Me puse pomada y parece que está mejorando...
-Joder..., a ver... -insistió.
Le di la espalda para dar unas brazadas dirección mar adentro y llevarme su preocupación conmigo. Me incorporé y advertí que estaba en un punto medio entre la arena de la playa y unas rocas que formaban una especie de espigón natural. Carlos no me había seguido y me sumergí de nuevo, decepcionada. Sólo él podía salvarme, pero ni siquiera era capaz de seguir a su novia herida, no sólo físicamente, sino arponeada por las bajas pasiones. Salí a la superficie a tomar aire. Cuando me disponía a volver, sentí unas manos tirando de mí hacia abajo y una cabeza emergió como la de un salvaje Neptuno, sin tridente ni espuma, pero sí con el bronce de su piel perlado con gotas de agua.
-Jajajajajajaa... ¿Estás loco? -reí entre cabreada y divertida.
-Sí. Por ti -dijo resollando mientras escupía agua.
Mantenía esa obscena mirada y esa sonrisa perversa. Sabía que había estado observándonos cómo jugábamos, se había excitado y ahora quería su ración. Pero yo sabía que él no era como Carlos. Él era un perro viejo e iba al grano.
-Sígueme -me indicó dirigiéndose hacia las rocas.
¿Qué iba a hacer? Mi cabeza decía que no; pero mi cuerpo, que sí. Miré hacia la playa, no estaría a más de treinta metros pero parecía muy lejana. Lo seguí y, al poco, se detuvo. Allí, el fondo permitía hacer pie y descansar. Se sumergió de nuevo y noté sus manos arrastrando el tanga del bañador hacia abajo. Sentí su cabeza pegada a la entrepierna. Su lengua abrió mi raja. Burbujas ascendían a la superficie al ritmo de sus lametones cosquilleándome las tetas a su paso... mmmm...
Sacó la cabeza de nuevo, aspiró varias veces y volvió a sumergirse. Me insertó dos dedos, uno en el ano y el otro en el coño, y no paró de moverlos dulcemente mientras su lengua castigaba mi clítoris... Qué gusto y qué morbo... Emergió de nuevo.
-Vamos a movernos un poco para disimular -sugirió.
Y así lo hicimos. Yo tracé unas volteretas en el agua y me desplacé con unas brazadas. Me siguió. Retomamos donde lo habíamos dejado, más lametones y más inserción con los dedos. A veces sentía su lengua como una anguila buscando refugio, y otras, los dientes de una piraña devorando mi clítoris y mis labios vaginales. Lo hicimos varias veces.
Me abracé las tetas sumergidas en el agua..., con su tibieza ni siquiera sentía el dolor. Las acaricié, primero, suavemente; después con más vigor mientras sentía su furia lamedora. Me corrí convulsa diluyendo mis flujos en el agua... Su cabeza emergió de nuevo..., respiraba sin resuello, pero sonriendo triunfador... Ese hombre era capaz de morir follando si la situación lo requería y no como el memo de su hijo. Sentí su mano estrujarme el coño groseramente y tuve que ahogar un grito... Ascendí arrastrada por mi orgasmo y quede flotando exhausta, tetas fuera y tanga bajado.
-Tómatelo como una paja si quieres -me dijo al oído-, pero mi intención era lavarte bien tus orificios de putilla para mañana. Vendré a follarte a primera hora. Y ahora súbete las bragas que Carlos viene hacia aquí... Ah, y no dejes de ponerte pomada.
No tuve un nuevo orgasmo de milagro..., ¿qué me daba ese cínico cerdo vejador...? cuanto más cabrón se mostraba, más me ponía...
-Le enseñaba donde aprendiste a nadar, ¿recuerdas? -disimuló-. Deberías mostrarte más atento con ella, Carlos. Llevarla a esas calas donde jugabas con tus amigos de pequeño. Os dejo solos, tortolitos.
Era la segunda vez que nos llamaba tortolitos; desde su visión de halcón depredador, lo éramos. Se alejó como un tierno cachorrillo, nadando pausadamente no fuera a darle un infarto.
-Simpático, tu padre.
-Es un tipo fantástico y parece que os lleváis muy bien.
