Con el diablo en el cuerpo (3)

El capítulo final del encuentro de estos tres personajes y su particular forma de expiar los pecados ¿Conseguirá la hermosa y voluptuosa abogada salvar su alma?

Con el diablo en el cuerpo (3)

Los dos relatos anteriores, corregidos, en este link, por favor: http://www.todorelatos.com/relato/101780/

Ana arregló su ropa y sudorosa volvió al sillón, sin dejar de observar al padre Patrick. El cura estaba hecho una estatua, incapaz de moverse ante la confesión de aquella infidelidad. Ana, la hermosa y sensual abogada, tenía toda la atención del cura, que la miraba con ojos oscuros y febriles.

El silencio se adueño de la habitación hasta que los pasos de Priscila anunciaron que la muchacha volvía. Ana sonrió, parecía disfrutar del momento. Como si de pronto se mostrara como lo que era, una diablesa dispuesta a tentar con su labia y belleza la voluntad de aquellos dos fieles, pues,  poco quedaba de la mujer acongojada y desesperada por salvar su alma y su matrimonio.

  • Padre. Permiso –se anunció Priscila al volver, temerosa de lo que encontrara en el lugar. Su rostro al entrar mostró alivio.

  • Disculpe la demora –continuó diciendo la rubia y joven parroquiana-, pero debemos salir de la iglesia. Juan Pedro empezará las rondas por la parroquia y usted debe estar en su habitación o en otra parte. No es apropiado que siga aquí, con esta mujer.

  • ¿Por qué? ¿Qué pasa con esta mujer? –dijo ofendida Ana.

  • No pasa nada, Ana –el padre Patrick intervino-. Esto no ha terminado ¿Qué haremos, Priscila?

  • He estacionado mi automóvil en la puerta trasera de la iglesia, en el callejón –empezó a explicar la joven y diligente mujer-. Si la Señora Ana desea seguir con su confesión podemos ir a mi casa. Mi marido y los niños han ido a alojar con Maura, su madrina.

  • Maura y sus miedos nocturnos cuando no está su esposo –comentó risueño el padre-. Ya lleva un mes con esos molestos llamados ¿no?

  • Así es, padre –respondió-. Pero mi esposo quiere mucho a su madrina y después de la pérdida de sus padres, cuando era un niño, y de los tíos que lo criaron se siente muy atado a sus padrinos, especialmente a Maura.

  • Familia… divino tesoro –comentó el padre-. Esa mujer es un tesoro del cielo para tu esposo. Vamos, no hay tiempo que perder.

Sin preguntar a Ana, el padre Patrick se fue a su habitación y Priscila buscó sus cosas. La abogada se sentía cansada, pero sin embargo, aquella experiencia era nueva, divertida. Ver la cara del cura y la inocente muchacha cuando les contaba sus sórdidas historias era todo un espectáculo. Sólo por eso deseaba continuar. Pero se sentía tan cansada, necesitaba algo.

“Tal vez algo de cocaína me animaría”, pensó Ana.

Sin quererlo lo expresó en voz alta al exterior, como lo hacía con su jefe tantas veces.

  • Que daría por un buen polvo –dijo Ana, y esas palabras hicieron eco en la habitación.

  • ¡Perdón! –dijo Priscila a su lado.

El padre Patrick la miraba con ojos enormes y el rostro colorado.

  • ¡No! –trató explicarse la hermosa abogada, entendiendo la confusión de sus oyentes-. Con buen polvo no me refiero a sexo. Bueno, no esta vez al menos.

  • Entonces ¿Qué quieres decir? –le recriminó Priscila, acusadora.

  • Bueno, yo… -Ana se hizo un lío.

Finalmente, la abogada comprendió que daba lo mismo. Ya había contado demasiado, un secreto más no era gran cosa. Esos dos ya sabían suficiente.

  • Me refiero a que me siento cansada –dijo la sensual abogada, ante la mirada de incredulidad de Priscila-. Y cuando me siento cansada bromeamos con Jorge, mi jefe, que necesito “un polvo”. Y lo que  quiero decir con esto es que me gustaría algo de coca. Cocaína.

  • Consumes cocaína ¡Eres una adicta! –dijo con efusividad Priscila, acusadora.

  • No, adicta no –contestó a la defensiva la abogada de labios carnosos y rostro afilado por la belleza-. Sólo uso algo de cocaína en el trabajo y a veces cuando salgo de fiesta.

  • ¿Sólo coca en polvo como le llamas? ¿O también usas agujas? ¿Te inyectas? –preguntó Priscila.

  • No, nada de agujas –replicó de inmediato Ana-. Son peligrosas. Agujas no, gracias. Pero si algo de marihuana y éxtasis. Pero la cocaína es lo que más disfruto. No hay nada como un polvito ¿no?

El padre y la rubia muchacha se quedaron mirando, en silencio. El padre, que había cerrado su habitación con llave, volvió a entrar. Ana notó que buscaba algo, había dejado la televisión encendida. Priscila en tanto caminaba de un lugar a otro, intranquila.

Luego de eso, condujeron a Ana por un pasillo que daba a un pequeño patio, abrieron una puerta y salieron a un oscuro callejón. Un automóvil blanco les esperaba.

  • Mi automóvil está al otro lado de la iglesia –dijo Ana.

  • Olvídate de tu automóvil –dijo el cura, autoritario-. Vendrás con nosotros, sube atrás conmigo.

Así lo hicieron, Priscila empezó a conducir su sedán. Era amplio atrás, con asientos muy cómodos. Ana pensó que era increíble que un vehículo de clase trabajadora pudiera sentirse tan cómodo.

  • Dime Ana –le dijo el cura, viendo que Ana estaba somnolienta-. ¿Qué pasó después? ¿Volviste a ver al chico? ¿Conseguiste el trabajo?

  • ¿Quiere que siga contando mi historia aquí? ¿En el asiento de un automóvil? –preguntó Ana, con aquella sonrisa divertida.

  • No te hagas la graciosa y continúa, por favor –ordenó el cura.

  • Está bien –concedió la preciosa trigueña. El automóvil se movía lentamente para no llamar la atención-. Después de eso, por supuesto me avergoncé de lo que había hecho. Me sentía sucia y nuevamente llena de culpa. Había puesto otra mancha en mi conciencia, en mi matrimonio con Tomás Matías. Jamás había actuado así en mi vida y no sé por qué lo hice ese día. Quizás estaba trastornada por la sensación de éxito y dominación de esa noche. Quizás, aquella lujuria era lo que siempre había deseado… no entiendo lo que me pasa cuando estoy “así”.

  • Al chico no lo volví a ver –continuó Ana, acomodándose en el asiento de atrás mientras miraba las calles pasar- ¿Por qué lo haría? Ya no lo necesitaba. Después de esa experiencia me prometí volver serle fiel a mi esposo. Esta vez, lo haría en serio me prometí. Me dedicaría en cuerpo y alma a mi esposo.

  • Sin embargo –dijo la abogada mientras Priscila la observaba por el espejo retrovisor-, empecé a notar que el trabajo de Tomás no le permitía estar conmigo tanto como quería. Entendí que ese era el sacrificio de su éxito y la posición privilegiada en que vivíamos. Pronto, cuando yo también tuviese ese importante trabajo que deseaba, yo también tendría que hacer los mismos sacrificios. Pero aquello nos elevaría sobre el resto, seríamos la pareja perfecta. Hermosos, exitosos y envidiados. Podría enfrentar a mi padre y hablarle sin tapujos, porque sólo sería un miserable oficial del ejército, como tantos otros.

  • En ese minuto – Ana continuó alzando la voz-, supe que debía conseguir ese empleo, era mi deber con mi familia. Pondría la vida en eso. Entontes, decidí renunciar a mi trabajo y darlo todo por aquel empleo soñado. Fue una apuesta de todo o nada.

  • Llegué a mi primera entrevista por el puesto y me di cuenta de inmediato que mi belleza impresionó a uno de los entrevistadores, el que sería mi jefe directo, Jorge –continuó la historia Ana-. Lo noté enseguida. Sin embargo, me propuse ser una mujer reservada y profesional, como correspondía a una intachable esposa. Pasé aquella entrevista y supe que mi sueño estaba muy cerca. Más aún cuando me enteré que Jorge, mi futuro jefe, había preguntado por mí en mi antiguo empleo. Incluso, me lo encontré sospechosamente en un restorán.

  • Saben, una semana antes de la entrevista final –confesó Ana-. Me llegó un sobre con las preguntas y respuestas de la entrevista final ¿Se imaginan lo sorprendida que estaba?

  • Pero ¿Quién fue el que te envió ese sobre? –preguntó el padre.

  • En ese momento sólo tuve conjeturas, pero mucho tiempo después confirmé mis sospechas. Había sido Jorge. El me quería en el puesto desde que me vio por primera vez –reveló Ana, con una sonrisa picara en el rostro.

  • Entonces pasaste la entrevista fácilmente y conseguiste el empleo –afirmó el cura.

  • ¡Ja! Nada más lejos de la realidad –respondió Ana, con ironía-. Un nuevo y único entrevistador me “atendió” y yo, que había memorizado las respuestas y daba la entrevista por un mero trámite, me encontré aquella noche follando con un completo desconocido. Debo confesar, para su conocimiento, que a pesar de mis intentos iniciales por ser una mujer fiel y honesta con mi marido, terminé comportándome igual de descarada que una perra en celo. Incluso, empecé a follar con Juan Pablo, el entrevistador, en la misma oficina en que se realizaba la entrevista, antes de retirarnos a un hotel.

  • ¿Pero tu esposo, hija? –replicó el párroco, impactado.

  • Por mi esposo no se preocupe, padre –contestó despreocupada Ana-. Estaba en un viaje de trabajo aquel día. Ni se enteró de lo que hacía su esposa por conseguir traer estatus y más dinero a casa.

  • ¿Entonces, disfrutaste esa infidelidad? –interrumpió Priscila desde el volante.

  • Al final, terminé haciéndolo –confesó Ana, que parecía relajada bajo aquel interrogatorio- Al principio acepté la situación como parte del sacrificio que necesitaba realizar para conseguir el empleo que deseaba con fervor. Pero Juan Pablo, el entrevistador, resultó ser un tipo maduro y atractivo. Era un tipo oscuro, pero excelente amante. Fue morboso y excitante follar con en la sala de entrevistas. El resto fue la extensión de aquella morbosa lujuria que despertó en mi cuerpo. Si, disfrute aquella infidelidad… lo hice.

