Con el diablo en el cuerpo.
En busca de confesar sus pecados, una sensual pecadora termina en el lugar correcto para superar sus aflicciones.
Con el diablo en el cuerpo.
Ana se sentía cansada, observaba la celebración desde la barra, con la copa de campaña aún sin probar. Estaba harta de todo, de su trabajo, de sus compañeros, de la gente que conocía y de la “fama” que últimamente le acompañaba.
Había logrado el contrato más importante del último año y todos la miraban con nuevos ojos. Incluso, uno de los socios principales del estudio de abogados al que conocía la invitó a una cena con otros socios y directivos. Sin embargo, Ana sólo quería dormir.
- Si supieran que he ganado ese contrato sudando –susurró para ella-. Literalmente sudando.
Aquella última frase le hizo recordar aquella noche junto a Bill, el directivo al que le había terminado sacando la firma para finalizar el contrato. Aquella noche borrosa, llena de imágenes surrealistas y erógenas. Un pensamiento llevó al siguiente y la culpa le hizo sentir el amargo sabor de aquella victoria que se contagió a su primer trago de champaña.
Ana era casada. “Felizmente casada”, decía ella. Pero su forma de actuar dejaba muchas dudas, especialmente el último año. Ella sabía eso y necesitaba parar. Necesitaba salir de ahí y dejar de fingir que todo estaba bien cuando no lo estaba. Su matrimonio estaba en peligro, lo sentía desde hacía semanas. La forma en que la miraba su esposo había cambiado. Sus ojos, que antes sólo mostraban amor y adoración, ahora empezaban a mostrar desprecio y rabia. Él sabía algo y Ana debía remediar la situación antes de perder al único hombre que había amado. Antes de perder lo único que la mantenía cuerda.
Salió del bar a pesar de la insistencia de su jefe y Carolina, su “mejor amiga”. No se iba a dejar engatusar esta vez, necesitaba ir a un lugar de paz y tranquilidad. Requería el sosiego para su mente perturbada y pecadora.
Era temprano, seis de la tarde y el día todavía no se había transformado en noche. No sabía que estaba pensando cuando fue a aquel bar, no era bueno empezar a beber tan temprano. Pero la verdad era que lo hacía, y mucho últimamente. Algo estaba mal. Muy mal.
Se subió a su automóvil y arrancó el motor, no sabía dónde ir o dónde refugiarse. Condujo sin sentido y sin proponérselo llegó a una pulcra iglesia enclavada en un sector de la ciudad donde había vivido con su familia de niña. Habían sido buenos tiempos, tiempos en que todo parecía encajar y las cosas no estaban manchadas como ahora.
Estacionó su lujoso automóvil y caminó indecisa hasta la iglesia.
Sin embargo, avanzó por el pasillo y se sentó en un banco. Observó no más de tres personas rezando a un Cristo de madera tallado con maestría, de tez blanca y hermosas facciones, ojos azules y una corona de espinas de oro que le perlaba la frente con el carmesí de la sangre divina. No recordaba que el lugar fuera tan opulento, pero conociendo a su familia nunca hubieran ido a misa a una iglesia de barrio, donde no sólo se hablara de los pobres, sino se conviviera con ellos.
Espero obtener algo de paz en aquel lugar, pero luego de media hora sólo se sentía entumecida por el frío. Pensaba que quizás era hora de retirarse cuando vio salir a media docena de personas salir por una puerta, entre ellos el cura. Era un hombre alto, fornido y de aspecto bonachón. Su barriga y su barba le daban el aspecto de un papá noe tan típicamente gringo, aunque tenía el cabello castaño salpicado de canas. Mientras despedía a los feligreses el cura la vio, ella lo saludó con una venia y el “hombre santo” respondió con un leve saludo con su cabeza. Luego le dijo algo a una joven rubia y marchó a la salida con el resto de los feligreses.