Sofocada por sentimientos tan contradictorios, vergüenza, culpa, placer, rabia, etc, me sumergí y tomé la dirección de la playa.
CARLOS NO ES PARA MÍ
El resto de la tarde fue un pausado retozar en las tumbonas mientras el sol se ponía a nuestras espaldas. Volvimos a la casa justo para tomar una cena ligera e irnos a la cama. Carlos quedó con su madre para llevarla al mecánico el día siguiente, recoger el coche y llevarlo a la ITV y seguidamente nos fuimos a acostar. A las once, se deslizó a mi habitación para preguntar por mi estado de salud, pero estaba claro que sus intenciones eran otras. Me lo saqué de encima alegando que tenía algo de fiebre, posiblemente por culpa de la "erupción alérgica".
La noche fue un retozar imaginario y culpable con ese hombre que me había relamido en el agua, un insomnio placentero que me ponía culo en pompa a pesar de que mis tetas apretadas contra el colchón me escocieran. Encendí la luz y me puse el resto de pomada en el canalillo. Finalmente me dormí boca arriba con las manos separándome las tetas, gozando de su efecto calmante.
Me desperté con la claridad del sol filtrándose entre las persianas. Miré la hora y calculé que Carlos y su madre ya se habrían marchado. «Mi intención era lavarte bien tus orificios de putilla para mañana. Vendré a follarte a primera hora», eran las palabras que resonaban en mi cabeza. Mis orificios de putilla estaban limpios, calientes y anhelantes pero quizás mi futuro suegro no vendría a calmarlos. ¿Y si sólo fuera una machada? Me abracé a la almohada y la deslicé entre las piernas para..., entonces oí pasos en el corredor y la voz de mi futuro suegro:
-¿Puedo?
-Pasa -susurré con el corazón desbocado.
Entró y se sentó en el borde de la cama. Le hice sitio en esa precaria cama individual que apenas daba margen a dos cuerpos, y se tumbó junto a mí. Nos miramos en la penumbra y nos acariciamos evaluando cuanto deseo habría contenido en el silencio. Apartó mis labios con su lengua y me besó como me gusta que me besen, como si ultrajaran mi boca, su apéndice como un remolino gozoso y despiadado.
-¿Y tus tetas?
-Míralas, hay rojez pero ni rastro de ampolla.
-Las apretó suavemente y las dos quedaron unidas, una pegada a la otra
Parece un coñito excitado, rojo como el culo de un mandril. Unas tetas con coño. Qué delicia de mujer -sonrió. Tus tetas como un gigantesco culo con pezones y en el centro, ese precioso coñito.
-Estas loco... jajajajajajaja... eres un enfermo sexual..., a Carlos no...
-¿A Carlos no se le ocurrirían esas cosas, verdad? -interrumpió.
Se me fue la alegría. Cierto. A Carlos le darían asco esas rojeces. Carlos era un encanto, pero un cabeza cuadrada, poco dado a las fantasías de ningún tipo y menos a las sexuales. A los dos años de casado culearía sobre mí una vez por semana para acabar roncando a los dos minutos... Su padre también lo sabía.
Sentí una complicidad con él que nunca había sentido con Carlos, quizá el secreto y la traición unen más que nada; o eramos dos almas gemelas, dos almas ardientes que no querían verse atrapadas en las convenciones formales: nuera y suegro anhelándose de por vida sin jamas tocarse, ¿cuantos habría? ¿Quería yo eso?: No.
-Devórame -gemí.
Las lamió. Mis pezones y ese nuevo coñito recién nacido entre ellas. Escupió el sabor amargo, los residuos de la pomada, pero no cejó hasta babearlo todo, hasta dejar mi carne empapada con su saliva. Mientras, yo había tomado posesión de su verga, de sus cojones traviesos y los pajeaba con vigor...
-Sosiégate o harás que me corra..
No, yo no quería eso. Quería que cumpliera lo prometido, que follara mi coño de putilla.
-Date la vuelta -casi ordenó- no quiero hacerte daño en las tetas.