Todos quedaron en silencio. Atravesaron las calles bajo el sonido y las luces de la ciudad. Cada uno inmerso en sus pensamientos. Cuando llegaban a su destino, el padre Patrick se dio cuenta que Ana se había dormido. Era la borrachera. Costó despertarla y tuvieron que llevarla entre los dos hasta la casa.

Mientras Priscila abría la puerta, el padre Patrick tuvo que apoyar el cuerpo de Ana contra suyo. De pronto, pudo sentir la turgencia de los grandes y firmes  senos de Ana y la curvatura de su cadera contra su cuerpo. La abogada lo miró a los ojos y el cura sintió su aliento en su rostro. El rostro femenino y hermoso estaba muy cerca, con los ojos verdeazulados mirándolo y los labios carnosos invitándolo a probar del fruto prohibido. Sintió calor y tratando de acomodarla puso la mano en el carnoso y firme trasero de la escultural trigueña.

  • ¡Dios mío! –se le escapó al cura.

  • ¿Qué pasa, padre? –preguntó Priscila al abrir la puerta.

  • Se me cae Ana, muchacha –se excusó, acalorado-. Ayúdame.

Priscila fue a ayudar al padre, pero Ana al notar la complicación del cura se movió y pasó sus senos por el torso del padre antes de girarse y repasar con su espectacular trasero la entrepierna del padre. Había sido intencional. Entraron con Ana riéndose del cura, la risa borracha no paró hasta que la acomodaron en un sillón, ya más despierta.

  • Usted es puro músculos, padre –le dijo Ana, bromista-. Gracias por traerme hasta aquí. Gracias por preocuparse por mi alma.

  • De nada hija, de nada –respondió el cura, pasando de la ironía de la abogada mientras se secaba el sudor de la frente.

  • Iré a chequear que no haya nadie en casa –anunció Priscila y se fue.

  • Ok –respondió el padre-. ¿Quieres un café, Ana?

  • No quiero café, padre. Lo que quiero es un polvo, y esta vez no sólo me refiero a la coca –la risa de Ana era estruendosa, pero se apago rápidamente.

La abogada parecía cansada, casi sin fuerzas. La borrachera empezaba a pesarle. El padre Patrick tomó otra poco ortodoxa decisión, como todo esa noche.

  • Mira Ana –dijo a la abogada, levantándole la cara desde el mentón-. ¿Quieres un polvo?

  • ¿Qué cosa? –el párroco había captado la atención de Ana.

  • ¿Si quieres un polvo? –preguntó el cura.

  • ¿De qué habla? –la voz de la abogada sonó interesada, pero confusa.

El cura sacó un pequeño estuche y de éste sacó una bolsita con un polvo blanco.

  • En la parroquia a veces nos llevan cosas extrañas –empezó a contar el párroco-. Por ejemplo, una madre preocupado por su hijo me llevó la droga que encontró escondida en su habitación. Muchos padres me piden que hable con sus hijos, en lugar de hablar ellos mismos o llevarlos con algún especialista. Piensan que yo curaré sus males como hago con sus pecados. A veces mi ayuda sirve, pero no hago milagros. Sin embargo, así he obtenido esta bolsita y otros recuerdos.

  • ¿Estas interesado en esta bolsita, Ana? –preguntó el cura, dejando caer una ínfima porción del contenido en la mesa de centro.

Ana llevó un dedo y probó la droga. Los ojos turquesas se abrieron, expectantes.

  • Definitivamente estoy interesada en esa bolsa –dijo la abogada, implorante-. Deme un poco, padrecito.

  • Todavía no –dijo el cura-. Primero beberás café y hablaremos otro poco ¿ok?

  • Pero padre… -reclamó Ana.

  • Pronto. Te lo prometo –sentenció el cura al escuchar los pasos de Priscila acercarse a la habitación, guardando la bolsita de cocaína en el bolsillo.

  • Todo está muy bien, padre –anunció la rubia muchacha-. No hay nadie en casa. Cierro las cortinas y estaremos seguros para continuar.

  • Muy bien, Priscila. Muy bien –le felicitó el cura.

  • Ahora, Ana… -le llamó el cura-. Prende el televisor o algo. No quiero que te duermas. Iré a preparar café.

  • Está bien –dijo Ana, de mala gana.

Ya no se podía casi el cuerpo y Ana estuvo un rato jugando con el control remoto del televisor hasta dejarlo en un canal de noticias. Al rato el padre trajo un café muy cargado que bebió con reticencia. Los ojos de Ana no perdían de vista al padre Patrick y el contenido de su bolsillo. Ana estaba sentada en un sillón, el padre en el asiento del frente y Priscila terminó sentándose en el sofá.

  • Entonces –retomó las conversaciones el cincuentón párroco-, que pasó después de eso. Obtuviste el puesto.

  • Así es, lo obtuve –contestó Ana, bebiendo café-. Cumplí mi sueño, pero estaba aterrada. Me moría de culpa y miedo por lo que había hecho para conseguir ese empleo. Prácticamente, había ocupado mi cuerpo para obtener lo que yo quería. Aquello iba en contra de todo lo que me habían enseñado en la iglesia y en el colegio. Había sido un intercambio necesario y conveniente, pero debía parar ahí. Debía ser una esposa intachable, una mujer pudorosa y casta. Me propuse ser fría y calculadora, profesional a morir en mi trabajo. El placer y el trabajo no se mezclarían.

  • Entonces ¿Qué pasó? –preguntó Priscila desde el sofá.

  • Paso que fui la esposa ideal, leal y hermosa, por un tiempo –dijo Ana-. Mis compañeros de trabajo creían que era fría y altiva, lejana. Pero la verdad no podía dar una brecha para volver a caer en la tentación y caer en los mismos errores. Me cerré  a aceptar otro galán que no fuera mi esposo, los rechacé a todos con la frialdad de un iceberg, dedicándome sólo a mi trabajo y a mi esposo, a mis “dos amores”. Pero aquello también falló, mi nuevo “amor” me absorbía mucho.

  • Padre… por favor… -pidió Ana, mirando el bolsillo del párroco.

  • Dime que pasó primero –ordenó el cura.

  • Paso que el trabajo era estresante y me sobrepasó –empezó a relatar de mala gana la abogada, acomodándose en el asiento-. Había días que pasaba más de doce horas trabajando para completar las asignaciones. Estaba cansada y de mal humor. Sufría y llegaba a casa sólo a meterme en la cama y dormir. Ya no había tiempo para estar con mi esposo y disfrutar su presencia. El sexo escaseaba, así como los momentos para estar juntos. Él me recriminó mi decisión de tomar aquel trabajo.

“No era necesario”, me dijo. “Podemos vivir con mi sueldo holgadamente. Tú puedes trabajar medio día sí quieres”, sugirió.

  • A mí eso me sonó a locura –la voz de Ana era amarga-. Mi sueldo sólo lo obtiene el diez por ciento de las personas más ricas de este país. Mi cuenta bancaria estaba abultada y en unos meses había conocido a gente importante, gente con poder. Yo seguía obsesionada con el estatus que me daba aquel trabajo, incluso hoy sigo disfrutándolo. Me negué a renunciar. Aquellas fueron las primeras peleas reales con Tomas.

Ana se detuvo a beber un sorbo de café.

  • Como dije, deseaba permanecer en ese trabajo, pero estaba más cansada de lo que hubiera imaginado jamás –continuó Ana-. Sólo tenía una amiga en la oficina, Carolina. Todo el resto me aborrecía. Incluso, con rostros de deseo en ellos, los hombres evitaban a la “bruja de hielo”, así me llamaban. Sin embargo, me esforcé todo lo que pude. Sin la ayuda de nadie, excepto Carolina.

  • Mis esfuerzos –Ana continuó con resentimiento- sólo valieron para ganarme la recriminación de Jorge, mi jefe. Él estaba despechado por mis continuos rechazos a sus coqueteos. Yo estaba comprometida a ser fiel a mi esposo, pero las cosas se empezaron a acumular. El estrés laboral, las peleas con Tomás y el acoso de mi jefe.

  • Finalmente, vi una salida –dijo Ana mirando el bolsillo del padre Patrick-. La cocaína ayudó a mantenerme en pie cuando creía que tendría que abdicar y volver a un empleo mediocre. Me ayudó a forzar las horas laborales e incluso a retomar el sexo con mi esposo. Y finalmente, me permitió acercarme a mi jefe, que también consumía cocaína. Una vez superadas mis diferencias iniciales con Jorge, él me empezó a ayudar en el trabajo, al principio sólo proveyendo algo de cocaína cuando necesitaba. De la noche a la mañana la amistad con mi jefe se estrechó. Empecé a salir a comer con él y Carolina. Éramos inseparables, en el trabajo, durante el almuerzo y después, cuando íbamos por una copa antes de ir a casa. Pasaba más tiempo con ellos que con mi esposo.

  • No lo vi venir, padre –confesó Ana-. Disfrutaba con ellos, con mi jefe. Me sentía protegida, cuidada. Cuando me di cuenta, ya era la amante de Jorge.

  • ¿Cómo pasó? –preguntó el padre.

  • ¿Cómo pasó? –repitió la pregunta Ana-. No sé, padre. Sólo pasó. Una noche me vi acostada con él, dejando que me follara a cambio que facilitara mi vida en la oficina. Así de simple. Mi cuerpo empezó a ser mi moneda de cambio. Primero era muy discreta, para no provocar malos comentarios, pero luego me di cuenta que me daba lo mismo. Era todo lo discreta que la lujuria del momento me permitía.

  • Con mi jefe aprendí a hacer bien una mamada y a follar en los baños de las discotecas –Ana reveló-. Pero no fue el único amante aquellos días, después vinieron otros compañeros de trabajo, amigos, desconocidos y otros que se suman a esa lista de amantes. Una lista que no quiero detallar.

  • Pero ¿Cómo fue tu primera vez con tu jefe? –insistió el cura.

  • Vamos, cura –dijo molesta Ana-. Quiere que empiece a contar cada historia que tengo. Son muchas. He sido infiel con numerosos hombres. Imagínese el resto.

  • Muy bien –dijo el cura, algo molesto-. Entonces, cuéntame si has estado con mujeres.

Ana quedó en silencio, mirando al cura con suspicacia. Luego esbozó una sonrisa de suficiencia.

  • Sí, padre –reveló Ana-. He tenido sexo con mujeres.

  • Entonces, ¿Quiere la señora Ana hablar de eso? –preguntó el cura, algo irónico.

  • Claro, si usted me da algún incentivo –pidió Ana, que quería con desesperación algo de cocaína-. Y no hablo de otro café.