La rubia se acercó a ella. Era una muchacha de su edad (unos veinticinco años calculó), guapa, de ropa holgada y maneras delicadas. A pesar de las vestimentas pudo apreciar que era una chica de curvas femeninas, con unos ojos celestes enmarcados en el cabello amarillo que destacaban.
Hola –dijo la mujer-. Soy Priscila, coordinadora y catequista de la parroquia.
Hola. Soy Ana –respondió.
¿Vienes a hablar con el padre? –preguntó la rubia-. El padre Patrick está despidiendo al grupo de oración, pero estará disponible pronto ¿Vienes a confesarte, muchacha?
La rubia parroquiana la confundía con las chicas jóvenes que vienen a confesarse a esa edad en que están confundidas entre sus creencias cristianas y el “deseo” que empiezan a sentir sus cuerpos. Siempre la confundían con chicas de entre dieciocho y veinte dos años. Ana tenía aspecto juvenil, era una chica de curvas pronunciadas, bonito rostro de ojos esmeraldas, pómulos altos y labios carnosos. Su cabello trigueño recogido y el traje de dos piezas entallado poco le servían para aparentar más edad y menos para disimular del todo las curvas naturales de su cuerpo. Especialmente el último tiempo, en que Ana luchaba por acentuarlas con elegancia. Sin embargo, tal vez si necesitaba confesarse y contarle a alguien lo poco virtuosa que era como mujer. Había pasado tanto tiempo desde su última confesión.
Si, por eso he venido –dijo Ana-. Necesito confesar mis pecados.
Muy bien –dijo Priscila, con una sonrisa comprensiva-. Sígueme, Ana. Este lugar está helado y supongo que tienes frío. Sólo prendemos los calefactores antes de las misas. El padre ha tenido que ahorrar, incluso acá.
Ok –acordó Ana, más alegre.
Caminaron hasta la misma puerta donde Priscila había salido hace un momento y se adentraron por un pasillo hasta una pequeña salita.
Pensé que me llevaría al confesionario –dijo Ana, confundida al ver el lugar.
Lo hubiera hecho, pero últimamente hay gente, muchachos traviesos, que se escabullía a escuchar los secretos de la gente en el confesionario –se excusó la rubia-. Es por eso que el padre Patrick trae a la gente aquí para las confesiones a esta hora. Para lograr más intimidad y que el secreto permanezca en los oídos de dios y en su intermediario, el padre Patrick.
¡Ah! Entonces, muy bien –respondió Ana.
La hermosa abogada no quería que sus oscuros secretos fueran a parar a oídos de un niñato. Ana se acomodó en un sillón y repasó el lugar con la mirada. Una puerta en un extremo, un pequeño comedor, un librero, otra mesita y tres sillones eran todo en el lugar. Que sumaba como adornos cruces y pequeños cuadros religiosos.
¿Deseas un té o un café irlandés? –preguntó la rubia muchacha.
¿irlandés? –preguntó Ana.
Con un “engañito” –Priscila esbozó una sonrisa pícara-. Ya sabes, para el frío.
No lo sé… –empezaba a decir la abogada, pero fue interrumpida por Priscila.
No sólo es bueno para el frío. También ayuda a soltarnos para la confesión, especialmente cuando es difícil hablar del tema. Te lo aseguro –aconsejó la rubia de ojos celestes-. Además, yo también te acompañaré con uno ¿ok?
Está bien… un café irlandés entonces –pidió Ana.
El café irlandés estaba fuerte, tenía más whisky de lo Ana hubiera esperado, pero le calentó el estómago y el cuerpo. Además, Priscila bebió del suyo como si nada. Conversaron mientras probaban sorbos de la bebida caliente, Ana le contó que era abogada y casada, Priscila le dijo que trabajaba medio día como secretaria y el resto del día se dedicaba a sus dos hijos y a la iglesia. También era casada. Ambas, tomaron buena nota de las curvas de la otra. Era extraño ver a dos chicas tan guapas en aquel lugar de la parroquia.