Se alzó y me dejó sitio. Me arrodillé y puse el culo en pompa, ofrecido a él y a su desmanes. Carlos nunca lo hacía así, las comparaciones son "jodidas", -«odiosas» suena demasiado odioso-, pero no podía evitarlo. Me apretó los muslos, uno contra el otro, como si quisiera que ano y coño dejaran el mínimo espacio posible en su interior, dejándolos como una fina grieta y su verga fuera el clavo que iba a hundirla, quizás astillarla.
Era un hombre de palabra. No hubo babas, ni labios ni lengua. Su verga rajó mi carne sin compasión y hasta el fondo. Sus huevos rozando en mi puerta. Gemí y me arqueé. Él me apartó la cabellera a un lado, y sentí la oreja violada por su lengua con la misma pasión. Su respirar agitado en mi oído, como el rugir de un temporal en el mar, sin pausa ni resuello... mordiendo, tirando del cartílago...
-Ay qué rica... ay sííííííí... mmmm... mi putita rica... -era su jadeo con su carne clavada en la mía, mis piernas temblando entre las suyas y sujetas por ese clavo o se hubieran doblado.
-¡¡OOOOOHHHH... síííííííííííííí!!
La sacó y arremetió de nuevo. Su lengua en el cuello y yo rezando para que lo mordiera como un perro aún sabiendo las delatoras marcas que podía dejarme. Me abrazó con esos brazos de macho supremo que no dejaron resquicio para respirar y empujó de nuevo. Sollocé...
-No rica, no, no llores..., por favor -susurró tierno y cabrón a la vez
Tomó mi mano y la llevó al cabezal, luego tomó la otra e hizo lo mismo, con la ceremonia de un verdugo que sabe de la trascendencia de su trabajo. Y así, amarrada a la madera, arremetió contra mí como deseaba yo y como deseaba él; partiendo mi carne con rabia, sabiendo de mí más que yo misma: que las mujeres como yo sólo gozábamos de esa manera, con ese sexo despiadado que convierte el dolor en el placer más supremo, sintiendo pura masculinidad en su trasera.
-¡¡ASÍ... MÁTAME... ASÍÍÍÍÍÍÍÍ...!! -gemía sintiendo ese cabrón bombear.
Flop... flop... flop... flop... llop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop...
No sé si nunca me había sentido tan llena, tan gozada, tan bien follada. Me dejé llevar arrastrada por esa plenitud y me corrí en un orgasmo largo que el aprovechó para sacarla y hincármela en el ano. Acto traidor que en ese momento de placer extremo me pareció una delicia. Allí me aplicó el mismo tratamiento, sin remilgo ni lubricación previa, sabiendo que mi calentura transformaría cualquier indicio de dolor en gozo. Metió y sacó groseramente y cacheteó mis nalgas y pasó un buen rato partiéndome el ano solo en la entrada, con envites cortos pero violentos a lo que yo, enloquecida, pedía inserción más profunda:
-¡¡PÁRTEME DE UNA VEZ..., SÍÍÍÍÍÍÍ... TODA DENTRO...!! - y así pusiera fin a esa tortura con más tortura.
Me hizo caso y la clavó hasta el fondo. Y como puta bien gozada, me derrumbé en otro pico de placer, cual nave golpeada por la tormenta pero sujeta a esa ancla recia que era esa verga manteniéndome empalada:
-¡¡OOOOOOOOHHHHH SÍÍÍÍÍÍÍÍÍ...!!!! ¡¡¡QUÉ GUSTOOOOOOOOO...!!! ¡¡¡QUÉ GUSTOOOOOOOOO...!!! ¡¡¡QUÉ GUSTOOOOOOOOO...!!!
Me dio la vuelta como a un fardo y me dejó patas arriba para que disfrutara de ese murmurar entre dientes prometiéndonos eso que sólo una zorra como yo y un cabrón como él podían entender. Para gozar de mis ojos que pedían más, y yo de los suyos que prometían más; allí tumbada como víctima en sacrificio. Y más que me dio rompiéndome lo que ya era imposible partir por andar partido y dilatado desde hacía rato: el culo. Gruñó y babeó como un cerdo.
-¡LA QUIERO TODA..., LA QUIERO... DÁMELA TODA! -sollocé egoístamente, sabiendo el esfuerzo que suponía sacármela en ese momento de placer supremo.