  • Está bien, trae una botella de tequila o algo del gusto de la señora –ordenó el cura a Priscila, que se levantó muy presta y se perdió en la cocina-. Si quieres tus polvos quiero que sea una historia detallada, expresiva. Algo que me permita hacerme una idea global de tus pecados –agregó al final.

  • Ok. Pero será la última historia –dijo Ana, no dejándose intimidar por el alto y fornido sacerdote-. Estoy harta de tanta confesión.

  • Está bien –el cura se dio por vencido con aquella sensual pecadora-. Pero más vale que te ganes con sudor esos polvos que tanto deseas.

  • Lo haré, no se preocupe padre –dijo desafiante la desvergonzada abogada.

En ese momento volvió Priscila al salón. En su mano traía una botella en cada mano.

  • Fue lo único que encontré, padre –dijo-. Traje vodka y jugo de naranja.

  • Bueno, tendremos que conformarnos con esto –anunció Ana, quitándole la botella y abriéndola.

Ana bebió un sorbo directo de la botella y luego se la ofreció al cura.

  • No –rechazó la invitación el sacerdote-. No bebo de esa mierda comunista.

Ana le ofreció la botella a Priscila.

  • No pienso beber sola –le dijo-. Así que bebe, muchacha.

  • Pero… -iba a reclamar la rubia muchacha.

  • Acompáñala. Sírvete una copa, Priscila. Terminemos con esta espera –reclamó ansioso el cura.

  • ¡Uy! El padrecito se nos enojó –se río Ana mirando a Priscila. Una expresión extraño asomó entonces en su hermoso rostro. Una expresión traviesa-. Sabe, padre. Deberíamos hacer algo para adornar mi última historia

Ana improvisaba, tenía una sonrisa pícara y en su mente se maquinaba algo.

  • Necesito un tiempo con su hermosa asistenta ¿sabe? –dijo, coqueta -. ¿Nos espera un momento? No se arrepentirá.

  • Padre… Yo no estoy segura que sea buena idea –La rubia parroquiana quiso rechazar la intención de la Abogada.

Las intenciones de Ana seguramente no eran buenas, pero se quedó en silencio al notar la mirada del padre.

  • Vayan – accedió el cura-. Pero regresen rápido.

  • Muy bien –Dijo la abogada, dándole un beso en la mejilla que hizo lanzar una protesta de Priscila-. Le prometo que no se arrepentirá.

  • Está bien, pero espero que la espera valga la pena –repitió el poco ortodoxo pastor.

  • Por supuesto –contestó la abogada, susurrándole luego al oído-. Hágame un favor y reparta “mi polvo”, al menos cuatro líneas.

Ana le guiñó un ojo y se retiró con Priscila tomada de un brazo, llevándosela a algún lugar de la casa pese a sus reparos. Por supuesto, la abogada se llevó la botella de vodka y el jugo de naranja.

El cura aprovechó para pasear por el lugar, estaba nervioso. Necesitaba recuperar la serenidad, el dominio de sí mismo. Buscó una bandeja de metal y empezó hacer lo que Ana había pedido. El padre repartió la cocaína con cuidado en la bandeja. Seis líneas de unos siete centímetros de largo por uno de ancho. No sabía hacerlo bien, nunca lo había intentado y no sabía por qué lo hacía. No sabía por qué, pero esa mujer lo desconcertaba.

Luego, se sentó a ver el canal de noticias. En la pantalla, la noticia del acuerdo para la licitación de un importante yacimiento de oro por una empresa minera estadounidense ocupaba aquel bloque de noticias.

Sin poder creerlo, el padre observó como un grupo de abogados y empresarios celebraban el acuerdo, entre ellos una guapa abogada que destacaba por su juventud y belleza. Una mujer que había visto y que empezaba a conocer muy bien. Ana Bauman, vestida con el mismo traje de dos piezas y la misma camisa plateada y entallada, parecía disfrutar de su momento de fama.

El padre Patrick se acercó a la pantalla para comprobar que no estaba en un error, cuando fue sorprendido por dos esbeltas figuras que bajaban por las escaleras, desde el segundo piso. Lo que observó hizo que un escalofrío le recorriera la espalda hasta la pelvis, una sensación que se transformó en calor desde ahí hasta su pene, para congoja del cura. En la escalera, ambas mujeres estaban vestidas con trajes de dos piezas, salvo que las faldas eran todo menos que recatadas. La de Priscila le llegaba sobre el medio muslo y la de Ana algo más arriba. Todo realzado con zapatos de taco alto.

La verdad es que Ana sólo se había cambiado la falda que tenía por una más corta, de color azulino. Pero Priscila era otra mujer, desbordaba sensualidad con una falda corta de color gris, una camisa entallada de color rojo y fino calzado de taco altísimo. Ambas mujeres estaban más maquilladas, con los labios pintados de un carmesí intenso, además de pómulos y ojos retocados con coquetería. El cabello de las dos jóvenes mujeres estaba tomado en una coleta, descubriendo sus atractivos rasgos.

  • ¿Le gusta padre? –preguntó la sensual abogada- ¿O prefiere a la exitosa abogada de las noticias?

  • ¿Por qué está en las noticias, Ana? –preguntó el padre Patrick, luego de unos segundos de asombro.

Apartó la vista de las mujeres para que no notaran el rubor que subía por su rostro.

  • Porque la gente con poder suele salir en la televisión de vez en cuando y nuestro estudio de abogados maneja los asuntos de ese tipo de personas –respondió Ana.

  • ¿Estás en las noticias, Ana? –preguntó Priscila, con una extraña entonación mientras avanzaba hacia el televisor.

El movimiento de la rubia parroquiana fue errático, zigzagueante. De inmediato, el padre Patrick notó que algo estaba raro con Priscila.

  • ¿Qué le hiciste a Priscila, Ana? –preguntó el padre.

  • Nada… se lo juro –la respuesta de Ana fue acompañada de una sonrisa traviesa-. Sólo le ayudé a vestirse mientras bebíamos un poco de vodka naranja.

  • El vodka naranja esta rico, padre –dijo Priscila, que se notaba achispada por el alcohol.

  • ¿Desde qué hora no comes algo, muchacha? –preguntó el párroco a su rubia catequista.

  • Déjeme ver… desde el almuerzo y luego unas galletas a media tarde –respondió Priscila, como preguntándose por qué el padre le preguntaba eso.

  • Bueno, hija… deja de beber de ese vaso y siéntate –pidió el padre, mirando con reproche a Ana.

  • ¿Y por qué están vestidas así? Tan… no sé… inapropiadamente –preguntó el padre.

  • Sólo es parte del juego… perdón, para seguir con mi historia… con la última historia… -concluyó Ana.

  • Está bien –el padre Patrick apagó el televisor mientras las mujeres se acomodaban en sus lugares, Priscila en el sofá y Ana en el sillón, frente a él.

  • Iba a contarnos acerca de la primera vez que le fue infiel con una mujer ¿no? –retomó la “confesión” el sacerdote irlandés.

  • Así es, padre –continuó Ana, acomodándose en el asiento para que la corta falda no mostrara más de lo que quería-. Por aquella época, yo ya había aceptado que era una mujer infiel y que me encantaba el sexo. Amaba a mi esposo y follar con él es muy rico, pero empezó a parecerme rutinario a veces. Era amante de mi jefe y tenía sexo con otros hombres sin que él se enterara, pues, Jorge es muy celoso. No obstante, ya había intimado con Marcos, la mano derecha de Jorge, y un par de chicos más. Empecé a salir más a fiestas sin mi esposo y cultivar otras amistades. Sentía que estaba descubriendo una nueva vida y disfrutando la vida en pleno. Era como tener dos vidas, en una era la esposa intachable y en otra era la abogada exitosa que explotaba toda su sensualidad.

  • Al principio –continuó Ana-, traté de mantener las apariencias, pero después me di cuenta que Tomás, mi esposo, estaba tan inmerso en su trabajo y en lograr mantener nuestro estilo de vida que en realidad no notaba mis escapadas nocturnas.

  • El es muy comprensivo conmigo. Comprendía que tuviera que quedarme hasta tarde “trabajando” –Ana le dio énfasis a la última-. Es bueno que salgas con tus “amigas a divertirte”, me aconsejaba. Yo también merecía “quitarme el estrés”, “salir con mis compañeros de oficina” porque es bueno tener “buenas relaciones con la gente con que trabajamos”, me decía. Es bueno promover un buen ambiente laboral.

Pobre Tomás –dijo Ana, realmente compadeciéndose de su esposo-, estaba tan seguro que siendo tan guapo, inteligente y atractivo lo hacía inmune a los cuernos de su mujercita.

  • Si el supiera que yo ni siquiera tenía que buscar excusas para salir de fiesta o regresar a media noche de la oficina –relató Ana, con fingido pesar-. Lo que me daba oportunidades de recaer en mis infidelidades con mi jefe primero y luego con otros hombres. Cada vez era más coqueta y descarada, me sentía muy segura y dueña de la situación. Coquetear con alguien era parte de cada salida, como lo era beber un trago y disfrutar una rayita de coca…

  • A propósito –se interrumpió Ana- ¿Dónde está lo que le pedí, padre Patrick?

Antes que Ana interrumpiera el relato nuevamente, el padre le respondió.

  • Ves aquella bandeja encima de aquella mesita –indicó el cura con un dedo-. Está ahí. Ahora continúa…

  • No, padre –Ana se levantó y fue al lugar que le indicaba el sacerdote-. Déjeme ver.

La abogada se levantó como un resorte, tan rápido que dio un buen vistazo de su calzón blanco al padre Patrick, nuevamente. Luego, tomó su cartera y sin mediar palabras sacó un pequeño tubo plateado para aspirar media raya de cocaína, sorprendiendo al sacerdote que le quitó el tubo ya muy tarde.

  • El trato era que nos contarías tu historia primero antes de “esto” –le reclamó el cura.

  • Puede demandarme –la voz de Ana era ofuscada, pero se le notó que la coca empezó a producirle efecto-. Es usted un aguafiestas. Menos mal que reparte coca para que la aspiren elefantes, padrecito.

  • ¡Dios mío! ¿Qué hace con esa cocaína, padre? –preguntó incrédula Priscila, de pié.

  • Nada, hija –se excusó el párroco-. Quería probar la voluntad de esta mujer, pero creo que está perdida.

  • Perdida está la punta de su verga, padre –reclamó Ana, desvergonzada-. Mire como asoma en el pantalón desde hace rato.

Aquello era verdad, la excitación del sacerdote era visible ya para las dos féminas.