- El padre Patrick necesita de mi ayuda para ciertas labores –dijo con una sonrisa enigmática la rubia parroquiana-. Así que ayudo en lo que puedo, en la catequesis y algunos talleres. Dios es caritativo con los hombres. Ha puesto meritos y defectos en nosotros para que aprendamos a lidiar con el mundo. Sin ellos, sólo seríamos animales o “robots”, seres de pura razón.
Ana le sonrió. Algo le dijo que era un discurso prefabricado, como los que ella misma hacía cuando estaba litigando frente a un juez. Sin embargo, la conversación derivó en otros asuntos y olvidó aquellas “piadosas palabras” de “Sor Priscila”. Ana había terminado el café cuando llegó el padre Patrick. Era un hombre grueso, alto, de tez blanca y cabellos negros. Sus ojos negros la examinaron como un pastor examina a una oveja perdida.
- Hola. Soy el padre Patrick –se presentó con acento extranjero. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años-. Tráenos dos cafés irlandeses, Priscila. Por favor. Hace frío.
Yo… -Ana iba a negarse a tomar otro de los fuertes cafés del padre, pero el padre no la dejó y continuó hablando.
He tenido mucho que hacer el día de hoy –continuó-. Siento no haber podido atenderte antes, muchacha. Ahora, dime tu nombre y que te trae a la casa del señor.
Soy la señora Ana Bauman de Moro y soy abogada –dijo todo eso para que al padre le quedara claro que no era ninguna muchacha y que además era casada.
Vaya –dijo el padre, repasando con su vista el cuerpo de Ana. Ana estaba acostumbrada y no se inmutó-. Lo siento mucho. Al verla pensé que era más joven e “inocente” o quizás de esas muchachas precoces que causan estragos en los programas de farándula y televisión.
Ana iba a replicar algo molesta el comentario del cura, sin embargo, Priscila los interrumpió. Sirvió una nueva ronda de café irlandés y se sentó en el sillón de al lado, mientras el padre se sentaba al frente, al lado de una mesita. La abogada no sabía por qué demonios “Sor Priscila” tenía que quedarse en la habitación, pero ahí se quedó, como si fuera de lo más normal. Necesitaba privacidad para su confesión.
- Sabe “Señora” Ana –el cura enfatizó sus palabras mientras probaba unos sorbos de su café con “malicia”-, el verdadero trabajo de gente como yo, luego de dar a conocer la palabra de Dios, es la salvación de las almas. Muchos de mis compañeros sacerdotes no toman en serio este trabajo. Piensan que si alguien les dice sus pecados y ellos lo escuchan, todo quedara arreglado y saneado con un Ave María y dos Padre Nuestros. Pero la verdad es más complicada. Porque para expiar el pecado es necesario que el pecador se muestre tal como es y se arrepienta. Para eso necesita valor y conocerse a sí mismo.
El cura parecía alargarse con las explicaciones, sin embargo, Ana le encontró sentido a las palabras del padre Patrick. Bebió de su café y se dedicó a escucharlo unos minutos.
- Lo ves –continuó el sacerdote-. Ahora dime, vienes por una confesión o he estado hablando demás los últimos minutos.
El cura sonó risueño, salvando las últimas barreras que Ana tenía. Ahora estaba más predispuesta y relajada. La verdad es que el café le sintió muy bien. Cuando le pasó la taza a Priscila, le dio las gracias y se sintió relajada. Especialmente, cuando la rubia se retiró del lugar.
, pensó Ana.
Así es, padre –la boca se le secó. Estaba nerviosa-. Vengo porque he pecado.
Muy bien, muchacha. Te escucho –el sacerdote estaba serio, meditabundo.
He caído en el pecado de la carne –dijo Ana, incapaz de decir algo más.
El cura la miró, confuso.