Pero lo hizo. La sacó para chorrear el semen en mi cara, en mi boca que desesperadamente intentaba alcanzarlo. Mis tetas lo recibieron en buena parte y en mi regatera lo gocé, caliente. Me corrí de nuevo en mi furia gozosa y sin control y apreté las tetas de tal forma que la quemazón pareció darme gusto.
-¡¡¡OHHHHHH.... OHHHHHHH... SÍÍÍÍÍÍÍÍIÍ...!!! -apuraba su orgasmo- ¡qué gusto verte así, vencida...!
Gruñidos, gemidos acompasándose... Respirar sibilante... Pausas... Silencio...
Saciados nuestros cuerpos, nos tumbamos el uno junto al otro tal y como empezamos. Su verga pringaba, mi ano albergaba su semen, mi coño se había corrido en flujos, y mis tetas...
-Te corriste por las tetas, ¿has visto? -advirtió manoseándomelas-, tu coñito estalló de gusto.
-Cierto. Sentí que mis tetas se corrían literalmente.
Pronto volverían Carlos y su madre pero no queríamos soltarnos. Uno junto al otro, acariciándonos.
-¿Cómo lo hiciste? -pregunté.
-El qué.
-Te pajeaste en el garaje, después aquí... Por la tarde en la playa querías...
-Jajajajajajjaa... ¿me estás llamando viejo? ¿Me viste correrme en el garaje?
-No, pero te oí en mi trasera y luego esos salpicones...
-Bueno, la verdad es que me regocijé contigo. Verte allí en lo alto con tu coñito lubricado y anhelante, admirando lo putita que era la novia de mi hijo. Hubiera podido follarte allí mismo. Pero ¿quién te dice que no simulé? ¿Crees que sólo las mujeres podéis?
-¿Y el semen?
-¿Quién te dice que no fue un pucho de saliva o un poco de agua? ¿Por qué no te diste la vuelta? Tú lo sabes mejor que yo. Estabas muerta de morbo, querías que fuera así, imaginar pajeándome con tu culo y lo deseabas con toda tu alma.
-Cabronazo -me levanté furiosa.
-Yo soy un cabrón y tú una zorra. Nos lo pasamos ricamente y nos hemos hecho un buen favor. Pero no eres para mi hijo y bien lo sabes: lo harías infeliz; y tú, con él...
Me fui al armario y empecé a sacar la ropa, bueno, la verdad es que apenas tenía nada, sólo eran dos días. Quería largarme. Estaba rabiosa. No por lo que decía sino por el hecho de ponerme en evidencia. No podría vivir con un hombre a quien deseara menos que a su padre, evidente, pero era yo quien tenía que decidirlo.
-No le hagas eso a Carlos -dijo tomándome por el brazo, espera a la vuelta. Busca un buen momento.
Forcejeé y él me apretó contra la pared. Rodeó mi cuello con un sensual masaje para liberarme de la tensión y sentí el maxilar aflojarse como si fuera gelatina. Hundió su lengua en mi boca que se inundó de saliva mientras yo le apretaba los huevos; primero con rabia; y luego, suavemente...
-¿Me lo pides por Carlos o por ti? -pregunté en una pausa.
-Te lo pido por él, por mí y por tu coñito que lubrica como un loco -dijo hundiendo su mano en mi raja eternamente agradecida.
Seguimos dándole hasta que Carlos y su madre volvieron, y continuamos a la mínima oportunidad que nos dejaron.
EPÍLOGO
Qué no hace un padre por su hijo. Corté con Carlos muy a pesar suyo, mío, de mis padres, de su madre, de mi tía Berta y de su hija Sandra, mi primita, que estaba fascinada con él; pero con su padre mantuve el brasero; no por nada: tuve que esperar a que la brasa se transformara en ceniza.
Nunca me aclaró si la paja fue simulada o real, la razón me indica lo primero, aunque mi viciosa imaginación quiere creer lo segundo. Abrió una cuenta de correo sólo para mis mensajes y le mandé fotos donde se veía las ampollas que me salieron, tan pareadas y simétricas que realmente parecían los labios de un coñito y estoy segura que se hizo unas cuantas pajas con ellas.