  • ¡Basta! –gritó el padre, sintiendo que perdía el control de la situación-. Vas a seguir tu relato, ¡Ahora!

Ana lo miró, dispuesta a seguir con la discusión.

  • Basta o tiraré al agua toda esta basura –el cura tomó la bandeja y amenazó con vaciar su contenido en la cocina.

  • Está bien, padre –cedió Ana, mientras lo seguía a la cocina-. Usted gana. Mi historia primero y luego, mis polvos. No haga una locura.

  • Locura fue traer esa mujer aquí, padre –intervino Priscila, mientras soltaba su vaso de vodka vació. Al parecer había seguido bebiendo-. Necesito expiar mis pecados… sabe que necesito que usted…

  • ¡Basta, Priscila! –acalló el cura a su rubia asistente, que quedó haciendo pucheros mohínos en el sofá-. Hoy vamos a dedicarnos a salvar el alma de la Señora Ana. Por favor, Ana. Puede continuar.

  • Está bien –prosiguió la abogada, de vuelta en su asiento- ¿En qué había quedado?

  • Usted era una mujer infiel, vividora y que se aprovechaba de la ignorancia de su esposo para divertirse a su espalda –recordó el cura.

  • Así es –Ana parecía retomar mentalmente la historia mientras servía una copa de vodka para ella y Priscila-. La verdad es que estaba gozando la vida y del sexo. Pero ni se me pasaba por la mente tener seco con otra mujer. Lo más cerca que había llegado de algo parecido fue un beso fugaz que me había robado una compañera de curso cuando tenía unos quince años y alguna travesura inocente con Carolina, mi mejor amiga de la oficina. Carolina y yo, algo borrachas, cuando bailábamos en alguna discoteca a veces fingíamos ser lesbianas para calentar a nuestros compañeros de trabajo. Eran humoradas que terminaban con un besito pequeño a petición e insistencia de algunos compañeros oficina. Eso se repitió dos o tres veces con Carolina. Pero nunca pasó de aquellas pequeñas travesuras que hacíamos borrachas, para calentar a alguien.

  • Sin embargo, no todo era diversión padre –Ana se puso seria-. Todavía trabajaba bastante en la oficina. Pero también me enviaban a firmar contratos, informar a clientes y aprovechando mi “cercanía” con Jorge, mi jefe, a capacitaciones y charlas importantes.

  • Fue en una de estas charlas en que aconteció lo que voy a contar –continuó la trigueña e infiel mujer-. Era la exposición de varios personajes importantes de la escena judicial del país. El lugar era un hotel cinco estrellas muy exclusivo de nuestra ciudad. Había muchos “pesos pesados” de mi profesión, me sentía en mi ambiente. Conversar con los magistrados, escuchar sus charlas y hacer contactos importantes era mi objetivo aquel día. Al final del día, me sentí satisfecha. Mi agenda telefónica y mi billetera habían sido engrosadas con números y tarjetas de personas muy importantes.

  • Contenta, decidí tomarme una copa en el bar del hotel, sentarme sola y disfrutar un rato –Ana cruzó las piernas y Priscila la imitó-. Estaba cansada, pero alegre. Rechacé varias aproximaciones de hombres y algunos tragos gratis, no estaba de humor para hombres esa noche. De pronto, el muchacho que me servía los tragos esa noche en el bar me dijo que alguien me invitaba a su mesa, le dije que no quería que me molestara con invitaciones de hombres, pero me interrumpió diciéndome que esa invitación me iba a interesar.

“Además, no es un hombre. Es una importante mujer”, señaló.

  • Miré el lugar que señalaba y en una esquina del restorán vi a una mujer, era una abogada que conocía muy bien porque la escuchaba en la televisión cada vez que hablaba –Ana parecía más expresiva que nunca-. Era la mujer más poderosa dentro del sistema judicial de nuestro país. Aquello me emocionó, que ella me llamara a su mesa, era como si una leona invitara a una imberbe minina a cenar. Me sentí francamente emocionada. Sin dudarlo, me dirigí a la mesa de aquella poderosa mujer.

  • Hola soy… me iba a presentar, pero ella se apresurar a decir mi nombre –mientras Ana continuaba el relato el padre Patrick y Priscila intentaban imaginar quien era aquella mujer-. Ella dijo: Eres Ana Bauman. Siéntate hermosa. Le di las gracias y pedimos un trago. Empezamos a conversar, fue una charla amistosa. Cecilia, la llamaré Cecilia... era una mujer afable y educada. Casada, tenía dos hijos a punto de terminar el colegio y una agenda apretada. Físicamente, es una mujer alta, muy delgada, cabellera castaña oscura, de rostro que hubiera sido más agraciado de no ser por la nariz grande y poco alineada, pero que, le imprime carácter y supera con su personalidad. Sin contar ese defecto, es una mujer de unos cincuenta años muy bien llevados, que posee un carisma especial. Es muy atractiva su forma de ser, de expresarse.

  • Como entenderán –Ana continuó-, me sentí halagada que una persona tan importante como ella se fijara en mí, que supiera mi nombre y que me invitara a compartir su mesa. Estuvimos un rato conversando de la vida, de nuestros maridos y nuestra experiencia en el campo profesional.

Luego de un rato –Ana apresuró un breve trago-, ella me dijo que estaba cansada del ruido del lugar y que si me gustaría acompañarla a su habitación en el hotel y beber una última copa. “Conversar entre amigas”.

  • Me sentía afortunada –Ana terminó su trago y sacó un espejo para revisar su maquillaje-. Por supuesto, la acompañé a su lujosa habitación. Dijo que había tomado la habitación para tener una noche de pasión con su esposo, pero él no había podido llegar a la cita.

“Hombres, cuando los necesitas no están y cuando no los necesitas aparecen como moscas alrededor tuyo”, me dijo.

  • Subimos a su habitación y pedimos champaña –Ana seguía hablando, haciendo pausas para retocar el lápiz labial, pintando sus pulposos y femeninos labios de carmín-. La conversación era animada y yo estaba en las nubes con mi nueva amiga. Ella me aconsejaba y yo la escuchaba, como una buena aprendiz. De pronto, en medio de la conversación, Cecilia sacó un porro de marihuana y me pidió que lo encendiera. Yo sólo fumo socialmente y  en aquella época sólo consumía cocaína y la marihuana casi no la probaba. Me parecía una droga de gente pobre y de mal gusto.

“No te molesta que fume un poco de marihuana ¿no? La empecé a fumar con mi hermano, hace unos años, cuando el padecía cáncer. Supuestamente, era por algo terapéutico y yo le acompañaba”, me relató.

  • Sin dudarlo, encendí el cigarrillo de marihuana y aspiré el humo – Ana hacía una especie de mímica, fingiendo que tenía un porro entre los dedos y que se llevaba el cigarrillo a los carnosos labios-. Luego, se lo pasé a Cecilia y ella lo tomó, aspirándolo mientras me sonreía con complicidad. Así fuimos compartiendo uno, luego un segundo y hasta un tercer cigarrillo de marihuana. Junto con la champaña me hizo sentir relajada, Cecilia parecía tan humana y tan especial. Conversábamos risueñas en un sillón de dos cuerpos de la habitación, con nuestros cuerpos muy cercanos. Nuestras miradas se encontraban junto con nuestras sonrisas, me sentía muy unida a Cecilia, como si fuéramos viejas amigas.

  • Ella acariciaba un mechón de mi cabello. Así… –Ana dijo esto cambiándose al sofá donde estaba Priscila.

Pese a una pequeña resistencia de la rubia parroquiana, Ana terminó mostrando al padre Patrick como Cecilia jugueteó con los mechones de su cabello y acariciando su rostro mientras se desahogaba en halagos. Priscila estaba tan inmersa en el relato que ya parecía hipnotizada por la cautivadora voz y belleza de Ana, la pecadora e infiel abogada.

  • Sin darme cuenta, Cecilia empezó a masajear con delicadeza mi frente y mi rostro –continuó Ana, haciendo lo que decía en el rostro de Priscila, ante la atenta mirada del cura-. Fue tan suave, delicada… relajante. Me sentía en las nubes. Tan a gusto que no lo vi venir. Cuando estaba más a gusto junto a Cecilia, ella me sorprendió con un beso.

Ana en ese momento dejó de acariciar el rostro de la rubia y sin mediar palabra besó suavemente a Priscila.

Priscila no reclamó, fue un beso delicado y breve. Las miradas de las mujeres se encontraron, Ana con una sonrisa cómplice y Priscila con los ojos grandes, pletóricos de sorpresa y duda.

-Disculpa, no pude aguantarme. Tienes unos labios muy bonitos. ¿Te incomodó mi beso?, me preguntó Cecilia –continuó Ana, observando la reacción del párroco irlandés, muy atento-. Yo quedé en silencio. No esperaba aquel beso dulce y atrevido ¿Qué le decía a una mujer como ella? No la podía rechazar. No sabía qué hacer.

“No me incomodó, pero nunca me había besado una mujer”, le respondí.

“Entonces ¿te gustó?”, me preguntó la madura fiscal de la república.

“No lo sé”, le respondí, incapaz de rechazarla.

  • Aprovechando mi indecisión, Cecilia acarició mis mejillas. Su rostro estaba tan cerca que podía sentir su aliento sobre mi piel. Entonces, mirándome a los ojos ella dijo: “¿Quizás pueda intentarlo otra vez?” –Ana dijo esto mirando a Priscila, que estaba en silencio, completamente incapaz de reaccionar ante la avasallante personalidad de Ana.

Ana besó con ternura a Priscila, que esta vez esperaba el beso, pero no hizo nada para evitarlo. Sólo dejó que Ana fundiera sus carnosos y sensuales labios con los de ella. Fue un beso dulce, pero que despertó algo en su cuerpo. Algo que hizo mover su sangre y le hizo saltar el corazón en su pecho.

  • Fue un beso dulce –continuó la confesión la abogada, mirando al padre mientras Priscila parecía encantada, incapaz de apartar la vista de la boca de Ana-. Pero también fue un beso que significaba muchas cosas, que me tenía muy confundida en ese momento.

“¿Te gustó?”, me preguntó Cecilia.

  • Asentí, incapaz de hablar. Incapaz de rechazar a una mujer tan poderosa como ella –Ana apartó la mirada del cura y sus ojos turquesas se posaron en Priscila-. Entonces, supe que ella me tenía en sus manos. Que sería incapaz de decirle que no. Sabiendo que era suya.