¿Pecado de la carne? –preguntó-. ¿Qué quiere decir con eso, Señora Ana?
Esto… Yo… Usted sabe… -quiso aclarar sus dichos la hermosa abogada, pero le era imposible seguir adelante.
No, no lo sé –respondió el cura, con aquel acento irlandés.
Ana quería que se la tragara la tierra. Estuvo tentada a salir corriendo del lugar, sin embargo, cuando pensó que no podría soportar un minuto más junto al padre Patrick, éste la sorprendió llamando a Priscila.
- Priscila, Querida. Quiero que le cuentes tu historia a la Señora Ana –pidió el padre-. Ana, te pido que permanezcas en silencio y escuches.
Ana así lo hizo. Estaba agradecida de no tener que hablar en aquel instante.
- ¿Padre, podría beber una copa de su brandy irlandés? –preguntó la rubia catequista, para sorpresa de Ana-. No es fácil contar esta historia a una desconocida.
El rostro de Priscila estaba avergonzado, lleno de pudor.
- Está bien hija. Sé que es duro lo que te exijo –dijo el padre, comprensivo-. Pero lo hacemos por la salvación de una hermana. Sírvete una copa de brandy y aprovecha de traer una copita para Ana y otra para mí.
Servido el licor, Priscila bebió su copa y empezó a contar su historia. De como ella había sido una mujer pecadora, infiel. Como había llegado desesperada a la iglesia, sin poder más con la culpa y la lujuria que a veces la dominaba. Luego de “follar” con su tío político hasta causarle la muerte había llegado a hablar con el padre Patrick. El había logrado encausar su vida, sabiéndose pecadora y así, expiar poco a poco sus pecados.
- Antes tenía al diablo en el cuerpo. Era una hembra folla-hombres, una puta incorregible que me hacía daño a mi misma –terminó diciendo-. Pero aprendí a aceptar mis errores y lo que soy realmente. El padre Patrick me ayudó. Ahora soy una mujer casada, pero me siento libre y en paz conmigo misma. Soy una servidora de esta iglesia.
La dureza de sus palabras, le parecieron escandalosas a Ana. No había eufemismos en su discurso, no hablaba del pecado de la carne, Priscila decía claramente follar.
Ve, Ana –expuso el padre Patrick-. ¿Ha visto cómo Priscila ha expuesto toda su verdad?
Si –contestó Ana, nerviosa de lo que se le iba a pedir.
Ahora, Priscila ha hecho un resumen de lo que fueron varias horas de “dura” confesión –continuó el sacerdote irlandés con su perfecto español a pesar de ser extranjero-. Sin embargo, la crudeza de su relato la liberó ¿Sería Usted capaz de hacer lo mismo?
No lo sé, padre –respondió Ana, insegura-. Supongo que podría hacerlo.
Es por el bien de su mente y su alma –el cura no se rendía-. Notó que estás muy afligida. Estás sufriendo, hija ¿no?
Si, padre… estoy sufriendo –el sollozo salió de la boca de Ana, sin esperárselo.
Ana siempre se había mostrado fuerte, indiferente. Era una mujer que hacía lo que quería, ambiciosa y arribista. Sin embargo, sabía que era el momento de ceder.
En cuanto Priscila se vaya continuaré con mi confesión –dijo.
No –le contestó el padre, sorprendiéndola.
Pero el secreto de confesión, padre. Yo… -empezó a reclamar Ana.
Creo que no es justo que Priscila te haya revelado sus pecados y secretos, que tú hayas escuchado su historia y ella no pueda escuchar la tuya. Priscila se quedará. Es lo justo, muchacha. Además, es una mujer con un alma caritativa, te ayudará a comprender tu propia situación. Doy testimonio de su entrega por los demás.
Pero… -Ana estaba con rabia, a punto de estallar o llorar.
Nada de peros… -cortó la súplica con dureza el cura.