Ana volvió a besar a Priscila, el cuerpo de la rubia empezó a caer sobre el sofá, bajo el dominio de la sensual abogada. El padre Patrick, sentado a unos metros de las dos mujeres, podía ser testigo como los besos eran lentamente más apasionados y Ana iba haciéndose de la voluntad de Priscila. Cuando Ana empezó a posar sus lujuriosos labios en las sienes y luego el cuello de la joven parroquiana, la respiración de la rubia se agitó y en los ojos se notó que perdía la compostura, entregándose a la lascivia.

El cura viendo aquella erótica escena también empezó a perder el control. Ya le era imposible negar la gran erección en su pantalón.

  • Claro, cuando Cecilia empezó a desabrochar mi camisa yo me resistí –Ana empezó a hacer lo que decía sobre el cuerpo de Priscila, que sólo hizo un leve forcejeo por protegerse-. No quería que me viera como una cualquiera que se entrega a la primera ocasión. Algo de mi pulcritud aún existe en mi vida, incluso hoy.

“Tranquila. No pasa nada… esto será placentero, diferente… Te lo prometo”, susurró en mi oído, luego de besarme suavemente una y otra vez.

“Pero estoy casada”, me defendí.

“Yo también, pequeña”, susurró Cecilia luego de darme uno de sus suaves besos.

Ana dijo esto mientras no quitaba los ojos de Priscila y su mano acariciaba la boca y el rostro de Priscila, apartando los rubios mechones del rostro antes de bajar con sus dedos rozando su cuello hasta alcanzar los botones de la camisa y abrirlos para acariciar uno de los grandes y turgentes senos de la rubia.

  • Sentí placer cuando Cecilia puso sus manos en mis senos mientras besaba mi cuello –continuó la lujuriosa abogada, renovando las caricias sobre Priscila-. Su aliento y sus palabras eran el complemento perfecto de aquel hechizo que me transportó a una insospechada pasión. Sin poder evitarlo mi camisa estaba abierta y mis senos empezaron a sentir los labios de un nuevo amante, esta vez una mujer.

  • Era besos suaves sabes… eléctricos –le dijo a Priscila-. ¿Sabes cómo se sienten los besos de una mujer en tus senos, sobre tus pezones?

  • No lo sé –la voz de la rubia sonó suave, temblorosa.

  • ¿Te gustaría saberlo, Priscila? –le preguntó Ana, acariciando por sobre el sujetador celeste el pezón de la muchacha.

Priscila permaneció en silencio. Como toda la noche, Ana tomó la iniciativa y sumergió su rostro en la parte superior de los grandes senos de la rubia, que cerró los ojos y dejó que los besos de la hermosa abogada la transportaran a otra parte. El cura observó como los carnosos labios de Ana eran depositados sobre los soberbios senos de su asistente. La abogada recorrió cada centímetro de aquella piel, de aquellas suaves y femeninas formas. El padre Patrick no se movía de su asiento, ni siquiera por la incómoda erección en el pantalón.

Ana se sentó en el sillón, dejando a Priscila en el sillón, sumergida en las placenteras sensaciones. Luego, la abogada, observó al cura, sus ojos eran dos bolas de fuego de color turquesa.

  • Cecilia continuó besando mis senos –continuó Ana, sin dejar de mirar al cura mientras volvía a besar la piel del privilegiado tronco de Priscila-. Ella sabía que yo estaba entregada, incapaz de resistir a una mujer como ella. Echó a un lado el bretel del brasier para exponer mi pecho. Así, como expongo el pecho de Priscila ante usted. Entonces, tomó en sus labios delgados mi pezón y luego lo lamió. Así…

Ana chupó la punta de los grandes senos de la rubia y tomó el pezón en su boca, chupando con deleite. Priscila lanzó un gemido, disfrutaba. En aquel momento, Ana lamió, primero uno y luego el otro pecho. No se detuvo ni cuando Priscila le pidió que lo hiciera. Todo alrededor giraba alrededor de la sensual boca de Ana y el oscuro pezón de Priscila. Todas las sensaciones y miradas alrededor de ese íntimo contacto, mientras los ojos de Ana y los del padre Patrick no paraban de encontrarse.

  • Le gusta lo que ve, padre –la lengua de Ana se paseaba por el pezón derecho de la sumisa rubia-. ¿Es esto pecado?

  • Lo es –susurró el cura-. Pero también lo es que un sacerdote no intente salvar su rebaño.

  • Y usted ¿Quiere hacer algo por estas dos ovejas descarriadas? –preguntó Ana, que volvió a besar a Priscila. La rubia, entregada a la lujuriosa abogada, la atrajo hacia ella para besarla.

  • Si –la voz del sacerdote sonó ansiosa, deseosa.

  • Tal vez se encuentre con dos lobas, padre –alcanzó a decir Ana antes que Priscila la cogiera y la besara.

El padre Patrick observó a las mujeres, sin saber qué hacer. No se atrevía a moverse de su asiento. De pronto, la abogada logró zafarse de la rubia y lujuriosa parroquiana.

  • Lo ve –logró decir Ana, con la respiración agitada-. Yo también terminé excitándome con Cecilia. Empecé a tocarla como ello lo hacía, como Priscila toca ahora mis senos.

  • Quítame la camisa, Priscila –le pidió Ana a la rubia, que lentamente siguió la orden de la trigueña y sensual mujer-. Yo le saqué la camisa a Cecilia, bese sus pequeños e insignificantes senos como si fueran los senos de una diosa, capaces de regalar una leche divina y apaciguadora. Cuando se levantó, supe que había llegado el momento que temía desde el primer beso apasionado. Cecilia me tomó de la mano y me condujo al dormitorio. Estaba aterrada, pero también expectante y excitada.

  • Ven, Priscila –Ana tomó de la mano a la rubia-. Vamos a la cama matrimonial.

Priscila se levantó y siguió a Ana.

  • Si quiere nos sigue, padre Patrick –invitó Ana-. Pero si decide acompañarnos, traiga la bandeja con cocaína, por favor.

Las dos mujeres subieron por la escalera y se perdieron tras una puerta. El pobre cura no tuvo más opción que seguirlas con la bandeja metálica en las manos. Cuando llegó a la habitación, las dos mujeres estaban “liadas” en la cama, entregadas en besos y caricias. Priscila había perdido la falda  y los besos de Ana bajaban hasta su sexo. El cura se detuvo, se sentó en la esquina más alejada de la cama con la bandeja en las manos y observó fundirse los hermosos cuerpos femeninos.

Las manos de Ana acariciaban los senos de Priscila mientras besaba su sexo sobre un calzón pequeñísimo de color celeste, como los ojos de la rubia. La sensual trigueña aún conservaba el sujetador y la corta falda, pero estiraba como estaba en la cama el cura podía ver claramente el calzón de encaje blanco.

Sin duda, pensó el padre, aquella mujer era una lasciva tentación. Su cuerpo era la fruta prohibida hecha mujer, arrojada por el demonio para tentar a la humanidad.

La abogada hizo girar a la bonita muchacha, para besar su espalda, sus hombros y su cuello antes de regresar con la lengua hasta su cintura y luego besar el voluptuoso trasero de Priscila. El calzón celeste era un pedazo de tela delgada y demasiado sexy, que dejaba al descubierto casi por completo los sensuales glúteos y que no cubría para nada la parte superior de la línea intermedia, al desnudo.

  • Que buena está su chica, padre Patrick –Ana empezó a sacarle el calzón y a exponer los labios vaginales de Priscila-. Mmmmmmmhhhh… calienta sólo verla y pensar en comerle este dulce coño ¿no es así, padrecito?

El cura no dijo nada, sólo se mantuvo inmóvil mientras Priscila, boca abajo, recibía la boca de Ana en su entrepierna.

  • Ahhhhhhhhhhhh –gimió Priscila.

Al párroco irlandés le gustaba estar al mando, sentirse dueño de la situación. Pero no se atrevía a hablar o acercarse a las sensuales mujeres. Ana continuaba dando placer a su compañera, que soltaba pequeños murmullos, suspiros y algunos gemidos.

Luego de un momento que al padre Patrick se le hizo eterno, Ana se retiró. La hermosa abogada de ojos verdeazulados y cabello trigueño atado en una coleta se incorporó en la cama, jugueteando con las yemas de sus dedos en el húmedo coño de Priscila.

La lujuriosa trigueña observó al cura irlandés, cuyos ojos negros parecían atraídos por el movimiento de sus dedos en la caliente y mojada vagina de Priscila.

  • Yo estaba caliente en manos de Cecilia –Ana regresó a “la confesión”. Sus dedos, lentamente, empezaron a adentrarse en el coño brillante de la rubia-, sus dedos empezaron a tocarme, a penetrar en mi cuerpo. Yo estaba realmente caliente, el miedo había quedado atrás y en ese instante sólo quería que Cecilia continuara besando y lamiendo mi piel. Pero, ella tenía otros planes para mí. Ella me ordenó que le diera placer… entiende, padre.

  • Ella me ordenó que le lamiera el coño… -Ana dijo las palabras con depravación, haciendo que un escalofrío recorriera la espalda del cura.

  • Mnnnnnnnnnnnn…. Dios mío… -interrumpió con susurrantes palabras la rubia y hermosa parroquiana, con los dedos de Ana entrando y saliendo de ella, mojados por los fluidos vaginales.

  • ¿Te gusta, amor? –preguntó Ana, mirando al compungido padre Patrick.

Pero fue Priscila quien respondió.

  • Si –la respuesta vino en medio de suspiros.

  • Entonces, lo siguiente igual te gustará –aseguró Ana, ayudando a Priscila a incorporarse. Eso sí, sin dejar de masajear con suavidad su coño.

Ana llevó a Priscila gateando por la cama hasta el lugar en que estaba el padre Patrick.

  • Ana, por favor –el cincuentón párroco reclamó, espantado ante la cercanía de la sensual abogada y su rubia asistente.

  • No se preocupe, padrecito. No venimos por usted. Sino por esto –anunció Ana.

Sus ojos claros estaban fijos sobre las líneas blancas de la cocaína, distribuidas groseramente sobre la bandeja metálica.

  • Permiso, padre –dijo Ana, metiendo la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón del sacerdote, que dio un respingo al sentir la mano de Ana rozar su pene en medio de la erección.

Del bolsillo del cura, la abogada sacó el tubito metálico que le pertenecía y que el padre Patrick le había confiscado con anterioridad.

  • Veo que mi tubito de plata no era lo único que hacía bulto en su pantalón –bromeó Ana, haciendo notar a Priscila la erección del cura-. Tu párroco es un pervertido, preciosa.

  • Padre Patrick… -la voz de Priscila sonó en un susurro anhelante.