En ese momento de duda de la abogada, Priscila le tomó la mano y con una caricia en el brazo la trató de calmar.
Tranquila –le dijo la bonita rubia-. Estaré a tu lado sólo para apoyarte, no para juzgarte. Sólo Dios puede juzgar, no los hombres.
Gracias –le contestó Ana. La caricia cálida le había calmado.
Se le había escapado una lágrima que Priscila secó con una caricia de sus dedos. La suave caricia en su rostro ganó la simpatía de Ana, que le dejó sentarse en el sillón de al lado.
Bueno, Padre –empezó de nuevo-. He sido… más bien, soy una mujer infiel. Le he faltado a mi marido, a mi compromiso con él. Además, tal vez sufro de ninfomanía, no estoy segura.
Así que era eso –dijo el cura, comprensivo-. Continúa… ¿Desde cuándo eres infiel?
¿Desde cuándo soy infiel? –Ana estaba descolocada con las preguntas directas del padre Patrick-. No lo sé.
Vamos muchacha, di la verdad. Sabes muy bien la primera vez que fuiste infiel. Y seguramente, la segunda y la tercera –las palabras del sacerdote eran duras, sus ojos negros fríos y autoritarios.
Ana bebió de la copa que le ofreció Priscila y luego rememoró.
Mi primera infidelidad fue un mes antes de casarme –confesó finalmente.
Detalles, muchacha. Detalles –requirió el cura-. Quiero saber si existen atenuantes en tu caso.
Fue en una fiesta en honor a mi hermano. El primer hombre con que fui infiel a Tomás, en aquel entonces mi novio, fue un joven oficial, un militar como lo habían sido mi padre y mi abuelo. Ramiro fue uno de los compañeros de promoción de mi hermano, que también siguió la tradición familiar. Ambos había ingresado a la escuela de oficiales del ejército. Ramiro y mi hermano se conocieron ahí, y yo lo conocí por la amistad que forjaron ahí. Era un chico guapo y varonil, se transformó rápidamente en el pretendiente ideal para mi padre, que había elegido que Ramiro sería el perfecto esposo para mí. Por supuesto, yo le rechacé sólo por el hecho de que la idea hubiera salido de labios de mi padre, a pesar que me sentía atraída por Ramiro. Yo era la rebelde de mi hogar, no iba a aceptar las continuas imposiciones de mi padre. Ya me había sometido durante muchos años a su machismo, a su anacrónico mandato en casa. No es que mi esposo fuera menos guapo que Ramiro, de hecho mi esposo es un adonis… -Ana se interrumpió y buscó algo en su cartera.
De su billetera sacó una foto de su esposo. Era un tipo guapo y atlético, vestido en traje de polo. Cualquiera hubiera dicho que era la foto de uno de los modelos de los anuncios de Tommy Hilfiger. Sin duda, un tipo muy atractivo. Priscila se quedó mirando la foto un buen rato antes de regresársela a Ana.
- Mi esposo era mi vida… es mi vida –Ana se corrigió-. Pero aquellos días me sentía diferente. Al fin me sentía libre de la autoritaria presencia de mi padre, de su forma machista de ser. Había encontrado a un hombre hermoso, compresivo y sensible que se desvivía por darme todo lo que yo había soñado. Un hombre inteligente como Tomás, que me había cautivado de la cabeza a los pies.
Sin embargo –la voz de Ana se apagó-, esa misma efervescencia me hizo más descarada esa noche con Ramiro. Ya no tenía que rechazarlo por mi padre, era libre de tomarme unas copas con “su elegido” y no temer nada. Me iba a casar en unas semanas, coquetear con Ramiro era inofensivo.
<¿Por qué no?, me repetí esa noche con unas copas en el cuerpo.
, me dije.
, pensé. , continué mientras lo miraba desde lejos.