Sus ojos celestes parecían brillantes y llenos de lujuria, incluso pareció querer estirar una mano para tocar la entrepierna del cura, pero se detuvo.

  • Ven aquí, Priscila –ordenó Ana, que ya había aspirado media línea de cocaína-. Mírame con atención. Usa el tubo así ¿Entiendes?

Priscila asintió luego de observar muy atenta como Ana, aún con el sujetador y su falda, aspiró la línea y se incorporaba con mirada turbia.

Priscila tomó el tubo y se inclinó sobre la bandeja mientras Ana retiraba su brasier, dejándola con el torso desnudo frente al padre, que pudo apreciar los senos voluminosos de su asistente. El padre pensó, mientras la admiraba, que quizás Priscila había bebido más de la cuenta, o quizás estaba dominaba por la hermosa abogada y era incapaz de negarse a su voluntad. Entonces, vio como Priscila aspiraba una porción pequeña del polvo blanco. Sin embargo, cuando iba a llevar el tubo de plata e inclinarse a aspirar otra línea, Ana la detuvo.

  • Ayúdame, Priscila –ordenó la abogada-. Sácame la falda.

La falda corta de Ana fue retirada y Ana se estiró boca arriba sobre la cama. Su cuerpo era perfecto al parecer, con senos grandes y curvas armoniosas cubiertas aún por la ropa interior de encaje blanco, muy sexy. Además, tenía aún su calzado de taco alto aún cubriendo sus pies.

En cambio, arrodillada a su lado, Priscila estaba completamente desnuda. Una muchacha escultural de senos grandes y caderas y glúteos generosos. Su coño estaba depilado de tal forma que sólo una línea de bello rubio adornaba su coño, por sobre éste. Era un cuerpo ligeramente diferente al de Ana, pero igualmente deseable y hermoso.

  • Venga, padrecito –continuó ordenando Ana, con tono burlesco-. Eche un poco de “polvo” en mi vientre.

  • Pero… -la voz del cura tembló.

  • Haga lo que le dicen, padre –recibió de pronto la recriminación de Priscila.

El cura no pudo más que obedecer y acercarse. Observó que la rubia parroquiana tenía las piernas abiertas, arrodillada al lado de Ana para recibir las delicadas caricias de los dedos gráciles en su coño. El padre Patrick tomó como podía la cocaína con los dedos y la depositó con manos trémulas sobre el vientre plano de Ana. Priscila se inclinó a aspirar la coca, desvergonzada y resuelta.

  • Muy bien, mi amor –la felicitó Ana, acariciándole a su compañera los muslos amplios antes de volver a rozar el clítoris de Priscila-. Ahora, quiero que bajes un poquitito mi calzón para que el padrecito pueda depositar un poco de coca ahí. Luego, quiero que empieces la fiesta en aquel lugar, amor.

Priscila hizo con sumisión lo que se le pedía. Bajó el calzón de Ana, mostrando una pelvis libre de bellos y alcanzando a mostrar la parte superior del coño de la escultural abogada.

El padre Patrick sintió reaccionar su pene en el pantalón, la erección fue dolorosa y satisfactoria a la vez. Temblando depositó la sustancia blanca y peligrosa justo sobre el depilado coño de Ana. Sin esperar, Priscila se lanzó a “esnifar” la cocaína y comenzó la fiesta como le había ordenado Ana, besando y lamiendo  la pelvis y la entrepierna sobre el calzón.

  • Muy bien –susurró Ana, dejándose llevar por primera vez. Priscila se acomodó en la cama, entre las piernas de la voluptuosa trigueña-. Si, así… pero no me quites el calzón. Hazlo a un lado… así… si… así.

El párroco, aún de pié, era testigo de la avidez de su feligrés por dar placer a Ana. Era un espectáculo que lo mantenía sudando, con el rostro colorado y la boca seca. Era incapaz de hablar mientras los femeninos cuerpos se fundían en caricias y besos pecaminosos. El cuerpo de Priscila iba y venía sobre el cuerpo de Ana, que dejaba que fuera la rubia quien llevara la iniciativa, que finalmente pareció decidirse por permanecer en el área genital de la sensual e impúdica abogada.

  • Padre Patrick –la voz de Ana sacó al cura de sus ensoñaciones-. Necesito un favor. Se puede acercar.

  • Si –la voz le salió en un hilo.

  • Necesito que me saque el sujetador, por favor –Ana entreabría y cerraba los ojos por el placer que recibía de la boca de Priscila.

  • Yo… -no sabía que responder el cincuentón párroco irlandés.

  • Por aquí –la curvilínea abogada expuso un broche en la parte delantera del sensual sujetador blanco y luego cerró los ojos.

Ana parecía vulnerable, pero sólo como una tigresa dormida.

El cura no se atrevió a desobedecer a esa mujer. Dejó la bandeja en la cama y lentamente acercó sus manos al sujetador. Entonces, con cuidado, entre temblores de sus dedos, cogió el broche y liberó el contenido de la tela de su prisión. Los senos de Ana, grandes, erguidos y perfectos quedaron a la vista. Era un torso juvenil, de pezones rozados y pequeños entre tanta carne. Al padre Patrick se le hizo agua la boca.

A la sazón del momento, no pudo evitar comparar a ambas mujeres. Pese a que Priscila tenía unos senos que hubieran despertado la lujuria en cualquier hombre, quizás la maternidad le había jugado en contra. No parecían senos tan conservados ni lozanos como los de Ana, se veían ligeramente más caídos.

  • Gracias, padre –la voz de Ana y los ojos verdeazulados observándolo lo devolvieron a la realidad-. Ahora, quiero que ayude a Priscila. Párese a la altura de su cadera, por favor.

El padre así lo hizo, sometido a la voluntad de aquella pecadora.

  • Ahora, quiero que ayude a Priscila –susurró Ana, con la rubia con la lengua ocupada en su entrepierna mientras con una mano hacía a un lado el calzón blanco, pero atenta a lo que hacía el padre Patrick-. Quiero que lleve su mano a la espalda de Priscila, sobre ese hermoso trasero.

El párroco no pudo resistirse a la petición de Ana. Cuando su enorme mano tocó la piel de Priscila la encontró caliente y sudorosa. Sin proponérselo, acarició la cintura y parte de la curvatura de la cadera de la rubia mujer.

  • Muy bien… Yo sabía que necesitábamos un poco de estímulo para reanimar a Priscila –anunció Ana, mordiéndose el labio inferior al final-. Mire como se ha puesto con su contacto. Mire como me come hambrienta mi coño… por dios… lo hace muy bien, padre…

Era verdad, observó el cura. Priscila parecía querer devorar el coño de Ana. Lo besaba, lo chupaba, lo absorbía. Sus dedos jugueteaban con su clítoris, bajando y subiendo por sus labios mojados.

  • Ahora -pidió Ana-, quiero que lleve sus dedos a la entrepierna de su hermosa asistente. Hágalo acariciando su trasero, lentamente. Quiero poder sentir a través de la lengua de Priscila el placer que usted le da…

Los dedos del cura, posados en la cadera, así lo hicieron.

Como si tuvieran vida propia y estuvieran bajo el influjo de la voluptuosa y hermosa abogada. Acariciando el glúteo de su asistente el padre Patrick sintió que la batalla estaba perdida. Su mano se arrastró vil y sensualmente por la anatomía de su parroquiana, depositando la yema de sus dedos sobre el coño de Priscila. El movimiento arrancó primero un gemido de Priscila y luego una respuesta en Ana, que curvó su espalda por el placer que la rubia le regalaba.

  • Juegue con su clítoris –escuchó el mandato de Ana.

La mano del cura se puso a trabajar, empapándose de los flujos de Priscila.

  • Y ahora, penétrela, padre –ordenó Ana, sus ojos claros eran pura lujuria y malicia.

El padre sintió como sus dedos penetraban a la mujer que era su mano derecha en la iglesia. La humedad le cubrió los dedos mientras se adentraba en el coño de Priscila, arrancándole un gemido y luego otro. Entonces, como si fuera otra persona, una sin poder de mando ni voluntad, vio como su mano se paseaba por la intimidad de Priscila, otorgándole placer que servía de látigo para someter sus voluntades a Ana, que recibía la lujuriosa caricia de Priscila como recompensa.

Ana aprovechó para aspirar otra línea de la bandeja metálica sobre la cama. Para esto, tuvo que ponerse de costado, exponiendo parte de sus sensuales piernas y glúteos.

“Dios… que hermosa mujer. Quiero hacerla mía”, pensó el cura.

De pronto, el padre Patrick llevó su mano libre a la entrepierna y acomodó su pene. Sintió de inmediato la necesidad de masajear su sexo, acariciarlo sobre el pantalón mientras observaba el cuerpo desnudo de Priscila y como sus dedos se adentraban en el sexo de su asistente.

  • ¿Quiere saber qué pasó con Cecilia, padre? –preguntó Ana, incorporándose en la cama y dejando a Priscila arrodillada boca abajo, con el cuerpo inclinado mientras exponía la cola para que los dedos del padre Patrick siguieran penetrándola.

  • Si –contestó el padre, sus ojos negros mostraban un brillo febril mientras observaba a Ana colocarse al otro lado de la cadera de Priscila y colocaba también sus dedos en la intimidad de la rubia, haciendo que sus dedos se tocaran por primera vez de esa lasciva noche.

El padre Patrick podía sentir los gemidos de la rubia mientras él y Ana la acariciaban. Priscila estaba muy mojada y en un momento empezó a temblar hasta que su cuerpo cayó hacia un lado. La abogada sonrió, satisfecha de su labor.

  • Estaba muerta de placer en manos de Cecilia –continuó, inclinándose nuevamente sobre el cuerpo de Priscila para dar besitos sobre su cuerpo. La rubia estaba agitada y al parecer había tenido un orgasmo.

  • Estaba tan excitada –Ana jugueteó con un pezón de Priscila-, que no cuestionaba las órdenes de Priscila para darle placer. Llevaba un rato besándola, lamiendo sus senos, atendiendo su coño y entregándome a Cecilia cuando sentí un ruido en la puerta, a mi espalda. Entonces, vi a un hombre entrar en la habitación… supe de inmediato quién era. El hombre de más de cincuenta años, calvo y vestido en un traje de etiqueta era el esposo de Cecilia.

El cura Patrick quedó paralizado frente al cambio de los acontecimientos en la historia de Ana, su mano sobre el pantalón podía sentir el palpitar de su erecto pene. La abogada estaba inclinada en la cama y exponiendo su hermoso y escultural trasero a menos de un metro, invitándolo a ser explorado. Pero el padre no se atrevía. No sin su consentimiento.