Así que lo busqué e inicié una conversación amistosa. Hablamos y me gustó estar con aquel atractivo hombre. Pero nuestros coqueteos, poco a poco, resultaron en algo que no había planeado aquella noche –se tomó una pausa en el relato Ana, con el rostro entre sus manos. Empezó a sollozar avergonzada.
Tranquila, muchacha. Continúa cuando puedas –se mostró comprensivo el padre Patrick, mientras Priscila le acariciaba el hombro con ternura-. Pero quiero que seas detallada en lo que nos cuentas. Tal vez no es tan grave el pecado como piensas. Deja que yo me forme mi propia impresión.
Está bien, padre –respondió Ana, luego de probar un trago del brandy que Priscila le dio a beber-. Esa noche era una fiesta entre amigos de la familia, pero más tarde los más jóvenes nos trasladamos a un pequeño chalet de mi familia. Había bebido un poco más de la cuenta, pero aún mantenía a raya a Ramiro mientras el chico susurraba más piropos a mi oído. Una y otra vez intentaba robarme un beso y yo le rechazara, una y otra vez. Sin embargo, aquel rechazo más parecía un juego coqueto de mi parte que la defensa de mi honor como novia. Luego de rato, Ramiro me hizo notar que la fiesta estaba terminando, ya no estaban mis hermanos en el lugar y sólo quedaban un par de primos borrachos y algunos desconocidos en el salón. Me dijo que era hora de salir a tomar un poco de aire.
Ana hizo una pausa y bebió de la copa, nuevamente. Sus ojos turquesas estaban brillantes. Se sacó la chaqueta del traje de dos piezas, alegando que tenía calor. La camisa plateada y entallada, dejó entrever unos senos grandes bajo la seda. Los negros ojos del padre Patrick observaron a la mujer, ahora podía notar lo reveladora de la elegante ropa de la abogada. Las curvas de Ana eran dignas de divina admiración, se sorprendió pensando el padre.
Ramiro me llevó al balcón de una de las piezas desocupadas –continuó Ana-. Yo alegué, pero él me llevaba bien tomada de la cintura y la verdad es que me estaba divirtiendo con él. Era un tipo seguro, divertido y… atractivo. Seguimos hablando mientras bebíamos una copa de algo que no recuerdo. Ramiro me decía cosas al oído. Palabras y piropos que no eran apropiados para una joven que estaba a punto de casarse. Pero que me hacían sentir halagada.
Me decía todo eso y yo lo dejaba seguir susurrando palabra tras palabra a mi oído. Estaba tan cerca que su aliento producía cosquillas en mi cuello –Ana continuó hablando, con la mirada perdida-. Yo era una chiquilla jugando con fuego, pero aquello me gustaba. Él era tan atractivo, todo un galán. Sabía que había muchas amigas que deseaban a Ramiro, pero yo estaba segura que él sólo me deseaba a mí. Yo amaba a mi novio, pero en ese momento me olvidé de él y del resto del mundo.
, me dijo en algún momento.
¿Qué? Respondí yo, la muy tonta –Ana bebió de un trago su copa y se la entregó a Priscila-. El me besó. Me besó, sorprendiéndome en un estado en que no podía rechazar aquel beso.
Me fundí en sus brazos y me dejé conducir adentro de la habitación, me era imposible separarme de él. No pude honrar a Tomás Matías, mi novio y futuro esposo –Ana continuó, su respiración era entrecortada al recordar-. Sus besos y caricias me llevaron a la cama, nos sentamos. Fue el momento en que pude escapar, lancé un reclamo, pero Ramiro me acalló con una caricia y un nuevo beso. No había vuelta atrás.
Ana quedó en silencio. Sin embargo, Priscila le entregó una nueva copita de brandy. Instándola a continuar.
- Caímos a la cama – prosiguió Ana, con la copa entre los labios-. Las manos de Ramiro exploraban lo que él siempre había deseado, lo que había prometido que sólo sería de mi novio. Ramiro confesaba con deseo su adoración por mí cuerpo mientras levantaba mi vestido para ver mis piernas o comenzaba a tocar mis senos.