  • Estaba inmóvil, incapaz de reaccionar –continuó a Ana, llevando sus dedos a su sexo y acariciándolo-. Los pasos del hombre cruzaron la habitación hasta quedar cerca de la cama que compartíamos su esposa y yo. Era incapaz de mirarlo a la cara. Observé a Cecilia, en su rostro no había culpa ni sorpresa. Sólo una sonrisa lasciva, descarada.

“Bienvenido, querido. Feliz Aniversario. Te tengo una sorpresa”, dijo Cecilia, indiferente a mi presencia.

“Así lo veo… ¿Cómo lo has logrado? Juan, Radomiro e, incluso, el ruso trataron de seducir a esta chica durante la tarde y en el bar. Ella los rechazó a todos”, la voz del marido de Cecilia era ronca y serena.

“Aquellos no fueron intentos de seducción… fueron burdos acercamientos… te dije que era una putita, pero no me creíste ¿No debiste apostar contra tu mujer?”, dijo Cecilia.

  • Ellos me ignoraban –relató Ana, con los dedos hundiéndose en su propio sexo-. Estaba completamente a su merced, mi cuerpo entre sus miradas y me ignoraban.

“Así es… no creí que fuera posible que la sedujeras”, contestó el hombre en la habitación.

  • El marido de Cecilia acarició mis glúteos –contó Ana, que parecía excitarse mientras se masturbaba-. Rozó mi sexo.

“Tendrás que preocuparte de las cosas de los chicos y de la casa por un mes”, dijo con frivolidad Cecilia.

“Así es”, fue toda la respuesta de su marido mientras sus manos recorrían mi espalda y mis glúteos.

“¿Te gusta la chica? ¿Quieres que te la preste un rato?”, le preguntó Cecilia.

“Si, me gusta… La quiero”, dijo él.

“Entonces, tómala, amor”, respondió Cecilia, entregándome a su marido.

  • Se imagina, padre –La voz de Ana era agitada, sus dedos estaban cada vez más adentro de su sexo. Priscila estaba arrodillada al lado, cerca del padre Patrick, observando-. Sentí que el hombre se sacaba la ropa y se subía a la cama, atrás mío. Cecilia me ordenó que le continuara comiendo el coño y así lo hice. Estaba excitada, nunca había participado en un trío. No hasta ese momento. Sentí la presencia del hombre entre mis piernas, su pene rozó mis glúteos y mi entrepierna. Entonces, él me penetró, sentí un gemido masculino cuando lo hizo y aquello me impulsó a volver a lamer y besar el clítoris de Cecilia. Estaba en otro mundo, sumisa. Dispuesta al placer, como ahora.

La sensual abogada tenía los dedos entrando y saliendo de su sexo, el padre la observaba paralizado, sintiendo su verga erecta dolorosamente presionar contra el pantalón. Fue entonces, que sintió una mano intrusa en el pantalón.

Era Priscila, que sin mediar palabra, desabrochó el pantalón y sacó el pene del padre Patrick de su prisión. Era una verga grande y gruesa, dispuesta a la acción.

  • Basta de juegos, padre –la mirada de Priscila era de determinación cuando sacudió el pene en su mano-. Déjeme ayudarlo, sólo un poco.

La rubia asistente se sentó en la orilla de la cama y se inclinó sobre el cuerpo del cura para comenzar la mamada ayudada de una mano. La lujuria del párroco despertó del estado en que se encontraba, el padre Patrick llevó las manos a los senos de Priscila y los apretó con fervor insano.

  • Así me gusta, padre –la voz de Priscila era la de una mujer pérfida, dándose tiempo para hablar mientras metía el descomunal pene en su pequeña boca-. Estire mis pezones… así.

  • Dios… eres una perra, Priscila… -dijo el padre. Mientras miraba a Ana, mostrándole su atractivo culo y observando la escena mientras seguía masturbándose.

  • Si… soy una puta, padre… su putita… me encanta su verga –Priscila parecía otra persona bajo la barriga del cura, haciendo suyo aquel masculino trozo de músculos y venas.

Ana estaba muy excitada para entender bien que pasaba. Sus ojos turquesas parecían prendidos en la magnífica verga que de la nada había aparecido ante ella. La deseaba y eso hacía que buscara su clítoris con sus dedos, sin sutilezas. Era una caricia salvaje.

El padre Patrick comprendió que aquella dominante mujer, la hermosa y curvilínea Ana Bauman, estaba finalmente a su alcance. Su lujuria la dominaba a ella y había llegado la hora del “castigo”. Apartó a Priscila de su lado y subió a la cama, tomó a Ana de las caderas, acariciando ese prodigioso cuerpo, las líneas de las caderas. Agasajando la piel con su palma, subiendo hasta un firme seno y apretándolo hasta tomar un pezón y estirarlo, arrancando gemidos de aquella diablesa con forma de mujer. Llevando los gruesos dedos al sexo de Ana, tocando el depilado coño cuya humedad y calor parecía una invitación.

Entonces, el cura bajó el calzón de la mujer hasta los muslos, guió su pene entre los pliegues de aquel lugar pecaminoso y la penetró.

Ana Bauman lanzó un grito ante la bestial estocada, incapaz de abarcar toda aquella alimaña que se había escondido hasta ahora en la entrepierna del cura. El dolor se extendió por su cuerpo, pero también un calor que le nubló la vista. El padre Patrick sintió que su verga era apretada en toda su extensión, la sensación fue deliciosa, triunfal. Entonces, retrocedió y embistió de nuevo sobre el desnudo coño de Ana, penetrándola cada vez más. La abogada gemía, gritaba y se quejaba contra las sábanas de la cama, pero mantenía posición inclinada y sumisa, con la cola a completa disposición del cura Patrick. Ana estaba caliente, dispuesta a entregarse al pervertido cura.

El sacerdote empezó a embestir una y otra vez a Ana, cada vez más salvajemente. La escultural trigueña parecía acostumbrarse al tamaño del “artefacto” del cura y los gemidos ya eran de placer más que de dolor. El padre notó a Priscila a su lado, observándolo y la atrajo hacia él. La tomó de la cintura y la besó, perdiéndose en un apasionado encuentro de sus lenguas mientras Priscila se afirmaba de sus hombros.

Así, continuó follando a Ana y disfrutando en lo posible del cuerpo de Priscila, cuyos pechos eran manjar de los labios del párroco, hasta que este decidió cambiar de posición.

Ordenó a Ana colocarse boca arriba, sobre la cama.

  • Abre las piernas –el que mandaba ahora era el cura y la hermosa abogada parecía entregada al cambio de roles-. Priscila cómele el coño a esta puta.

Priscila así lo hizo y enterró su rostro en la entrepierna de la preciosa abogada. En tanto, el voluminoso cuerpo del padre Patrick se acercó a la cara de ángulos y pómulos perfectos de Ana.

  • Chúpame la verga, perra –fueron las palabras sin derecho a réplica del cura, mientras depositaba aquella enorme verga sobre el angelical rostro de ojos turquesas y labios carnosos de Ana.

Ana, con la respiración agitada por las caricias de Priscila en su clítoris, estiró el esbelto cuello y puso sus carnosos y sensuales labios sobre la monstruosa verga del cura. Recorrió la piel cubierta de venas con labios entreabiertos, aspirando el aroma a sexo y orina de aquel hombre. Incapaz de detenerse, abrió la sensual boca y probó el sabor de aquel sexo que no era el de su esposo. Una oscura lujuria se desencadenó, tomó la verga con una mano y con su ayuda llevó el pene por su cara, por sus labios, por su mentón. Se lo metió a la boca un momento y lo saboreó con la lengua. Era grande, muy grande. Repitió lo hecho, sólo que esta vez también llevó el pene hasta uno de sus pezones, estirándose en la cama. Tomaba uno de sus senos con su mano y lo apretaba contra aquel pene. Estaba divertida con ese juego cuando escuchó al cura hablar de nuevo.

  • He dicho que me chupes la verga, puta –fueron las crudas palabras del párroco.

Ana estaba agitada, tomó el pene con la mano y lo llevó a su boca. Entonces, empezó a chupar con fervor la verga del padre Patrick, como se le había ordenado. Podía sentir la lengua de Priscila en su sexo y las manos del cura sobre sus senos y sus glúteos.

  • Así. Muy bien, Señora Ana… muy bien… -decía el cura-. Es usted una experta… nunca pensé que alguien pudiera llevar tan adentro mi pene. Es usted, una verdadera puta, Señora Ana.

Ana retrocedió, casi sin aire. Pero sólo para aprovechar de lamer el pene mientras respiraba agitada.

  • ¿Cuál es el apellido de su esposo, Señora Ana? –preguntó el sacerdote mientras Ana era sorprendida con la verga del cura nuevamente en la boca.

  • Moro… Tomás Moro –contestó Ana, mientras la curvilínea trigueña de ojos claros miraba al cura y lamía la punta del glande.

  • Señora Moro, debo decir que Usted lo hace estupendo follando… es usted una puta divina –dijo el cura, acariciando el rostro y cabello de Ana, impulsándola a renovar su lasciva labor.

  • Dios, no puede hacerme esto –pidió Ana, con el monstruoso pene entre los carnosos labios.

  • Claro que pueda, Señora Moro –anunció el cura.

Ana, excitada con las palabras del cura, se metió otra vez aquella grotesca verga con excitación renovada. Priscila había dejado de darle placer y ahora se encontraba a su lado, tratando de disputar aquella verga que parecía encantarla tanto como a ella. Ahora, las dos mujeres besaban, lamían y chupaban alternativamente el pene del cura. Sus labios y leguas encontrándose y fundiéndose pecaminosamente sobre el monstruoso aparato del padre Patrick.

Aquello excitó al pervertido sacerdote.

  • Así me gusta, putitas –les dijo mientras las observaba encontrarse sus lenguas en la punta de su pene-. Bésense… chúpemela, Señora Moro. Vamos, Priscila… no te quedes atrás.

Era excitante, pero luego de un rato se obligó a apartarse de ambas mujeres.

Indicó a Ana que había llegado la hora de recibirlo nuevamente. La lujuriosa mujer de cabellos recogidos en una coleta trigueña se dejó caer sobre su espalda y recogió sus piernas hacia los lados, abriéndose tentadoramente. La prenda blanca que cubría su sexo se había perdido en algún momento y sólo el elegante calzado de tacón altísimo adornaba su cuerpo, el resto sólo era la más magnífica desnudez.

El padre Patrick se desnudó también, su cuerpo alto y voluminoso distaba mucho de la belleza de sus acompañantes. La lasitud de las carnes hacía juego con la barriga, la breve papada y el trasero pequeño. El rostro, habitualmente pálido, estaba rojo y la melena y barba de color castaño oscura salpicada de canas parecía más oscura, casi negro por el sudor.

Así, se aproximó a Ana, que lo esperaba con las piernas muy abiertas, en un contraste morboso y perverso.

El cura se echó sobre Ana y sin esperar. Repasó con la verga el coño sin lograr penetrarla al primer intento. Sólo la lujuria unía aquellas juveniles y angelicales líneas femeninas con aquel desproporcionado cincuentón de barriga prominente y tosco aspecto. Sin embargo, cuando el padre Patrick sintió que su pene entraba en Ana y ella lanzaba un grito de placer, supo que ella en ese momento le pertenecía. Su cuerpo sobre ella parecía fundirse contra el mismo paraíso, entregándole un calor y un placer que irradiaba desde su pene hasta cada célula de su cuerpo.

Los labios finos del cura buscaron la turgencia de los labios de aquella hermosa mujer, Ana se fundió en un beso de pasión insana. Aquel era el primer beso entre esos amantes y al pervertido párroco le supo a gloria divina. Embistió una y otra vez contra la pelvis de la muchacha mientras sus bocas se unían, mientras lamía aquellos senos grandes de pezones erguidos, mientras le susurraba palabras al oído y mientras ella lo atraía a su femenino cuerpo pidiendo más.

  • Fólleme, padre… más… por dios, quiero más… -la escuchaba el párroco casi sin aliento en su oído-. Que verga… mmmmmnnnnnnhhhh…. Más… padre, por favor… más.

  • Ha sido una mala esposa, Señora Moro… ahora debe pagar… -le decía el cura, pervirtiendo el acto de la expiación mientras continuaba penetrándola.

  • Si, he sido una mala esposa… una pervertida… ah… dios… soy una perra infiel… una puta… mmmmnnnnnhhhhh… soy su puta, padrecita… suya… aaaahhhhhh… -respondía Ana, disfrutando de la lengua y los labios del cura sobre sus senos.

  • Si… eres una puta que vive de las apariencias… una mujerzuela… vamos puta… demuéstrame lo infiel que puede llegar a ser, Señora Moro -dijo el cura, incorporándose entre las piernas de Ana sin dejar de penetrarla.

  • Priscila, ven acá –llamó a la rubia el cura-. Señora Moro, quiero que le coma el coño a Priscila… Priscila, coloca tu coño sobre Ana, hazlo mirándome. Así, quiero verte.

Mientras el padre continuaba follando a Ana, extendida en la cama con las largas piernas alrededor de la gruesa cintura del cura, Priscila colocó su entrepierna al alcance de la boca de la sensual abogada, que empezó a lamer el coño de la rubia. Priscila, que sabía muy bien lo que hacía, en esa posición de frente al cura se inclinó para lamer la verga del pervertido sacerdote o el clítoris de Ana.

Aquello, fue más de lo que pudo resistir Ana, que tuvo su primer orgasmo. Fue largo y le nubló la vista. Pero le siguieron otros más. Aquello era una locura.

  • Dios… aaaaaahhhhhh…. Mmmmmnnnnnnnnhhhggg… me corro, padre… me corro…  -gritó con un último aliento la hermosa abogado.

Ana ya no tenía fuerzas, dejó que el cura continuara sobre ella hasta que en algún momento éste se corrió dentro y sobre su pelvis y abdomen. Lejos, de amedrentarse, el cura seguía caliente. De inmediato, tomó a Priscila y empezó a follarse a la rubia asistente como si fueran adolescentes incapaces de suprimir su deseo. Ana los observó sin fuerza a su lado.

  • Al final, de aquella noche –Ana continuó su historia mientras veía follar al padre y Priscila-. Fui usada por Cecilia y su esposo. Aquella había sido mi primera experiencia con una mujer y mi primer trío. Lo había disfrutado, totalmente. Sin embargo, cuando me dejaron ir a casa cerca del amanecer, tuve que lidiar con las consecuencias. Mi cuerpo estaba imposible de ser mostrado a mi esposo. Me escabullido en silencio en la casa, me limpié como pude en la cocina y salí en la mañana antes que despertara. Pasaron días antes que pudiera hacer el amor o mostrarme desnuda por las marcas de los labios en mis senos. Y a pesar del miedo y la culpa que sentí esos días, dos semanas después volví a probar un otro trío con un hombre y una mujer. Esa vez fue, Carolina, mi mejor amiga, y otro compañero de trabajo. Reafirmé aquella lujuriosa emoción, aceptándola.

Aquel recuerdo volvió a excitar a Ana. Cansada, pero sintiendo la necesidad de su bajo vientre se movió para aspirar algo más de cocaína. Estaba lista para unirse a los amantes nuevamente y fundirse por horas en aquel delicioso sexo infiel y profano.

Epílogo.

El padre Patrick se miró al espejo, se sentía pletórico y cansado a la vez. Seguramente tenía moretones en todo el cuerpo y estaría con molestias musculares varios días. Sin embargo, a pesar del hábito manchado de semen y fluido femenino, no sentía arrepentimiento.

Salió del baño y observó a las mujeres ya vestidas. Ana se maquillaba frente a un pequeño espejo mientras conversaba con Priscila. Nadie hubiera imaginado lo que había pasado, pues, Priscila ya había hecho la cama y ordenado.

  • ¿Siempre supiste que te atraían las mujeres? –preguntó Priscila de improviso, como si no hubiera escuchado del todo el relato de Ana.

  • No, creo que no lo supe hasta que probé la experiencia por primera vez –contestó Ana.

  • ¿Crees que todas las mujeres son potenciales lesbianas? –preguntó Priscila, apresurada.

  • No creo –la voz de Ana sonaba cansada-. He estado con mujeres que no han podido terminar la experiencia porque no han podido excitarse. A veces pasa que, si no es el momento o no estás con el hombre o la mujer adecuada, las cosas no resultan. Pero hay ocasiones también en que el sexo es sólo entre un hombre y una mujer. En el caso de los homosexuales, es diferente supongo.

  • ¿No te consideras bisexual? –preguntó la rubia parroquiana.

  • ¿Bisexual? No creo –dijo Ana, extrañada de las preguntas de la rubia-. Siempre me han atraído con mayor naturalidad los hombres, pero ya no estoy tan segura como antes.

  • ¿Crees que tienes el diablo en el cuerpo? –preguntó el cura, interrumpiendo a las dos mujeres.

  • No lo sé, padre –respondió Ana-. Pero si el demonio está en mi cuerpo, lo está también en el suyo y ambos le servimos muy bien ¿no cree?

El padre Patrick no contestó.

  • Vamos, te llevaremos a tu vehículo –se limitó a decir el padre.

Cruzaron la ciudad con Priscila al volante y el padre en el asiento delantero. Ana dormitaba atrás, cansada del día triunfal en la oficina y de aquella noche de trastornada locura. Su mente era un cúmulo de pensamientos que la mortificaban.

Finalmente, el automóvil blanco de Priscila se detuvo a unos metros del lujoso carro de Ana.

  • Ana, llegamos –le anunció el padre, despertándola-. Creo que deberías saber que puedes volver a la iglesia cuando desees. Siempre estarán las puertas abiertas para ti, hija.

Ana sonrió, consciente de las verdaderas intenciones del cura. Priscila no pudo evitar sentir celos de aquella hermosa mujer.

  • Sabe, padre –dijo Ana, aún en el asiento de atrás-. Creo que dejaré todo esto. Tengo un esposo que me ama y que estoy perdiendo. No sé cómo, pero necesito dar vuelta la página.

  • Cuentas con mi apoyo –insistió el párroco.

  • Pero yo no le necesito, padre –replicó Ana-. Lo que quería ya lo tomé de usted… no piense que es la única verga grande que monto. Los hombres son tan tontos, piensan que son únicos cuando la verdad es que la mujer es la que los hace únicos. Por lo menos en el sexo.

  • Pero… -la voz del cincuentón sonó lastimera cuando la abogada lo interrumpió.

  • El sexo es una moneda de cambio –la voz de Ana era dura, inmisericorde-. Usted ya no tiene nada que ofrecerme, padre Patrick.

El padre Patrick quedó en silencio, masticando su decepción.

  • Adiós, padre. Fue un placer –se despidió Ana-. No volveremos a vernos.

Ana se bajó del automóvil. El padre Patrick la observó alejarse con movimientos elegantes y sensuales, aquel cuerpo femenino le hizo querer detenerla, mantenerla a su lado. Sólo le detuvo la mano de Priscila sobre su pierna.

  • Aquella mujer es el diablo encarnado, padre –le dijo Priscila, observado a Ana meterse en el ostentoso vehículo-. Ella nos hizo caer a ambos en su juego, cuando habíamos planeado que sería de otra forma.

Así era. Priscila y el padre Patrick eran amantes hace meses. Habían planeado hacer un trío con otra mujer, dominarla y hacerla caer bajo el influjo del cura irlandés. Pero ambos estaban seguros que Ana no era una mujer que pudieran dominar, no del todo.

“Es un juego peligroso jugar con el demonio”, pensó el padre Patrick. Sin embargo…

  • Pero es una lástima no volver a verla… es una mujer hermosa –dijo el cura, incapaz de contenerse.

Ambos observaban el automóvil de Ana alejarse por la calle, empezaba a amanecer y el fulgor del sol se asomaba en el horizonte.

  • ¿Quién dijo que no volveré a ver a Ana? –dijo Priscila, sorprendiendo al cura.

  • Pero ella dijo… -decía el cura, entonces se dio cuenta que Ana no se había despedido de Priscila.

Los ojos negros del cura se abrieron, ansiosos.

  • Ella me invitó a una despedida de soltera –anunció Priscila-. Le di mi número.

  • Entonces… -expresó el cura emocionado.

  • Entonces, nada. Ella no le quiere ver más, padre. Entiéndalo –dijo Priscila celosa-. Pero prometo contarle lo que pase en mis encuentros con Ana. Pero sólo lo sabrá a través de mis confesiones. Usted sabe que debe expiar todos mis pecados y culpas.

  • Así lo haré, mi pequeña –anunció el cura, feliz-. Así lo haré. Porque tú eres la única me entiende, preciosa.

  • Lo sé, padre -Priscila le sonrió.

Empezaba un nuevo día, un día perfecto para salvar un alma con el diablo en el cuerpo.