<¡Que senos!>, susurraba a mi oído.
Yo estaba excitaba, lo dejaba acariciarme. Pero no me atrevía a tocar. Sentía mucho calor, pero en aquel tiempo era muy tímida y retraída. Mis padres me habían enseñado que los seres humanos deberían compartir el amor como hombres no como animales y una señorita debía ser especialmente virtuosa, incluso en la intimidad con su esposo. Sólo después de casada logré soltarme en la cama, en el sexo. Primero con mi esposo, luego con mis amantes.
No te desvíes de la historia, querida –pidió el padre Patrick.
Esta bien, padre –dijo Ana, bebiendo de su copa. Preguntándose si era la segunda o la tercera copa de Brandy que ingería-. Estaba excitada. Nos besábamos extendidos en la cama, las manos de Ramiro no paraban, iban de mis senos a mi trasero en una caricia profana que encendía mi lujuria.
El seguía halagándome en susurros, calentándome –continuó la trigueña abogada-. Yo no podía estar más excitada. No tarde en sentir los dedos de Ramiro en mi sexo, al principio opuse resistencia. Era lo que había aprendido, como señorita y futura esposa de Matías. Pedí respeto, aunque no era lo que deseaba. Deseaba ser tomada por aquel hombre. Quizás por eso me rendí al deseo tan fácilmente, con dos dedos de Ramiro penetrándome rítmicamente. Estaba en la gloria. Me entristece decirlo ahora, pero empecé a hablar, a pedirle a mi amante “cosas”.
¿Qué le pedías a Ramiro? –interrumpió el padre, inmerso en el relato.
Le pedía que me tomara –dijo Ana, los ojos turquesas brillando salvajes-. Le pedía que me follara. Que me hiciera suya. Por supuesto, el no esperó más. Mis ruegos eran todo lo que había deseado escuchar. Me sacó mi calzón juvenil, se subió arriba mío y me penetró. Fue torpe, pero estaba tan mojada que no me dolió demasiado, incluso la rudeza de Ramiro hizo que deseara sentir su pene más adentro de mi cuerpo. Era una locura, pero disfruté cada envestida. Podía sentir el pene de mi amante, sus labios en mis senos y su aliento en mi cuello confabularse para que yo, una señorita bien enseñada, actuara como una puta. Todo me llevó a que de mi boca salieran frases que jamás pensé decir.
- Estaba hecha una puta –dijo de pronto Ana-. Tal vez, eso he sido siempre… una puta.
Quedó un momento en silencio, como tratando de recuperar la compostura.
No había forma de detener lo que pasó esa noche –continuó Ana, luego de un suspiro-. Cuando mis piernas estaban entrelazadas a la cintura de mi amante, sentí que mi amante apresuraba sus embestidas contra mi ardiente coño. Entonces, Ramiro empezó a descargar su semilla en mí. Su semen me llenó y sólo el orgasmo que tuve evitó que saliera corriendo de la habitación, desnuda y muerta de miedo. Lejos de eso, nos besamos un rato más. Hasta que mi calentura se transformó en culpa, en vergüenza y en miedo de perder a quien realmente amaba, mi novio.
Aquella fue mi primera infidelidad –terminó Ana-. Reviviéndolo hoy, me parece un desliz torpe e inocente.
La conclusión de Ana no dejaba dudas. , pensó el padre Patrick.
- Me parece que debes continuar, muchacha –dijo el cura mientras Priscila llenaba la copita del cura-. Necesito saber si tienes el diablo en el cuerpo.
Ana levantó la vista con el rostro enrojecido y observó al cincuentón cura y su rubia feligrés. No quería que notaran su estado. Sin quererlo, Ana se había excitado al recordar su primera infidelidad.